Los náufragos del
“Jonathan”
Segunda parte - Capítulo V Barco a la vista
A principios de julio, Halg fue presa de una gran
emoción. Descubrió que tenía un rival. El
emigrante llamado Patterson, que le había procurado a precio de
oro la indumentaria que tanto le enorgullecía, había
entrado en relaciones con la familia Ceroni y rondaba visiblemente en
torno a Graziella.
Halg se desesperó ante aquella
complicación. Un adolescente de dieciocho años, medio
salvaje, ¿podía luchar contra un hombre hecho y derecho,
provisto de riquezas que al pobre indio le parecían fabulosas? A
pesar de la afección que ella le testimoniaba, ¿era
posible que Graziella dudase?
Esta no dudaba, en efecto, pero sus preferencias no
iban por el camino que él temía. La inocente ternura y la
juventud de Halg triunfaban sin esfuerzo sobre las ventajas de su
competidor. La obstinación del irlandés se explicaba por
su insensibilidad ante el alejamiento que le testimoniaban Graziella y
su madre. Estas apenas le respondían cuando él les
dirigía la palabra, y fingían no darse cuenta de su
presencia.
Patterson no se inmutaba. Esto no le impedía
continuar sus manejos con la fría perseverancia que hasta el
momento había asegurado el éxito de sus negocios. No
dejaba, además, de tener un aliado sobre el terreno, y ese
aliado no era otro que Lazzaro Ceroni. Siendo mal recibido por las dos
mujeres, el padre, al menos, le hacía buena cara y
parecía aprobar la búsqueda de que su hija era objeto.
Él y Patterson mantenían las mejores relaciones. A veces,
incluso, se aislaban en misteriosos conciliábulos, como si
estuvieran tratando de asuntos que no incumbieran a nadie más.
¿Qué asuntos podían realmente tener en
común aquel borracho empedernido y aquel astuto campesino, aquel
derrochador incorregible v aquel avaro?
Aquellos conciliábulos eran para Halg causa de
serias preocupaciones, que la conducta de Lazzaro Ceroni venía a
empeorar. El miserable continuaba emborrachándose, y las escenas
se repetían de vez en cuando, pero se hacían más y
más frecuentes. Halg no dejaba de informar cada vez al Kaw-djer,
y éste ponía el hecho en conocimiento de Hartlepool. Pero
ni el Kaw-djer ni Hartlepool podían llegar a descubrir
cómo Lazzaro Ceroni se procuraba aquella cantidad de alcohol
dado que a excepción de las provisiones salvadas del
Jonathan no existía ni una gota en la isla Hoste.
En efecto, la tienda que guardaba aquellas provisiones
era vigilada día y noche por los dieciséis supervivientes
de la tripulación, divididos en ocho secciones de dos hombres,
que se relevaban cada tres horas. Estos, incluidos Kennedy y Sirdey,
soportaban dócilmente por lo demás, el tedio de aquellas
tres horas de guardia cotidiana. Ninguno de ellos se permitía la
más mínima murmuración y mostraban la misma
obediencia hacia Hartlepool que cuando navegaban bajo sus
órdenes. Su espíritu de disciplina se mantenía
intacto. Formaban un grupo numéricamente débil, pero que
la unión hacía fuerte, sin contar con la preciosa ayuda
que Dick y Sand, en caso necesario, le hubiesen aportado.
De momento, al menos, nadie pensaba en utilizar la
buena voluntad de los dos niños. Dispensados de la guardia a
causa de su edad, disfrutaban de una libertad completa que empleaban
para jugar a sus anchas. Indudablemente, el tiempo pasado en la isla
Hoste marcaría su existencia y quedaría grabado en sus
espíritus como un período de placeres sin modificabar sus
juegos según las circunstancias. ¿Que caían
espesos copos de nieve? Pues cavaban escondrijos donde tenían
lugar partidas prodigiosas. ¿Que la temperatura descendía
por debajo del punto de congelación? Llegaba entonces el momento
de dejarse resbalar, o bien, a caballo sobre una plancha a modo de
trineo, de lanzarse a lo largo de las pendientes y disfrutar con la
embriaguez de las vertiginosas caídas. ¿Que por el
contrario brillaba el sol? Acompañados de innumerables
críos de su misma índole, se esparcían entonces
por las afueras del campamento e inventaban mil juegos cuyo atractivo
se medía según la violencia.
Durante una de sus caminatas a orillas del mar
descubrieron, un día que por casualidad sólo iban
acompañados por tres o cuatro niños, una gruta natural
excavada en las laderas del acantilado, en la otra cara del cabo que
limitaba al este la bahía de Scotchwell. Aquella gruta, cuya
apertura, orientada hacia el sur, miraba por lo tanto hacia la costa en
que se había perdido el Jonathan, no hubiera retenido
mucho tiempo su atención a no ser por una particularidad que la
hacía infinitamente más interesante. Al fondo se
abría una fisura que, pasados dos o tres metros, daba a una
segunda caverna completamente subterránea, donde nacía
una galería sinuosa que se elevaba a través del macizo
hasta una gruta superior, abierta ésta en la vertiente norte del
acantilado. Desde allí se divisaba el campamento, a donde se
podía llegar dejándose resbalar por la pendiente
rocosa.
Aquel descubrimiento llenó de gozo a los
pequeños exploradores que se guardaron bien de hacerlo
público. Aquella sarta de grutas era un dominio que les
pertenecía y que ansiaban conservar como exclusiva propiedad. Y
por lo tanto, allí fueron con gran misterio, para organizar los
juegos más exquisitos. Fueron sucesivamente y con la misma
pasión, salvajes, Robinsones, ladrones.
¡Cuántos gritos retumbaban bajo aquellas
bóvedas subterráneas! ¡Qué desenfrenadas
galopadas hicieron resonar la galería que unía los dos
puntos del sistema!
Sin embargo, atravesar aquella galería
tenía peligro. En un punto de su recorrido parecía a
punto de hundirse. Allí, su techumbre, de un metro de altura
como máximo, estaba solamente sostenida por un único
bloque, cuya base mordía apenas otra roca inclinada y que el
más pequeño esfuerzo hubiera hecho resbalar. De
ahí, la necesidad de avanzar de rodillas y de infiltrarse con la
mayor prudencia en el estrecho espacio que quedaba libre entre el
bloque inestable y la pared de la galería. Pero aquel peligro,
por terrorífico que fuera en realidad, no asustaba a los
niños, y tan sólo servía para dar más
aliciente a sus juegos.
Dick y Sand ocupaban así alegremente su tiempo.
No se preocupaban por nada, ni siquiera por su enemigo, Fred Moore, al
que veían venir a veces de lejos y ante el cual
emprendían entonces una descarada huida. El emigrante no
intentaba, por otro lado, perseguirlos. Su cólera había
cesado y ya no era contra los dos niños que subsistía su
rencor.
Además, ni se planteaban el que Fred Moore
estuviera o no irritado. Para ellos, nada existía aparte de sus
juegos, gracias a los cuales los días pasaban con una rapidez
que consideraban deplorable.
Si por un referéndum se hubiera consultado a
los emigrantes, Dick y Sand hubieran sido probablemente los
únicos de esta opinión. El tiempo les parecía tan
corto como largo a los otros, confinados a menudo en sus
incómodas viviendas.
Conviene, sin embargo, hacer una excepción con
Lewis Dorick y su cortejo de ladronzuelos. Para éstos, el tiempo
de invernar transcurría agradablemente. Aquellos tunantes
tenían la cuestión social resuelta. Vivían como en
país conquistado, no se privaban de nada, incluso atesoraban en
previsión de posibles días malos
Resultaba increíble que sus víctimas
hicieran prueba de semejante longanimidad. Pero así era. Los
explotados se imponían ciertamente en número, pero lo
ignoraban y no se les ocurría aunar sus fuerzas. La banda de
Dorick formaba, por el contrario un haz compacto y se imponía
por el miedo a cada emigrante individualmente. De hecho, nadie osaba
resistirse a las exacciones de aquellos tiranos.
Por medios menos reprensibles, una cincuentena de los
otros náufragos habían logrado igualmente luchar contra
la depresión que venía de aquella vida estancada. Bajo la
dirección de Karroly, ocupaban su tiempo libre en perseguir
lobos marinos.
El oficio de lobero es difícil. Tras haber
esperado pacientemente a que los anfibios, cuya desconfianza es muy
grande, se aventuren por la costa, hay que actuar de modo que se les
pueda cercar sin darles tiempo de emprender la huida. La
operación no se efectúa sin riesgos, pues estos animales
escogen siempre los puntos más escarpados para entregarse a sus
juegos.
Bien guiados por Karroly, los cazadores obtuvieron un
brillante éxito. Hicieron un botín considerable de lobos
marinos, cuya grasa podía utilizarse para el alumbrado y la
calefacción y cuyas pieles aseguraban un beneficio importante
para el día en que pudieran salir de la isla.
Dejando aparte a estos hombres enérgicos, los
emigrantes, muy deprimidos, preferían cobijarse frioleramente en
sus viviendas. Sin embargo, la temperatura no era excesiva. Durante el
período más frío, que comprendía del quince
de julio al quince de agosto, la mínima termométrica fue
de doce grados, y la media, de cinco grados bajo cero. Las afirmaciones
del Kaw-djer estaban, pues, justificadas, y la vida en aquella
región no hubiera sido particularmente cruel a no ser por la
frecuencia del mal tiempo y la penetrante humedad que era su
consecuencia.
Aquella perpetua humedad traía consigo
deplorables resultados desde el punto de vista higiénico. Se
multiplicaban las enfermedades. Por lo general el Kaw-djer
conseguía atajarlas, pero no ocurría así cuando se
desarrollaban en organismos debilitados, y por lo tanto, incapaces de
reaccionar. Esta fue la causa de los ocho fallecimientos que se
produjeron durante el invierno y que dejaron desolado a Lewis Dorick,
pues afectaban en su mayoría a la parte de la población
que, sin oponer resistencia alguna, le pagaban el tributo.
Uno de estos fallecimientos desesperó a Dick y
a Sand: el de Marcel Norely. El pequeño inválido no pudo
resistir aquel rudo clima. Sin sufrimientos, sin agonía, se
apagó una tarde sin dejar de sonreír.
Los supervivientes no parecían muy conmovidos
ante estas desapariciones. Aparte de que en cierto modo estuvieran
perdidas entre la multitud, todo el mundo se vanagloriaba
fácilmente de escapar personalmente a las desgracias del vecino.
El anuncio de una nueva muerte sólo interrumpía por un
instante su letargo. A decir verdad, parecían no tener ya
más vitalidad, como no fuera para desgañitarse en
disputas, tan violentas en su expresión como futiles en su
motivo.
La frecuente repetición de aquellas
riñas inspiraba en el Kaw-djer amargas reflexiones. Era
demasiado inteligente para no ver las cosas bajo su verdadero aspecto,
demasiado sincero para escapar a las consecuencias lógicas de
sus observaciones.
En aquella reunión fortuita de hombres venidos
desde todos los puntos del mundo, la pasión básica era
decididamente el odio. No el odio aún reprensible, pero al menos
lógico, que hincha el corazón de aquel que sufrió
un grave e injusto mal, sino el odio recíproco y latente,
esencial, podríamos decir, que, en una catástrofe tan
excepcional, y por mucho que estuvieran reducidos a los últimos
límites de la desgracia, y por muy semejantes que fuesen sus
tristes destinos, los lanzaba unos contra otros, por tonterías,
como si la naturaleza vertiera en los gérmenes de la vida un
oscuro, un imperioso instinto de destruir aquello que ha creado.
La inercia de sus compañeros sorprendía
también al Kaw-djer. Apenas unos cuantos, como las cuatro
familias disidentes y los cazadores de lobos marinos, habían
tenido el valor de reaccionar. Los otros aceptaban los días tal
como se presentaban. Tenían casa. No pedían más.
Ninguna necesidad de luchar contra la materia para someterla a su
voluntad, ningún deseo de mejorar su suerte a precio de un
esfuerzo, ninguna previsión para el futuro. Esclavos
dóciles, dispuestos a ejecutar lo que se les ordenase, no
hacían nada por iniciativa propia, y dejaban en manos ajenas la
tarea de decidir por ellos. El Kaw-djer no podía desconocer, en
fin, aquella cobardía general que permitía a un
pequeño grupo dominar a una inmensa mayoría, que creaba
unos pesos explotadores a expensas de una multitud de explotados.
El hombre, ¿es, pues, así? Esas leyes
imperfectas que le obligan y le fuerzan a sacar partido de su
inteligencia contra la fuerza bruta de las cosas, que tienden a limitar
el despotismo de unos y la esclavitud de otros, que sujetan por la
brida el instinto del odio, estas leyes, ¿son, pues, necesarias,
y es necesaria la autoridad que las aplica?
El Kaw-djer no podía responder afirmativamente
todavía a semejante pregunta, pero el simple hecho de que
pudiera planteársela bastaba para indicar la
transformación que se estaba operando en su pensamiento. Se
veía obligado a confesarse que el hombre se mostraba en la
realidad muy diferente del ser ideal que se había complacido en
forjar en su imaginación. Así pues, no había nada
de absurdo, a priori, en admitir que fuera bueno protegerlo contra
sí mismo, contra su debilidad, su avidez y sus vicios; ni en
profesar, dado que cada uno reclamaba esa protección en
interés propio, que las leyes sólo fuesen, en suma, la
expresión transaccional de aspiraciones individuales, como
sería en mecánica la resultante de fuerzas
divergentes.
Apresado en la inextricable red de prescripciones que
atan a los ciudadanos del Nuevo Mundo, el Kaw-djer sólo
había sentido la molestia impuesta por el enorme cúmulo
de leyes, de órdenes, de decretos, mientras vivió entre
ellos antes de exiliarse a la Tierra de Magallanes; su incoherencia y
su carácter tan a menudo vejatorio le habían cegado, sin
dejarle ver la necesidad superior de sus principios. Ahora, unido a
aquel pueblo colocado por la suerte en condiciones próximas al
estado primitivo, asistía, como un químico inclinado
sobre su hornillo, a unas cuantas de las incesantes operaciones que se
operan en el crisol de la vida. A la luz de semejante experiencia,
empezaba a mostrársele esa necesidad, y los cimientos de su vida
moral se tambaleaban. Sin embargo, el hombre que había sido se
debatía en su interior. Sin poder impedir a su razón
evolucionar, su temperamento libertario protestaba. En todo momento el
problema se planteaba en su interior, y comenzaba entonces la batalla
de los argumentos, unos afianzando su doctrina, otros
socavándola sin descanso. Lucha incesante, lucha cruel, que le
desgarraba y le lastimaba.
Pero quizás, el motivo de asombro mayor para el
Kaw-djer no era tanto la imperfección de los hombres como su
impotencia para romper con su rutina habitual. En aquella costa
desierta, en los confines del mundo, los náufragos no
habían renunciado a ninguna de sus ideas anteriores. Los
principios, es decir, las convenciones y los prejuicios que
regían su vida anterior, poseían el mismo ascendiente
sobre ellos. La noción de propiedad, en especial, seguía
siendo un artículo de fe. No había ni uno que no dijera
como la cosa más natural del mundo: «Esto es
mío», y nadie era consciente de lo cómico de
aquella pretensión tan deslumbrante a los ojos de un
filósofo libertario de un ser tan frágil y perecedero que
pretendía monopolizar para él, y sólo para
él, una fracción cualquiera del universo. Por muy absurdo
que lo encontrara el Kaw-djer, esta pretensión estaba, sin
embargo, anclada en sus cerebros, y no desistirían. Nadie
aceptaba separarse, a favor del prójimo, del más
miserable de los objetos de su posesión, como no fuera a cambio
de un contravalor, de un objeto de otra naturaleza o de un servicio
prestado. En cualquier caso, se trataba de una venta. La palabra
«dar» parecía borrada de su vocabulario y el acto de
su espíritu.
El Kaw-djer pensaba que sus amigos fueguinos, hordas
errantes que iban de un lado para otro de la Tierra de Magallanes, se
hubieran sorprendido mucho ante tales teorías; ellos que nunca
habían poseído más que su propia persona.
Aparte de aquellos intercambios, o para emplear el
término exacto, de aquellas ventas que se renovaban
constantemente, ocurría a veces que el que cedía no
necesitaba ningún servicio ni ninguno de los objetos
poseídos por la otra parte. En aquel caso, el oro servía
para cerrar la transacción. El Kaw-djer se admiraba enormemente
ante aquella perennidad del valor del oro. Este metal es, sin embargo,
un bien imaginario: no se come, no sirve para proteger contra el
frío ni contra la lluvia, y sin embargo, es codiciado del mismo
modo que los bienes reales que poseen tales ventajas. ¡Qué
extraño y maravilloso fenómeno que toda la humanidad se
incline, con unánime consentimiento, ante una materia
esencialmente inútil, y cuyo valor se debe sólo a una
convención general! Los hombres, en esto, ¿no se parecen
acaso a los niños, que, a modo de juego, venden muy en serio
piedrecitas que su imaginación transforma en objetos preciosos?
Para que el juego terminase, bastaría con que uno de ellos
descubriera y proclamase que aquellos objetos preciosos no eran en
realidad más que piedras.
Ciertamente, el Kaw-djer no negaba, una vez admitido
el principio de propiedad, la comodidad que derivaba del empleo de un
valor arbitrario, representativo de todos los demás. Pero
aquella comodidad presentaba, a sus ojos, un inconveniente mucho
más grave por encima de sus preciosas ventajas. El oro es, bajo
el régimen de propiedad individual, lo que permite la
creación y el crecimiento perpetuo de fortunas. Sin él
los hombres, aunque indudablemente sumidos todos en un estado mediocre,
serían al menos aproximadamente iguales. Es gracias a él
que una misma y única mano puede contener en potencia tanto
poder y tantos placeres, mientras que innumerables seres, para recibir
algunas partículas, consienten en sufrir ese poder y procurar
esos placeres en los que nunca tendrán parte.
Sin duda, el Kaw-djer se equivocaba: El oro es un
medio de satisfacer la necesidad de adquirir; inherente a la naturaleza
del hombre. A falta de este medio, se hubiera imaginado otro, que
hubiese presentado a su vez una misma proporción de ventajas e
inconvenientes y, en cualquier caso, hubiera sido lo que es, un ser
ilógico y diverso, donde se encuentran por igual lo mejor y lo
peor.
Tales eran, entre cientos de otros, los argumentos a
favor y en contra que se debatían en el cerebro del Kaw-djer,
como soldados en el campo de batalla Ya había pasado la
época en que el derecho a una libertad integral tenía
ante sus ojos la fuerza de un dogma. Ahora, sus máximas
libertarias habían perdido su apariencia de certeza irrefutable.
Acababa por discutir consigo mismo la necesidad de la autoridad y de
una Jerarquía social.
Los hechos debían encargarse de ofrecerle
nuevas razones a favor de la afirmativa, probándole que existen,
entre los hombres como entre los animales, verdaderas fieras cuyos
peligrosos instintos hay que yugular. Capaces de todo por satisfacer la
pasión que los domina, semejantes seres sembrarían, en
efecto, la desolación y la muerte a su alrededor sin la ley que
les grita: ¡Alto!
Y precisamente, un drama de este tipo, drama
ciertamente punzante porque su motivo era el hambre, esa necesidad
primordial de todo organismo viviente, se desarrollaba entonces en la
casa ocupada por Patterson en compañía de Long y Blaker,
este pobre diablo dotado por la irónica naturaleza de ese
insaciable apetito que en patología se cataloga bajo el nombre
de bulimia.
Como todo el mundo, Blaker, en el momento de la
distribución había recibido su ración de
víveres, pero a causa de su enfermiza voracidad, aquella parte
prevista para cuatro meses, había sido consumida en menos de
dos. Desde entonces, como en el pasado, y más aún que en
el pasado, conocía las torturas del hambre.
Sin duda, si hubiese sido de naturaleza menos
tímida, hubiera encontrado sin esfuerzo un remedio a los
sufrimientos. Hubiera bastado una palabra de Hartlepool o al Kaw-djer
para que se le distribuyera un suplemento de alimentos. Pero Blaker,
poco desarrollado intelectualmente, estaba muy lejos de pensar en una
gestión tan audaz. Situado desde su nacimiento en lo más
bajo de la escala social, su desgracia había dejado de
asombrarle hacía ya mucho tiempo, y sólo conocía
esa resignada pasividad que es el último recurso de los
miserables. Poco a poco, había tomado el hábito de
obedecer, como una brizna impalpable, a unas fuerzas irresistibles cuya
naturaleza no intentaba siquiera imaginar, y por esa razón no
había concebido jamás la loca esperanza de modificar de
alguna manera la distribución de víveres, que
suponía ordenada por una de esas fuerzas superiores.
Antes que quejarse, hubiera muerto de inanición
si Patterson no hubiese venido en su auxilio.
El irlandés se había dado cuenta de la
rapidez con que su compañero consumía los alimentos
puestos a su disposición, y esa observación le
había hecho incluso entrever la posibilidad de una ventajosa
operación. Mientras Blaker devoraba, Patterson, por el
contrario, se racionaba. Llevando a los últimos limites sus
instintos de sórdida avaricia, apenas se alimentó,
privándose de lo necesario y llegando a recoger sin
vergüenza los restos despreciados por los demás.
Llegó el día en que Blaker ya no tuvo
qué comer. Era el momento que esperaba Patterson. Bajo el
pretexto de prestarle servicio, propuso a su compañero cederle,
discutiendo antes el precio, una parte de sus provisiones. Trato
aceptado con entusiasmo, y tan pronto llevado a cabo como concluido, se
repitió hasta el infinito mientras el comprador tuvo dinero,
pues el vendedor iba arguyendo la escasez creciente de víveres
para aumentar gradualmente sus precios. Pero, vaciados los bolsillos de
Blaker, Patterson cambió de tono. Cerró el negocio sin
ningún pudor, sin prestar la más mínima
atención a las miradas desesperadas del desgraciado, al que
condenaba así a morir de hambre.
Considerando su desgracia como una nueva secuencia de
la fuerza de las cosas, continuó, como antes, sin quejarse.
Desplomado en un rincón, comprimiendo con las dos manos su
torturado estómago, dejó correr las horas inmóvil,
traicionando sus crueles sensaciones sólo por los
estremecimientos de su rostro. Patterson lo miraba fríamente.
¿Qué importaba que sufriera, qué importaba que
muriese un hombre que ya no poseía nada?
El dolor venció por fin la resignación
del paciente. Tras cuarenta y ocho horas de suplicio, salió
tambaleándose, erró por el campamento,
desapareció...
Una noche, volviendo el Kaw-djer hacia su choza,
tropezó con un cuerpo tendido. Se inclinó y
sacudió al durmiente, que sólo respondió con un
gemido. El durmiente era un enfermo. Tras haberlo reanimado con algunas
gotas de cordial, el Kaw-djer le interrogó:
-¿Qué le pasa? -le preguntó.
-Tengo hambre -respondió Blaker, con un hilo de
voz.
El Kaw-djer se asombró.
-¡Hambre! -repitió. ¿No ha
recibido su parte de víveres como todo el mundo?
Blaker, entonces, con frases entrecortadas le
explicó brevemente su triste historia. Le contó su
enfermedad y la morbosa necesidad de comer que era su consecuencia;
cómo, agotadas sus provisiones, había vivido comprando
las de Patterson; y finalmente, cómo éste le había
dejado agonizar desde hacía tres días.
El Kaw-djer escuchaba estupefacto aquel
increíble relato. Había, pues, un hombre que tenía
el valor de dedicarse a aquel espantoso negocio, un hombre que, a pesar
de todos los dramas y de todos los cataclismos, había conservado
intacta tan espantosa avidez. Mercader ladrón que había
mentido con tal de poder ceder a cambio de especies lo que otros le
hubieran dado, mercader desvergonzado que había vendido sin
piedad la vida a su semejante.
El Kaw-djer guardó para sí sus
reflexiones. Fuera cual fuese la infamia del culpable, más
valía dejarla impune antes que crear, revelándola, otra
causa suplementaria de discordia. Se contentó con hacer entregar
nuevas provisiones a Blaker, asegurándole que se le
entregarían tantas como necesitase en el futuro.
Pero el nombre de Patterson quedó grabado en su
memoria, y el individuo que lo llevaba se erigió ante él
en prototipo de todo aquello que el alma humana puede contener de
más abyecto. Así, no se sorprendió cuando, tres
días más tarde, Halg pronunció aquel mismo nombre
a propósito de otra historia, casi tan repugnante como la
primera.
El joven volvía de su visita cotidiana a
Graziella. En cuanto vio al Kaw-djer, corrió a su encuentro.
-Ya sé -dijo sin tomar respiro- quién
procura el alcohol a Ceroni.
-¡Por fin! -dijo el Kaw-djer con
satisfacción. ¿Quién es?
-Patterson.
-¡Patterson!
-El mismo - afirmó Halg -. Hace un momento he
visto cómo le entregaba ron. Ahora me explico por qué son
los dos tan buenos amigos.
-¿Estás seguro de no equivocarte?
-insistió el Kaw-djer.
Completamente. Lo más curioso es que Patterson
no da su mercancía. La vende, y además bastante cara. He
oído su discusión. Ceroni se quejaba. Decía que
todos sus ahorros habían pasado al bolsillo de Patterson y que
ya no le quedaba nada. El otro no respondía, pero desde el
momento en que vio que iba a ser gratis, pareció poco dispuesto
a continuar.
Halg se interrumpió un momento; luego
exclamó con cólera:
-Si Ceroni no tiene más dinero, será
capaz de todo. ¿Qué será de su mujer y de su
hija?
-Ya lo pensaremos respondió el Kaw-djer. Y,
tras una pausa: Ya que hemos empezado a tocar este tema -dijo con tono
de afectuoso reproche lleguemos hasta el final. Aunque nunca he
querido hablarte de ello, no ignoro cuáles son tus sueños
¿Adónde te llevarán, hijo mío?
Halg, con los ojos bajos, guardó silencio. El
Kaw-djer continuó:
-Dentro de poco, tal vez dentro de un mes, toda esta
gente desaparecerá de nuestra vida. Y Graziella como los
demás.
-¿Por qué no podría quedarse con
nosotros? -objetó el joven fueguino levantando la cabeza.
-¿Y su madre?
-Su madre también, naturalmente.
-¿Crees que consentirá en abandonar a su
marido? -objetó el Kaw-djer.
Halg hizo un gesto violento.
-¡Tendrá que consentir! -afirmó
sordamente.
El Kaw-djer movió la cabeza con aire de
duda.
-Graziella me ayudará a persuadirla. Ella ya ha
tomado partido. Está decidida a quedarse aquí si usted se
lo permite. No sólo está cansada de la mala vida que le
da su padre, sino que también teme a otros emigrantes.
-¿Miedo? -repitió sorprendido el
Kaw-djer.
-Sí. En primer lugar, de Patterson. Hace un mes
que ronda a su alrededor, y si ha vendido ron a Ceroni, ha sido para
que éste entre en su juego. Desde hace algunos días, hay
otro, un tal Sirk, uno de la cuadrilla de Dorick. Es el más
peligroso de todos.
-¿Qué ha hecho?
-Graziella no puede salir sin encontrárselo.
Él la ha abordado y le ha hablado groseramente. Ella lo ha
rechazado, y Sirk la ha amenazado. Es un hombre peligroso. Graziella
tiene miedo. Por suerte, ¡estoy yo!
El Kaw-djer sonrió ante esta explosión
de juvenil vanidad. Con un gesto, calmó a su pupilo.
-Cálmate, Halg, cálmate. Esperemos el
día de la partida y ya veremos entonces qué pasa. Hasta
entonces te recomiendo sangre fría. La cólera no
sólo es inútil, sino también perjudicial. Recuerda
que la violencia jamás ha producido nada bueno, y que en
ningún caso es excusable recurrir a ella, como no sea para
defenderse.
Las preocupaciones del Kaw-djer crecieron con aquella
conversación. Además del disgusto de ver a Halg metido en
aquella penosa aventura, comprendía que la intervención
de rivales iba a complicar aún más las cosas, excitando
los celos del que había sido el primero y provocando tal vez
lamentables escenas.
Respecto al asunto del alcohol, el descubrimiento de
Halg sólo había desplazado la dificultad sin resolverla.
Se había descubierto al proveedor de Ceroni. Pero
¿dónde se procuraba aquel proveedor el, alcohol que
vendía? Patterson, cuya abominable naturaleza ya conocía,
¿poseía en algún sitio un stock en
reserva? Era poco probable. Admitiendo que hubiera logrado embarcar una
mercancía prohibida a la salida, a pesar de la severidad de los
reglamentos y de la vigilancia del capitán Leccar,
¿adónde la podía haber escondido tras el
naufragio? No, tenia que haberla tomado del cargamento del
Jonathan. Pero ¿cómo, si estaba vigilada
día y noche? La dificultad seguía siendo la misma, ya
fuera Ceroni o Patterson el ladrón.
Los días siguientes no aportaron la
solución al problema. Lo único que fue posible comprobar
fue que Ceroni seguía emborrachándose como antes.
Pasó el tiempo. Llegó el quince de
setiembre. Las reparaciones de la Wel-Kiej terminaron en esa
fecha La chalupa estaba ya en buenas condiciones en el momento en que
el mar iba a ser de nuevo practicable.
La creciente duración de los días
anunciaba el equinoccio de primavera. Dentro de una semana el invierno
habría terminado ya.
Sin embargo, antes de ceder su puesto, la inclemente
estación dio un giro ofensivo. Durante ocho días, un
huracán más violento que los precedentes aulló
sobre la isla Hoste, obligando a los emigrantes a cobijarse una vez
más. Luego volvió el buen tiempo, y pronto la naturaleza
adormilada comenzó a despertar.
A principios de octubre, el campamento recibió
la visita de algunos fueguinos. Estos indígenas se sorprendieron
mucho de encontrar la isla Hoste habitada por tan numerosa
población. El naufragio del Jonathan, ocurrido a
principios del período invernal, no había llegado a
conocimiento de los indios del archipiélago. No había
duda de que la noticia, de ahora en adelante, se extendería
rápidamente.
Los emigrantes sólo tuvieron motivos para
congratularse por sus relaciones con aquellas familias de
pecherés. Por el contrario, no parece tan claro que éstos
pudieran decir lo mismo. Hubo, en muy pequeño número,
ciertamente, unos «civilizados», como los hermanos Moore,
por ejemplo, que creyeron su deber afirmarla superioridad que se
atribuían a sí mismos mostrándose brutales y
groseros hacia aquellos «salvajes» inofensivos. Uno de
ellos fue aún más lejos y llevó su codicia al
extremo de que las miserables riquezas de aquella horda vagabunda le
tentaran. El Kaw-djer, atraído por los gritos de socorro, tuvo
un día que acudir en auxilio de una joven fueguina que estaba
siendo maltratada por aquel mismo Sirk cuyo nombre había
pronunciado Halg. El cobarde individuo trataba de apoderarse de los
aros de cobre que adornaban las muñecas de la muchacha y que
él creía que eran de oro. Rudamente castigado, se
retiró con el insulto en la boca. Era, a fin de cuentas, el
segundo emigrante que se declaraba abiertamente enemigo del
Kaw-djer.
Este había visto llegar a sus amigos los
fueguinos con gran placer. Encontraba en ellos su clientela, y en su
solicitud y en sus testimonios de gratitud se veía qué
afección, incluso qué adoración les rendía
a sus pies. Un día -era entonces el quince de octubre - Harry
Rhodes no pudo ocultarle cuánto le conmovía la conducta
de aquella pobre gente.
-Comprendo -le dijo- que esté tan apegado a
este país donde lleva a cabo una obra tan humana, y que tenga
prisa por volver entre estas tribus. Es usted un dios para ellos.
-¿Un dios? -interrumpió el Kaw-djer.
¿Por Dios? Basta con ser un hombre para hacer bien.
Harry Rhodes, sin insistir, se limitó a
responder:
-Sea, ya que esa palabra le irrita. Diré, pues,
para expresar de otro modo mi pensamiento, que sólo de usted
dependía ser rey de la Tierra de Magallanes en los tiempos en
que ésta era independiente.
-Los hombres, incluso, si se trata de salvajes, no
necesitan de un jefe replicó el Kaw-djer. Además, los
fueguinos ya tienen uno ahora...
El Kaw-djer había pronunciado estas
últimas palabras casi en voz baja. Parecía más
preocupado que de costumbre. Las pocas palabras intercambiadas le
recordaban cuál sería la incertidumbre de su destino el
día cercano en que tuviera que separarse de aquella honrada
familia que había despertado en él el instinto de
sociabilidad tan natural en el hombre. Sentiría una profunda
pena de abandonar a aquella mujer tan entregada, cuya caritativa bondad
había podido apreciar; a su marido, de carácter tan
sincero y tan recto, que había llegado a ser un amigo para
él; a los dos hijos, Edward y Clary, con los que se
sentía tan unido. La familia Rhodes sentiría aquella pena
con igual intensidad. El deseo de todos hubiera sido que el Kaw-djer
consintiera en seguirlos hasta la colonia africana, donde sería
apreciado, amado y honrado como en la isla Hoste. Pero Harry Rhodes no
esperaba convencerlo. Comprendía qué existían
graves motivos para que un hombre así hubiera roto con la
.humanidad, y aún se le escapaba el sentido de aquella
extraña y misteriosa existencia.
-¡Ya ha acabado el invierno! -dijo la
señora Rhodes abordando otro tema- Y realmente, no ha sido
demasiado riguroso.
-Y comprobamos -añadió Harry Rhodes
dirigiéndose al Kaw-djer- que el clima de esta región es
realmente tal como había afirmado nuestro amigo. También
varios de nosotros sentirán algún pesar en abandonar la
isla Hoste.
-Entonces no la abandonemos -exclamó el joven
Edward- y fundemos una colonia en tierra magallánica.
-¡Bueno! -respondió sonriendo Harry
Rhodes. ¿Y nuestra concesión en río Orange?
¿Y nuestros compromisos con la Sociedad de
colonización...? ¿Y el contrato con el Gobierno
portugués...?
-En efecto -aprobó el Kaw-djer, con un tono
algo irónico-, está el Gobierno portugués...
Aquí, además, sería el Gobierno chileno. Da igual
uno que otro.
-Nueve meses antes... comenzó Harry Rhodes.
-Nueve meses antes -interrumpió el
Kaw-djer hubiesen abordado una tierra libre, a la que un maldito
tratado ha robado su independencia.
El Kaw-djer, con los brazos cruzados y la cabeza
erguida, dirigía sus miradas en dirección este, como si
hubiera esperado ver aparecer, viniendo del océano
Pacífico y bordeando la punta de la península Hardy, el
navío prometido por el gobernador de Punta Arenas.
Había llegado el momento acordado. Iba a
comentar la segunda quincena de octubre. El mar, sin embargo,
continuaba desierto.
Los náufragos comenzaban a concebir, a causa de
aquel retraso, inquietudes bastante justificadas. Ciertamente, no les
faltaba nada. Faltaba aún mucho para que las reservas del
cargamento se agotaran; durarían todavía largos meses.
Pero no habían llegado a su destino y no pensaban resignarse a
una segunda invernada, y algunos ya hablaban de volver a enviar la
chalupa a Punta Arenas.
Mientras el Kaw-djer se perdía en sus tristes
pensamientos, Lewis Dorick y una decena de sus compañeros
habituales pasaron por allí haciendo ruido y provocando, a la
vuelta de una excursión por el interior de la isla. Jamás
habían ocultado los malos pensamientos que les inspiraban
aquella familia Rhodes tan justamente respetada en aquel pequeño
mundo y aquel Kaw-djer cuya influencia no podía negarse. Harry
Rhodes, además, lo sabía, y el Kawdjer no lo
ignoraba.
-He aquí gente - dijo el primero- que
dejaría sin pesar. No se puede esperar nada bueno por su parte.
Serán causa de problemas en nuestra nueva colonia. No quieren
admitir ninguna autoridad y solo sueñan con el desorden... Como
si no se impusiera en todos los grupos humanos orden y autoridad.
El Kaw-djer no respondió, bien porque no
hubiese oído - tanto le absorbían sus pensamientos-, bien
porque no quisiera responder.
Así, la conversación giraba sin querer
en torno al mismo círculo, y derivaba siempre hacia cuestiones
sociales sobre las que era imposible llegar a un acuerdo.
Harry Rhodes, advirtiendo el silencio del
Kawdjer, sentía haber abordado tan torpemente el tema,
cuando Hartlepool entró en la tienda e hizo desviar la
conversación.
-Quisiera hablarle, señor -dijo
dirigiéndose al Kaw-djer.
-Le dejamos... -comenzó Harry Rhodes.
-Es igual... -interrumpió el Kaw-djer, quien
girándose hacia el contramaestre, añadió:
¿Qué tiene que decirme Hartlepool?
-Tengo que decirle -respondió éste- que
ya sé a qué atenerme en lo que al tema del alcohol se
refiere.
-Entonces, el que se vende a Ceroni, ¿es el del
Jonathan?
-Sí
-Por consiguiente, ¿hay culpables?
-Dos: Kennedy y Sirdey.
-¿Tiene la prueba?
-Irrefutable.
-¿Qué prueba?
-Ésta. Desde el día en que me
habló de Patterson, he desconfiado. Ceroni es incapaz de
concebir una idea por sí solo, pero Patterson es astuto.
Así pues, he hecho vigilar a ese prójimo...
-¿Por quién? -interrumpió
frunciendo el ceño el Kaw-djer, que sentía repugnancia
por el espionaje.
-Por los grumetes -respondió Hartlepool - No
son nada tontos, y han descubierto el pastel. Ayer pescaron a Kennedy
en flagrante delito, y esta mañana a Sirdey, en el momento en
que, aprovechando la distracción de su compañero de
guardia, vaciaban una roldana de ron en la bota de Patterson.
El recuerdo del martirio de Tullia y Graziella, la
constante presencia de Halg en su pensamiento hicieron por un momento
que el Kaw-djer olvidase sus doctrinas libertarias.
-Son unos traidores -dijo -. Hay que castigarlos.
-Esa es también mi opinión
-aprobó Hartlepool, y es por esto que he venido a buscarle.
-¿A mí? ¿Por qué no hacer
lo que sea necesario usted mismo?
Hartlepool sacudió la cabeza, como un hombre
que tiene las cosas muy claras.
-Desde la pérdida del Jonathan, no
tengo más autoridad que la que me quieran reconocer
-explicó-. Estos no me escucharían.
-¿Y por qué me iban a escuchar a
mí?
-Porque le temen.
Esta respuesta impresionó al Kaw-djer.
¿Alguien, pues, le temía? Sólo podía ser a
causa de su fuerza superior. Siempre el mismo motivo: la fuerza como
base de las primeras relaciones sociales.
-Ya voy -dijo sombríamente.
Se dirigió en línea recta hacia la
tienda en la que se guardaba el cargamento del Jonathan.
Kennedy comenzaba precisamente su turno de guardia.
-Ha traicionado la confianza que se tenía en
usted... -dijo severamente el Kaw-djer.
-Pero, señor... -balbuceó Kennedy.
-La ha traicionado -afirmó el Kaw-djer
fríamente-. A partir de este instante, Sirdey y usted ya no
forman parte de la tripulación del Jonathan.
-Pero... -quiso todavía protestar Kennedy.
-Espero que no se lo hará repetir.
-Está bien, señor, está bien...
-farfulló Kennedy, quitándose humildemente su boina.
En aquel momento, una voz preguntó por
detrás de Kaw-djer.
-¿Con qué derecho da usted
órdenes a este hombre?
El Kaw-djer se giró y vio a Lewis Dorick,
quien, en compañía de Fred Moore había asistido a
la orden dictada contra Kennedy.
-¿Y con qué derecho me interroga usted?
-respondió altaneramente.
Viéndose apoyado, Kennedy se había
vuelto a poner su boina. Reía con insolencia.
-Pues si no lo tengo, me lo tomo -replicó Lewis
Dorick. No valdría la pena vivir en una isla Hoste para obedecer
a un jefe.
¡Un jefe! ¡Existía alguien para
acusar al Kaw-djer de actuar como un jefe!
-¡Eh! Es la costumbre del señor
-intervino Fred Moore, pronunciando esta última palabra con
énfasis. El señor no es como los demás, sin duda.
Él manda, él decide. ¿El señor es el
emperador, tal vez?
El círculo se cerraba en torno al Kaw-djer.
-Este hombre no está obligado a obedecer a
nadie -dijo Dorick con un tono áspero-. Si quiere ocupará
de nuevo su sitio entre la tripulación.
El Kaw-djer guardó silencio, pero, al dar sus
adversarios un paso adelante, cerró los puños.
¿Iba, pues, a verse obligado a defenderse por
la fuerza? Indudablemente, no temía a semejantes enemigos. Eran
tres. Podían haber sido diez. Pero ¡qué
vergüenza que un ser pensante se viera obligado a emplear los
mismos argumentos que un bruto!
El Kaw-djer no tuvo que caer en aquel extremo. Harry
Rhodes y Hartlepool le habían seguido, dispuestos a correr en su
ayuda. Aparecieron a lo lejos. Dorick, Moore y Kennedy emprendieron la
retirada.
El Kaw-djer los seguía con una mirada triste,
cuando unas vociferaciones estallaron a orillas del río. Se
dirigió en aquella dirección con sus dos
compañeros. No tardaron en distinguir a un grupo numeroso, de
donde provenían los gritos que habían llamado su
atención. Casi todos los emigrantes parecían haberse
reunido en el mismo punto formando una apretada multitud que ondulaba
en apretados remolinos. Por encima de la multitud, se veían los
puños levantados en gesto de amenaza. ¿Cual podía
ser la causa de aquella agitación que se parecía tanto a
un motín?
No existía, o por lo menos, la causa inicial de
tal insignificancia y se remontaba tan lejos, que ninguno de los
beligerantes hubiera sido capaz de explicarla.
Aquello había comenzado seis semanas antes a
propósito de un objeto doméstico que una mujer
pretendía haber prestado a otra, quien, a su vez,
sostenía haberlo devuelto. ¿Quién tenía
razón? Nadie lo sabía. Por a o por be,
las dos mujeres habían acabado insultándose a cual
más, hasta quedar sin aliento. Tres días más
tarde, la disputa se había reanudado, agravándose, pues
esta vez, los maridos habían tomado parte en ella.
Además, la causa original del litigio ya no importaba. Se
había olvidado completamente el origen de la animosidad, pero la
animosidad subsistía. Para serle fiel, por simple necesidad de
hacer daño, los cuatro adversarios se habían reprochado
todas las abominaciones de la tierra, acusándose
recíprocamente de gran número de malas acciones, a veces
imaginarias, que hacían resurgir de las sombras del pasado.
Cuanto más cruel era una invención, más orgulloso
se mostraba su autor, y cada uno se enorgullecía del mal que
hacía a los otros. La fórmula « ¡Bueno!,
¿y yo qué? ¿Han visto cuanto le he
dicho...?», debía reaparecer a menudo en sus
conversaciones ulteriores.
Otras veces, la escaramuza no habría llegado
más lejos, pero luego las lenguas no se quedaron quietas. Junto
a sus respectivos amigos, los dos partidos se habían dedicado a
denigrarse en toda regla, pasando, según una escala progresiva,
de los juicios despreciativos y las insinuaciones, a la maledicencia y
las calumnias. Aquellas habladurías, repetidas complacientemente
a oídos de los interesados, habían desencadenado la
tempestad. Los hombres habían llegado a las manos y uno de ellos
había perdido. Al día siguiente, el hijo del vencido
había pretendido vengar a su padre, y el resultado había
sido una batalla mas seria que la precedente, al no poder resistir la
tentación de intervenir en la riña los de las dos casas
en que vivían los combatientes.
Declarada así la guerra, los dos grupos
hacían una activa propaganda reclutando cada uno partidarios.
Ahora, la mayoría de los emigrantes se encontraba dividida en
dos bandos. Pero, a medida que los ejércitos se hacían
más numerosos, el debate había aumentado en amplitud.
Nadie recordaba ya el origen del litigio. En aquel momento, se
discutía el destino que convendría adoptar cuando
embarcaran en el buque de la repatriación.
¿Continuarían viajando hacia África? ¿No
sería mejor, por el contrario, volver a América? Tal era,
a partir de ahora, el tema de la disputa. ¿Por qué camino
sinuoso se había llegado, partiendo de un vulgar objeto
doméstico, a debatir aquella grave cuestión? Era un
misterio impenetrable. Además, existía la
convicción de no haber jamás discutido otra cosa, y las
dos tesis presentes eran defendidas con igual pasión. Sé
encontraban, se despedían, después de tirarse por la
cabeza, a modo de proyectiles, argumentos a favor y en contra, mientras
que los cinco japoneses, unidos en un pacífico grupo a algunos
metros del zumbido de la multitud, miraban con asombro a sus
enfebrecidos compañeros.
Ferdinand Beauval, plenamente satisfecho de sentirse
en su elemento, intentaba en vano hacerse oír. Iba del uno al
otro, se multiplicaba inútilmente. No le escuchaban.
Además, nadie escuchaba a nadie. Todo quedaba en altercados
particulares, cada murmullo parcial fundiéndose en una
armonía general cuya tonalidad subía por momentos. La
tempestad no estaba lejos. Los rayos iban a caer. El primero en golpear
desencadenaría ipso facto todos los puños, y la
escena amenazaba con acabar en un pugilato general.
Como una pequeña lluvia apacigua algunas veces
un vendaval -así lo dice el proverbio-, basta un solo hombre
para calmar esa exasperación un poco superficial. Aquel hombre,
uno de los emigrantes que habían emprendido la caza de lobos
marinos, corría con toda la velocidad de sus piernas hacia la
multitud en ebullición. Y sin dejar de correr y haciendo grandes
gestos para llamar la atención.
-¡Un barco! -gritaba con todas sus fuerzas
-¡Barco a la vista!
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