Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo VI Durante dieciocho meses
El 31 de marzo despuntó el alba sin que el
Kawdjer, agitado por las fuertes emociones de la vigilia, hubiera
conciliado el sueño. ¡Qué pruebas acababa de pasar!
¡Qué experiencias acababa de realizar! Había
llegado hasta el fondo del alma humana, capaz, a un mismo tiempo, de lo
mejor y de lo peor, de los instintos más feroces y de la
más pura abnegación.
Antes de ocuparse de los culpables, se apresuró
en socorrer a las inocentes víctimas de aquel drama espantoso.
Dos camillas improvisadas los habían transportado
rápidamente a la Gobernación.
Cuando Sand estuvo desvestido y reposó sobre la
litera, su estado aún pareció más horroroso. Sus
piernas, literalmente hechas papilla, ya no existían. El
espectáculo de aquel joven cuerpo martirizado era tan
lamentable, que a Hartlepool le dio un vuelco el corazón, y
grandes lágrimas rodaron sobre sus mejillas curtidas por todas
las brisas del mar.
Con una paciencia maternal, el Kaw-djer curó
aquella pobre carne despedazada. Era evidente que, con aquellas piernas
terriblemente laminadas, Sand estaba condenado a no poder utilizarlas
jamás y a llevar, hasta su último día, una vida de
inválido. No había nada que hacer a aquel respecto, pero
ya se lograría un apreciable resultado si se podía evitar
una amputación que podría ser fatal para aquel
débil organismo.
Terminada la curación, el Kaw-djer hizo pasar
algunas gotas de un cordial entre los labios descoloridos del herido,
que comenzó a lanzar débiles quejidos y a murmurar
palabras confusas.
El Kaw-djer se ocupó en segundo lugar de Dick,
que también parecía encontrarse en gran peligro.
Ardía con una intensa fiebre, tenía los ojos cercados,
nerviosos temblores recorrían su cara de color teja y una
respiración entrecortada silbaba entre sus. dientes apretados.
Ante aquellos síntomas diversos, el Kaw-djer sacudió la
cabeza con aire inquieto. A pesar de la integridad de sus miembros y de
su aspecto menos impresionante, el estado de Dick era en realidad mucho
más grave que el de su salvador.
Cuando estuvieron acostados los dos niños, el
Kaw-djer, a pesar de lo avanzado de la hora, se dirigió a casa
de Harry Rhodes y le puso al corriente de los acontecimientos. El
relato trastornó a Harry Rhodes que no regateó la ayuda
de los suyos. Convinieron que la señora Rhodes y Clary, Tullia
Ceroni y Graziella velarían por turnos en la cabecera de los dos
niños, las jóvenes durante el día y sus madres
durante la noche. La primera en hacer guardia fue la señora
Rhodes. Se vistió en un instante y partió con el
Kaw-djer.
Fue solamente entonces cuando éste, habiendo
puesto remedio de aquel modo a lo más urgente, fue a buscar
reposo; pero no lograría encontrarlo. Demasiadas emociones
agitaban su corazón, un problema demasiado grave se planteaba en
su conciencia.
De los cinco asesinos, tres estaban muertos, pero
quedaban dos más. Había que tomar partido con respecto a
ellos. Si uno, Sirdey, había desaparecido y erraba por la isla
donde no tardarían sin duda en encontrarlo, el otro, Kennedy,
esperaba, encerrado en la prisión, a que se decidiera sobre su
suerte.
Aquella vez no era cuestión de echar tierra
sobre un asunto cuyo balance se saldaba con tres hombres muertos, uno
en fuga y dos niños en peligro de muerte. Además,
demasiadas personas estaban al corriente para que se pudiera esperar
mantenerlo en secreto. Había que actuar. ¿En qué
dirección?
Ciertamente, los medios de acción adoptados por
la gente con la que el Kaw-djer acababa de combatir, no tenían
nada en común con los que él estaba inclinado a emplear,
pero, en el fondo, el principio era el mismo. En suma, se
reducía a que a aquella gente como a él mismo, le
repugnaba la coacción, y no habían podido resignarse a
ella. La diferencia de temperamentos había hecho el resto.
Habían querido derrocar la tiranía, mientras que
él se había contentado con huir de ella. Pero, a fin de
cuentas, su necesidad de libertad, aunque fuera opuesta a sus
manifestaciones, era semejante en su esencia a la suya, y aquellos
hombres no eran, después de todo, más que rebeldes como
también lo había sido él mismo. Y
reconociéndose en ellos, ¿iba a arrogarse el derecho de
castigo bajo el pretexto de ser el más fuerte?
En cuanto se hubo levantado, el Kaw-djer se
dirigió a la prisión, donde Kennedy había pasado
la noche postrado en un banco. Al verlo acercársele, se levanto
apresuradamente y, no contento con aquel gesto de respeto, se
quitó humildemente la boina. Para hacerlo, el antiguo marinero
tuvo que alzar juntas sus manos que estaban unidas por una corta y
sólida cadena de hierro. Después de esto, esperó
con la mirada baja.
Kennedy se semejaba a un animal cogido en la trampa.
Alrededor suyo se encontraba el aire, el espacio, la libertad. Ya no
tenía derecho a aquellos bienes naturales de los que
había querido privar a otros hombres y de los que otros hombres
le privaban a su vez.
El Kaw-djer no soportó su vista.
-¡Hartlepool...! -llamó, acercando la
cabeza al puesto de policía.
Hartlepool acudió.
-Saquéle la cadena -dijo el Kaw-djer,
mostrándole las manos trabadas del prisionero.
-Pero, señor... -empezó Hartlepool.
-Se lo ruego... -interrumpió el Kaw-djer con un
tono que no admitía réplica.
Luego, cuando Kennedy estuvo libre, se dirigió
a él.
-Has querido matarme. ¿Por qué? -le
preguntó.
Kennedy, sin alzar la mirada, se encogió de
hombros, balanceándose torpemente y dando vueltas entre sus
dedos a su gorro de marino, a modo de respuesta de que no lo
sabía.
El Kaw-djer, después de haberle observado un
instante en silencio, abrió de par en par la puerta que daba al
puesto de policía y apartándose:
-¡Vete! -dijo.
Luego, Kennedy mirándole con aire indeciso.
-¡Vete! -dijo por segunda vez con voz
tranquila.
Sin hacerse rogar, el antiguo marinero salió
con la espalda encorvada. El Kaw-djer cerró la puerta tras
él y se dirigió a ver a los dos enfermos, abandonando a
Hartlepool a sus reflexiones, completamente perplejo.
El estado de Sand era estacionario, pero el de Dick
parecía muy agravado. Presa de un furioso delirio, este
último se agitaba sobre su litera pronunciando palabras
incoherentes.
Ya no cabía duda alguna, el niño
tenía una congestión cerebral de tal magnitud que
había que temer un final fatal. En las presentes circunstancias
no se le podía aplicar la medicación habitual.
¿Dónde se podía procurar el hielo para refrescar
su ardiente frente? Los progresos realizados en la isla Hoste
aún no eran tales, que permitieran encontrar aquella sustancia
fuera del período invernal.
La naturaleza no iba a tardar en proporcionar en
cantidades ilimitadas aquella sustancia cuya ausencia deploraba el
Kaw-djer. El invierno del año 1884 fue muy crudo y
también excepcionalmente precoz. Desde los primeros días
de abril, comenzó con violentas tempestades que se sucedieron
durante un mes, casi sin interrupción. A aquellas tempestades
siguió un descenso excesivo de temperatura, que finalmente
provocó unas nevadas como nunca las hubo visto el Kaw-djer desde
que se había instalado en la Tierra de Magallanes. En tanto que
estuvo en manos de los hombres, se luchó enérgicamente
contra la nieve, pero en el transcurso del mes de junio, cayeron
implacables copos en torbellinos tan espesos que tuvieron que
reconocerse vencidos. A pesar de todos los esfuerzos, la capa de nieve
alcanzó a mediados de julio un espesor de más de tres
metros y Liberia quedó sepultada bajo una sábana helada.
Las ventanas de los primeros pisos sustituyeron a las puertas
habituales. En cuanto a las casas que no tenían más que
planta baja, su única salida consistió en un agujero
abierto en el tejado. Como es lógico, la vida pública se
detuvo por completo y las relaciones sociales se redujeron al
mínimo indispensable para asegurar la subsistencia de todos.
La salud pública acusó necesariamente
aquella rigurosa exclaustración. Algunas enfermedades
epidémicas hicieron de nuevo su aparición y el Kaw-djer
tuvo que ayudar al único médico de Liberia, que se
veía desbordado.
Felizmente y para tranquilidad suya, ya no
había que inquietarse, por el momento, ni por Dick ni por Sand.
Sand había sido el primero en encontrarse en vías de
curación. Diez días después del drama del que
había sido la víctima voluntaria, se le pudo considerar
fuera de peligro y ya no hubo motivo para dudar que la
amputación sería evitada. En efecto, en los días
sucesivos, la cicatrización avanzó cada vez más
con aquella rapidez, casi podría decirse con aquella fogosidad,
propia de los tejidos jóvenes. No habían transcurrido dos
meses cuando se autorizó a Sand a abandonar el lecho.
¿Abandonar el lecho...? A decir verdad, la
expresión resulta inapropiada. Sand no podía, no
podría ya jamás abandonar el lecho, ni moverse lo
más mínimo sin que le ayudaran. Sus piernas muertas no
volverían a soportar jamás su cuerpo de impedido,
condenado en lo sucesivo a la inmovilidad.
Pero aquello no parecía afectar demasiado al
joven. Cuando volvió a adquirir conciencia de las cosas, la
primera palabra no fue para lamentar su estado, sino para informarse de
la suerte de Dick, por cuya salvación se había
sacrificado tan heroicamente. Una pálida sonrisa
entreabrió sus labios cuando le aseguraron que Dick estaba sano
y salvo, pero aquello pronto le resultó insuficiente y, a medida
que recuperaba fuerzas, comenzó a reclamar a su amigo con una
insistencia cada vez mayor.
Durante mucho tiempo no fue posible satisfacerle. Dick
no salió de su delirio durante más de un mes. Su frente
echaba humo, literalmente, a pesar del hielo que el Kaw-djer
podía emplear ahora sin reservas. Luego, cuando al final se
resolvió aquel crítico período, el enfermo estaba
tan débil que su vida parecía pendiente de un hilo.
De todos modos, desde aquel día se notaron
rápidos progresos en su convalecencia. El mejor de los remedios
fue para él enterarse de que también Sand se había
salvado. El rostro de Dick se iluminó con aquella noticia de una
felicidad celestial y, por primera vez desde hacía muchos
días, se quedó dormido en un apacible sueño.
Al día siguiente, él mismo pudo asegurar
a Sand que no le habían engañado, y a partir de aquel
momento éste se libró de toda preocupación. No
hacía caso alguno de su desgracia personal. Tranquilizado por la
suerte de Dick, reclamó en seguida su violín y cuando
tuvo entre sus brazos su querido instrumento, pareció en la cima
de la felicidad.
Algunos días más tardé, hubo que
ceder a las instancias de los dos niños y reunirlos en la misma
habitación. Desde entonces, las horas transcurrieron para ellos
con la rapidez de un sueño. En sus literas, colocadas una junto
a otra, Dick leía mientras Sand tocaba y, de vez en cuando se
miraban sonriendo para descansar. Se consideraban completamente
felices.
Un día triste fue cuando Sand abandonó
el lecho. La vista del amigo martirizado de aquel modo lanzó a
Dick, ya levantado desde hacía una semana, en un abismo de
desesperación. La impresión que le produjo aquel
espectáculo fue tan duradera como profunda. Se transformó
de pronto, como si una varita mágica le hubiera tocado.
Nació otro Dick, más respetuoso, más reflexivo,
con una conducta menos descarada y menos combativa.
Era entonces principios del mes de junio, es decir ,
el momento en que la nieve comenzaba a bloquear a los liberianos en sus
viviendas. Un mes más tarde entraban en el período
más frío de aquel rudo invierno. No había que
contar con el deshielo antes de la primavera.
El Kaw-djer se esforzó por reaccionar contra
los deprimentes efectos de aquel largo cautiverio. Se organizaron bajo
su dirección juegos al aire libre. Por un canal abierto con gran
cantidad de brazos en la orilla del río, el agua, sacada de
debajo del hielo, se expandió por la llanura cenagosa que fue
transformada así en un admirable campo de patinaje. Los adeptos
a aquel deporte, muy practicado en América, se lo pasaron en
grande. Para quienes les era familiar, se dispusieron carreras de
esquís o vertiginosos deslizamientos en trineos a lo largo
dé las pendientes de las colinas del sur.
Poco a poco, los invernantes se acostumbraron a
aquellos deportes en el hielo y tomaron gusto por ellos. Además
éstos influyeron notablemente en la alegría y en la salud
públicas. Así se fueron sucediendo los días, mejor
o peor, hasta el 5 de octubre. En esa fecha tuvo lugar el deshielo. La
nieve que cubría la llanura situada junto al mar fue la primera
en fundirse. Al día siguiente se fundió a su vez la que
ocupaba Liberia, transformando las calles en torrentes, mientras que el
río rompía su prisión de hielo. Luego, el
fenómeno se generalizó y el deshielo de las primeras
pendientes del sur alimentó durante muchos días los
torrentes enlodados que se deslizaban a través de la ciudad;
finalmente el deshielo continuó propagándose por el
interior y el río creció rápidamente. En
veinticuatro horas alcanzó el nivel de las orillas. Muy pronto
se desbordaría por la ciudad. Había que intervenir, so
pena de ver destruida la obra de tanto tiempo.
El Kaw-djer echó mano de todos los brazos. Un
ejército de jornaleros levantó una presa siguiendo un
ángulo que abarcaba la ciudad y cuyo vértice se
situó al sudoeste. Uno de los lados de aquel ángulo se
dirigía oblicuamente hacia los montes del sur, mientras que el
otro, trazado a una cierta distancia del río, se amoldaba
sensiblemente a su curso. Un pequeño número de casas, y
especialmente la de Patterson, construidas demasiado cerca de la
orilla, quedaban fuera del perímetro de protección.
Tuvieron que resignarse a aquel sacrificio necesario.
En cuarenta y ocho horas estuvo terminado, aquel
trabajo proseguido día y noche. Justo a tiempo. Un diluvio
acudía hacia el mar desde el interior. La presa partió en
dos, como una cuña, aquella inmensa capa de agua. Una parte se
lanzó hacia el oeste, hacia el río, mientras que por el
este corría la otra retumbando hacia el mar.
A pesar de la inclinación del suelo, Liberia
fue en pocas horas una isla en una isla. No se veía más
que agua por todas partes, hacia el este y el sur; desde donde
emergían las montañas y hacia el noroeste, desde donde
sobresalían las casas del Bourg Neuf, protegido por su
relativa altura. Todas las comunicaciones quedaron cortadas. Entre la
ciudad y su suburbio del río se precitaban bramando oleadas cada
vez mayores.
Ocho días más tarde, la
inundación no mostraba aún ninguna tendencia a disminuir
y fue entonces cuando se produjo un grave accidente. A la altura del
cercado de Patterson, la orilla, socavada por las aguas furiosas se
vino abajo de pronto arrastrando consigo la casa del irlandés.
Este y Long desaparecieron con ella, llevados por un incontenible
torbellino.
Desde el comienzo del deshielo, Patterson, sordo a
todas las reprobaciones, se había negado enérgicamente a
abandonar su vivienda. No cedió cuando se vio excluido de la
protección de la presa, ni tampoco cuando la parte inferior de
su cercado estuvo invadida. Ni tampoco cedió cuando el agua
azotó la entrada de su casa.
En un instante, y bajo los ojos de algunos
espectadores que desde lo alto de la presa asistían a la escena,
casa y habitantes fueron engullidos
Como si el doble asesinato hubiera satisfecho su
cólera, la inundación mostró poco después
una tendencia a decrecer. El nivel del agua bajó poco a poco y,
finalmente, el 5 de noviembre, justo un mes después del comienzo
del deshielo, el río volvió a su cauce habitual.
Pero ¡qué estragos dejaba el
fenómeno tras él! Las calles de Liberia estaban surcadas
como si un arado hubiera pasado por encima. No quedaban más que
vestigios de las carreteras, que en algunos lugares habían
desaparecido y en otros se mostraban cubiertas por una espesa capa de
lodo.
En primer lugar, se ocuparon de restablecer las
comunicaciones suprimidas. Construida en plena ciénaga, la
carretera que conducía al Bourg Neuf era la que
había sufrido los más serios daños. También
fue la última en recobrar su aspecto normal. Se necesitaron
más de tres semanas para hacer de nuevo practicable el paso.
Paya sorpresa general, la primera persona que la
utilizó fue precisamente Patterson. Fue visto por los pescadores
del Bourg Neuf en el momento en que llegaba al mar,
desesperadamente aferrado a un trozo de madera; el irlandés
había tenido la suerte de salir sano y salvo de aquel mal paso.
Por el contrario, Long no había tenido la misma suerte. Los
resultados de las búsquedas que se hicieron para encontrar su
cuerpo fueron infructuosos.
Obtuvieron ulteriormente aquellas informaciones de los
salvadores, y no de Patterson quien, sin dar la menor
explicación, se dirigió en línea recta hacia
él antiguo emplazamiento de su casa. Cuando vio que no quedaba
ni rastro, se apoderó de él la desesperación. Con
aquélla, desaparecía todo lo que había
poseído sobre la tierra. Todo estaba perdido sin remedio, lo que
había traído a la isla Hoste, lo que había
acumulado después, a costa de trabajo, de privaciones, de
implacable dureza para con los demás y para consigo mismo. Ya no
le quedaba nada a él, para quien el oro era la única
pasión, para quien su único objetivo había
consistido siempre en amasar más y más, y ahora era el
más pobre entre los pobres que le rodeaban. Tenía que
volver a comenzar su vida, desnudo y desprovisto de todo como cuando se
llega a la tierra.
Fuera cual fuese su abatimiento, Patterson no se
permitió ni lamentaciones ni quejas. Primero, meditó en
silencio con los ojos fijos en el río que se había
llevado sus bienes, luego fue deliberadamente al encuentro del
Kaw-djer. Habiéndole abordado con humilde educación y
después excusándose por la libertad que se tomaba le
expuso que la inundación, además de que le podía
haber costado la vida, le había reducido a la más
terrible miseria.
El Kaw-djer, que sentía por el demandante una
profunda antipatía, le respondió en tono frío:
-Lo lamento mucho, pero ¿qué puedo
hacer? ¿Es una ayuda lo que usted pide?
En contrapartida a su implacable avaricia, Patterson
poseía una cualidad: el orgullo. Jamás le habría
implorado nada a nadie. Si se había mostrado poco escrupuloso en
la elección de los medios, siempre se había enfrentado
él solo a todo el mundo y su lenta ascensión hacia la
fortuna no se la debía a, nadie más que a sí
mismo.
-No estoy pidiendo caridad -replicó enderezando
su espalda encorvada-. Reclamo justicia.
-¡Justicia...! -repitió el Kaw-djer
sorprendido-. ¿Contra quién?
-Contra la ciudad de Liberia -respondió
Patterson-, contra todo el Estado hosteliano.
-¿Con qué motivo? -preguntó el
Kaw-djer cada vez más estupefacto.
Volviendo a adoptar una actitud de deferencia.
Patterson expuso su pensamiento en términos dulzones. A su
entender, estaba comprometida la responsabilidad de la colonia,
primero, porque se trataba de una desgracia general y pública
cuyos daños debían ser soportados proporcionalmente y
además, porque había faltado gravemente a su deber, al no
levantar la presa que había salvado a la ciudad justo en la
orilla del ríos de modo que hubiera podido proteger todas las
casas sin excepción.
Por más que el Kaw-djer le replicaba que la
culpa de la que él se quejaba era imaginaria, que si se hubiera
levantado el dique más cerca del río, se habría
derrumbado con la orilla y que, por consiguiente habría invadido
el resto de la ciudad, Patterson no quiso saber nada y se
obstinó en repetir sus argumentos precedentes. El Kaw-djer, al
borde de su paciencia, cortó de golpe aquella estéril
discusión.
Patterson no intentó prolongarla. En seguida
volvió a ocupar su puesto entre los trabajadores del puerto.
Destruida su vida, la empleaba sin perder una hora en
reconstruirla.
El Kaw-djer, considerando cerrado el incidente,
dejó de pensar inmediatamente en él. Al día
siguiente tuvo que desengañarse. No, el incidente no estaba
cerrado, tal y como probaba una queja recibida por Ferdinand Beauval en
su calidad de presidente del Tribunal. Como ya le habían
demostrado una vez al irlandés que había justicia en la
isla Hoste, recurrió a ella por segunda vez.
De buen o mal grado se vieron obligados a pleitear
aquel singular proceso en él que, claro está,
perdió Patterson. Al terminar la sentencia se retiró sin
mostrar la cólera que debía haberle experimentado su
fracaso, sordo a las pullas que no se escatimaron para una victima
universalmente detestada, y regreso apaciblemente a su puesto de
trabajador.
Pero un nuevo germen fermentaba en su alma. Hasta
entonces había visto la tierra dividida en dos campos: él
en uno y el resto de la humanidad en otro. El problema a resolver
consistía únicamente en hacer pasar el mayor oro posible
del segundo grupo al primero. Aquello implicaba una lucha perpetua,
pero no implicaba odio. El odio es una pasión estéril;
sus intereses no se pagaban con monedas en curso. El auténtico
avaro no sabe lo que es. Pero Patterson iba a odiar en lo sucesivo.
Odiaba al Kaw-djer que le denegaba la justicia; odiaba a todo el pueblo
hosteliano que alegremente había dejado morir el producto tan
duramente adquirido a costa de tantas penalidades y esfuerzos:
Patterson encerró en sí mismo su odio,
que debía prosperar y crecer en aquella alma, cálido
invernadero favorable a la vegetación de los peores
sentimientos. Por el momento, era impotente ante sus enemigos. Pero los
tiempos podían cambiar... Esperaría.
La mayor parte de la buena temporada fue empleada en
reparar los daños causados por la inundación. Se
procedió a la reparación de las carreteras y a la
reedificación de las granjas en los casos necesarios. Desde el
mes de febrero de 1885 no quedó ya el menor rastro de la prueba
que la colonia acababa de sufrir.
Mientras se iban realizando aquellos trabajos, el
Kaw-djer recorrió la isla en todas direcciones según su
costumbre. Ahora podía multiplicar aquellas excursiones que
hacía a caballo, pues se habían importado un centenar de
aquellos animales. Al azar de sus recorridos, tuvo la ocasión
repetidas veces de informarse de Sirdey. Todas las informaciones que
obtuvo fueron muy vagas. Raros eran los emigrantes que podían
proporcionar la menor noticia del cocinero del Jonathan.
Algunos solamente recordaron haberle visto el pasado otoño
dirigirse a pie hacia el norte. Nadie fue capaz de decir qué
había sido realmente de él.
En el último mes de 1884 un navío trajo
los doscientos fusiles encargados después del primer atentado de
Dorick. De ahora en adelante, el Estado hosteliano poseería
cerca de doscientas cincuenta armas de fuego, sin incluir aquellas que
un reducido número de colonos se habían podido
procurar.
Un mes más tarde, a principios del año
1885, la isla Hoste recibió la visita de varias familias
fueguinas. Como cada año, aquellos pobres indios iban a pedir
ayuda y consejos al Bienhechor, ése era el significado del
nombre indígena que su reconocímiento había
otorgado al Kaw-djer. Si él les había abandonado, ellos
no habían olvidado ni olvidarían jamás a quien les
había dado tantas pruebas de su abnegación y de su
bondad.
De todos modos, fuera cual fuese el amor que le
manifestaban los fueguinos, el Kaw-djer no había logrado nunca
hasta entonces hacer que ni uno solo de entre ellos se instalara en la
isla Hoste. Estas tribus son demasiado independientes para someterse a
cualquier regla. Para ellos no existe ventaja material que valga la
libertad. Pues poseer una vivienda es ya ser un esclavo. Sólo es
verdaderamente libre el hombre que no posee nada. Es por ello que
prefieren a la certeza del mañana, sus vagabundos recorridos en
persecución de un alimento escaso e incierto.
Por vez primera, el Kaw-djer convenció, aquel
año, a tres familias de pescadores de plantar su tienda e
intentar una vida sedentaria. Aquellas tres familias, las más
inteligentes de las que erraban a través del
archipiélago, se instalaron en la orilla izquierda del
río, entre Liberia y el Bourg Neuf, y fundaron un
caserío que serviría de incentivo a las aldeas
indígenas que debieran establecerse allí a su vez.
Aquel verano vio además la realización
de dos notables sucesos, de carácter distinto.
Uno de aquellos sucesos se refiere a Dick.
Desde el 15 de junio pasado, podía considerarse
que los dos niños se habían restablecido. Dick, en
particular, estaba completamente curado, y si aún estaba algo
delgado, aquel resto de delgadez no podía resistir mucho tiempo
al formidable apetito del que hacia prueba. En cuanto a Sand, no se
podía pedir más a su estado general y en cuanto a lo
demás, no había motivo de preocupación, pues la
ciencia humana no podía impedir que estuviera condenado a la
inmovilidad hasta el final de sus días. Por otro lado, el
pequeño inválido aceptaba muy apaciblemente aquella
inevitable desgracia. La naturaleza le había concedido un alma
dulce y poco inclinada a la rebeldía que arrastraba a su amigo
Dick. Su dulzura le sirvió en aquella circunstancia. En verdad
no echaba en falta los juegos violentos a los que antes se dedicara
mucho más para complacer a los otros que para satisfacer sus
gustos personales. Le gustaba aquella vida de recluso y siempre le
gustaría, a condición de tener su violín y de que
su amigo Dick estuviera a su lado cuando el instrumento dejaba
excepcionalmente de sonar.
A este respecto, no podía tener queja alguna.
Dick se había convertido en su enfermero de cada instante. No
habría cedido a nadie su puesto para ayudar a Sand a salir de la
cama y a alcanzar el sillón en el que aquél pasaba sus
largas jornadas.
Luego, permanecía cerca del herido, atento a
sus menores deseos, demostrando una paciencia inalterable, de la que no
se habría creído capaz a aquel ardiente niño de
antes.
El Kaw-djer asistía a aquel comportamiento
conmovedor. Durante la enfermedad de los dos niños, había
tenido todo el tiempo a su disposición para observarlos y
también se había encariñado con ellos. Pero a Dick
le interesaba además del afecto paternal que sentía por
él. Día a día, había podido reconocer
qué rectitud de alma, qué exquisita sensibilidad y
qué viva inteligencia poseía aquel joven y poco a poco,
llegó a encontrar lamentable que aquellas dotes tan raras
permanecieran improductivas.
Imbuido de aquella idea, resolvió ocuparse
personalmente de aquel niño que se convertiría así
en el heredero de sus conocimientos en las distintas ramas de la
actividad humana. Aquello era lo que había hecho por Halg. Pero
con Dick los resultados serían muy diferentes. En aquel terreno
preparado por una larga línea de ascendientes civilizados, la
simiente fermentaría con mayor energía, con la
única condición de que Dick quisiera poner en
práctica los dones excepcionales de los que la naturaleza le
había provisto.
El Kaw-djer comenzó con su función de
educador hacia el final del invierno. Un día, llevándose
a Dick consigo, le habló buscando sus sentimientos más
profundos.
-Sand ya está curado -le dijo, cuando
estuvieron solos en el campo-. Pero siempre será un
inválido. Jamás deberás olvidar, hijo mío,
que fue para salvar tu vida que perdió sus piernas.
Dick alzó una mirada ya humedecida hacia el
Kaw-djer. ¿Por qué le hablaría así el
gobernador? No había ningún peligro de que alguna vez
olvidara lo que debía a Sand.
-Sólo tienes una buena forma de
agradecérselo -continuó el Kaw-djer-, para que su
sacrificio sirva de algo, tienes que hacer tu vida útil a ti
mismo y a los demás. Hasta ahora has vivido en la infancia. Hay
que prepararte para ser un hombre.
Los ojos de Dick brillaron. Comprendía aquel
lenguaje.
-¿Qué hay que hacer para eso,
gobernador? -le preguntó.
-Trabajar -respondió el Kaw-djer con voz
grave-. Si me prometes trabajar de verdad, yo seré tu profesor.
Recorreremos juntos el mundo de la ciencia.
-¡Gobernador...! -dijo Dick, incapaz de
añadir nada más.
Las lecciones comenzaron inmediatamente. El Kaw-djer
consagraba una hora diaria a su alumno. Después, Dick estudiaba
junto a Sand. En seguida hizo maravillosos progresos que asombraron
grandemente a su profesor. Las lecciones acababan la
transformación que el sacrificio de Sand había comenzado.
Ya no se trataba ahora de jugar al restaurante, ni al león, ni a
ningún otro juego de la infancia. Había muerto el
niño, engendrando a un hombre prematuramente maduro por el
dolor.
El segundo suceso notable fue el matrimonio de Halg y
Graziella Ceroni. Halg tenía entonces veintidós
años y Graziella ya estaba cerca de los veinte.
Aquel matrimonio no era ni mucho menos el primero
celebrado en la isla Hoste. Desde el principio de su gobierno, el
Kaw-djer había instituido el estado civil y el establecimiento
de la propiedad había tenido como consecuencia inmediata el
despertar en los jóvenes en edad de hacerlo, el deseo de fundar
familias. Pero el de Halg tenía una importancia particular a los
ojos del Kaw-djer. Era la conclusión de una de sus obras, la
que, durante mucho tiempo había sido la más querida a su
corazón. El salvaje; transformado por él en criatura
pensante, iba a perpetuarse en sus hijos.
El futuro del nuevo hogar estaba asegurado con creces.
La empresa de pesca dirigida por Halg y su padre Karroly, proporcionaba
los mejores resultados. Incluso pensaban instalar en las proximidades
del Bourg Neuf una fábrica de conservas, desde donde
los productos marítimos de la isla Hoste se expandirían
por el mundo entero. Pero aunque aquel proyecto todavía vago no
fuera jamás a realizarse, Halg y Karroly encontraban sobre el
propio terreno salidas lo suficientemente productivas como para no
temer la escasez.
Hacia el final del verano, el Kaw-djer recibió
del Gobierno chileno una respuesta a sus proposiciones relativas al
cabo de Hornos. Nada decisivo en aquella respuesta. Se iba a
reflexionar al respecto. Se daban largas. El Kaw-djer conocía
demasiado bien las costumbres oficiales para sorprenderse de aquellas
dilaciones. Se armó de paciencia y se resignó a proseguir
una conversación diplomática que, debido a las
distancias, no estaba cerca de llegar a su fin.
Luego llegó el invierno, trayendo consigo las
escarchas. Los cinco meses que duró, no habrían
presentado nada extraordinario, si no hubiera sido por una
agitación de orden político que se reveló entre la
población y que, por lo demás, resultó bastante
anodina.
Una curiosa circunstancia fue que el autor ocasional
de aquella agitación no era otro que Kennedy. Nadie ignoraba el
papel que había desempeñado el antiguo marinero. La
muerte de Lewis Dorick y de los hermanos Moore, la heroica
abnegación de Sand, la larga enfermedad de Dick y la
desaparición de Sirdey no habían podido pasar
inadvertidas. Era conocida toda la historia, inclusive el modo casi
milagroso en que el Kaw-djer había escapado a la muerte.
Así, cuando Kennedy volvió a mezclarse
entre los colonos, no tuvo un acogimiento excesivamente caluroso. Pero
poco a poco se fue borrando la primera impresión, mientras que,
por un extraño fenómeno de cristalización, todos
los descontentos dispersos se amalgamaron en torno suyo. En suma, su
aventura no era corriente. Era un personaje famoso. Aunque fuera un
criminal para la inmensa mayoría de los hosteIianos, nadie
podía negar que era un hombre de acción, dispuesto a
enérgicas resoluciones. Aquella cualidad le convirtió en
el jefe natural de los descontentos.
Descontentos los hay siempre y en todos los lugares.
Satisfacer a todo el mundo es, al menos por el momento, un sueño
irrealizable. Así pues, también los había en
Liberia.
Además de los perezosos que formaban, como es
de suponer, el grueso de aquel ejército, también estaban
aquellos que no habían logrado salir del atolladero o los que,
después de haber salido, habían vuelto a caer en
él por cualquier motivo. Como es habitual, unos y otros
hacían responsable de su decepción a la
administración de la colonia. A este primer núcleo se
agregaban aquellos cuyo temperamento arrastraba a alimentarse en el
verborreo; eran políticos puros, unos profesando las mismas
doctrinas que antes fueran las preferidas del Kaw-djer, aunque
desgraciadamente desde un punto de vista menos elevado, y otros,
comunistas como Lewis Dorick o colectivistas según el evangelio
de Karl Marx y de Ferdinand Beauval.
Por muy heterogéneos que fueran aquellos
elementos, concordaban muy bien entre sí, puesto que no se
trataba más que de formar la oposición. Todas las
ambiciones se alían fácilmente cuando sólo es
cuestión de destruir. Es el día del reparto del
botín cuando se da rienda suelta a los apetitos, transformando
en implacables adversarios a los aliados de la vigilia.
Por el momento había completo acuerdo y, aunque
superficial, resultó una agitación que en el transcurso
del invierno se tradujo en reuniones y mítines de protesta. Los
ciudadanos qué acudían a aquellas sesiones no fueron
nunca muy numerosos, un centenar como máximo, pero armaban
alboroto como si hubieran sido un millar, y el Kaw-djer tuvo
necesariamente que oírles.
Lejos de indignarse por aquella nueva prueba de la
ingratitud humana, examinó fríamente las
reinvindicaciones formuladas y, al menos en un punto las
encontró fundadas. En efecto, los descontentos tenían
razón al sostener que al Gobernador nadie le había
concedido el poder y que, atribuyéndoselo por su propia
voluntad, había cometido un acto tirano.
Ciertamentte, el Kaw-djer no lamentaba haber
violentado la libertad. Las circunstancias no permitieron entonces duda
alguna. Pero en la actualidad, la situación era muy distinta.
Los hostelianos se habían sabido encauzar ellos mismos, cada uno
en la dirección preferida, y la vida social estaba en pleno
apogeo. Posiblemente, la pobiación estuviera ya madura para que
se pudiera intentar una organización más
democrática, sin cometer ninguna imprudencia.
Así pues, resolvió satisfacer las
protestas, metiéndose a sí mismo a la prueba de
elección, haciendo nombrar, al mismo tiempo, por los electores
un Consejo de tres miembros que asistiría al gobernador en el
ejercicio de sus funciones.
El colegio electoral fue convocado para el 10 de
octubre de 1885, es decir, los primeros días de la primavera. La
población total de la isla Hoste ascendía entonces a
más de dos mil almas, de los que doscientas setenta y cinco eran
de hombres mayores de edad; pero ciertos electores demasiados alejados
de Liberia no acudieron a la convocación; expresándose
sólo mil veintisiete sufragios de los cuales novecientos sesenta
y ocho fueron unánimes en el nombre del Kaw-djer. Para formar el
Concejo, los electores tuvieron el buen acierto de escoger a Harry
Rhodes por ochocientos treinta votos, a Hartlepool que le seguía
de cerca, con ochocientas cuatro papeletas y finalmente a Germain
Riviére que fue designado por setecientos dieciocho votantes.
Era una mayoría aplastante y el partido de la oposición
tuvo que reconocer su impotencia, muy a pesar suyo.
El Kaw-djer aprovechó la relativa libertad que
le proporcionaba la colaboración del Consejo, para realizar un
viaje que deseaba hacer desde hacía mucho tiempo. En vista de la
discusión entablada con Chile a propósito del cabo de
Hornos, estimó oportuno recorrer el archipiélago y
examinar muy particularmente la isla, objeto de las negociaciones en
curso.
El 25 de noviembre partió en la
Wel-Kiej en compañía de Karroly, para no
regresar hasta el primero de diciembre con las ideas definitivamente
claras, después de quince días de navegación que
no siempre habían resultado demasiado fáciles.
En el momento en que desembarcaba, un jinete
entró en Liberia por la carretera del norte. Por el polvo que
cubría al jinete, se podía adivinar que venía de
lejos y a todo galope.
El hombre a caballo se dirigió directamente
hacia la Gobernación, que alcanzó al mismo tiempo que el
Kaw-djer. Anunciándose portador de graves noticias, pidió
una audiencia particular que le fue concedida en el acto.
Un cuarto de hora más tarde se reunía el
Consejo y de todos lados partían emisarios a la búsqueda
de los policías. No había transcurrido una hora desde la
llegada del Kaw-djer y éste, a la cabeza de veinticinco hombres
a caballo, se lanzaba hacia el interior de la isla a toda prisa.
El motivo de aquella precipitada partida no
permaneció mucho tiempo en secreto. Pronto empezaron a correr
los más siniestros rumores. Se decía que la isla Hoste
había sido invadida y que un ejército de patagones,
después de atravesar el canal de Beagle, había
desembarcado en la costa norte de la península Dumas y se
dirigía a Liberia.
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