Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo III El atentado
-¡Esto no puede durar más!
-exclamó Lewis Dorick, y sus compañeros lo aprobaron con
un gesto enérgico.
Después de terminar la jornada de trabajo, los
cuatro, Dorick, los hermanos Moore y Sirdey, se paseaban por el sur de
Liberia, por las primeras cuestas de las montañas, apartadas de
la cadena central de la península Hardy, que más lejos se
perdían en el mar, formando el esqueleto de la punta del
Este.
-¡No! ¡esto no puede seguir así!
-repitió Lewis Dorick, cuya cólera iba en aumento-.
¡No somos hombres si nos sometemos a ese salvaje que pretende
dictarnos la ley!
-Nos trata como a perros -insistió Sirdey-. Nos
reduce a la nada... «Haced esto»... «Haced
aquello...», nos habla sin siquiera mirarnos...
¡Qué, le damos asco a ese piel roja!
-¿Con qué título nos manda?
-preguntó rabioso Dorick-. ¿Quién le ha nombrado
gobernador?
-Yo no -dijo Sirdey.
-Ni yo -dijo Fred Moore.
-Ni yo -dijo su hermano William.
-Ni vosotros ni nadie -concluyó Dorick-.
¡No es tonto, el tipo...! No ha esperado a que le dieran la
plaza. Se la ha tomado.
-No es legal -protestó en tono doctoral Fred
Moore.
-¡Legal...! ¡Pardiez!, ¡y a
él qué le importa! -respondió Dorick-. ¿Por
qué se iba a inmutar por unas ovejas que le ofrecen la espalda
para que las esquile...? ¿Ha preguntado nuestra opinión
para restablecer la propiedad? Antes éramos todos iguales. Ahora
hay ricos y pobres.
-Nosotros somos los pobres... -comprobó
melancólicamente Sirdey-. Hace tres días
-añadió con indignación- me anunció que
reduciría mi jornal diez centavos...
-¿Cómo es eso...? ¿Sin
razón alguna...?
-Sí. Pretende que no trabajo lo
suficiente...
No hago menos que él, que está todo el
día paseando con las manos en los bolsillos... ¡Diez cenas
de descuento por un jornal de medio dólar...! ¡Puede
esperarse sentado si cuenta conmigo para los trabajos del
puerto...!
-Reventarás de hambre -replicó Dorick en
tono glacial.
-¡Maldita sea...! -juró Sirdey, apretando
los puños.
-Hace quince días -dijo William Moore- que
empezó a meterse conmigo. Le pareció que rechistaba
demasiado duramente contra John Rame, su guardalmacén. Al
parecer, molestaba al señor... ¡Si hubierais visto
aquello...! ¡Un emperador...! ¡Encima de pagar sus
baratijas, hay, que darle las gracias!
-Conmigo -dijo a su vez Fred Moore- empezó la
semana pasada... con el pretexto de que me pegaba con un
compañero... ¿Es que ya ni siquiera se puede pegar uno
amistosamente...? Pues no, me echaron el guante sus polis... Por poco
me, hacen pasar la noche en el puesto de guardia...
-¡Vaya, que somos sus criados! -concluyó
Sirdey.
-Esclavos -gruñó William Moore.
Aquel atardecer trataban este tema por
centésima vez. Era el objeto casi exclusivo de sus
conversaciones cotidianas.
Al decretar y luego imponer la ley del trabajo, el
Kaw-djer había tenido que perjudicar un cierto número de
intereses particulares, especialmente los de aquellos perezosos que
habrían preferido vivir costa de los demás. De
ahí, las grandes cóleras.
En torno a Dorick gravitaban todos los descontentos.
Él y su banda habían intentado en vano continuar con los
hábitos del pasado. Las antiguas víctimas, tan
dóciles antaño, habían adquirido conciencia de sus
derechos, al igual que de sus deberes, y la certidumbre de ser apoyados
en caso de necesidad, había hecho crecer las uñas a
aquellos corderos. Así, los explotadores tuvieron que abandonar
sus tentativas de intimidación y se habían visto
obligados a ganarse la vida con el trabajo, igual que los
demás.
Por eso estaban furiosos y se expandían con
recriminaciones con las que se calmaban a la vez que cultivaban su
progresiva exasperación.
A decir verdad, hasta entonces todo había
quedado en palabras. Pero aquella noche, las cosas iban a. tomar otro
rumbo. Las quejas, cien veces repetidas, iban a transformarse en actos
y las cóleras amasadas iban a conducir a más graves
resoluciones.
Dorick había escuchado a sus compañeros
sin interrumpirles. Estos se habían vuelto hacia él, como
apelando a su testimonio y en espera de su aprobación.
-Todo esto no son más que palabras -dijo con
voz mordaz- Sois esclavos y merecéis la esclavitud. Si tuvierais
sangre en las venas, desde hace tiempo que seríais ya libres.
¡Sois miles y soportáis la tiranía de uno solo!
-¿Qué quieres que hagamos?
-objetó Sirdey con un quejido-. Él es más
fuerte.
-¡Claro! -replicó Dorick-. Su fuerza es
la debilidad de las gallinas que lo rodean.
Fred Moore sacudió la cabeza con aire
escéptico.
-¡Puede ser...! -dijo-. Eso no impide que haya
muchos que estén a su lado. Nosotros cuatro no podemos...
-¡Imbécil...! -interrumpió
duramente Dorick. No es al Kaw-djer al que apoyan sino al gobernador.
Si cayera, le abuchearían. Si yo estuviera su lugar, se
arrodillarían delante de mí como hacían con
él.
-No digo que no -confirmó William Moore-. Pero
el quid es que es él que está y no tú.
-No hace falta que me lo digas para saber
-replicó Dorick, pálido de cólera-. Esa es
precisamente la cuestión. Yo no digo más que una cosa y
es que no nos deben preocupar el montón de perritos que siguen
al Kaw-djer porque también irían detrás de su
sucesor. Es el jefe quien los hace temerosos, es el jefe quien nos
estorba... ¡Pues bien!, ¡suprimámosle!
Hubo un instante de silencio. Los tres
compañeros de Dorick intercambiaron miedosas miradas.
-¡Suprimirle! -dijo finalmente Sirdey-.
¡Nada más y nada menos...! ¡No cuentes conmigo para
eso!
Lewis Dorick se encogió de hombros.
-Prescindiremos de ti y ya está -dijo con des
precio.
-Y de mí -añadió William
Moore.
-Yo no -afirmó enérgicamente su hermano,
que no había olvidado la humillación que el Kaw-djer le
había infligido anteriormente-. Sólo... que, bueno, me
parece nada fácil...
-Todo lo contrario, es muy fácil
-replicó Dorick.
-¿Cómo?
-Es bien simple...
Sirdey intervino.
-¡Ya!, ¡ya!, ¡ya...! ¡Vais a
hacer! ¡Vais a hacer...! ¿Qué es lo que vais a
hacer cuando el Kaw-djer sea... suprimido, como dice Dorick?
-¿Que qué es lo que haremos?
-Sí... Un hombre menos no es nada más
que un hombre menos. Quedarán los demás... Yo no estoy
muy seguro, como Dorick cree, que venga con nosotros.
-Vendrán -afirmó Dorick.
-¡Hmmm! -murmuró Sirdey
escéptico-. En todo caso, no todos.
-¿Por qué no...? El día anterior
no se tiene a nadie y a la mañana siguiente a todo el mundo...
Además, no hay que tenerlos a todos. Basta con algunos para
ponerlo en marcha. Lo demás viene solo.
-¿Y esos algunos?
-Los tenemos.
-¡Hmmm...! -murmuró de nuevo Sirdey.
-Nosotros cuatro los primeros -dijo Dorick a quien la
discusión iba poniendo nervioso.
-Y eso no suma más que cuatro -observó
tranquilamente Sirdey.
-¿Y Kennedy...? ¿Podemos contar con
él...?
-Sí -confirmó Sirdey-. Cinco.
-Y Jackson -enumeró Dorick-, Smirnoff, Reede,
Blumenfeldt, y Loreley.
-Diez.
-Hay más. Hay que contarlos.
-Pues contemos -propuso Sirdey.
-¡Vamos! -decidió Dorick, sacando de su
bolsillo un lápiz y un cuadernillo.
Los cuatro se sentaron en el suelo y con toda
tranquilidad fueron nombrando las fuerzas de las que creían
poder disponer, después de la desaparición del hombre
que, según Dorick, era lo único que hacía temible
el poder disperso de la multitud. Cada uno iba dando nombres que se
escribían en el cuaderno después de una profunda
discusión.
Un vasto panorama se desarrollaba ante sus ojos desde
el elevado lugar en el que se encontraban. El río, procedente
del oeste, corría a sus pies, para después de una curva
continuar hacia el noroeste, es decir, casi paralelamente a sí
mismo hacia el Bourg Neuf, donde desembocaba en el mar.
Liberia se extendía, desplegada como un mapa; luego, más
allá, la llanura cenagosa que separaba la ciudad de la
orilla.
Era el 25 de febrero de 1884. Habían
transcurrido más de dieciocho meses desde el día en que
el Kaw-djer había tomado el poder. La obra realizada durante
aquel corto espacio, tenía realmente al de prodigio.
Nuevos contingentes de obreros llenaban constantemente
los vacíos dejados por quienes no podían habituarse a
vivir en la isla Hoste; así, el número de habitantes de
Liberia incluso había aumentado y sobrepasaba el millar. Pero
las casas de madera la mayor parte, también se habían
multiplicado y bastaban para, dar cobijo a todo el mundo. Limitada
hacia el oeste por el río, la ciudad se había extendido
ampliamente en dirección. opuesta y hacia el sur.
En efecto, ya era una ciudad y no un campamento. Ahora
no faltaba nada de lo que era necesario o simplemente agradable para
vivir. Panaderías, colmados, carnicerías, aseguraban la
alimentación pública. Los campos hostelianos
surtían ya parte de los productos en venta y aquella parte
representaba con creces el consumo de los productores. Todo
parecía indicar que al año siguiente la isla se
abastecería por sí sola de trigo, legumbres y carne,
esperando que en días venideros se a podría pasar de la
importación a la exportación.
Los niños ya no vagabundeaban. Se había
abierto una escuela cuya dirección era asumida alternativamente
por el señor y la señora Rhodes.
Después de todo un año de ausencia,
Harry Rhodes había regresado el pasado mes de octubre, trayendo
consigo una considerable cantidad de mercancías. Tan pronto como
hubo llegado, mantuvo una larga conversación con el Kaw-djer;
luego se dedicó a sus negocios, sin dar explicación
alguna acerca de la insólita duración de su viaje.
El tiempo que el señor y la señora
Rhodes dedicaban a la escuela no perjudicaba al bazar del que se
ocupaban activamente Edward y Clary ayudados por Tullia y Graziella
Ceroni, y cuyo éxito iba en aumento.
Un médico, el Dr. Samuel Arvidson y un
farmacéutico, habían venido de Valparaíso para
instalarse en Liberia haciendo allí un magnífico negocio.
Una tienda de confecciones y una tienda de calzado habían sido
abiertas y prosperaban. Eran los emigrantes que, al principio,
habían intentado establecerse por su cuenta, y ahora
habían vuelto a empezar su tentativa con un mejor resultado.
Liberia contaba con muchos maestros de obras que empleaban a un gran
número de obreros: un albañil, un carpintero armador y
dos carpinteros, un tornador que trabajaba la madera, dos cerrajeros,
de los cuales uno, perfectamente provisto de herramientas,
mereció el calificativo de constructor.
En las proximidades de la ciudad, hacia el sur, no
lejos del lugar donde en aquel momento se encontraban Lewis Dorick y
sus compañeros, se había abierto una fábrica de
ladrillos que producía ladrillos de excelente calidad. Hacia el
este, en los contrafuertes de las montañas de la punta extrema,
se habían descubierto considerables yacimientos de aquellos
cuerpos tan abundantes en la naturaleza: sulfato y carbonato de cal.
Por consiguiente, no faltaban ni el yeso ni la cal, ni tampoco, pues se
había encontrado a quien se había atrevido a fabricarlo
con rudimentarios medios, el cemento que el puerto en
construcción absorbía en grandes cantidades.
Los cuatro descontentos habían venido por
aquella amplia carretera que pasaba por el principio de la pendiente y
que habían abandonado para escalar la montaña por una
senda del repecho. Aquella carretera, que se amoldaba a todas las
sinuosidades del río, desaparecía en el oeste, un
kilómetro más lejos, entre dos colinas. Pero ni ellos ni
nadie ignoraba que se prolongaba más allá y que se
trabajaba en ella sin descanso. Dos meses antes no pasaba de la
explotación de los Riviére, y desde entonces continuaba
ramificándose sin cesar, para proseguir hasta el norte.
Otra carretera, completamente terminada, atravesaba el
río sobre un sólido puente de piedra uniendo la capital y
su suburbio.
Este último había experimentado pocos
cambios, pero el dique soldado a la orilla iba ganando mar
progresivamente. Abrigaba ya contra los vientos del este la ensenada
del Bourg Neuf que gradualmente se transformaba en un puerto
vasto y tranquilo. Aquel día precisamente, habían
comenzado a construir los postes, primera armadura de estacada
destinada a la edificación de un muelle a lo largo del cual los
navíos podrían un día amarrarse en aguas
profundas.
No habían esperado a terminar aquel muelle ni
el dique, para comerciar en la isla Hoste. año anterior
habían llegado tres barcos por cuenta exclusiva del Kaw-djer.
Aquel año habían llegado siete, de los cuales, dos
habían sido fletados a la administración de la Colonia y
los cinco restantes habían hecho el viaje por operaciones
privadas y empresas individuales.
En aquel momento se encontraba estacionado un gran
velero frente al Bourg Neuf, medio cargado de tablas aserradas
por la serrería de los Riviére mientras que otro velero,
cargado ya con la mis mercancía, había levado anclas
horas antes, desapareciendo detrás de la punta del Este.
En aquel espectáculo que se ofrecía a la
vista de Lewis Dorick y de sus compañeros, todo expresaba
elocuentemente la creciente prosperidad de la colonia. Pero ninguno de
ellos quería ver u oir aquel elocuente espectáculo.
Además, les era familiar, y la costumbre disminuye mucho el
valor de las cosas. Los cambios progresivos pasan fácilmente
desapercibidos y aquello que estaban descubriendo lo habían
visto nacer día a día. Pero incluso si el pensamiento les
hubiera transportado al día siguiente del naufragio, del que
ahora les separaba tres años, ¿se habrían dado
cuenta del progreso realizado? Probablemente, no. Sin duda, habituado a
aquel espectáculo, lo habrían encontrado normal y les
habría parecido que las cosas siempre habían sido
iguales.
Además, por el momento tenían otras
cosas en la cabeza. Cuidadosamente, a medida que iban enumerando a los
habitantes de Liberia, iban apuntando algunos nombres.
-No se me ocurre nadie más -dijo Sirdey -
¿Cuántos hay?
Dorick contó los nombres inscritos en el
cuadernillo.
-Ciento diecisiete -dijo.
-¡Sobre mil...! -terminó Sirdey.
-¿Y qué...? -replicó Dorick-.
Ciento diecisiete es algo. ¿Creéis que el Kaw-djer tiene
a más?, me refiero a gente decidida, dispuesta a todo. El resto
no son más que corderos que seguirían a cualquiera.
Sirdey no respondió, pero no parecía muy
convencido.
-Bueno. ya está bien de hablar -cortó
violentamente Dorick-. Nosotros somos cuatro. Pongámoslo a
votación.
-Yo -exclamó Fred Moore, blandiendo su grueso
puño-, ya estoy harto. Que pase lo que pase. Voto por la
acción.
-Yo también -dijo su hermano.
-Conmigo, ya somos tres... ¿Y tú,
Sirdey...?
Yo haré lo que los demás -dijo sin
entusiasmo el antiguo cocinero-. Pero...
Dorick le quitó la palabra:
-Nada de peros. Lo que se vota, votado
está.
-De todos modos, hay que convenir en los medios
-insistió Sirdey sin dejarse intimidar-. Deshacerse del Kaw-djer
se dice muy pronto. Falta saber cómo.
-¡Ay...! Si tuviéramos armas...: un
fusil..., un revólver..., ¡aunque sólo fuera una
pistola...! -exclamó Fred Moore.
-Sí, pero la cuestión es que no tenemos
-dijo Sirdey con flema.
-¿Y un cuchillo...? -sugirió William
Moore.
Un cuchillo es lo mejor para que te cojan, amigo
-replicó Sirdey. Sabes perfectamente que él Kaw-djer
está vigilado como un rey... Eso sin contar que es un tipo muy
duro de pelar, aunque seamos cuatro contra uno.
Fred Moore frunció las cejas y apretó
los dientes, acompañando aquella mímica con un gesto
violento. Sirdey tenía razón. Conocía la fuerza de
Kaw-djer y recordó lo poco que había pesado su cuerpo
entre sus manos.
-Se me ocurre algo mucho mejor -dijo de pronto Dorick
en medio del silencio que había sucedido a la réplica de
Sirdey.
Sus compañeros se volvieron hacia él,
interrogándole con la mirada.
-Pólvora.
-¿Pólvora...? -repitieron sin
comprender.
Uno de ellos preguntó:
-¿Y qué haremos con ella?
-Una bomba... ¡Ah!, se dice que el Kaw-djer es
un anarquista arrepentido. ¡Pues bien!, emplearemos contra
él el arma de los anarquistas.
Los auditores de Dorick no parecían muy
entusiasmados.
-¿Y quién hará esa bomba?
-refunfuñó Fred Moore-. Yo, seguro que no.
-Yo -dijo Dorick-. Aunque quizá no hiciera ni
siquiera falta. Tengo una idea que, si funciona, el Kaw-djer no
saltará solo. Hartlepool y los hombres que estén en el
puesto de guardia también saltarán... Menos enemigos para
el día de mañana...
Los tres hombres miraron a su camarada con
admiración. Incluso se conquistó a Sirdey.
-¡Si es así...! -murmuró, agotados
ya los argumentos en contra.
Se echó para atrás.
-¡Demonios! -exclamó-. Hablamos de
pólvora como si la tuviéramos.
-Hay en el almacén -replicó Dorick-. No
tenemos más que cogerla..
-¡Hablas con mucha facilidad...!
-respondió Sirdey, que decididamente había asumido el
papel de la oposición-. ¡Como si todo resultara tan
cómodo! ¿Y quién se encargará de
hacerlo?
-Yo no -dijo Dorick.
-Naturalmente -aprobó Sirdey con un tono,
burlón.
-No -explicó Dorick-, no tengo fuerza
suficiente. Ni tú tampoco: tú eres demasiado cobarde.
Fred Moore ni William: son demasiado brutos y
torpes.
-¿Quién entonces?
-Kennedy.
-Nadie puso objeción alguna. Sí,
Kennedy, el viejo cocinero, decidido, desenvuelto, de hábiles
dedos, apara cualquier trabajo, podría salir con éxito
donde otros fracasarían. La elección de Dorick era
buena.
Este interrumpió sus pensamientos.
-Bueno, se hace tarde; si os parece, nos encontramos
aquí mañana a la misma hora. Kennedy estará
aquí. Se lo explicaremos y nos pondremos de acuerdo en todo.
Al acercarse a las primeras casas, les pareció
prudente separarse unos de otros, y, al día siguiente, tomaron
la misma precaución para encontrarse en el lugar convenido. Cada
uno salió por separado de la ciudad y sólo cuando
estuvieron lejos, disminuyeron poco a poco las distancias que los
separaban.
Aquella noche eran cinco; Kennedy, avisado por Dorick,
se había unido a los cuatro.
-Es de los nuestros -anunció Dorick, dando unas
palmadas en los hombros del marinero.
Se estrecharon las manos y luego, sin perder tiempo,
examinaron el medio de ejecutar el proyecto del día anterior. La
conversación fue larga. Ya era noche cerrada, cuando los cinco
hombres comenzaron a descender hacia la ciudad. Ya estaba todo
acordado. Iban a actuar aquella misma noche.
Aunque la oscuridad era absoluta, se dividieron tal y
como habían hecho el día anterior. Dejando entre ellos un
intervalo de algunos minutos, abandonaron la carretera, se introdujeron
a campo traviesa y rodearon las casas por el sur hasta el río,
luego, volviendo sobre sus pasos, penetraron en la ciudad, costeando el
cercado de Patterson. Todo estaba silencioso. Sin ser vistos, llegaron
hasta la Gobernación, donde en aquel momento dormían el
Kaw-djer, Hartlepool y los grumetes. A la sombra de una casa, su grupo
se reunió. Invisibles, permanecieron inmóviles,
agudizando los oídos escudriñando con los ojos en la
oscuridad...
Delante de ellos estaba la puerta del Tribunal.
Débiles ruidos les llegaban del puesto de
policía, situado en la fachada opuesta. Había hombres
vigilando allí abajo. Pero en aquel lado no había nadie.
La calle estaba silenciosa y desierta.
¿Por qué estarían vigilando la
sala del Tribunal? Allí no había más que una mesa,
una tosca silla y algunos bancos fijos en el suelo de madera.
Cuando estuvieron completamente seguros de que no
habla nadie allí, Dorick y Kennedy abandonaron su refugio y
atravesaron rápidamente el espacio descubierto. En un momento
llegaron a la puerta del Tribunal que Kennedy intentó forzar,
mientras que Dorick permanecía al acecho. Durante este tiempo,
los hermanos Moore, dejando a Sirdey en el lugar donde se habían
reunido todos, se alejaron a su vez, uno a la izquierda y el cetro a la
derecha, para detenerse después de algunos pasos. Desde donde se
encontraban ahora, uno podía vigilar la fachada principal y el
puesto situado delante de la Gobernación, y el otro, el muro sin
salida que cerraba la prisión por el sur y la calle que separaba
aquel muro de otras casas. Kennedy estaba bien vigilado. Al menor
peligro sería prevenido con tiempo suficiente para huir.
No sucedió ningún incidente. El antiguo
marinero pudo trabajar a sus anchas. Además no fue un trabajo
difícil, puesto que la cerradura de la puerta del Tribunal no
era muy sólida. Cedió a las primeras palancas para
abrirse de par en par a las tinieblas interiores.
Kennedy entró dejando a Dorick de
vigilancia.
No se veía ni gota en la sala. Kennedy
encendió una cerilla y con ésta una vela. Sabía
hacia dónde se dirigía; Dorick le había repetido
cuidadosamente la lección. De los tres tabiques que limitaban la
habitación en la que penetraba, el de la derecha separaba el
Tribunal de la prisión; el de la izquierda estaba junto al de la
Gobernación propia dicha que, al mismo tiempo, servía de
domicilio al Kaw-djer. Detrás del que tenía enfrente,
estaba el almacén.
Kennedy atravesó oblicuamente la sala hasta el
ancón formado por la unión de este último tabique
con el de la prisión. En aquellos momentos, la prisión
estaba vacía y por consiguiente, nadie podría
oírle. Allí se detuvo y dirigiendo su vela hacia el
tabique, examinó la forma según la cual convenía
proceder.
Sonrió con alegría. No sería
más que un juego atravesar aquel tabique. Construido durante los
primeros días que habían seguido al golpe de Estado del
Kaw-djer, en un momento en que lo esencial consistía en ir
rápido, aquel tabique no constituía en realidad un serio
obstáculo. Estaba hecho con maderos verticales cuyas
extremidades se afincaban en el plafón y en el suelo de madera,
dejando entre ellos unas distancias que habían sido llenadas con
gravas mezcladas en una argamasa de calidad mediocre y de poca dureza.
El cuchillo de Kennedy entró sin dificultad en la argamasa y,
poco a poco, las piedras arrancadas, salieron de las cavidades. El
único temor consistía en el ruido que hacían al
caer. Por ello, una vez que las había socavado Kennedy las
arrancaba una a una y las disponía cuidadosamente en el
suelo.
En una hora había practicado un agujero lo
suficientemente grande en altura para permitirle el paso.
También en anchura habría resultado suficiente, si no lo
hubiera atravesado un madero que, por consiguiente, había que
cortar. Esa fue la parte más pesada del trabajo. Tuvo que
emplear otra hora más para terminarlo.
De vez en cuando, Kennedy se detenía para
prestar oídos a los ruidos exteriores. Todo estaba tranquilo.
Ningún aviso de los vigías anunciaba la proximidad de
peligro.
Cuando el agujero fue lo suficientemente grande,
pasó al otro lado del tabique. Allí se complicaron las
cosas. Resultaba muy difícil moverse sin hacer ruido en medio de
aquellas cajas y mercancías de todo tipo que llenaban el
almacén. Era necesario actuar con extrema prudencia.
¿Dónde habrían puesto los
barriles de pólvora? No se los veía por ningún
sitio En cualquier caso, los barriles tenían que estar
allí
Se puso a buscarlos. Lentamente y vigilando el menor
de sus gestos, se introdujo entre las cajas, viéndose obligado a
veces a sacar algunas para abrirse paso.
Transcurrieron cerca de dos horas. Nadie de los que
estaban fuera deberían comprender aquel retraso y él
mismo empezaba a desesperarse. Se iba poniendo nervioso. La noche
avanzaba; no tardaría mucho en amanecer. ¿Tendría
entonces que marcharse sin haber logrado salir con éxito de una
empresa que la puerta forzada traicionaría y que, y por
consiguiente, no se podría volver a llevar a cabo?
Se iba a resignar a batirse en retirada por cansancio,
cuando finalmente descubrió lo que buscaba.
Los toneles de pólvora estaban allí,
bajo sus ojos.
Había cinco y estaban ordenados en fila cerca
de una puerta, que por el otro lado daba al puesto de policía.
Reteniendo el aliento, Kennedy oía a los hombres de guardia
conversar entre ellos. Distinguía con nitidez sus palabras. Era
necesario, más que nunca, actuar en silencio. Kennedy
levantó un barril, pero fue para dejarlo inmediatamente en el
suelo. Aquel barril era demasiado pesado para que un solo hombre
pudiera llevarlo sin ruido por el complicado camino que había
que seguir. Deslizándose entre las cajas, alcanzó la sala
del Tribunal y sacando la cabeza por el agujero del tabique,
llamó a Dorick cuya negra silueta destacaba en la oscuridad
menos profunda del exterior.
Aquel contestó a la llamada del marinero.
-Como has tardado -dijo en voz baja,
inclinándose hacia la abertura-. ¿Qué te ha
pasado?
-Nada -respondió Kennedy en el mismo tono-.
Pero no es nada fácil navegar por aquí dentro.
-¿Tienes los barriles?
-Pesan demasiado... Tenemos que ser dos...
¡Ven!
Dorick se introdujo por la abertura y, guiado por
Kennedy, atravesó el almacén. Los dos hombres cogieron
uno de los barriles y haciéndolo pasar encima de las cajas, lo
llevaron hasta la sala del Tribunal. Enseguida, Dorick franqueó
de nuevo el tabique.
-¿Dónde vas? -le preguntó Kennedy
con voz asustada.
-A buscar otro barril -respondió Dorick-.
Démonos prisa. Va a amanecer.
-¿Otro barril? -repitió Kennedy
estupefacto-¡Solo con éste haríamos saltar toda
Liberia!
-Nos llevaremos otro
-¿Para hacer qué?
-Eso es cosa mía... Cuando nos hayamos
desembarazado del Kaw-djer, tendremos que ser los amos... La
pólvora podrá sernos útil.
-¿Dónde la guardarás mientras
tanto?
-Tengo un escondite seguro... No te inquietes.
Kennedy obedeció de mala gana. Un cuarto de
hora más tarde, el segundo barril había sido depositado
junto al primero.
Rápidamente colocaron uno de ellos contra el
tabique de la izquierda; luego, Kennedy le abrió un agujero en
la parte baja, del que salió una pequeña cantidad de
pólvora.
Durante este tiempo, Dorick había sacado de su
bolsillo una especie de trenza hecha de hebras de algodón
flojamente entrelazadas. Sumergió en la pólvora aquella
trenza, que antes había tenido la precaución de
humedecer, y luego, cortando un extremo con el cuchillo, lo
encendió para probar. El fuego chisporroteó,
corrió y se apagó.
-¡Perfecto! -declaró Dorick-. Un minuto
para cinco centímetros. Así, serán veinte para la
mecha entera. Más de lo que necesitamos.
Se acercó al barril...
En aquel momento se oyó un violento ruido.
Dorick sé quedó paralizado. Kennedy y él se
miraron. Estaban lívidos...
Su angustia duró poco. Recuperando su sangre
fría, Dorick se puso a reír.
-La lluvia -dijo, encogiendo los hombros.
Se dirigió hasta la puerta y miró al
exterior. Llovía a cántaros y, efectivamente, eran las
gotas crepitando furiosamente sobre el tejado lo que le había
espantado. Era una circunstancia favorable. La lluvia borraría
todas las huellas y nada podía denunciarles si por azar las
sospechas se dirigieran contra ellos. Por otra parte, aquel jaleo
disimularía el inevitable chisporroteo de la mecha.
No había tiempo que perder. El cielo ya se
empurpuraba hacia el este. En pocos instantes amanecería y
Dorick conocía lo suficiente las costumbres del Kaw-djer para
saber que aquél no tardaría mucho en aparecer fuera.
-¡Rápido! -dijo.
Una vez desenrollada la mecha, introdujeron uno de sus
extremos en el tonel y luego Dorick encendió una cerilla que
aproximó al otro extremo. Entonces, los dos hombres salieron
apresuradamente, Kennedy el primero, llevando el segundo barril y
Dorick después, cerrando como pudo la puerta tras él.
Los hermanos Moore y Sirdey permanecían
fielmente en sus puestos.
Dorick, atrayendo su atención con un
débil silbido, les hizo saber con un gesto el éxito de la
tentativa.
Enseguida todos se alejaron rápidamente,
mientras la tormenta continuaba derramando su diluvio sobre la plaza
desierta.
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