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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
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Segunda parte
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Tercera parte
Indicador Primeras medidas
Indicador La ciudad naciente
Indicador El atentado
Indicador En las cuevas
Indicador Un héroe
Indicador Durante dieciocho meses
Indicador La invasión
Indicador Un traidor
Indicador La Patria Hosteliana
Indicador Cinco años después
Indicador La fiebre del oro
Indicador El saqueo de la isla
Indicador Una jornada triste
Indicador La abdicación
Indicador ¡Solo!

Los náufragos del “Jonathan”
Tercera parte - Capítulo X
Cinco años después

Cinco años después de los acontecimientos que acaban de ser relatados, la navegación en los parajes de la isla Hoste ya no presentaba ni las dificultades ni los peligros de antaño. En la extremidad de la península Hardy, una luz lanzaba constantemente múltiples destellos, pero no una luz de pescadores como las de los campamentos de la tierra fueguina, sino un auténtico faro que iluminaba los pasos y permitía evitar los arrecifes durante las oscuras noches de invierno.

Por el contrario, aún no se había iniciado ninguna obra para aquel que el Kaw-djer proyectaba edificar en el cabo de Hornos. Desde hacía seis años perseguía en vano la solución de aquel asunto con incansable perseverancia, sin conseguir llevarlo a buen término. Según las cartas intercambiadas entre los dos Gobiernos, parecía que Chile no había podido resignarse al abandono del islote del cabo de Hornos y que aquella condición esencial impuesta por el Kaw-djer, había sido un obstáculo insuperable.

A éste le sorprendía mucho que la República chilena concediera tanta importancia a una roca estéril desprovista del menor valor. Y aún se habría sorprendido más si hubiera conocido la verdad, si hubiera sabido que la desmesurada prolongación de las negociaciones era debida, no a consideraciones patrióticas que aunque fueran erroneas podían ser defendibles, sino simplemente a la legendaria indolencia de las oficinas.

En aquella circunstancia, las oficinas chilenas se comportaban como todas las oficinas del mundo. La diplomacia tiene por costumbre secular ir arrastrando las cosas, primero, porque por lo general al hombre le preocupan muy poco los asuntos que no son los suyos propios y, además, porque tiene una tendencia natural a dar importancia como pueda a la función de la que está investido. Pues ¿de qué dependería la importancia de una decisión, si no fuera por la duración de las negociaciones que la han precedido, por el montón de papeluchos ennegrecidos por su causa, y por el sudor de tinta que ha hecho verter? El Kaw-djer, que él sólo constituía el Gobierno hosteliano y que, por consiguiente carecía de oficinas, no podía evidentemente atribuir a semejante motivo, no obstante el verdadero, aquella discusión interminable.

De todos modos, el faro de la península Hardy no era la única luz que iluminaba los mares. En el Bourg Neuf, levantado de las ruinas y con una importancia triplicada, se encendía cada tarde una luz de puerto que guiaba los navíos hasta el morro del rompeolas.

Aquel espigón, completamente terminado, había transformado la cala en un puerto vasto y seguro. A su abrigo, los buques podían cargar o descargar en agua tranquila su cargamento en el muelle que también había sido terminado. Por ello el Bourg Neuf era uno de los puertos más frecuentados. Poco a poco se habían ido estableciendo relaciones comerciales con Chile, Argentina y hasta con el Viejo Continente. Incluso se había creado un servicio mensual regular que unía la isla Hoste con Valparaíso y Buenos Aires.

Liberia se había desarrollado enormemente a la orilla derecha del río. En un futuro no muy lejano se convertiría en una ciudad de auténtica importancia. A ambos lados de sus calles simétricas que se cruzaban en ángulo recto según la moda americana, se alineaban numerosas casas de piedra con patios delanteros y jardines en la parte de atrás. Bellos árboles, en su mayoría hayas antárticas de hoja perenne, daban sombra a algunas plazas. Liberia tenía dos imprentas y contaba también con un número reducido de verdaderos monumentos. Poseía entre otros, un edificio de correos, una iglesia, dos escuelas y un tribunal menos modesto que la sala designada con aquel nombre y que años antes Lewis Dorick intentara destruir. Pero de todos estos monumentos el más bello era la Gobernación. La casa improvisada que antes se designara con este nombre se había echado abajo y sustituido por un edificio considerable, donde continuaba residiendo el Kaw-djer y en el cual estaban centralizados todos los servicios públicos.

No lejos de la Gobernación se levantaba un cuartel, donde estaban almacenados más de mil fusiles y tres piezas de cañón. Allí, acudían por turnos todos los ciudadanos en mayoría de edad a pasar un mes de vez en cuando. La lección de los patagones no había sido en vano. Un ejército, que habría contado con todos los hostelianos en distintos rangos, estaba preparado para defender la patria.

Liberia tenía también un teatro que, aunque muy rudimentario a decir verdad, era de proporciones suficientemente amplias y, además, alumbrado con electricidad.

El sueño del Kaw-djer se había realizado. De una fábrica hidroeléctrica instalada a tres kilómetros río arriba, llegaban a la ciudad la fuerza y la luz en profusión.

La sala del teatro resultaba de gran utilidad, sobre todo durante los largos días de invierno. Se utilizaba para reuniones y el Kaw-djer o Ferdinand Beauval, que ya había sentado cabeza y se había convertido en un personaje, pronunciaban allí conferencias. También se tocaban conciertos bajo la batuta de un director como los que no se suelen encontrar con frecuencia.

Aquel director, un viejo conocido del lector, no era otro que Sand. A fuerza de perseverancia y tenacidad, había logrado reclutar entre los hostelianos los elementos de una orquesta sinfónica que dirigía con magistral batuta. En los días de concierto, lo transportaban a su atril y cuando dominaba al batallón de músicos, su rostro se transfiguraba y la embriaguez sagrada del arte hacía de él el más feliz de los hombres. Obras clásicas y modernas alimentaban sus conciertos, donde figuraban de vez en cuando obras del mismo Sand, que no eran ni las menos notables, ni las menos aplaudidas.

Entonces Sand tenía dieciocho años. Desde el terrible drama que le había costado la inutilidad de sus piernas, haciendo imposible para él otra felicidad que no fuera la del arte, se había dedicado por entero a la música. El atento estudio de los maestros le había permitido aprender la técnica de aquel difícil arte y sus dones naturales, apoyados en aquella sólida base, empezaban a merecer el nombre de geniales. No se estancaría allí. Llegaría un día cercano en que los cantos de aquel inspirado inválido, perdido en los confines del mundo, esos cantos tan famosos hoy día aunque nadie pueda nombrar a su autor, estarían en todas las bocas y conquistarían la tierra.

Hacía algo más de nueve años que el Jonathan se había perdido en los arrecifes de la península Hardy. Ese era el resultado obtenido en pocos años, gracias a la energía, a la inteligencia y al espíritu práctico del hombre que había cargado con el destino de los hostelianos, cuando la anarquía llevaba la isla a la ruina. Se seguía sin saber nada de aquel hombre, pero nadie pensaba ya en pedirle cuentas de su pasado. La curiosidad pública, en caso de que hubiera existido alguna vez, se había mitigado por la costumbre, y la gente se decía con razón que para no ignorar lo que resulta esencial conocer, bastaba con recordar los innumerables servicios cumplidos.

Las agobiantes preocupaciones de aquellos nueve años de poder pesaban gravemente sobre el Kaw-djer. Si bien conservaba intacto su vigor hercúleo, si la fatiga de la edad no había encorvado su estatura casi gigantesca, su barba y sus cabellos tenían ahora la blancura de la nieve y profundas arrugas surcaban su rostro siempre majestuoso y ya venerable.

Tenía una autoridad ilimitada. Los miembros que componían el Consejo, cuya formación él mismo había provocado, Harry Rhodes, Hartlepool y Germain Riviéré, reelegidos regularmente en cada elección, no se reunían más que por cuestión de formas. Daban a su jefe y amigo carta blanca y se limitaban a dar respetuosamente su opinión cuando se les pedía.

Además, al Kaw-djer no le faltaban ejemplos que le guiaran en la obra emprendida. En la vecindad inmediata de la isla Hoste se habían aplicado concurrentemente dos métodos de colonización opuestos. Podía compararlos y apreciar sus resultados.

Desde que la Tierra de Magallanes y la Patagonia habían sido repartidos entre Chile y Argentina, aquellos dos Estados habían procedido de muy distinta forma en la valorización de sus nuevas posesiones. Por no conocer bien aquellas regiones, Argentina hacía concesiones que comprendían hasta diez o doce leguas cuadradas, lo que significaba decretar que se podía dejarlas yermas. Cuando se trataba de aquellos bosques que contaban con hasta cuatro mil árboles por hectárea, se habrían necesitado tres mil años para explotarlos. Lo mismo ocurría con los cultivos y pastos, concedidos en extensiones demasiado amplias y que habrían necesitado un personal, un material agrícola y, por consiguiente, un capital demasiado considerable.

Y eso no es todo. Los colonos argentinos se veían obligados a relaciones lentas, difíciles y costosas con Buenos Aires. Cuando llegaba un navío a la Tierra de Magallanes se debía mandar el conocimiento a la aduana de aquella ciudad, es decir, a mil quinientas millas de distancia, y al menos pasaban seis meses antes de que pudiera ser devuelto, una vez pagados los derechos de aduana; ¡derechos que se debían pagar según el cambio del día a la Bolsa de la capital! Pero ¿qué medio había para conocer la cotización del cambio en la Tierra del Fuego, un país donde hablar de Buenos Aires era como hablar de la China o del Japón?

Por el contrario, fuera de aquella intrépida tentativa de la isla Hoste, ¿qué ha hecho Chile para favorecer el comercio, para atraer a los emigrantes? Ha declarado puerto franco a Punta Arenas, de tal forma que los navíos llevan allí lo necesario y lo superfluo, encontrándose de todo en abundancia en excelentes condiciones de precio y calidad. Por ello, los productos de la Tierra de Magallanes argentina afluyen también a las casas inglesas o chilenas cuya sede está en Punta Arenas y que en los canales han establecido sucursales en vía de prosperidad.

El Kaw-djer conocía desde hacía tiempo el proceder del Gobierno chileno y en sus excursiones a través de los territorios de la Tierra de Magallanes había podido comprobar que todos sus productos tomaban el camino hacia Punta Arenas. Siguiendo el ejemplo de la colonia chilena, el Bourg Neuf fue declarado puerto franco y aquella medida fue la primera causa del rápido enriquecimiento de la isla Hoste.

¿Podría creerse que la República Argentina, que fundó Ushuaia en la Tierra del Fuego, en el otro lado del canal de Beagle, no aprovechó aquel doble ejemplo? Aquella colonia, comparada con Liberia o con Punta Arenas, se ha quedado atrás hasta nuestros días, a causa de las trabas que el Gobierno le pone al comercio, por la carestía de los derechos de aduana, por las excesivas formalidades a las que se subordina la explotación de las riquezas naturales y por la impunidad de la que a la fuerza, gozan los contrabandistas, pues la administración local se encuentra materialmente imposibilitada para vigilar setecientos kilómetros de costa sometidos a su jurisdicción.

Los acontecimientos cuyo teatro había sido la isla Hoste, la independencia que le había concedido Chile, su prosperidad que cada día iba en aumento bajo la firme administración del Kaw-djer, atrajeron la atención del mundo industrial y comercial. Acudieron nuevos colonos a los que se les concedieron liberalmente tierras con condiciones ventajosas. No se tardó en saber que sus bosques, ricos en madera de calidad superior a la de los bosques de Europa, rendían hasta un quince y un veinte por ciento, lo que condujo al establecimiento de muchas serrerías. Al mismo tiempo, se encontraban compradores de terreno a mil piastras la legua en superficie para rendimientos agrícolas y el número de cabezas de finado alcanzó pronto varios millares en los pastos de la isla.

La población había aumentado rápidamente. A los mil doscientos náufragos del Jonathan se habían agregado el triple o cuádruple de emigrantes del oeste de Estados Unidos, de Chile y de Argentina. Nueve años después de la proclamación de la independencia, ocho años después del golpe de Estado del Kaw-djer, cinco años después de la invasión de la horda patagona, Liberia contaba con más de dos mil quinientas almas y la isla Hoste con más de cinco mil.

No hay que decir que habían tenido lugar muchos matrimonios desde que Halg se había casado con Graziella. Entre otros conviene citar el de Edward y Clary Rhodes. El joven se había casado con la hija de Germain Riviére y la joven con el Dr. Samuel Arvidson. Otras uniones habían creado lazos entre las familias.

Ahora, con el buen tiempo, el puerto acogía a numerosos navíos. El cabotaje hacía excelentes negocios entre Liberia y las diferentes sucursales fundadas en otros puntos de la isla, ya en los alrededores de la Punta Roons, ya en las orillas septentrionales que baña el canal de Beagle. En su mayoría eran buques del archipiélago de las Falkland cuyo tráfico adoptaba cada año una nueva dimensión.

Y no sólo aquellos buques de las islas inglesas del Atlántico efectuaban la importación y la exportación, sino que llegaban veleros y steamers desde Valparaíso, Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro, y se podían ver pabellones daneses, noruegos y americanos en todos los pasos vecinos, en la bahía de Nassau, en Darwin Sound y en las aguas del canal de Beagle.

Una gran parte del comercio se alimentaba de la explotación de la pesca que siempre ha dado excelentes resultados en los parajes magallánicos. No hay que decir que aquella industria había tenido que ser severamente reglamentada con decretos del Kaw­djer. En efecto, no se podía provocar en corto plazo con una destrucción abusiva la desaparición y el aniquilamiento de aquellos animales marinos que suelen frecuentar aquellos mares. En diversos puntos del litoral se habían fundado colonias de loberos1, gentes de todos los orígenes y de toda especie, parias, a los que Hartlepool mantuvo a raya al principio con mucha dificultad. Pero, poco a poco, los aventureros se humanizaron, se civilizaron bajo la influencia de aquella nueva vida. Una existencia sedentaria suavizó progresivamente las costumbres de aquellos vagabundos sin hogar ni patria. Además, eran más felices, pues ejerciendo su rudo oficio tenían que sufrir menos miserias. En efecto, hacían su trabajo en mejores condiciones que antaño. Ya no se trataba de expediciones emprendidas a escote que les conducían a cualquier isla desierta donde, muy frecuentemente, morían de hambre o de frío. Ahora tenían la seguridad de vender los productos de su pesca, sin tener que esperar durante largos meses el regreso de un navío que no siempre vuelve. No se había modificado la forma de matar a los inofensivos anfibios. Nada más simple: salir a dar una paliza2, como decían los mismos loberos, salir a dar bastonazos, ese era el método utilizado, pues no resulta posible emplear otra arma contra aquellos pobres animales.

A la explotación de pesca alimentada por la manada de lobos marinos, hay que añadir las campa ñas de los balleneros que son las más lucrativas en estos parajes. Los pasos del archipiélago pueden proporcionar anualmente un millar de ballenas. Por ello, los buques armados para aquella pesca, seguros ahora de encontrar en Liberia las ventajas que les ofrecía Punta Arenas, frecuentaban asiduamente, durante el buen tiempo, los pasos vecinos de la isla Hoste. Finalmente, la explotación de arenales, que cubren millares de conchas de toda especie, había hecho nacer otra rama de comercio. Entre esas conchas habría que mencionar las weyras, moluscos de excelente calidad, que se encontraban en tal abundancia como no se podría uno imaginar. Los navíos los exportaban en cargamentos llenos que vendían hasta a cinco piastras el kilo en las ciudades de Sudamérica. Además de moluscos, también había crustáceos. Las calas de la isla Hoste son particularmente buscadas a causa de un cangrejo gigantesco habituado a las algas submarinas, el centollo, siendo suficientes dos para el alimento cotidiano de un hombre de gran apetito.

Pero esos cangrejos no son los únicos representantes del género. En la costa se encuentran en igual abundancia bogavantes, langostas y mejillones. Todas aquellas riquezas eran explotadas al máximo. Se había realizado uno de los proyectos concebidos por el Kaw-djer: Halg dirigía en el Bourg Neuf una próspera fábrica, desde donde se expedían crustáceos a todo el mundo en forma de conservas. Halg, que por entonces tenía casi veintiocho años, reunía todas las condiciones de felicidad. No le faltaba nada: una amante esposa, tres hermosos hijos, dos niñas y un niño, perfecta salud y una fortuna en rápido ascenso. Era feliz y el Kaw-djer podía congratularse al ver los resultados de su obra.

En cuanto a Karroly, no sólo no se había asociado a su hijo en la dirección de la fábrica del Bourg Neuf, sino que incluso había renunciado a la pesca. Dada la importancia marítima del puerto de la isla Hoste, situada entre el Darwin Sound y la bahía de Nassau, llegaban allí numerosos navíos, que incluso lo preferían a Punta Arenas. Encontraban allí un excelente puerto de arribada, más seguro que el de colonia chilena, frecuentada fundamentalmente por steamers que pasan de un océano a otro siguiendo el estrecho de Magallanes. Por esta razón, Karroly había decidido dedicarse de nuevo a su antiguo oficio. Convertido en capitán de puerto y jefe de los prácticos de la isla Hoste, estaba muy requerido por los buques con destino a Punta Arenas o a las sucursales establecidas en los canales del archipiélago, y por tanto no le faltaban ocupaciones.

Ahora tenía a su servicio un balandro de cincuenta toneladas, construido a prueba de las más violentas marejadas. Iba al encuentro de los navíos con aquel sólido barco maniobrado por un equipo de cinco hombres y no con la chalupa. La Wel-Kiej seguía existiendo, pero apenas se utilizaba ya. Por lo general, permanecía en el puerto, aquella vieja y fiel sirviente que había ganado bien su reposo.

Como los buenos obreros que se apresuran en emprender un nuevo trabajo tan pronto como han terminado el anterior, el Kaw-djer, cuando llegó el momento de dejar a Halg, convertido en hombre a su vez y pudiendo desenvolverse solo en la vida, se impuso los deberes de una segunda adopción. Dick no había sustituido a Halg, sino que se le había añadido en un corazón engrandecido. Dick tenía entonces casi diecinueve años y desde hacía más de seis era el alumno del Kaw-djer. El joven había mantenido las promesas del niño. Había asimilado sin esfuerzo la ciencia del maestro y comenzaba a merecer por sí mismo el nombre de sabio. Pronto el profesor, que admiraba la vivacidad y profundidad de aquella inteligencia, no tendría más que enseñar al alumno.

El nombre de alumno ya no se adecuaba a Dick. Precozmente maduro por la ruda escuela de sus primeros años y por los terribles dramas en los que se había visto mezclado, era a pesar de su joven edad, más que un alumno, el discípulo y amigo del Kaw-djer que tenía en él una confianza absoluta y que se complacía en considerarle como su sucesor absoluto. No hay duda de que Germain Riviére y Hartlepool era buena gente, pero el primero jamás habría consentido en abandonar su explotación forestal que proporcionaba maravillosos resultados para consagrarse exclusivamente a los asuntos públicos y Hartlepool, admirable y fiel ejecutor de órdenes, se mantenía siempre en un segundo plano. Además ambos carecían bastante de ideas generales y cultura intelectual para gobernar a un pueblo que tenía otros intereses que los únicamente materiales. Quizás Harry Rhodes habría estado mejor cualificado. Pero Harry Rhodes se habría negado, pues envejecía y carecía por consiguiente de la energía necesaria.

Por el contrario, Dick reunía todas las cualidades de un jefe. Tenía una naturaleza de primer orden. Por su saber, inteligencia y carácter tenía madera de hombre de Estado y sólo había que lamentar que tan brillantes facultades fueran destinadas a ser utilizadas en un marco tan restringido. Pero jamás una obra es insignificante cuando es perfecta y el Kaw-djer consideraba con razón que si Dick podía asegurar la felicidad de aquellos millares de seres de los que estaba rodeado, habría realizado una tarea que no sería menos bella que cualquier otra.

Desde un punto de vista político, la situación era también de las más favorables. Las relaciones entre la isla Hoste y el Gobierno chileno eran excelentes por una y otra parte. Chile no podía más que congratularse cada año que pasaba por su determinación. Obtenía provechos morales y materiales de los que carecía la República Argentina en tanto que ésta no modificara sus métodos administrativos y sus principios económicos.

Al principio, al ver a la cabeza de la isla Hoste a aquel misterioso personaje cuya presencia en el archipiélago magallánico le había parecido con razón sospechosa, el Gobierno chileno no había podido disimular su descontento y sus inquietudes. Descontento forzosamente platónico. En aquella isla independiente donde se había refugiado, ya no resultaba posible ir en búsqueda del Kaw-djer, ni verificar su origen ni pedirle cuentas acerca de pasado. ¿Qué hubiera sido un hombre incapaz de soportar el yugo de cualquier autoridad, que no se hubiera rebelado contra todas las leyes sociales, que quizás hubiera sido expulsado de los países sometidos bajo cualquier régimen a leyes necesarias? Ciertamente su actitud autoriza todas aquellas hipótesis, y si se hubiera quedado en la Isla Nueva, no habría escapado a las indagaciones de la policía chilena. Pero cuando después de los disturbios provocados por la inicial anarquía surgió una perfecta tranquilidad debida a la fiel administración del Kaw-djer, y vieron nacer y engrandecerse el comercio y aumentar con creces la prosperidad, no tuvieron más que dejarle hacer a fin de cuentas. Jamás se levantó ninguna nube entre el gobernador de la isla Hoste y el gobernador de Punta Arenas.

Cinco años transcurrieron así, durante los cuáles los progresos de la isla Hoste no dejaron de avanzar. Se habían fundado tres aldeas que rivalizaban con Liberia, aunque era una rivalidad generosa pero fecunda; una en la península Dumas, otra en la península Pasteur y la tercera en la punta del extremo occidental de la isla, en el Darwin Sound, frente a la isla Gordon. Dependían de la capital y el Kaw-djer las visitaba, ya fuera por mar, ya por las carreteras trazadas a través de los bosques y las llanuras del interior.

Muchas familias de pecherés se habían establecido también en las costas y habían fundado algunas aldeas fueguinas, al ejemplo de los primeros que habían consentido en romper con sus costumbres seculares de vagabundeo para instalarse en las proximidades del Bourg Neuf.

Fue en esa época, en el mes de diciembre del año 1890 cuando Liberia recibió por vez primera la visita del gobernador de Punta Arenas, el señor Aguire. Este no pudo por menos que admirar aquella nación tan próspera, las sabias medidas adoptadas para aumentar los recursos, la perfecta homogeneidad de una población de orígenes distintos, el orden, el bienestar, la felicidad que reinaba en todas las familias. Como se puede comprender, observó de cerca al hombre que había realizado cosas tan bellas y a quien bastaba con conocer bajo el título de Kaw-djer.

No le escamoteó los cumplidos.

-Esta colonia hosteliana es obra suya, señor gobernador -dijo-, y Chile no puede por menos que felicitarse de haberle proporcionado la ocasión para realizarla.

-Un tratado -se contentó con responder el Kaw-djer- sometió al dominio chileno esta isla que no pertenecía más que a sí misma. Justo era que Chile le restituyera su independencia.

El señor Aguire percibió lo reticente de aquella respuesta. El Kaw-djer no consideraba que aquel acto de restitución debiera valer un testimonio de agradecimiento para con el Gobierno chileno.

-En todo caso -continuó el Sr. Aguire ya sobre aviso-, no creo que los náufragos del Jonathan puedan lamentar su concesión africana de la bahía de Lagoa...

-En efecto, señor gobernador, porque allí habrían estado bajo el dominio portugués, mientras que aquí no dependen de nadie...

-Así, todo va perfecto.

-Perfecto -afirmó el Kaw-djer.

-Esperamos -añadió complacientemente el señor Aguire- qué prosigan las buenas relaciones entre Chile y la isla Hoste.

-También nosotros lo esperamos -respondió el Kaw-djer-, y quizás la República chilena al comprobar los resultados del sistema aplicado en la isla Hoste, se decida a extenderlo a otras islas del archipiélago magallánico.

El señor Aguire respondió simplemente con una sonrisa que podía significar lo que uno quisiera entender.

Deseoso de llevar la conversación fuera de aquel peligroso terreno, Harry Rhodes, que estaba presente en la entrevista con sus dos colegas del Consejo abordó otro tema

-Nuestra isla Hoste -dijo-, comparada con las posesiones argentinas de la Tierra del Fuego, puede proporcionar materia para interesantes reflexiones. Como puede usted ver, señor, por un lado la. prosperidad, y por otro, la decadencia. Los colonos argentinos retroceden ante las exigencias del Gobierno de Buenos Aires y los navíos hacen lo mismo, ante los requisitos que impone. A pesar de las reclamaciones de su gobernador, la Tierra del Fuego no hace progreso alguno.

-Estoy de acuerdo -respondió el señor Aguire-. Por ello el Gobierno chileno ha actuado de muy distinta forma con Punta Arenas. Sin llegar a conceder total independencia a la colonia, le ha resultado posible concederle un buen número de privilegios que aseguran su futuro.

-Señor gobernador -intervino el Kaw-djer-, no obstante, yo he pedido a Chile que consienta en abandonar una de las islas pequeñas del archipiélago, una simple roca estéril, un islote sin valor.

-¿Cuál? -preguntó el señor Aguire.

-El islote del cabo de Hornos.

-¿Y qué diablos quiere usted hacer allí? -exclamó el señor Aguire, estupefacto.

-Levantar allí un faro, absolutamente necesario para esta última punta del continente americano. Si esos parajes estuvieran iluminados, sería una gran ventaja para los navíos, no solamente para los que vienen a la isla Hoste, sino para los que intentan atravesar el cabo entre el Atlántico y el Pacífico.

Harry Rhodes, Hartlepool, y Germain Riviére, que estaban al corriente de los proyectos del Kaw­djer, apoyaron su observación, haciendo notar la auténtica importancia de aquello, a lo que el señor Aguire no tenía, por lo demás, ningún deseo de responder.

-Así -preguntó-, ¿el Gobierno de la isla Hoste estaría dispuesto a construir ese faro?

-Sí -dijo el Kaw-djer.

-¿Corriendo con sus gastos?

-Sí, pero con la condición formal de que Chile le concediera en entera propiedad la isla de Hornos. Hace más de seis años que hice esta proposición a su Gobierno, sin llegar a ningún resultado.

-¿Qué le han contestado? -preguntó el señor Aguire.

-Palabras, sólo palabras. No dicen que no, pero tampoco dicen que sí. Dan largas. La discusión así entablada puede durar siglos. Y mientras tanto, los navíos continúan perdiéndose en ese siniestro islote sin que nada se lo señale en la oscuridad.

El señor Aguire expresó una gran sorpresa. Pero quizás no la experimentaba en el fondo de su corazón, pues estaba mejor instruido que el Kaw-djer en los métodos gratos a las Administraciones del mundo entero. Todo lo que pudo hacer fue prometer que utilizaría el crédito del que gozaba, para apoyar aquella proposición ante el Gobierno de Santiago, a donde se dirigía después de abandonar la isla Hoste.

Hay que creer que mantuvo su palabra y que su apoyo resultó eficaz, pues en menos de un mes estuvo resuelta aquella cuestión que se iba arrastrando desde hacía tantos años, y se informó oficialmente al Kaw-djer de que sus proposiciones habían sido aceptadas. El 25 de diciembre se firmó un acta de cesión entre Chile y la isla Hoste, según la cual el Estado hosteliano se convertía en propietario de la isla de Hornos, a condición de que levantara y mantuviera un faro en el punto culminante del cabo.

El Kaw-djer comenzó inmediatamente las obras, cuyos preparativos ya estaban hechos desde hacía tiempo. Según las más pesimistas previsiones, bastarían dos años para llevarlas a cabo y para garantizar la seguridad de la navegación en las inmediaciones de aquel temible cabo.

Para el Kaw-djer, aquella empresa sería la coronación de su obra. La isla Hoste organizada y en paz, el bienestar de todos en lugar, de la miseria de antaño, la enseñanza profusamente extendida y finalmente millares de vidas salvadas en el terrible punto de encuentro de los dos océanos más vastos del globo; ésa habría sido su tarea en esta tierra.

Era hermosa. Ya acabada, le confería el derecho de pensar en sí mismo y de renunciar a las funciones que repugnaban a todo su ser hasta sus últimas fibras.

Si el Kaw-djer gobernaba, si prácticamente era el más absoluto de los déspotas, no era en efecto un déspota feliz. La larga utilización del poder no le había despertado la pasión por él y sólo lo ejercía a pesar suyo. Personalmente refractario a toda autoridad, siempre le había resultado cruel imponer a otro la suya. Seguía siendo el mismo hombre enérgico, frío y triste que se había visto aparecer como salvador aquel lejano día en que el pueblo hosteliano estuvo a punto de morir. Aquel día salvó a los demás, pero se perdió a sí mismo. Obligado a renegar de su quimera, teniendo que inclinarse ante los hechos, había realizado con coraje el sacrificio, pero en su corazón el sueño abjurado protestaba. Cuando nuestros pensamientos, bajo la engañosa apariencia de la lógica, no son otra cosa que la expansión de nuestros instintos naturales, entonces poseen vida propia, independiente de nuestra razón y nuestra voluntad. Luchan oscuramente, a veces contra la evidencia, como los seres que no quisieran morir. Necesitamos entonces que nos den hasta la saciedad la prueba de nuestro error para convencernos, y todo se utiliza como pretexto para volver a lo que fue nuestra fe.

El Kaw-djer había inmolado la suya por aquella; necesidad de abnegación, por aquella sed de sacrificio, por aquella piedad por sus hermanos desgraciados que, por encima mismo de su pasión de libertad, formaba el fondo de su magnífica naturaleza. Pero ahora que ya no estaba en juego la abnegación, ahora que ya no era cuestión de sacrificio v que los hostelianos no inspiraban nada que se pareciera a la piedad, la antigua creencia volvía a adquirir poco a poco su apariencia de verdad y el déspota volvía a convertirse gradualmente en el apasionado libertario de antaño.

Harry Rhodes había comprobado aquella transformación con creciente nitidez, a medida que se consolidaba la prosperidad de la isla Hoste. Aún resultó más evidente, cuando, comenzado el faro del cabo de Hornos, el Kaw-djer pudo considerar como casi terminado el deber que se había impuesto. Finalmente expresó con claridad su pensamiento a este respecto. Habiendo ensalzado Harry Rhodes, al azar de una conversación en la que evocaban los días pasados, los favores que le debían, el Kaw-djer respondió con una declaración que no se prestaba a ningún equívoco.

-Acepté la tarea de organizar la colonia -dijo-. Me aplico en cumplirla. Terminada la obra, cesará mi gobierno. Así espero demostrarles que al menos existe un lugar en la tierra, donde el hombre no tiene necesidad de un patrón.

-Un jefe no es un patrón, amigo mío -replicó con emoción Harry Rhodes-, y usted mismo lo demuestra. Pero no existe sociedad posible sin una autoridad superior, sea cual sea el nombre que se le ponga.

-No es ésa mi opinión -respondió el Kaw­djer-. Yo creo que la autoridad debe finalizar desde el momento en que no sea imperiosamente necesaria.

Así pues, el Kaw-djer acariciaba aún sus antiguas utopías y a pesar de la experiencia realizada, aún se ilusionaba con la naturaleza de los hombres, hasta el punto de creerles capaces de arreglar sin ayuda de ley alguna las innumerables dificultades que nacen del conflicto de los intereses individuales. Harry Rhodes comprobaba con melancolía el sordo trabajo que tenía lugar en la conciencia de su amigo y auguraba las peores consecuencias. Llegaba a desear que un incidente, que sembrara pasajeramente el disturbio en la apacible existencia de los hostelianos, proporcionara a su jefe una nueva demostración de su error.

Desgraciadamente su deseo se iba a ver realizado. Aquel incidente iba a nacer antes de lo que él pensaba.

En los primeros días del mes de marzo de 1891 corrió el rumor por todas partes de que se había descubierto un yacimiento aurífero de una gran riqueza. En sí, aquello no tenía nada de trágico. Por el contrario, todo el mundo se alegró y los más prudentes, incluido Harry Rhodes, participaron en la embriaguez general. Fue un día de fiesta para la población de Liberia.

Sólo el Kaw-djer fue más clarividente. Solamente él previó en un instante las consecuencias de aquel descubrimiento y comprendió la fuerza latente de destrucción que en él había. Sólo él, mientras todos a su alrededor se felicitaban, permaneció sombrío, agobiado ya por las tristezas que reservaba el futuro.

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1. Se refiere a cazadores de lobos marinos.
2. En español en el original.

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