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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
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Segunda parte
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Tercera parte
Indicador Primeras medidas
Indicador La ciudad naciente
Indicador El atentado
Indicador En las cuevas
Indicador Un héroe
Indicador Durante dieciocho meses
Indicador La invasión
Indicador Un traidor
Indicador La Patria Hosteliana
Indicador Cinco años después
Indicador La fiebre del oro
Indicador El saqueo de la isla
Indicador Una jornada triste
Indicador La abdicación
Indicador ¡Solo!

Los náufragos del “Jonathan”
Tercera parte - Capítulo III
El atentado

-¡Esto no puede durar más! -exclamó Lewis Dorick, y sus compañeros lo aprobaron con un gesto enérgico.

Después de terminar la jornada de trabajo, los cuatro, Dorick, los hermanos Moore y Sirdey, se paseaban por el sur de Liberia, por las primeras cuestas de las montañas, apartadas de la cadena central de la península Hardy, que más lejos se perdían en el mar, formando el esqueleto de la punta del Este.

-¡No! ¡esto no puede seguir así! -repitió Lewis Dorick, cuya cólera iba en aumento-. ¡No somos hombres si nos sometemos a ese salvaje que pretende dictarnos la ley!

-Nos trata como a perros -insistió Sirdey-. Nos reduce a la nada... «Haced esto»... «Haced aquello...», nos habla sin siquiera mirarnos... ¡Qué, le damos asco a ese piel roja!

-¿Con qué título nos manda? -preguntó rabioso Dorick-. ¿Quién le ha nombrado gobernador?

-Yo no -dijo Sirdey.

-Ni yo -dijo Fred Moore.

-Ni yo -dijo su hermano William.

-Ni vosotros ni nadie -concluyó Dorick-. ¡No es tonto, el tipo...! No ha esperado a que le dieran la plaza. Se la ha tomado.

-No es legal -protestó en tono doctoral Fred Moore.

-¡Legal...! ¡Pardiez!, ¡y a él qué le importa! -respondió Dorick-. ¿Por qué se iba a inmutar por unas ovejas que le ofrecen la espalda para que las esquile...? ¿Ha preguntado nuestra opinión para restablecer la propiedad? Antes éramos todos iguales. Ahora hay ricos y pobres.

-Nosotros somos los pobres... -comprobó melancólicamente Sirdey-. Hace tres días -añadió con indignación- me anunció que reduciría mi jornal diez centavos...

-¿Cómo es eso...? ¿Sin razón alguna...?

-Sí. Pretende que no trabajo lo suficiente...

No hago menos que él, que está todo el día paseando con las manos en los bolsillos... ¡Diez cenas de descuento por un jornal de medio dólar...! ¡Puede esperarse sentado si cuenta conmigo para los trabajos del puerto...!

-Reventarás de hambre -replicó Dorick en tono glacial.

-¡Maldita sea...! -juró Sirdey, apretando los puños.

-Hace quince días -dijo William Moore- que empezó a meterse conmigo. Le pareció que rechistaba demasiado duramente contra John Rame, su guardalmacén. Al parecer, molestaba al señor... ¡Si hubierais visto aquello...! ¡Un emperador...! ¡Encima de pagar sus baratijas, hay, que darle las gracias!

-Conmigo -dijo a su vez Fred Moore- empezó la semana pasada... con el pretexto de que me pegaba con un compañero... ¿Es que ya ni siquiera se puede pegar uno amistosamente...? Pues no, me echaron el guante sus polis... Por poco me, hacen pasar la noche en el puesto de guardia...

-¡Vaya, que somos sus criados! -concluyó Sirdey.

-Esclavos -gruñó William Moore.

Aquel atardecer trataban este tema por centésima vez. Era el objeto casi exclusivo de sus conversaciones cotidianas.

Al decretar y luego imponer la ley del trabajo, el Kaw-djer había tenido que perjudicar un cierto número de intereses particulares, especialmente los de aquellos perezosos que habrían preferido vivir costa de los demás. De ahí, las grandes cóleras.

En torno a Dorick gravitaban todos los descontentos. Él y su banda habían intentado en vano continuar con los hábitos del pasado. Las antiguas víctimas, tan dóciles antaño, habían adquirido conciencia de sus derechos, al igual que de sus deberes, y la certidumbre de ser apoyados en caso de necesidad, había hecho crecer las uñas a aquellos corderos. Así, los explotadores tuvieron que abandonar sus tentativas de intimidación y se habían visto obligados a ganarse la vida con el trabajo, igual que los demás.

Por eso estaban furiosos y se expandían con recriminaciones con las que se calmaban a la vez que cultivaban su progresiva exasperación.

A decir verdad, hasta entonces todo había quedado en palabras. Pero aquella noche, las cosas iban a. tomar otro rumbo. Las quejas, cien veces repetidas, iban a transformarse en actos y las cóleras amasadas iban a conducir a más graves resoluciones.

Dorick había escuchado a sus compañeros sin interrumpirles. Estos se habían vuelto hacia él, como apelando a su testimonio y en espera de su aprobación.

-Todo esto no son más que palabras -dijo con voz mordaz- Sois esclavos y merecéis la esclavitud. Si tuvierais sangre en las venas, desde hace tiempo que seríais ya libres. ¡Sois miles y soportáis la tiranía de uno solo!

-¿Qué quieres que hagamos? -objetó Sirdey con un quejido-. Él es más fuerte.

-¡Claro! -replicó Dorick-. Su fuerza es la debilidad de las gallinas que lo rodean.

Fred Moore sacudió la cabeza con aire escéptico.

-¡Puede ser...! -dijo-. Eso no impide que haya muchos que estén a su lado. Nosotros cuatro no podemos...

-¡Imbécil...! -interrumpió duramente Dorick. No es al Kaw-djer al que apoyan sino al gobernador. Si cayera, le abuchearían. Si yo estuviera su lugar, se arrodillarían delante de mí como hacían con él.

-No digo que no -confirmó William Moore-. Pero el quid es que es él que está y no tú.

-No hace falta que me lo digas para saber -replicó Dorick, pálido de cólera-. Esa es precisamente la cuestión. Yo no digo más que una cosa y es que no nos deben preocupar el montón de perritos que siguen al Kaw-djer porque también irían detrás de su sucesor. Es el jefe quien los hace temerosos, es el jefe quien nos estorba... ¡Pues bien!, ¡suprimámosle!

Hubo un instante de silencio. Los tres compañeros de Dorick intercambiaron miedosas miradas.

-¡Suprimirle! -dijo finalmente Sirdey-. ¡Nada más y nada menos...! ¡No cuentes conmigo para eso!

Lewis Dorick se encogió de hombros.

-Prescindiremos de ti y ya está -dijo con des precio.

-Y de mí -añadió William Moore.

-Yo no -afirmó enérgicamente su hermano, que no había olvidado la humillación que el Kaw-djer le había infligido anteriormente-. Sólo... que, bueno, me parece nada fácil...

-Todo lo contrario, es muy fácil -replicó Dorick.

-¿Cómo?

-Es bien simple...

Sirdey intervino.

-¡Ya!, ¡ya!, ¡ya...! ¡Vais a hacer! ¡Vais a hacer...! ¿Qué es lo que vais a hacer cuando el Kaw-djer sea... suprimido, como dice Dorick?

-¿Que qué es lo que haremos?

-Sí... Un hombre menos no es nada más que un hombre menos. Quedarán los demás... Yo no estoy muy seguro, como Dorick cree, que venga con nosotros.

-Vendrán -afirmó Dorick.

-¡Hmmm! -murmuró Sirdey escéptico-. En todo caso, no todos.

-¿Por qué no...? El día anterior no se tiene a nadie y a la mañana siguiente a todo el mundo... Además, no hay que tenerlos a todos. Basta con algunos para ponerlo en marcha. Lo demás viene solo.

-¿Y esos algunos?

-Los tenemos.

-¡Hmmm...! -murmuró de nuevo Sirdey.

-Nosotros cuatro los primeros -dijo Dorick a quien la discusión iba poniendo nervioso.

-Y eso no suma más que cuatro -observó tranquilamente Sirdey.

-¿Y Kennedy...? ¿Podemos contar con él...?

-Sí -confirmó Sirdey-. Cinco.

-Y Jackson -enumeró Dorick-, Smirnoff, Reede, Blumenfeldt, y Loreley.

-Diez.

-Hay más. Hay que contarlos.

-Pues contemos -propuso Sirdey.

-¡Vamos! -decidió Dorick, sacando de su bolsillo un lápiz y un cuadernillo.

Los cuatro se sentaron en el suelo y con toda tranquilidad fueron nombrando las fuerzas de las que creían poder disponer, después de la desaparición del hombre que, según Dorick, era lo único que hacía temible el poder disperso de la multitud. Cada uno iba dando nombres que se escribían en el cuaderno después de una profunda discusión.

Un vasto panorama se desarrollaba ante sus ojos desde el elevado lugar en el que se encontraban. El río, procedente del oeste, corría a sus pies, para después de una curva continuar hacia el noroeste, es decir, casi paralelamente a sí mismo hacia el Bourg Neuf, donde desembocaba en el mar. Liberia se extendía, desplegada como un mapa; luego, más allá, la llanura cenagosa que separaba la ciudad de la orilla.

Era el 25 de febrero de 1884. Habían transcurrido más de dieciocho meses desde el día en que el Kaw-djer había tomado el poder. La obra realizada durante aquel corto espacio, tenía realmente al de prodigio.

Nuevos contingentes de obreros llenaban constantemente los vacíos dejados por quienes no podían habituarse a vivir en la isla Hoste; así, el número de habitantes de Liberia incluso había aumentado y sobrepasaba el millar. Pero las casas de madera la mayor parte, también se habían multiplicado y bastaban para, dar cobijo a todo el mundo. Limitada hacia el oeste por el río, la ciudad se había extendido ampliamente en dirección. opuesta y hacia el sur.

En efecto, ya era una ciudad y no un campamento. Ahora no faltaba nada de lo que era necesario o simplemente agradable para vivir. Panaderías, colmados, carnicerías, aseguraban la alimentación pública. Los campos hostelianos surtían ya parte de los productos en venta y aquella parte representaba con creces el consumo de los productores. Todo parecía indicar que al año siguiente la isla se abastecería por sí sola de trigo, legumbres y carne, esperando que en días venideros se a podría pasar de la importación a la exportación.

Los niños ya no vagabundeaban. Se había abierto una escuela cuya dirección era asumida alternativamente por el señor y la señora Rhodes.

Después de todo un año de ausencia, Harry Rhodes había regresado el pasado mes de octubre, trayendo consigo una considerable cantidad de mercancías. Tan pronto como hubo llegado, mantuvo una larga conversación con el Kaw-djer; luego se dedicó a sus negocios, sin dar explicación alguna acerca de la insólita duración de su viaje.

El tiempo que el señor y la señora Rhodes dedicaban a la escuela no perjudicaba al bazar del que se ocupaban activamente Edward y Clary ayudados por Tullia y Graziella Ceroni, y cuyo éxito iba en aumento.

Un médico, el Dr. Samuel Arvidson y un farmacéutico, habían venido de Valparaíso para instalarse en Liberia haciendo allí un magnífico negocio. Una tienda de confecciones y una tienda de calzado habían sido abiertas y prosperaban. Eran los emigrantes que, al principio, habían intentado establecerse por su cuenta, y ahora habían vuelto a empezar su tentativa con un mejor resultado. Liberia contaba con muchos maestros de obras que empleaban a un gran número de obreros: un albañil, un carpintero armador y dos carpinteros, un tornador que trabajaba la madera, dos cerrajeros, de los cuales uno, perfectamente provisto de herramientas, mereció el calificativo de constructor.

En las proximidades de la ciudad, hacia el sur, no lejos del lugar donde en aquel momento se encontraban Lewis Dorick y sus compañeros, se había abierto una fábrica de ladrillos que producía ladrillos de excelente calidad. Hacia el este, en los contrafuertes de las montañas de la punta extrema, se habían descubierto considerables yacimientos de aquellos cuerpos tan abundantes en la naturaleza: sulfato y carbonato de cal. Por consiguiente, no faltaban ni el yeso ni la cal, ni tampoco, pues se había encontrado a quien se había atrevido a fabricarlo con rudimentarios medios, el cemento que el puerto en construcción absorbía en grandes cantidades.

Los cuatro descontentos habían venido por aquella amplia carretera que pasaba por el principio de la pendiente y que habían abandonado para escalar la montaña por una senda del repecho. Aquella carretera, que se amoldaba a todas las sinuosidades del río, desaparecía en el oeste, un kilómetro más lejos, entre dos colinas. Pero ni ellos ni nadie ignoraba que se prolongaba más allá y que se trabajaba en ella sin descanso. Dos meses antes no pasaba de la explotación de los Riviére, y desde entonces continuaba ramificándose sin cesar, para proseguir hasta el norte.

Otra carretera, completamente terminada, atravesaba el río sobre un sólido puente de piedra uniendo la capital y su suburbio.

Este último había experimentado pocos cambios, pero el dique soldado a la orilla iba ganando mar progresivamente. Abrigaba ya contra los vientos del este la ensenada del Bourg Neuf que gradualmente se transformaba en un puerto vasto y tranquilo. Aquel día precisamente, habían comenzado a construir los postes, primera armadura de estacada destinada a la edificación de un muelle a lo largo del cual los navíos podrían un día amarrarse en aguas profundas.

No habían esperado a terminar aquel muelle ni el dique, para comerciar en la isla Hoste. año anterior habían llegado tres barcos por cuenta exclusiva del Kaw-djer. Aquel año habían llegado siete, de los cuales, dos habían sido fletados a la administración de la Colonia y los cinco restantes habían hecho el viaje por operaciones privadas y empresas individuales.

En aquel momento se encontraba estacionado un gran velero frente al Bourg Neuf, medio cargado de tablas aserradas por la serrería de los Riviére mientras que otro velero, cargado ya con la mis mercancía, había levado anclas horas antes, desapareciendo detrás de la punta del Este.

En aquel espectáculo que se ofrecía a la vista de Lewis Dorick y de sus compañeros, todo expresaba elocuentemente la creciente prosperidad de la colonia. Pero ninguno de ellos quería ver u oir aquel elocuente espectáculo. Además, les era familiar, y la costumbre disminuye mucho el valor de las cosas. Los cambios progresivos pasan fácilmente desapercibidos y aquello que estaban descubriendo lo habían visto nacer día a día. Pero incluso si el pensamiento les hubiera transportado al día siguiente del naufragio, del que ahora les separaba tres años, ¿se habrían dado cuenta del progreso realizado? Probablemente, no. Sin duda, habituado a aquel espectáculo, lo habrían encontrado normal y les habría parecido que las cosas siempre habían sido iguales.

Además, por el momento tenían otras cosas en la cabeza. Cuidadosamente, a medida que iban enumerando a los habitantes de Liberia, iban apuntando algunos nombres.

-No se me ocurre nadie más -dijo Sirdey - ¿Cuántos hay?

Dorick contó los nombres inscritos en el cuadernillo.

-Ciento diecisiete -dijo.

-¡Sobre mil...! -terminó Sirdey.

-¿Y qué...? -replicó Dorick-. Ciento diecisiete es algo. ¿Creéis que el Kaw-djer tiene a más?, me refiero a gente decidida, dispuesta a todo. El resto no son más que corderos que seguirían a cualquiera.

Sirdey no respondió, pero no parecía muy convencido.

-Bueno. ya está bien de hablar -cortó violentamente Dorick-. Nosotros somos cuatro. Pongámoslo a votación.

-Yo -exclamó Fred Moore, blandiendo su grueso puño-, ya estoy harto. Que pase lo que pase. Voto por la acción.

-Yo también -dijo su hermano.

-Conmigo, ya somos tres... ¿Y tú, Sirdey...?

Yo haré lo que los demás -dijo sin entusiasmo el antiguo cocinero-. Pero...

Dorick le quitó la palabra:

-Nada de peros. Lo que se vota, votado está.

-De todos modos, hay que convenir en los medios -insistió Sirdey sin dejarse intimidar-. Deshacerse del Kaw-djer se dice muy pronto. Falta saber cómo.

-¡Ay...! Si tuviéramos armas...: un fusil..., un revólver..., ¡aunque sólo fuera una pistola...! -exclamó Fred Moore.

-Sí, pero la cuestión es que no tenemos -dijo Sirdey con flema.

-¿Y un cuchillo...? -sugirió William Moore.

Un cuchillo es lo mejor para que te cojan, amigo -replicó Sirdey. Sabes perfectamente que él Kaw-djer está vigilado como un rey... Eso sin contar que es un tipo muy duro de pelar, aunque seamos cuatro contra uno.

Fred Moore frunció las cejas y apretó los dientes, acompañando aquella mímica con un gesto violento. Sirdey tenía razón. Conocía la fuerza de Kaw-djer y recordó lo poco que había pesado su cuerpo entre sus manos.

-Se me ocurre algo mucho mejor -dijo de pronto Dorick en medio del silencio que había sucedido a la réplica de Sirdey.

Sus compañeros se volvieron hacia él, interrogándole con la mirada.

-Pólvora.

-¿Pólvora...? -repitieron sin comprender.

Uno de ellos preguntó:

-¿Y qué haremos con ella?

-Una bomba... ¡Ah!, se dice que el Kaw-djer es un anarquista arrepentido. ¡Pues bien!, emplearemos contra él el arma de los anarquistas.

Los auditores de Dorick no parecían muy entusiasmados.

-¿Y quién hará esa bomba? -refunfuñó Fred Moore-. Yo, seguro que no.

-Yo -dijo Dorick-. Aunque quizá no hiciera ni siquiera falta. Tengo una idea que, si funciona, el Kaw-djer no saltará solo. Hartlepool y los hombres que estén en el puesto de guardia también saltarán... Menos enemigos para el día de mañana...

Los tres hombres miraron a su camarada con admiración. Incluso se conquistó a Sirdey.

-¡Si es así...! -murmuró, agotados ya los argumentos en contra.

Se echó para atrás.

-¡Demonios! -exclamó-. Hablamos de pólvora como si la tuviéramos.

-Hay en el almacén -replicó Dorick-. No tenemos más que cogerla..

-¡Hablas con mucha facilidad...! -respondió Sirdey, que decididamente había asumido el papel de la oposición-. ¡Como si todo resultara tan cómodo! ¿Y quién se encargará de hacerlo?

-Yo no -dijo Dorick.

-Naturalmente -aprobó Sirdey con un tono, burlón.

-No -explicó Dorick-, no tengo fuerza suficiente. Ni tú tampoco: tú eres demasiado cobarde.

Fred Moore ni William: son demasiado brutos y torpes.

-¿Quién entonces?

-Kennedy.

-Nadie puso objeción alguna. Sí, Kennedy, el viejo cocinero, decidido, desenvuelto, de hábiles dedos, apara cualquier trabajo, podría salir con éxito donde otros fracasarían. La elección de Dorick era buena.

Este interrumpió sus pensamientos.

-Bueno, se hace tarde; si os parece, nos encontramos aquí mañana a la misma hora. Kennedy estará aquí. Se lo explicaremos y nos pondremos de acuerdo en todo.

Al acercarse a las primeras casas, les pareció prudente separarse unos de otros, y, al día siguiente, tomaron la misma precaución para encontrarse en el lugar convenido. Cada uno salió por separado de la ciudad y sólo cuando estuvieron lejos, disminuyeron poco a poco las distancias que los separaban.

Aquella noche eran cinco; Kennedy, avisado por Dorick, se había unido a los cuatro.

-Es de los nuestros -anunció Dorick, dando unas palmadas en los hombros del marinero.

Se estrecharon las manos y luego, sin perder tiempo, examinaron el medio de ejecutar el proyecto del día anterior. La conversación fue larga. Ya era noche cerrada, cuando los cinco hombres comenzaron a descender hacia la ciudad. Ya estaba todo acordado. Iban a actuar aquella misma noche.

Aunque la oscuridad era absoluta, se dividieron tal y como habían hecho el día anterior. Dejando entre ellos un intervalo de algunos minutos, abandonaron la carretera, se introdujeron a campo traviesa y rodearon las casas por el sur hasta el río, luego, volviendo sobre sus pasos, penetraron en la ciudad, costeando el cercado de Patterson. Todo estaba silencioso. Sin ser vistos, llegaron hasta la Gobernación, donde en aquel momento dormían el Kaw-djer, Hartlepool y los grumetes. A la sombra de una casa, su grupo se reunió. Invisibles, permanecieron inmóviles, agudizando los oídos escudriñando con los ojos en la oscuridad...

Delante de ellos estaba la puerta del Tribunal.

Débiles ruidos les llegaban del puesto de policía, situado en la fachada opuesta. Había hombres vigilando allí abajo. Pero en aquel lado no había nadie. La calle estaba silenciosa y desierta.

¿Por qué estarían vigilando la sala del Tribunal? Allí no había más que una mesa, una tosca silla y algunos bancos fijos en el suelo de madera.

Cuando estuvieron completamente seguros de que no habla nadie allí, Dorick y Kennedy abandonaron su refugio y atravesaron rápidamente el espacio descubierto. En un momento llegaron a la puerta del Tribunal que Kennedy intentó forzar, mientras que Dorick permanecía al acecho. Durante este tiempo, los hermanos Moore, dejando a Sirdey en el lugar donde se habían reunido todos, se alejaron a su vez, uno a la izquierda y el cetro a la derecha, para detenerse después de algunos pasos. Desde donde se encontraban ahora, uno podía vigilar la fachada principal y el puesto situado delante de la Gobernación, y el otro, el muro sin salida que cerraba la prisión por el sur y la calle que separaba aquel muro de otras casas. Kennedy estaba bien vigilado. Al menor peligro sería prevenido con tiempo suficiente para huir.

No sucedió ningún incidente. El antiguo marinero pudo trabajar a sus anchas. Además no fue un trabajo difícil, puesto que la cerradura de la puerta del Tribunal no era muy sólida. Cedió a las primeras palancas para abrirse de par en par a las tinieblas interiores.

Kennedy entró dejando a Dorick de vigilancia.

No se veía ni gota en la sala. Kennedy encendió una cerilla y con ésta una vela. Sabía hacia dónde se dirigía; Dorick le había repetido cuidadosamente la lección. De los tres tabiques que limitaban la habitación en la que penetraba, el de la derecha separaba el Tribunal de la prisión; el de la izquierda estaba junto al de la Gobernación propia dicha que, al mismo tiempo, servía de domicilio al Kaw-djer. Detrás del que tenía enfrente, estaba el almacén.

Kennedy atravesó oblicuamente la sala hasta el ancón formado por la unión de este último tabique con el de la prisión. En aquellos momentos, la prisión estaba vacía y por consiguiente, nadie podría oírle. Allí se detuvo y dirigiendo su vela hacia el tabique, examinó la forma según la cual convenía proceder.

Sonrió con alegría. No sería más que un juego atravesar aquel tabique. Construido durante los primeros días que habían seguido al golpe de Estado del Kaw-djer, en un momento en que lo esencial consistía en ir rápido, aquel tabique no constituía en realidad un serio obstáculo. Estaba hecho con maderos verticales cuyas extremidades se afincaban en el plafón y en el suelo de madera, dejando entre ellos unas distancias que habían sido llenadas con gravas mezcladas en una argamasa de calidad mediocre y de poca dureza. El cuchillo de Kennedy entró sin dificultad en la argamasa y, poco a poco, las piedras arrancadas, salieron de las cavidades. El único temor consistía en el ruido que hacían al caer. Por ello, una vez que las había socavado Kennedy las arrancaba una a una y las disponía cuidadosamente en el suelo.

En una hora había practicado un agujero lo suficientemente grande en altura para permitirle el paso. También en anchura habría resultado suficiente, si no lo hubiera atravesado un madero que, por consiguiente, había que cortar. Esa fue la parte más pesada del trabajo. Tuvo que emplear otra hora más para terminarlo.

De vez en cuando, Kennedy se detenía para prestar oídos a los ruidos exteriores. Todo estaba tranquilo. Ningún aviso de los vigías anunciaba la proximidad de peligro.

Cuando el agujero fue lo suficientemente grande, pasó al otro lado del tabique. Allí se complicaron las cosas. Resultaba muy difícil moverse sin hacer ruido en medio de aquellas cajas y mercancías de todo tipo que llenaban el almacén. Era necesario actuar con extrema prudencia.

¿Dónde habrían puesto los barriles de pólvora? No se los veía por ningún sitio En cualquier caso, los barriles tenían que estar allí

Se puso a buscarlos. Lentamente y vigilando el menor de sus gestos, se introdujo entre las cajas, viéndose obligado a veces a sacar algunas para abrirse paso.

Transcurrieron cerca de dos horas. Nadie de los que estaban fuera deberían comprender aquel retraso y él mismo empezaba a desesperarse. Se iba poniendo nervioso. La noche avanzaba; no tardaría mucho en amanecer. ¿Tendría entonces que marcharse sin haber logrado salir con éxito de una empresa que la puerta forzada traicionaría y que, y por consiguiente, no se podría volver a llevar a cabo?

Se iba a resignar a batirse en retirada por cansancio, cuando finalmente descubrió lo que buscaba.

Los toneles de pólvora estaban allí, bajo sus ojos.

Había cinco y estaban ordenados en fila cerca de una puerta, que por el otro lado daba al puesto de policía. Reteniendo el aliento, Kennedy oía a los hombres de guardia conversar entre ellos. Distinguía con nitidez sus palabras. Era necesario, más que nunca, actuar en silencio. Kennedy levantó un barril, pero fue para dejarlo inmediatamente en el suelo. Aquel barril era demasiado pesado para que un solo hombre pudiera llevarlo sin ruido por el complicado camino que había que seguir. Deslizándose entre las cajas, alcanzó la sala del Tribunal y sacando la cabeza por el agujero del tabique, llamó a Dorick cuya negra silueta destacaba en la oscuridad menos profunda del exterior.

Aquel contestó a la llamada del marinero.

-Como has tardado -dijo en voz baja, inclinándose hacia la abertura-. ¿Qué te ha pasado?

-Nada -respondió Kennedy en el mismo tono-. Pero no es nada fácil navegar por aquí dentro.

-¿Tienes los barriles?

-Pesan demasiado... Tenemos que ser dos... ¡Ven!

Dorick se introdujo por la abertura y, guiado por Kennedy, atravesó el almacén. Los dos hombres cogieron uno de los barriles y haciéndolo pasar encima de las cajas, lo llevaron hasta la sala del Tribunal. Enseguida, Dorick franqueó de nuevo el tabique.

-¿Dónde vas? -le preguntó Kennedy con voz asustada.

-A buscar otro barril -respondió Dorick-. Démonos prisa. Va a amanecer.

-¿Otro barril? -repitió Kennedy estupefacto-¡Solo con éste haríamos saltar toda Liberia!

-Nos llevaremos otro

-¿Para hacer qué?

-Eso es cosa mía... Cuando nos hayamos desembarazado del Kaw-djer, tendremos que ser los amos... La pólvora podrá sernos útil.

-¿Dónde la guardarás mientras tanto?

-Tengo un escondite seguro... No te inquietes.

Kennedy obedeció de mala gana. Un cuarto de hora más tarde, el segundo barril había sido depositado junto al primero.

Rápidamente colocaron uno de ellos contra el tabique de la izquierda; luego, Kennedy le abrió un agujero en la parte baja, del que salió una pequeña cantidad de pólvora.

Durante este tiempo, Dorick había sacado de su bolsillo una especie de trenza hecha de hebras de algodón flojamente entrelazadas. Sumergió en la pólvora aquella trenza, que antes había tenido la precaución de humedecer, y luego, cortando un extremo con el cuchillo, lo encendió para probar. El fuego chisporroteó, corrió y se apagó.

-¡Perfecto! -declaró Dorick-. Un minuto para cinco centímetros. Así, serán veinte para la mecha entera. Más de lo que necesitamos.

Se acercó al barril...

En aquel momento se oyó un violento ruido. Dorick sé quedó paralizado. Kennedy y él se miraron. Estaban lívidos...

Su angustia duró poco. Recuperando su sangre fría, Dorick se puso a reír.

-La lluvia -dijo, encogiendo los hombros.

Se dirigió hasta la puerta y miró al exterior. Llovía a cántaros y, efectivamente, eran las gotas crepitando furiosamente sobre el tejado lo que le había espantado. Era una circunstancia favorable. La lluvia borraría todas las huellas y nada podía denunciarles si por azar las sospechas se dirigieran contra ellos. Por otra parte, aquel jaleo disimularía el inevitable chisporroteo de la mecha.

No había tiempo que perder. El cielo ya se empurpuraba hacia el este. En pocos instantes amanecería y Dorick conocía lo suficiente las costumbres del Kaw-djer para saber que aquél no tardaría mucho en aparecer fuera.

-¡Rápido! -dijo.

Una vez desenrollada la mecha, introdujeron uno de sus extremos en el tonel y luego Dorick encendió una cerilla que aproximó al otro extremo. Entonces, los dos hombres salieron apresuradamente, Kennedy el primero, llevando el segundo barril y Dorick después, cerrando como pudo la puerta tras él.

Los hermanos Moore y Sirdey permanecían fielmente en sus puestos.

Dorick, atrayendo su atención con un débil silbido, les hizo saber con un gesto el éxito de la tentativa.

Enseguida todos se alejaron rápidamente, mientras la tormenta continuaba derramando su diluvio sobre la plaza desierta.

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