Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo VII La invasión
Aquellos rumores estaban justificados, aunque la gente
los había exagerado. Como de costumbre, la verdad se aumenta al
pasar de boca en boca. La horda de patagones, formada por unos
setecientos hombres aproximadamente, que veinticuatro horas antes
había desembarcado en la orilla norte de la isla, no
merecía en modo alguno la designación de
ejército.
Bajo el nombre de patagones se entiende en el lenguaje
corriente, el conjunto de tribus en realidad muy diferentes unas de
otras desde un punto de vista etnológico, que viven en las
pampas de América del sur. Las más septentrionales de
estas tribus, es decir, las más próximas a la
República Argentina, son relativamente pacíficas.
Dedicadas a la agricultura, han formado numerosas aldeas y su
país no se encuentra desprovisto de ciudades de una importancia
más o menos grande. Pero tienden a cambiar de carácter, a
medida que se desciende hacia el sur. Las más australes son a la
vez menos sedentarias e infinitamente más temibles. Los
indígenas que las componen, los patagones propiamente dichos,
viven sobre todo del producto de la caza y son en general
hábiles tiradores e incomparables jinetes. Practican
todavía la esclavitud que alimentan con constantes pillajes. Las
guerras tribales no cesan entre ellos y no perdonan a los raros
extranjeros que se aventuran en aquellas regiones casi inexploradas.
Son salvajes.
La ausencia de todo gobierno regular, y una completa
anarquía mantenida hasta los últimos años por la
rivalidad de los estados civilizados limítrofes, han permitido
la perpetuación de aquel salvajismo y bandidaje demasiado
tiempo. No hay duda de que la República Argentina y Chile,
finalmente de acuerdo, sepan poner fin a ello, pero no hay que
disimular que la obra será larga y laboriosa, en una
región inmensa, con una población diseminada, sin medios
de comunicación y que, desde el origen del mundo, ha gozado de
una independencia ilimitada.
Los invasores de la isla Hoste pertenecían a
aquella categoría de indios. Como ya se ha visto al principio de
este relato, los patagones están acostumbrados a las incursiones
en territorios vecinos y con mucha frecuencia, franquean el estrecho de
Magallanes para hacer razzias con una crueldad despiadada en esa gran
isla de Magallanes a la que se suele designar con el nombre de Tierra
del Fuego. Pero hasta el momento jamás se habían
aventurado a llegar tan lejos.
Para llegar a la isla Hoste habían tenido que
atravesar la Tierra del Fuego de parte a parte y después el
canal de Beagle, o bien seguir desde el litoral americano los sinuosos
canales del archipiélago. En cualquier caso, sólo
habían podido realizar semejante éxodo a costa de las
mayores dificultades, tanto por tenerse que abastecer durante su camino
por tierra, como por tener que navegar por los canales del mar
arriesgándose a ver volcar sus ligeras piraguas bajo el peso de
los caballos.
Cabalgando a la cabeza de sus veinticinco
compañeros, el Kaw-djer se preguntaba el motivo que
habría impulsado a los patagones a una empresa tan ajena a sus
costumbres seculares. Sin duda, la fundación de Liberia
podía explicar en cierta medida aquel hecho anormal.
Podía pensarse que la reputación de la ciudad nueva se
había expandido por las regiones de los alrededores y que la
fama le había atribuido maravillosas riquezas. La
imaginación salvaje las habría exagerado aún
más, y era natural que hubiera excitado la codicia.
Sí, realmente las cosas se podían
explicar así: Pero a pesar de todo, la audacia de los invasores
seguía siendo sorprendente y fuera cual fuese su tan conocida
rapacidad, resultaba difícil concebir que se hubieran arriesgado
a afrontar una aglomeración tan numerosa de hombres blancos.
Para lanzarse a semejante aventura, debían tener indudablemente
sus razones, que el Kaw-djer buscaba sin encontrar.
Ignoraba en qué punto de la isla se
encontraría con los enemigos. Posiblemente ya estuvieran en
marcha. O quizá no hubieran abandonado el lugar de su
desembarco. En ese caso y según las informaciones proporcionadas
por el portador de la noticia, se trataba de un recorrido de ciento
veinte a ciento veinticinco kilómetros. Las grandes velocidades
no resultaban posibles en las carreteras hostelianas que dejaban
aún mucho que desear desde el punto de vista de sus
posibilidades de tránsito; así, el viaje exigiría
al menos dos días. Habiendo partido de buena mañana el 10
de diciembre, el Kaw-djer no llegaría a su destino hasta el 11
al atardecer.
A cierta distancia de Liberia, la carretera,
después de haber atravesado a lo ancho la península
Hardy, se orientaba hacia el noroeste para seguir primero durante unos
treinta kilómetros la orilla oeste azotada por las olas del
Pacífico, y remontar luego hacia el norte; después,
atravesando por segunda vez la isla en sentido contrario según
el capricho de los valles, iba a rozar, treinta y cinco
kilómetros más lejos, el fondo del Tekinika
Sound, profunda escotadura del Atlántico que delimita al
sur con la península Parteur separada del norte de la
península Dumas por otro golfo aún más profundo,
el Ponsounby Sound. Más allá, la carretera,
haciendo numerosas curvas, se convertía en el paso elegido de la
importante cadena de montañas que desde el oeste se prolonga
hasta el extremo oriental de la península Dumas; luego se
desviaba de nuevo hacia el oeste a la altura del istmo que une dicha
península con el conjunto de la isla Hoste. Finalmente,
después de haber dejado atrás el fondo del Ponsounby
Sound, doblaba hacia el este y franqueando a noventa y cinco
kilómetros de Liberia el estrecho istmo de la península
Dumas, costeaba seguidamente la orilla norte bañada por las
aguas del canal de Beagle.
Así era la carretera que debía seguir el
Kaw-djer. En su marcha, la tropa que mandaba se aumentaba con algunas
unidades. Los colonos que poseían un caballo se unían a
ella. En cuanto a los demás, el Kaw-djer les iba dando
instrucciones a su paso. Tenían que tocar llamada y reunir el
mayor número posible de combatientes. Los que tenían un
fusil se situarían a una y otra parte de la calzada, escogiendo
los lugares más inaccesibles, de modo que los jinetes no les
pudieran perseguir. Desde allí llenarían de plomo a los
invasores cuando éstos aparecieran y enseguida se
batirían en retirada hacia un punto más elevado de la
montaña. La consigna era apuntar preferentemente a los caballos,
pues un patagón desmontado dejaba de ser temible. En cuanto a
los colonos que no contaban más que con sus brazos,
interceptarían la carretera por medio de zanjas, situadas lo
más cerca posible unas de otras, y se retirarían dejando
tras ellos un desierto. En una extensión de un kilómetro
por una y otra parte del camino, los campos deberían ser
saqueados en veinticuatro horas y las granjas vaciadas de sus
utensilios y provisiones. Así resultaría mucho más
difícil el abastecimiento de los invasores. Todo el mundo
iría después a encerrarse en el cercado de los
Riviére, tanto quienes podían hacer hablar a la
pólvora como quienes no tenían otras armas más que
el hacha y la guadaña. Aquel cercado, rodeado por una
sólida empalizada y defendido por aquella numerosa
guarnición, se convertiría en una auténtica plaza
fuerte que no correría ningún peligro de ser
asaltada.
Conforme a sus previsiones, el Kaw-djer llegó
al istmo de la península Dumas el 11 de diciembre hacia las seis
de la tarde. Todavía no habían visto ni rastro de los
patagones. Pero a partir de ese punto se aproximarían al lugar
de su desembarco, y se imponía una extrema prudencia. Se
había entrado en el período de los días largos y
hasta muy tarde no se tendría la protección de la
oscuridad. Tardaron casi cinco horas en llegar a ver el campamento
enemigo. Era entonces cerca de medianoche y una relativa oscuridad
cubría la tierra. Se podía ver con nitidez el resplandor
de los fuegos. Los patagones no se habían movido del sitio. Se
habían quedado en el mismo lugar donde habían atracado,
sin duda por la necesidad de dejar descansar a los caballos.
El pequeño ejército del Kaw-djer contaba
ahora con treinta y dos fusiles, incluido el suyo. Pero detrás,
centenares de brazos se ocupaban en llenar de baches la carretera,
acumulando troncos de árboles y elevando barricadas, para
complicar al máximo posible la marcha de los invasores.
Después de reconocer el campamento,
retrocedieron y se detuvieron a cinco o seis kilómetros
más allá del istmo de la península Dumas. Algunos
colonos hicieron retroceder a los caballos al otro lado del istmo para
guardarlos en reserva en las montañas; luego, los jinetes
convertidos en hombres a pie, esperaron al enemigo, disimulados en las
pendientes abruptas que bordeaban el sur de la carretera.
E1 Kaw-djer no tenía intención de
entablar una batalla abierta, lo que habría resultado insensato
por la desproporción de fuerzas. Lo más indicado era una
táctica de guerrillas. Desde sus elevados puestos, los
defensores de la isla dispararían sin dificultad sobre sus
adversarios, luego, mientras aquéllos perdían el tiempo
librándose de los obstáculos acumulados delante suyo, se
replegarían de cresta en cresta por escalones que
asegurarían sucesivamente una mutua protección. No se
corría ningún serio peligro mientras los patagones no se
resolvieran a abandonar sus monturas para lanzarse a la
persecución de los tiradores. Pero no había había
que temer aquella eventualidad. Evidentemente los patagones no
renunciarían a su veterana costumbre de no combatir más
que a caballo, para aventurarse en un terreno caótico, donde
cada roca podía disimular una emboscada.
Eran las nueve de la mañana cuando al
día siguiente, el 12 de diciembre, aparecieron los primeros de
ellos. Habiendo partido a las seis de la mañana, habían
empleado tres horas para recorrer veinticinco kilómetros.
Inquietos por verse tan lejos de su país y en una región
totalmente desconocida, seguían con circunspección
aquella carretera bordeada de un lado por el mar, y del otro por las
abruptas montañas. Marchaban muy cerca unos de otros, en una
apretada formación que facilitaría la tarea de los
tiradores.
A su izquierda estallaron tres detonaciones que
sembraron la confusión. La cabeza de la columna
retrocedió llevando al desorden a las filas siguientes. Pero
como no siguieran otras detonaciones a las tres primeras, volvieron a
adquirir confianza y comenzaron de nuevo a moverse. Todos los disparos
habían dado. Un hombre se retorcía en el borde del camino
con convulsiones de agonía. Dos caballos yacían en el
suelo, uno con el pecho agujereado y el otro con una pierna rota.
Ciento cincuenta metros más lejos, los
patagones tropezaban con una barricada de troncos de árboles
amontonados. Mientras se ocupaban en destruirla, volvieron a sonar
disparos de fusil. Una de las balas surtió efecto y dejó
a un tercer caballo fuera de servicio.
Ya habían realizado diez veces la maniobra con
éxito, cuando la cabeza de columna llegó al istmo de la
península Dumas. En aquel lugar, donde la carretera encajonada
no tenía otra salida que una garganta estrecha, la defensa se
había hecho más fuerte. Ante una barricada más
amplia y más alta que las precedentes, una ancha y honda
excavación interceptaba la carretera. En el momento en que los
pátagones intentaban abordar aquella obra, un tiroteo
crepitó en su flanco izquierdo. Después de un movimiento
de retroceso, volvieron a la carga y se detuvieron para atacar al azar,
mientras que un centenar de los suyos hacían lo que
podían para restablecer el paso.
Al punto, el tiroteo dobló su intensidad. Una
verdadera lluvia de balas silbó a través del camino,
haciendo imposible la permanencia en él. Los primeros que se
aventuraron en la zona peligrosa habían sido alcanzados sin
piedad, lo que dio que pensar a sus compañeros, y toda la horda
pareció vacilar en proseguir más adelante.
Los tiradores hostelianos la descubrieron de punta a
punta. Ocupaba más de seiscientos metros de carretera. Recorrida
por violentas agitaciones, se tambaleaba en masa, mientras que unos
jinetes galopaban de un extremo a otro, como si fueran portadores de
las órdenes de un jefe.
Cada vez que uno de los jinetes llegaba a la cabeza de
la columna, había tenido lugar una nueva tentativa contra la
barricada, a la que en seguida sucedía un nuevo retroceso cuando
un hombre o un caballo, herido o muerto, demostraba al caer lo
peligroso que resultaba el lugar.
Así transcurrieron las horas. Finalmente la
barricada fue derribada cerca del atardecer. Ahora, sólo la
lluvia de balas interceptaba la carretera. Los patagones tomaron
entonces una resolución desesperada. De pronto, reunieron todos
sus caballos y saliendo a galope de carga se abalanzaron en tromba en
la abertura. Tres hombres y doce caballos se quedaron allí, pero
la horda pasó.
Cinco kilómetros más lejos, aprovechando
un lugar descubierto, donde no podía temer sorpresa alguna, se
detuvo y tomó sus disposiciones para la noche. Los hostelianos,
sin concederse un instante de reposo, continuaron por el contrario su
prudente retirada y fueron a tomar posición para el día
siguiente. La jornada había salido bien. A los invasores les
había costado treinta caballos y cinco hombres fuera de combate
contra uno solo de ellos ligeramente herido. No había que
preocuparse por los hombres desmontados. Eran malos caminantes, se
quedarían atrás y fácilmente se podría
reducir a aquellos rezagados.
Al día siguiente se adoptó la misma
maniobra. Hacia las dos de la tarde, los patagones, que habían
recorrido un total de unos sesenta kilómetros desde que se
habían puesto en marcha, alcanzaron la cima del paso de la
carretera para franquear la cadena central de la isla. Montaban sin
descanso desde hacía casi tres horas. Hombres y bestias
parecían igualmente extenuados. Se detuvieron antes de
introducirse en el desfiladero que comenzaba en aquel lugar. El
Kaw-djer aprovechó para apostarse a cierta distancia más
allá.
Su tropa, engrosada con tiradores incorporados durante
la retirada y con los que se encontraban ya en la cima, contaba
entonces con cerca de sesenta fusiles. Dispuso a aquellos hombres en
una extensión de un centenar de metros, en el lugar más
profundo de la zanja y todos en el mismo lado de la carretera. Bien
protegidos detrás de las enormes rocas que la dominaban, los
hostelianos se podrían reír de los proyectiles enemigos.
Dispararían casi a quemarropa, como al acecho.
En cuanto los patagones se pusieron en marcha, el
plomo saltó de la cresta y arrasó a sus primeras filas.
Retrocedieron en desorden para volver a la carga sin mayor
éxito. Durante dos horas estuvieron renovando aquella
alternativa. Si los patagones eran valientes, no brillaban precisamente
por su inteligencia. Fue sólo cuando vieron caer a un gran
número de los suyos que recordaron la maniobra que tan bien les
había salido el día anterior. Tocaron a llamada. Los
caballos se acercaron los unos a los otros. La horda se
convirtió en un bloque con los hocicos contra las grupas. Luego,
dispuesta finalmente para la carga, se puso toda ella en marcha y se
lanzó a galope furioso. Los cascos golpeaban el suelo haciendo
un ruido atronador; la tierra temblaba. En seguida los fuegos
hostelianos escupieron más apresuradamente la muerte.
Era un espectáculo admirable. Nada
detenía a aquellos jinetes transformados en meteoros.
¿Caía uno de ellos del caballo? Los que venían
detrás le pisoteaban sin piedad. ¿Caía un caballo
herido o muerto? Los otros saltaban por encima el obstáculo y
continuaban sin detener su furiosa carrera.
Los hostelianos no se detenian en admirar aquellas
proezas. Para ellos era cuestión de vida o muerte. No pensaban
más que en cargar, apuntar, disparar, luego, cargar, apuntar y
disparar y así todo el rato, sin un instante de
interrupción. Los cañones quemaban sus manos; continuaban
disparando. En la locura de la batalla, olvidaban toda prudencia. Se
separaban de sus refugios y se ofrecían a los disparos de los
enemigos. Estos habrían llevado las de ganar si les hubiera sido
posible detenerse para atacar.
Pero a la velocidad que iban los patagones no
podían hacer uso de las armas. Y además, ¿para
qué? La mediocre extensión del frente de batalla revelaba
el reducido número de adversarios y su único objetivo
consistía en franquear la zona peligrosa, dispuestos a hacer los
sacrificios que fueran necesarios para ello.
Y efectivamente, la franquearon. Muy pronto las balas
dejaron de silbar. Aminoraron la marcha y siguieron a trote largo la
carretera que, después de dejar atrás el punto culminante
del paso, descendía haciendo curvas. Todo estaba tranquilo en
derredor suyo. De vez en cuando un disparo resonaba a su izquierda o a
su derecha, en el momento en que las rocas dominaban la calzada. Pero
por lo general aquel disparo efectuado por uno de los colonos de las
guerrillas no daba en el blanco. De todas formas, los patagones se
detenían para resguardarse de las balas disparadas al azar y
aquella vez no cometieron la equivocación de detenerse a una
distancia demasiado reducida del lugar del último combate. Hasta
una hora avanzada de la noche estuvieron bajando rápidamente la
pendiente y no se detuvieron para acampar más que cuando
llegaron a un terreno plano.
Había sido para ellos una ruda jornada.
Habían recorrido sesenta y cinco kilómetros, treinta y
cinco de ellos desde la cima del paso. A su derecha, veían las
olas del Pacífico azotando una orilla arenosa. A su izquierda,
se extendía la llanura, donde ya no había que temer
sorpresas. Al día siguiente habrían llegado de buena
mañana a su destino, a Liberia, que se encontraba a una
distancia de menos de treinta kilómetros.
Desde aquel momento, el Kaw-djer ya no podría
adelantarse a los invasores. Además de que la naturaleza de la
región ya no se prestaba a la maniobra que tan bien le
había salido hasta el momento, la distancia que le separaba de
ellos era demasiado grande. Así, a sus órdenes, no se
obstinaron en una persecución inútil y, echados sobre la
tierra desnuda a la luz de las estrellas, se tomaron algunas horas de
reposo que la fatiga soportada durante tres noches consecutivas
hacía necesario.
El Kaw-djer no tenía motivos para estar
descontento del resultado de su táctica. En el curso de aquella
última jornada, los enemigos habían perdido al menos
cincuenta caballos y una quincena de hombres. Así pues, su tropa
llegaría a Liberia con un centenar de jinetes menos y moralmente
quebrantada. Contrariamente a sus esperanzas, no lograría entrar
allí sin esfuerzo.
Al día siguiente por la mañana hicieron
venir a los caballos, pero no los pudieron tener reunidos hasta
avanzado el día. Era cerca de mediodía cuando los
tiradores convertidos en jinetes, y reducidos por consiguiente a
treinta y dos, pudieron a su vez comenzar la bajada.
Nada se oponía a que avanzaran
rápidamente. Ya no era necesaria la prudencia. A su paso les
informaban los colonos que, emboscados en las cunetas de la carretera,
los habían saludado al pasar. Sabían que los patagones
habían continuado su marcha hacia adelante y que no
corrían el riesgo de tropezar de pronto con la cola de su
columna.
Hacia las tres alcanzaron el lugar donde la horda
había acampado. Numerosos eran sus vestigios y no había
lugar a confusión. Pero desde las primeras horas de la
mañana se había vuelto a poner en marcha y con toda
probabilidad ahora debía estar ya ante Liberia.
Dos horas más tarde comenzaron a costear la
empalizada que delimitaba el cercado de los Riviére, cuando
vieron en la carretera una gran partida de hombres a pie. Ciertamente
su número excedía el centenar. Cuando estuvieron
más cerca, vieron que se trataba de patagones desmontados en el
curso de los anteriores encuentros.
De pronto, hubo disparos desde el cercado. Cayeron una
decena de patagones. De entre los supervivientes, unos se detuvieron y
enviaron contra la empalizada balas inofensivas y los otros intentaron
un movimiento de huida. Entonces descubrieron a treinta y dos jinetes
que les interceptaban la retirada y cuyos rifles les replicaban a su
vez.
Con el ruido de las detonaciones, más de
doscientos hombres armados de horcas, hachas y guadañas
irrumpieron fuera del cercado, interceptando la carretera hacia
Liberia. Cercados por todas partes, por infranqueables rocas a su
derecha, por los campesinos que su número hacía temibles
al frente, por los fusiles cuyos cañones relucían por
encima de la empalizada a la izquierda y finalmente por el Kaw-djer y
sus jinetes por detrás, los patagones perdieron el coraje y
tiraron sus armas al suelo. Se les capturó sin mayor
pérdida de sangre. Atados de pies y manos fueron encerrados en
una granja delante de la cual se dispusieron centinelas.
Había sido una magnífica
operación. Los invasores habían perdido no sólo un
centenar de jinetes, sino también un centenar de fusiles, y
aquellos fusiles, aunque de mediocre valor, aumentarían por el
contrario la fuerza de las hostelianos. Estos podrían disponer
de trescientas cincuenta armas de fuego contra unas seiscientas que se
les oponía. La partida casi se igualaba ahora.
La guarnición reunida en el cercado de los
Riviére pudo informar al Kaw-djer acerca de la marcha de los
patagones. Al pasar aquella mañana ante la empalizada, no
habían hecho más que tímidas tentativas para
franquearla. Habían renunciado a ello desde los primeros
disparos y se habían contentado con disparar algunas balas sin
entregarse a un ataque más serio. Decididamente, quizás
aquéllos fueran salvajes guerreros, pero con toda seguridad no
eran hombres de guerra. Como su otro objetivo fuera Liberia, ellos se
dirigían hacia allí en línea recta, sin
inquietarse por los enemigos que iban dejando detrás suyo.
Puesto que habían tenido la oportunidad de
coger a tantos prisioneros, el Kaw-djer no quiso alejarse sin intentar
interrogarles. Así pues se encaminó hacia ellos.
Reinaba un profundo silencio en la granja donde se les
había encerrado. Aquel centenar de hombres, en cuclillas a lo
largo de las murallas, esperaban con feroz inmovilidad a que se
decidiera sobre su suerte. Vencedores habrían hecho esclavos a
los vencidos. Vencidos, consideraban natural que les fuera infligido
tal tratamiento. Ni uno solo entre ellos se dignó a notar la
presencia del Kaw-djer.
-¿Alguno de vosotros entiende el
español? -preguntó éste en voz alta.
-Yo -dijo uno de los prisioneros alzando la cabeza-.
Athlinata.
-¿Qué has venido a hacer a este
país?
El indio respondió sin hacer gesto alguno:
-La guerra.
-¿Por qué queréis hacernos la
guerra? -objetó el Kaw-djer-. Nosotros no somos tus
enemigos.
El patagón guardó silencio.
El Kaw-djer continuó:
-Tus hermanos jamás han llegado hasta
aquí. ¿Por qué se han ido esta vez tan lejos de su
país?
-El jefe lo ha ordenado -dijo el indio con ardor-. Los
guerreros han obedecido.
-Pero bueno -insistió el Kaw-djer-,
¿cuál es vuestro objetivo?
-La gran ciudad del sur -respondió el
prisionero-. Allí hay riquezas y los indios son pobres.
-Pero esas riquezas hay que cogerlas -replicó
el Kaw-djer-, y los habitantes de esa ciudad se defenderán.
El patagón sonrió
irónicamente.
-La prueba es que ahora tú y tus hermanos sois
prisioneros -añadió el Kaw-djer a modo de argumento
ad hominem.
-Los guerreros patagones son numerosos
-respondió el indio sin dejarse impresionar-. Los otros
entrarán a su patria arrastrando a tus hermanos en la cola de
sus caballos.
El Kaw-djer se encogió de hombros.
-Sueñas, hijo mío -le dijo-. Ni uno de
vosotros entrará en Liberia.
El patagón sonrió de nuevo con aire
incrédulo.
-¿No me crees? -le interrogó el
Kaw-djer.
-El hombre blanco ha prometido -replicó el
indio con seguridad-. Dará la gran ciudad a los patagones.
-¿El hombre blanco...? -repitió el
Kaw-djer estupefacto-. ¿Así que hay un hombre blanco
entre vosotros?
Pero todas sus preguntas fueron vanas. Evidentemente,
el indio había dicho todo lo que sabía y fue imposible
obtener más detalles.
El Kaw-djer se retiró preocupado.
¿Quién era aquel hombre blanco, traidor a su raza que se
aliaba con una banda de salvajes contra otros blancos?
En todo caso, era una nueva razón para
apresurarse. Aun cuando Hartlepool hubiera adoptado las medidas
más urgentes con toda seguridad y conforme a las órdenes
recibidas, era necesario aportar refuerzos a la guarnición de
Liberia.
Partieron hacia las ocho de la tarde. La tropa mandada
por el Kaw-djer contaba ahora con ciento cincuenta y seis hombres, de
los cuales ciento veinte estaban armados a expensas de los patagones.
Se componían exclusivamente de hombres a pie, pues se
habían dejado los caballos en el cercado de los Riviére.
Para introducirse en Liberia y franquear la línea de los
enemigos, el Kaw-djer no tenía intención de aplicar el
método, muy valiente pero insensato, que aquéllos
habían puesto en práctica cuando se trató de
forzar los pasos difíciles. Como su plan consistía en
emplear la astucia mucho mas que la fuerza, los caballos habrían
resultado más molestos que útiles.
Después de tres horas de marcha, vislumbraron
la ciudad. En la noche, que ya había caído completamente,
una línea de fuegos señalaba el campamento de los
patagones, establecido en un vasto semicírculo que a la derecha
terminaba en el principio de la ciénaga y a la izquierda
limitaba con el río. Formaban un cerco completo. Resultaba
posible deslizarse de modo inadvertido entre los postes espaciados de
cien en cien metros.
El Kaw-djer hizo detener a su gente. Antes de avanzar
más lejos, había que decidir la táctica que
convenía adoptar.
Pero no todos los invasores estaban en la orilla
derecha del río. Al menos algunos debían de haber
atravesado el agua del río arriba de la ciudad. Mientras el
Kaw-djer reflexionaba, una brillante luz estalló de pronto en el
noroeste. Las casas del Bourg Neuf estaban ardiendo.
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