Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo X Cinco años después
Cinco años después de los
acontecimientos que acaban de ser relatados, la navegación en
los parajes de la isla Hoste ya no presentaba ni las dificultades ni
los peligros de antaño. En la extremidad de la península
Hardy, una luz lanzaba constantemente múltiples destellos, pero
no una luz de pescadores como las de los campamentos de la tierra
fueguina, sino un auténtico faro que iluminaba los pasos y
permitía evitar los arrecifes durante las oscuras noches de
invierno.
Por el contrario, aún no se había
iniciado ninguna obra para aquel que el Kaw-djer proyectaba edificar en
el cabo de Hornos. Desde hacía seis años perseguía
en vano la solución de aquel asunto con incansable
perseverancia, sin conseguir llevarlo a buen término.
Según las cartas intercambiadas entre los dos Gobiernos,
parecía que Chile no había podido resignarse al abandono
del islote del cabo de Hornos y que aquella condición esencial
impuesta por el Kaw-djer, había sido un obstáculo
insuperable.
A éste le sorprendía mucho que la
República chilena concediera tanta importancia a una roca
estéril desprovista del menor valor. Y aún se
habría sorprendido más si hubiera conocido la verdad, si
hubiera sabido que la desmesurada prolongación de las
negociaciones era debida, no a consideraciones patrióticas que
aunque fueran erroneas podían ser defendibles, sino simplemente
a la legendaria indolencia de las oficinas.
En aquella circunstancia, las oficinas chilenas se
comportaban como todas las oficinas del mundo. La diplomacia tiene por
costumbre secular ir arrastrando las cosas, primero, porque por lo
general al hombre le preocupan muy poco los asuntos que no son los
suyos propios y, además, porque tiene una tendencia natural a
dar importancia como pueda a la función de la que está
investido. Pues ¿de qué dependería la importancia
de una decisión, si no fuera por la duración de las
negociaciones que la han precedido, por el montón de papeluchos
ennegrecidos por su causa, y por el sudor de tinta que ha hecho verter?
El Kaw-djer, que él sólo constituía el Gobierno
hosteliano y que, por consiguiente carecía de oficinas, no
podía evidentemente atribuir a semejante motivo, no obstante el
verdadero, aquella discusión interminable.
De todos modos, el faro de la
península Hardy no era la única luz que iluminaba los
mares. En el Bourg Neuf, levantado de las ruinas y con una
importancia triplicada, se encendía cada tarde una luz de puerto
que guiaba los navíos hasta el morro del rompeolas.
Aquel espigón, completamente terminado,
había transformado la cala en un puerto vasto y seguro. A su
abrigo, los buques podían cargar o descargar en agua tranquila
su cargamento en el muelle que también había sido
terminado. Por ello el Bourg Neuf era uno de los puertos
más frecuentados. Poco a poco se habían ido estableciendo
relaciones comerciales con Chile, Argentina y hasta con el Viejo
Continente. Incluso se había creado un servicio mensual regular
que unía la isla Hoste con Valparaíso y Buenos Aires.
Liberia se había desarrollado enormemente a la
orilla derecha del río. En un futuro no muy lejano se
convertiría en una ciudad de auténtica importancia. A
ambos lados de sus calles simétricas que se cruzaban en
ángulo recto según la moda americana, se alineaban
numerosas casas de piedra con patios delanteros y jardines en la parte
de atrás. Bellos árboles, en su mayoría hayas
antárticas de hoja perenne, daban sombra a algunas plazas.
Liberia tenía dos imprentas y contaba también con un
número reducido de verdaderos monumentos. Poseía entre
otros, un edificio de correos, una iglesia, dos escuelas y un tribunal
menos modesto que la sala designada con aquel nombre y que años
antes Lewis Dorick intentara destruir. Pero de todos estos monumentos
el más bello era la Gobernación. La casa improvisada que
antes se designara con este nombre se había echado abajo y
sustituido por un edificio considerable, donde continuaba residiendo el
Kaw-djer y en el cual estaban centralizados todos los servicios
públicos.
No lejos de la Gobernación se levantaba un
cuartel, donde estaban almacenados más de mil fusiles y tres
piezas de cañón. Allí, acudían por turnos
todos los ciudadanos en mayoría de edad a pasar un mes de vez en
cuando. La lección de los patagones no había sido en
vano. Un ejército, que habría contado con todos los
hostelianos en distintos rangos, estaba preparado para defender la
patria.
Liberia tenía también un teatro que,
aunque muy rudimentario a decir verdad, era de proporciones
suficientemente amplias y, además, alumbrado con
electricidad.
El sueño del Kaw-djer se había
realizado. De una fábrica hidroeléctrica instalada a tres
kilómetros río arriba, llegaban a la ciudad la fuerza y
la luz en profusión.
La sala del teatro resultaba de gran utilidad, sobre
todo durante los largos días de invierno. Se utilizaba para
reuniones y el Kaw-djer o Ferdinand Beauval, que ya había
sentado cabeza y se había convertido en un personaje,
pronunciaban allí conferencias. También se tocaban
conciertos bajo la batuta de un director como los que no se suelen
encontrar con frecuencia.
Aquel director, un viejo conocido del lector, no era
otro que Sand. A fuerza de perseverancia y tenacidad, había
logrado reclutar entre los hostelianos los elementos de una orquesta
sinfónica que dirigía con magistral batuta. En los
días de concierto, lo transportaban a su atril y cuando dominaba
al batallón de músicos, su rostro se transfiguraba y la
embriaguez sagrada del arte hacía de él el más
feliz de los hombres. Obras clásicas y modernas alimentaban sus
conciertos, donde figuraban de vez en cuando obras del mismo Sand, que
no eran ni las menos notables, ni las menos aplaudidas.
Entonces Sand tenía dieciocho años.
Desde el terrible drama que le había costado la inutilidad de
sus piernas, haciendo imposible para él otra felicidad que no
fuera la del arte, se había dedicado por entero a la
música. El atento estudio de los maestros le había
permitido aprender la técnica de aquel difícil arte y sus
dones naturales, apoyados en aquella sólida base, empezaban a
merecer el nombre de geniales. No se estancaría allí.
Llegaría un día cercano en que los cantos de aquel
inspirado inválido, perdido en los confines del mundo, esos
cantos tan famosos hoy día aunque nadie pueda nombrar a su
autor, estarían en todas las bocas y conquistarían la
tierra.
Hacía algo más de nueve años que
el Jonathan se había perdido en los arrecifes de la
península Hardy. Ese era el resultado obtenido en pocos
años, gracias a la energía, a la inteligencia y al
espíritu práctico del hombre que había cargado con
el destino de los hostelianos, cuando la anarquía llevaba la
isla a la ruina. Se seguía sin saber nada de aquel hombre, pero
nadie pensaba ya en pedirle cuentas de su pasado. La curiosidad
pública, en caso de que hubiera existido alguna vez, se
había mitigado por la costumbre, y la gente se decía con
razón que para no ignorar lo que resulta esencial conocer,
bastaba con recordar los innumerables servicios cumplidos.
Las agobiantes preocupaciones de aquellos nueve
años de poder pesaban gravemente sobre el Kaw-djer. Si bien
conservaba intacto su vigor hercúleo, si la fatiga de la edad no
había encorvado su estatura casi gigantesca, su barba y sus
cabellos tenían ahora la blancura de la nieve y profundas
arrugas surcaban su rostro siempre majestuoso y ya venerable.
Tenía una autoridad ilimitada. Los miembros que
componían el Consejo, cuya formación él mismo
había provocado, Harry Rhodes, Hartlepool y Germain
Riviéré, reelegidos regularmente en cada elección,
no se reunían más que por cuestión de formas.
Daban a su jefe y amigo carta blanca y se limitaban a dar
respetuosamente su opinión cuando se les pedía.
Además, al Kaw-djer no le faltaban ejemplos que
le guiaran en la obra emprendida. En la vecindad inmediata de la isla
Hoste se habían aplicado concurrentemente dos métodos de
colonización opuestos. Podía compararlos y apreciar sus
resultados.
Desde que la Tierra de Magallanes y la Patagonia
habían sido repartidos entre Chile y Argentina, aquellos dos
Estados habían procedido de muy distinta forma en la
valorización de sus nuevas posesiones. Por no conocer bien
aquellas regiones, Argentina hacía concesiones que
comprendían hasta diez o doce leguas cuadradas, lo que
significaba decretar que se podía dejarlas yermas. Cuando se
trataba de aquellos bosques que contaban con hasta cuatro mil
árboles por hectárea, se habrían necesitado tres
mil años para explotarlos. Lo mismo ocurría con los
cultivos y pastos, concedidos en extensiones demasiado amplias y que
habrían necesitado un personal, un material agrícola y,
por consiguiente, un capital demasiado considerable.
Y eso no es todo. Los colonos argentinos se
veían obligados a relaciones lentas, difíciles y costosas
con Buenos Aires. Cuando llegaba un navío a la Tierra de
Magallanes se debía mandar el conocimiento a la aduana de
aquella ciudad, es decir, a mil quinientas millas de distancia, y al
menos pasaban seis meses antes de que pudiera ser devuelto, una vez
pagados los derechos de aduana; ¡derechos que se debían
pagar según el cambio del día a la Bolsa de la capital!
Pero ¿qué medio había para conocer la
cotización del cambio en la Tierra del Fuego, un país
donde hablar de Buenos Aires era como hablar de la China o del
Japón?
Por el contrario, fuera de aquella intrépida
tentativa de la isla Hoste, ¿qué ha hecho Chile para
favorecer el comercio, para atraer a los emigrantes? Ha declarado
puerto franco a Punta Arenas, de tal forma que los navíos llevan
allí lo necesario y lo superfluo, encontrándose de todo
en abundancia en excelentes condiciones de precio y calidad. Por ello,
los productos de la Tierra de Magallanes argentina afluyen
también a las casas inglesas o chilenas cuya sede está en
Punta Arenas y que en los canales han establecido sucursales en
vía de prosperidad.
El Kaw-djer conocía desde hacía tiempo
el proceder del Gobierno chileno y en sus excursiones a través
de los territorios de la Tierra de Magallanes había podido
comprobar que todos sus productos tomaban el camino hacia Punta Arenas.
Siguiendo el ejemplo de la colonia chilena, el Bourg Neuf fue
declarado puerto franco y aquella medida fue la primera causa del
rápido enriquecimiento de la isla Hoste.
¿Podría creerse que la República
Argentina, que fundó Ushuaia en la Tierra del Fuego, en el otro
lado del canal de Beagle, no aprovechó aquel doble ejemplo?
Aquella colonia, comparada con Liberia o con Punta Arenas, se ha
quedado atrás hasta nuestros días, a causa de las trabas
que el Gobierno le pone al comercio, por la carestía de los
derechos de aduana, por las excesivas formalidades a las que se
subordina la explotación de las riquezas naturales y por la
impunidad de la que a la fuerza, gozan los contrabandistas, pues la
administración local se encuentra materialmente imposibilitada
para vigilar setecientos kilómetros de costa sometidos a su
jurisdicción.
Los acontecimientos cuyo teatro había sido la
isla Hoste, la independencia que le había concedido Chile, su
prosperidad que cada día iba en aumento bajo la firme
administración del Kaw-djer, atrajeron la atención del
mundo industrial y comercial. Acudieron nuevos colonos a los que se les
concedieron liberalmente tierras con condiciones ventajosas. No se
tardó en saber que sus bosques, ricos en madera de calidad
superior a la de los bosques de Europa, rendían hasta un quince
y un veinte por ciento, lo que condujo al establecimiento de muchas
serrerías. Al mismo tiempo, se encontraban compradores de
terreno a mil piastras la legua en superficie para rendimientos
agrícolas y el número de cabezas de finado alcanzó
pronto varios millares en los pastos de la isla.
La población había aumentado
rápidamente. A los mil doscientos náufragos del
Jonathan se habían agregado el triple o
cuádruple de emigrantes del oeste de Estados Unidos, de Chile y
de Argentina. Nueve años después de la
proclamación de la independencia, ocho años
después del golpe de Estado del Kaw-djer, cinco años
después de la invasión de la horda patagona, Liberia
contaba con más de dos mil quinientas almas y la isla Hoste con
más de cinco mil.
No hay que decir que habían tenido lugar muchos
matrimonios desde que Halg se había casado con Graziella. Entre
otros conviene citar el de Edward y Clary Rhodes. El joven se
había casado con la hija de Germain Riviére y la joven
con el Dr. Samuel Arvidson. Otras uniones habían creado lazos
entre las familias.
Ahora, con el buen tiempo, el puerto acogía a
numerosos navíos. El cabotaje hacía excelentes negocios
entre Liberia y las diferentes sucursales fundadas en otros puntos de
la isla, ya en los alrededores de la Punta Roons, ya en las orillas
septentrionales que baña el canal de Beagle. En su
mayoría eran buques del archipiélago de las Falkland cuyo
tráfico adoptaba cada año una nueva dimensión.
Y no sólo aquellos buques de las islas inglesas
del Atlántico efectuaban la importación y la
exportación, sino que llegaban veleros y steamers desde
Valparaíso, Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro, y
se podían ver pabellones daneses, noruegos y americanos en todos
los pasos vecinos, en la bahía de Nassau, en Darwin
Sound y en las aguas del canal de Beagle.
Una gran parte del comercio se alimentaba de la
explotación de la pesca que siempre ha dado excelentes
resultados en los parajes magallánicos. No hay que decir que
aquella industria había tenido que ser severamente reglamentada
con decretos del Kawdjer. En efecto, no se podía provocar
en corto plazo con una destrucción abusiva la
desaparición y el aniquilamiento de aquellos animales marinos
que suelen frecuentar aquellos mares. En diversos puntos del litoral se
habían fundado colonias de loberos1, gentes de todos los orígenes y de toda
especie, parias, a los que Hartlepool mantuvo a raya al principio con
mucha dificultad. Pero, poco a poco, los aventureros se humanizaron, se
civilizaron bajo la influencia de aquella nueva vida. Una existencia
sedentaria suavizó progresivamente las costumbres de aquellos
vagabundos sin hogar ni patria. Además, eran más felices,
pues ejerciendo su rudo oficio tenían que sufrir menos miserias.
En efecto, hacían su trabajo en mejores condiciones que
antaño. Ya no se trataba de expediciones emprendidas a escote
que les conducían a cualquier isla desierta donde, muy
frecuentemente, morían de hambre o de frío. Ahora
tenían la seguridad de vender los productos de su pesca, sin
tener que esperar durante largos meses el regreso de un navío
que no siempre vuelve. No se había modificado la forma de matar
a los inofensivos anfibios. Nada más simple: salir a dar una
paliza2, como
decían los mismos loberos, salir a dar bastonazos, ese era el
método utilizado, pues no resulta posible emplear otra arma
contra aquellos pobres animales.
A la explotación de pesca alimentada por la
manada de lobos marinos, hay que añadir las campa ñas de
los balleneros que son las más lucrativas en estos parajes. Los
pasos del archipiélago pueden proporcionar anualmente un millar
de ballenas. Por ello, los buques armados para aquella pesca, seguros
ahora de encontrar en Liberia las ventajas que les ofrecía Punta
Arenas, frecuentaban asiduamente, durante el buen tiempo, los pasos
vecinos de la isla Hoste. Finalmente, la explotación de
arenales, que cubren millares de conchas de toda especie, había
hecho nacer otra rama de comercio. Entre esas conchas habría que
mencionar las weyras, moluscos de excelente calidad, que se encontraban
en tal abundancia como no se podría uno imaginar. Los
navíos los exportaban en cargamentos llenos que vendían
hasta a cinco piastras el kilo en las ciudades de Sudamérica.
Además de moluscos, también había
crustáceos. Las calas de la isla Hoste son particularmente
buscadas a causa de un cangrejo gigantesco habituado a las algas
submarinas, el centollo, siendo suficientes dos para el alimento
cotidiano de un hombre de gran apetito.
Pero esos cangrejos no son los únicos
representantes del género. En la costa se encuentran en igual
abundancia bogavantes, langostas y mejillones. Todas aquellas riquezas
eran explotadas al máximo. Se había realizado uno de los
proyectos concebidos por el Kaw-djer: Halg dirigía en el
Bourg Neuf una próspera fábrica, desde donde se
expedían crustáceos a todo el mundo en forma de
conservas. Halg, que por entonces tenía casi veintiocho
años, reunía todas las condiciones de felicidad. No le
faltaba nada: una amante esposa, tres hermosos hijos, dos niñas
y un niño, perfecta salud y una fortuna en rápido
ascenso. Era feliz y el Kaw-djer podía congratularse al ver los
resultados de su obra.
En cuanto a Karroly, no sólo no se había
asociado a su hijo en la dirección de la fábrica del
Bourg Neuf, sino que incluso había renunciado a la
pesca. Dada la importancia marítima del puerto de la isla Hoste,
situada entre el Darwin Sound y la bahía de Nassau,
llegaban allí numerosos navíos, que incluso lo
preferían a Punta Arenas. Encontraban allí un excelente
puerto de arribada, más seguro que el de colonia chilena,
frecuentada fundamentalmente por steamers que pasan de un
océano a otro siguiendo el estrecho de Magallanes. Por esta
razón, Karroly había decidido dedicarse de nuevo a su
antiguo oficio. Convertido en capitán de puerto y jefe de los
prácticos de la isla Hoste, estaba muy requerido por los buques
con destino a Punta Arenas o a las sucursales establecidas en los
canales del archipiélago, y por tanto no le faltaban
ocupaciones.
Ahora tenía a su servicio un balandro de
cincuenta toneladas, construido a prueba de las más violentas
marejadas. Iba al encuentro de los navíos con aquel
sólido barco maniobrado por un equipo de cinco hombres y no con
la chalupa. La Wel-Kiej seguía existiendo, pero apenas
se utilizaba ya. Por lo general, permanecía en el puerto,
aquella vieja y fiel sirviente que había ganado bien su
reposo.
Como los buenos obreros que se apresuran en emprender
un nuevo trabajo tan pronto como han terminado el anterior, el
Kaw-djer, cuando llegó el momento de dejar a Halg, convertido en
hombre a su vez y pudiendo desenvolverse solo en la vida, se impuso los
deberes de una segunda adopción. Dick no había sustituido
a Halg, sino que se le había añadido en un corazón
engrandecido. Dick tenía entonces casi diecinueve años y
desde hacía más de seis era el alumno del Kaw-djer. El
joven había mantenido las promesas del niño. Había
asimilado sin esfuerzo la ciencia del maestro y comenzaba a merecer por
sí mismo el nombre de sabio. Pronto el profesor, que admiraba la
vivacidad y profundidad de aquella inteligencia, no tendría
más que enseñar al alumno.
El nombre de alumno ya no se adecuaba a Dick.
Precozmente maduro por la ruda escuela de sus primeros años y
por los terribles dramas en los que se había visto mezclado, era
a pesar de su joven edad, más que un alumno, el discípulo
y amigo del Kaw-djer que tenía en él una confianza
absoluta y que se complacía en considerarle como su sucesor
absoluto. No hay duda de que Germain Riviére y Hartlepool era
buena gente, pero el primero jamás habría consentido en
abandonar su explotación forestal que proporcionaba maravillosos
resultados para consagrarse exclusivamente a los asuntos
públicos y Hartlepool, admirable y fiel ejecutor de
órdenes, se mantenía siempre en un segundo plano.
Además ambos carecían bastante de ideas generales y
cultura intelectual para gobernar a un pueblo que tenía otros
intereses que los únicamente materiales. Quizás Harry
Rhodes habría estado mejor cualificado. Pero Harry Rhodes se
habría negado, pues envejecía y carecía por
consiguiente de la energía necesaria.
Por el contrario, Dick reunía todas las
cualidades de un jefe. Tenía una naturaleza de primer orden. Por
su saber, inteligencia y carácter tenía madera de hombre
de Estado y sólo había que lamentar que tan brillantes
facultades fueran destinadas a ser utilizadas en un marco tan
restringido. Pero jamás una obra es insignificante cuando es
perfecta y el Kaw-djer consideraba con razón que si Dick
podía asegurar la felicidad de aquellos millares de seres de los
que estaba rodeado, habría realizado una tarea que no
sería menos bella que cualquier otra.
Desde un punto de vista político, la
situación era también de las más favorables. Las
relaciones entre la isla Hoste y el Gobierno chileno eran excelentes
por una y otra parte. Chile no podía más que
congratularse cada año que pasaba por su determinación.
Obtenía provechos morales y materiales de los que carecía
la República Argentina en tanto que ésta no modificara
sus métodos administrativos y sus principios
económicos.
Al principio, al ver a la cabeza de la isla Hoste a
aquel misterioso personaje cuya presencia en el archipiélago
magallánico le había parecido con razón
sospechosa, el Gobierno chileno no había podido disimular su
descontento y sus inquietudes. Descontento forzosamente
platónico. En aquella isla independiente donde se había
refugiado, ya no resultaba posible ir en búsqueda del Kaw-djer,
ni verificar su origen ni pedirle cuentas acerca de pasado.
¿Qué hubiera sido un hombre incapaz de soportar el yugo
de cualquier autoridad, que no se hubiera rebelado contra todas las
leyes sociales, que quizás hubiera sido expulsado de los
países sometidos bajo cualquier régimen a leyes
necesarias? Ciertamente su actitud autoriza todas aquellas
hipótesis, y si se hubiera quedado en la Isla Nueva, no
habría escapado a las indagaciones de la policía chilena.
Pero cuando después de los disturbios provocados por la inicial
anarquía surgió una perfecta tranquilidad debida a la
fiel administración del Kaw-djer, y vieron nacer y engrandecerse
el comercio y aumentar con creces la prosperidad, no tuvieron
más que dejarle hacer a fin de cuentas. Jamás se
levantó ninguna nube entre el gobernador de la isla Hoste y el
gobernador de Punta Arenas.
Cinco años transcurrieron así, durante
los cuáles los progresos de la isla Hoste no dejaron de avanzar.
Se habían fundado tres aldeas que rivalizaban con Liberia,
aunque era una rivalidad generosa pero fecunda; una en la
península Dumas, otra en la península Pasteur y la
tercera en la punta del extremo occidental de la isla, en el Darwin
Sound, frente a la isla Gordon. Dependían de la capital y
el Kaw-djer las visitaba, ya fuera por mar, ya por las carreteras
trazadas a través de los bosques y las llanuras del
interior.
Muchas familias de pecherés se habían
establecido también en las costas y habían fundado
algunas aldeas fueguinas, al ejemplo de los primeros que habían
consentido en romper con sus costumbres seculares de vagabundeo para
instalarse en las proximidades del Bourg Neuf.
Fue en esa época, en el mes de diciembre del
año 1890 cuando Liberia recibió por vez primera la visita
del gobernador de Punta Arenas, el señor Aguire. Este no pudo
por menos que admirar aquella nación tan próspera, las
sabias medidas adoptadas para aumentar los recursos, la perfecta
homogeneidad de una población de orígenes distintos, el
orden, el bienestar, la felicidad que reinaba en todas las familias.
Como se puede comprender, observó de cerca al hombre que
había realizado cosas tan bellas y a quien bastaba con conocer
bajo el título de Kaw-djer.
No le escamoteó los cumplidos.
-Esta colonia hosteliana es obra suya, señor
gobernador -dijo-, y Chile no puede por menos que felicitarse de
haberle proporcionado la ocasión para realizarla.
-Un tratado -se contentó con responder el
Kaw-djer- sometió al dominio chileno esta isla que no
pertenecía más que a sí misma. Justo era que Chile
le restituyera su independencia.
El señor Aguire percibió lo reticente de
aquella respuesta. El Kaw-djer no consideraba que aquel acto de
restitución debiera valer un testimonio de agradecimiento para
con el Gobierno chileno.
-En todo caso -continuó el Sr. Aguire ya sobre
aviso-, no creo que los náufragos del Jonathan puedan
lamentar su concesión africana de la bahía de
Lagoa...
-En efecto, señor gobernador, porque
allí habrían estado bajo el dominio portugués,
mientras que aquí no dependen de nadie...
-Así, todo va perfecto.
-Perfecto -afirmó el Kaw-djer.
-Esperamos -añadió complacientemente el
señor Aguire- qué prosigan las buenas relaciones entre
Chile y la isla Hoste.
-También nosotros lo esperamos
-respondió el Kaw-djer-, y quizás la República
chilena al comprobar los resultados del sistema aplicado en la isla
Hoste, se decida a extenderlo a otras islas del archipiélago
magallánico.
El señor Aguire respondió simplemente
con una sonrisa que podía significar lo que uno quisiera
entender.
Deseoso de llevar la conversación fuera de
aquel peligroso terreno, Harry Rhodes, que estaba presente en la
entrevista con sus dos colegas del Consejo abordó otro tema
-Nuestra isla Hoste -dijo-, comparada con las
posesiones argentinas de la Tierra del Fuego, puede proporcionar
materia para interesantes reflexiones. Como puede usted ver,
señor, por un lado la. prosperidad, y por otro, la decadencia.
Los colonos argentinos retroceden ante las exigencias del Gobierno de
Buenos Aires y los navíos hacen lo mismo, ante los requisitos
que impone. A pesar de las reclamaciones de su gobernador, la Tierra
del Fuego no hace progreso alguno.
-Estoy de acuerdo -respondió el señor
Aguire-. Por ello el Gobierno chileno ha actuado de muy distinta forma
con Punta Arenas. Sin llegar a conceder total independencia a la
colonia, le ha resultado posible concederle un buen número de
privilegios que aseguran su futuro.
-Señor gobernador -intervino el Kaw-djer-, no
obstante, yo he pedido a Chile que consienta en abandonar una de las
islas pequeñas del archipiélago, una simple roca
estéril, un islote sin valor.
-¿Cuál? -preguntó el señor
Aguire.
-El islote del cabo de Hornos.
-¿Y qué diablos quiere usted hacer
allí? -exclamó el señor Aguire, estupefacto.
-Levantar allí un faro, absolutamente necesario
para esta última punta del continente americano. Si esos parajes
estuvieran iluminados, sería una gran ventaja para los
navíos, no solamente para los que vienen a la isla Hoste, sino
para los que intentan atravesar el cabo entre el Atlántico y el
Pacífico.
Harry Rhodes, Hartlepool, y Germain Riviére,
que estaban al corriente de los proyectos del Kawdjer, apoyaron su
observación, haciendo notar la auténtica importancia de
aquello, a lo que el señor Aguire no tenía, por lo
demás, ningún deseo de responder.
-Así -preguntó-, ¿el Gobierno de
la isla Hoste estaría dispuesto a construir ese faro?
-Sí -dijo el Kaw-djer.
-¿Corriendo con sus gastos?
-Sí, pero con la condición formal de que
Chile le concediera en entera propiedad la isla de Hornos. Hace
más de seis años que hice esta proposición a su
Gobierno, sin llegar a ningún resultado.
-¿Qué le han contestado?
-preguntó el señor Aguire.
-Palabras, sólo palabras. No dicen que no, pero
tampoco dicen que sí. Dan largas. La discusión así
entablada puede durar siglos. Y mientras tanto, los navíos
continúan perdiéndose en ese siniestro islote sin que
nada se lo señale en la oscuridad.
El señor Aguire expresó una gran
sorpresa. Pero quizás no la experimentaba en el fondo de su
corazón, pues estaba mejor instruido que el Kaw-djer en los
métodos gratos a las Administraciones del mundo entero. Todo lo
que pudo hacer fue prometer que utilizaría el crédito del
que gozaba, para apoyar aquella proposición ante el Gobierno de
Santiago, a donde se dirigía después de abandonar la isla
Hoste.
Hay que creer que mantuvo su palabra y que su apoyo
resultó eficaz, pues en menos de un mes estuvo resuelta aquella
cuestión que se iba arrastrando desde hacía tantos
años, y se informó oficialmente al Kaw-djer de que sus
proposiciones habían sido aceptadas. El 25 de diciembre se
firmó un acta de cesión entre Chile y la isla Hoste,
según la cual el Estado hosteliano se convertía en
propietario de la isla de Hornos, a condición de que levantara y
mantuviera un faro en el punto culminante del cabo.
El Kaw-djer comenzó inmediatamente las obras,
cuyos preparativos ya estaban hechos desde hacía tiempo.
Según las más pesimistas previsiones, bastarían
dos años para llevarlas a cabo y para garantizar la seguridad de
la navegación en las inmediaciones de aquel temible cabo.
Para el Kaw-djer, aquella empresa sería la
coronación de su obra. La isla Hoste organizada y en paz, el
bienestar de todos en lugar, de la miseria de antaño, la
enseñanza profusamente extendida y finalmente millares de vidas
salvadas en el terrible punto de encuentro de los dos océanos
más vastos del globo; ésa habría sido su tarea en
esta tierra.
Era hermosa. Ya acabada, le confería el derecho
de pensar en sí mismo y de renunciar a las funciones que
repugnaban a todo su ser hasta sus últimas fibras.
Si el Kaw-djer gobernaba, si prácticamente era
el más absoluto de los déspotas, no era en efecto un
déspota feliz. La larga utilización del poder no le
había despertado la pasión por él y sólo lo
ejercía a pesar suyo. Personalmente refractario a toda
autoridad, siempre le había resultado cruel imponer a otro la
suya. Seguía siendo el mismo hombre enérgico, frío
y triste que se había visto aparecer como salvador aquel lejano
día en que el pueblo hosteliano estuvo a punto de morir. Aquel
día salvó a los demás, pero se perdió a
sí mismo. Obligado a renegar de su quimera, teniendo que
inclinarse ante los hechos, había realizado con coraje el
sacrificio, pero en su corazón el sueño abjurado
protestaba. Cuando nuestros pensamientos, bajo la engañosa
apariencia de la lógica, no son otra cosa que la
expansión de nuestros instintos naturales, entonces poseen vida
propia, independiente de nuestra razón y nuestra voluntad.
Luchan oscuramente, a veces contra la evidencia, como los seres que no
quisieran morir. Necesitamos entonces que nos den hasta la saciedad la
prueba de nuestro error para convencernos, y todo se utiliza como
pretexto para volver a lo que fue nuestra fe.
El Kaw-djer había inmolado la suya por aquella;
necesidad de abnegación, por aquella sed de sacrificio, por
aquella piedad por sus hermanos desgraciados que, por encima mismo de
su pasión de libertad, formaba el fondo de su magnífica
naturaleza. Pero ahora que ya no estaba en juego la abnegación,
ahora que ya no era cuestión de sacrificio v que los hostelianos
no inspiraban nada que se pareciera a la piedad, la antigua creencia
volvía a adquirir poco a poco su apariencia de verdad y el
déspota volvía a convertirse gradualmente en el
apasionado libertario de antaño.
Harry Rhodes había comprobado aquella
transformación con creciente nitidez, a medida que se
consolidaba la prosperidad de la isla Hoste. Aún resultó
más evidente, cuando, comenzado el faro del cabo de Hornos, el
Kaw-djer pudo considerar como casi terminado el deber que se
había impuesto. Finalmente expresó con claridad su
pensamiento a este respecto. Habiendo ensalzado Harry Rhodes, al azar
de una conversación en la que evocaban los días pasados,
los favores que le debían, el Kaw-djer respondió con una
declaración que no se prestaba a ningún
equívoco.
-Acepté la tarea de organizar la colonia
-dijo-. Me aplico en cumplirla. Terminada la obra, cesará mi
gobierno. Así espero demostrarles que al menos existe un lugar
en la tierra, donde el hombre no tiene necesidad de un
patrón.
-Un jefe no es un patrón, amigo mío
-replicó con emoción Harry Rhodes-, y usted mismo lo
demuestra. Pero no existe sociedad posible sin una autoridad superior,
sea cual sea el nombre que se le ponga.
-No es ésa mi opinión -respondió
el Kawdjer-. Yo creo que la autoridad debe finalizar desde el
momento en que no sea imperiosamente necesaria.
Así pues, el Kaw-djer acariciaba aún sus
antiguas utopías y a pesar de la experiencia realizada,
aún se ilusionaba con la naturaleza de los hombres, hasta el
punto de creerles capaces de arreglar sin ayuda de ley alguna las
innumerables dificultades que nacen del conflicto de los intereses
individuales. Harry Rhodes comprobaba con melancolía el sordo
trabajo que tenía lugar en la conciencia de su amigo y auguraba
las peores consecuencias. Llegaba a desear que un incidente, que
sembrara pasajeramente el disturbio en la apacible existencia de los
hostelianos, proporcionara a su jefe una nueva demostración de
su error.
Desgraciadamente su deseo se iba a ver realizado.
Aquel incidente iba a nacer antes de lo que él pensaba.
En los primeros días del mes de marzo de 1891
corrió el rumor por todas partes de que se había
descubierto un yacimiento aurífero de una gran riqueza. En
sí, aquello no tenía nada de trágico. Por el
contrario, todo el mundo se alegró y los más prudentes,
incluido Harry Rhodes, participaron en la embriaguez general. Fue un
día de fiesta para la población de Liberia.
Sólo el Kaw-djer fue más clarividente.
Solamente él previó en un instante las consecuencias de
aquel descubrimiento y comprendió la fuerza latente de
destrucción que en él había. Sólo
él, mientras todos a su alrededor se felicitaban,
permaneció sombrío, agobiado ya por las tristezas que
reservaba el futuro.
1. Se refiere a
cazadores de lobos marinos.
2. En español en el original.
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