Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo XI La
fiebre del oro
El descubrimiento tuvo lugar la mañana del 6 de
marzo.
Algunas personas, entre las que se encontraba Edward
Rhodes, habían proyectado una partida de caza y, habiendo
abandonado Liberia de buena mañana en coches de caballos, se
habían dirigido a unos veinte kilómetros hacia el
sudoeste, hacia la faz occidental de la península Hardy, al pie
de los montes Sentry Boxes, que la limitan. Allí se
extendía un profundo bosque, todavía sin explotar, donde
por lo general se refugiaba la caza mayor de la isla Hoste, los pumas y
los jaguares que tenían que ser destruidos sin que quedara
ninguno, pues muchas ovejas habían sido sus víctimas.
Los cazadores ojearon el bosque; después de
haber matado a dos pumas por el camino, alcanzaron un torrencial arroyo
que delimitaba el lindero opuesto, cuando apareció un jaguar de
gran tamaño.
Edward Rhodes, creyéndole a tiro, le
disparó y alcanzó en el flanco izquierdo. Pero el animal
no había sido herido mortalmente. Después de un rugido de
cólera más que de dolor, dio un salto en la
dirección del torrente, entró en el bosque y
desapareció.
Pero no tan rápido como para que Edward Rhodes
no tuviera tiempo de dispararle un segundo tiro.
La bala, fallando el objetivo, fue a dar en un
ángulo de una roca. La piedra estalló en trozos.
Posiblemente los cazadores hubieran abandonado
entonces el lugar, si uno de los trozos que habían saltado no
hubiera ido a caer a los pies de Edward Rhodes que, intrigado por el
particular aspecto de aquel fragmento de roca, lo recogió y lo
examinó.
Era un pequeño trozo de cuarzo, estriado con
las venas características en las que resultó fácil
discernir unas partículas de oro.
El descubrimiento emocionó grandemente a Edward
Rhodes. ¡Oro...!
¡Había oro en la isla Hoste! Aquel trozo
de roca lo probaba.
Pero ¿había motivo en realidad para
sorprenderse? ¿No se habían encontrado filones de aquel
metal precioso en los alrededores de Punta Arenas o en la Tierra del
Fuego, en la Patagonia o en la Tierra de Magallanes? ¿No era una
cadena de oro, aquella gigantesca espina dorsal de las dos
Américas que bajo el nombre de Montañas Rocosas y
Cordillera de los Andes va de Alaska al cabo de Hornos y de las que,
desde hace cuatro siglos, se le ha extraído el metal por valor
de cuarenta y cinco millones de francos?
Edward Rhodes había comprendido la importancia
de su descubrimiento. Habría querido mantenerlo en secreto y no
habérselo dicho más que a su padre, quien habría
puesto al Kaw-djer al corriente. Pero no era el único en
saberlo. Sus compañeros de caza habían examinado el trozo
de roca y habían recogido otros trozos que también
contenían oro.
No había pues que esperar mantenerlo en secreto
y el mismo día, en efecto, toda la isla sabía que no
tenía nada que envidiar a los Klondike, Transvaal o El Dorado.
Fue como un reguero de pólvora, cuya llama corrió en un
instante de Liberia a otras aldeas.
En todo caso, en aquella estación no era
posible sacar ningún partido del descubrimiento. En pocos
días llegaría el equinoccio de otoño y a la
entrada del invierno era imposible emprender la explotación al
aire libre en el paralelo de la isla Hoste. El hallazgo de Edward
Rhodes no tuvo ni podía tener ninguna consecuencia
inmediata.
El verano terminó en unas condiciones
climáticas bastante favorables. Aquel año, el
décimo desde la fundación de la colonia, se había
beneficiado con una recolección excepcional. Por otro lado, se
habían establecido en el interior de la isla nuevas
serrerías, unas movidas por el vapor, otras, empleando la
electricidad creada por las caídas de los cursos de agua. La
explotación de la pesca y las fábricas de conserva
habían dado lugar a un comercio considerable, y el cargamento de
navíos a la entrada y salida del puerto se cifraba en treinta y
dos mil setecientas setenta y cinco toneladas.
Con la llegada del invierno se tuvieron que
interrumpir las obras emprendidas en el cabo de Hornos para la
edificación del faro y la construcción de las salas donde
debían instalarse las máquinas motrices y las dinamos.
Las obras se habían desarrollado hasta el momento de un modo muy
satisfactorio, a pesar del alejamiento de la isla Hornos, situada a
unos setenta y cinco kilómetros de distancia de la
península Hardy, y de la obligación de transportar el
material a través de un mar sembrado de arrecifes que las
tempestades de invierno iban a hacer impracticable.
Si el mal tiempo trajo como de costumbre numerosos
vendavales y tormentas muy fuertes, no provocó fríos
excesivos e, incluso en julio, la temperatura no descendió de
los diez grados bajo cero.
Los habitantes de Liberia ya no temían ni el
frío ni la intemperie, pues el bienestar general había
permitido a todas las familias instalarse confortablemente. En la isla
Hoste no había miseria y los crímenes contra las personas
o las propiedades no habían turbado jamás el orden
público. Se conocían muy pocos casos de conflictos
civiles, a los que por lo general se había transigido antes
incluso de llegar a los Tribunales.
Parecía que ningún disturbio
habría amenazado a la colonia si no hubiera sido por aquel
descubrimiento del yacimiento aurífero, cuyas consecuencias
teniendo en cuenta la codicia humana, podían ser, extremadamente
graves.
El Kaw-djer no se había equivocado. La noticia
le había hecho concebir los más sombríos
pronósticos y la reflexión aún los
ensombrecía más. No escondió sus temores en la
primera reunión del Consejo.
-Así -dijo-, es en el momento en que nuestra
obra está terminada, cuando no tenemos más que recoger el
fruto de nuestros esfuerzos, que el azar, un maldito azar, lanza entre
nosotros este fermento de disturbios y de ruinas
-Nuestro amigo va demasiado lejos –intervino
Harry Rhodes, que consideraba el suceso de un modo menos pesimista-.
Que el descubrimiento del oro sea una causa de disturbios, es posible,
¡pero de ruinas...!
-Sí, de ruinas -afirmó con
energía el Kawdjer-. ¡El descubrimiento del oro
sólo ha dejado ruinas detrás de él!
-No obstante -objetó Harry Rhodes-, el oro es
una mercancía como otra cualquiera...
-La más inútil.
-En absoluto. La más útil, puesto que
puede cambiarse por todas las demás.
-¡Y qué importa -replicó
acaloradamente el Kaw-djer-, si para obtenerla, hay que sacrificarlo
todo! La inmensa mayoría de los buscadores de oro muere en la
miseria. En cuanto a los que lo logran, la facilidad do su éxito
destruye para siempre su juicio. Toman gusto por los placeres
fácilmente obtenidos. Lo superfluo se convierte para ellos en lo
necesario y cuando los goces materiales los han ablandado, son
incapaces del menor esfuerzo. Quizás se enriquezcan en el
sentido social de la palabra. Se empobrecen según el sentido
hallado, el auténtico. Dejan de ser hombres.
-Soy de la opinión del Kaw-djer -dijo entonces
Germain Riviére-. Sin contar que si se abandonan los campos, las
recolecciones perdidas no se podrán reemplazar. Es poca cosa ser
rico cuando se muere uno de hambre. Y temo mucho que nuestra
población no resista a esta funesta influencia.
¿Quién sabe si los cultivadores no abandonarán los
campos y los obreros su trabajo, para correr a los yacimientos?
-¡Oro...! ¡oro...! ¡La sed del oro!
-repetía el Kaw-djer-. Ninguna peste más terrible
podía haberse abatido sobre nuestro país.
Harry Rhodes estaba indeciso.
-Admitiendo que tengan ustedes razón -dijo-, no
está en nuestro poder conjurar esta peste.
-¡No!, mi querido Rhodes -respondió el
Kawdjer-. Es posible luchar contra una epidemia, erradicarla. Pero
no hay remedio para la fiebre del oro. El dinero es lo más
destructivo de toda organización. ¿Cabe alguna duda
después de lo que ha pasado en los distritos auríferos
del Viejo o del Nuevo Continente, en Australia, California o el Sur de
África? De la noche a la mañana se abandonaron las obras
útiles, los colonos convirtieron en desiertos los campos y las
ciudades, las familias se dispersaron en los yacimientos. En cuanto al
oro extraído con tanta avidez se gastó
estúpidamente, como toda ganancia demasiado fácil, en
abominables locuras, y no les quedó nada a aquellos desgraciados
insensatos.
El Kaw djer hablaba con una animación que
mostraba la fuerza de su convicción y la vivacidad de sus
inquietudes.
-Y no solamente está el peligro de dentro
-añadió-, sino el peligro de fuer. Todos esos
aventureros, todos esos desclasados que invaden los países
auríferos, que traen disturbios y trastornos al arrancar de sus
entrañas el maldito metal. Llegan de todos los puntos del mundo.
Es una avalancha que a su paso sólo deja la nada. ¡Ay!
¡Por qué estará nuestra isla amenazada con
semejantes desastres!
-¿No podemos tener ninguna esperanza?
-preguntó Harry Rhodes muy conmovido-. Si la noticia no se
expande, estaremos preservados de esta invasión.
-No -respondió el Kaw-djer-. Ya es demasiado
tarde para impedir el mal. Uno no se figura con qué rapidez el
mundo entero sabe que acaban de ser descubiertos yacimientos
auríferos, en la región que sea, y por muy lejos que se
encuentre. Verdaderamente uno creería que se transmite por el
aire, que el viento lleva esa peste tan contagiosa que ataca a los
mejores y más sabios y los hace sucumbir.
El Consejo se levantó sin que se hubiera
llegado a ninguna decisión. Y es que en realidad no había
ninguna que tomar. Como había dicho el Kaw-djer con
razón, no se puede luchar contra la fiebre del oro.
Pero por lo demás, aún no se
había perdido nada. En efecto, podría ocurrir que el
yacimiento careciera de la riqueza que se le atribuía sin motivo
y que las partículas de oro estuvieran diseminadas, en tal
estado de dispersión que su explotación fuera imposible.
Para saberlo con seguridad, había que esperar a la
desaparición de la nieve, que durante el invierno cubría
la isla con su manto de hielo.
Con el primer soplo primaveral, los temores del
Kaw-djer empezaron a ser realidad. Desde que el deshielo hizo su
aparición, los colonos más emprendedores y aventureros se
transformaron en prospectores, abandonaron Liberia y partieron a la
caza del oro. Puesto que había sido encontrado en Golden
Creek -así se llamó al pequeño arroyo cuya
orilla había rozado la desventurada bala de Edward Rhodes-
allí fue hacia donde se dirigieron los más impacientes. A
pesar de todos los esfuerzos del Kawdjer y de sus amigos, fue
seguido aquel ejemplo y rápidamente las partidas se
multiplicaron. A partir del cinco de noviembre, muchos centenares de
hostelianos, víctimas de la idea fija del oro, se precipitaron a
los yacimientos y erraron por las montañas en búsqueda de
un filón o de una bolsa rica en pepitas.
En principio, la explotación de placeres no
comporta grandes dificultades. Si se trata de un filón, basta
con seguirlo acometiendo la roca con un pico, después de
machacar los trozos obtenidos para extraer las partículas de
metal que en ellos se encuentran. Es así como lo hacen en las
minas del Transvaal. De todos modos, seguir un filón,
está dicho pronto. En la práctica no resulta tan
fácil. A veces los filones se interfieren y desaparecen, y para
volverlos a encontrar se necesita de la ciencia de técnicos
experimentados. Como mínimo, se hunden muy profundamente en las
entrañas de la tierra. Y seguirlos, significa, por consiguiente,
abrir una mina con todas las sorpresas y todos los peligros inherentes
a este tipo de empresa. Por otro lado, el cuarzo es una roca de extrema
dureza y para machacarlo hacen falta costosas máquinas. De
ahí que la explotación de una mina de oro no pueda ser un
trabajo individual y que sólo poderosas sociedades que dispongan
de una abundante mano de obra y de capitales considerables, puedan
sacar provecho de ello.
De ahí también que los buscadores de
oro, los prospectores, para darles el nombre con el que habitualmente
se les designa, cuando han tenido la suerte de descubrir un yacimiento
se contenten con asegurarse la concesión y cedan sus derechos lo
más rápidamente posible a los banqueros y a los
promotores de negocios.
Quienes, por el contrario, prefieren sacarle partido
por cuenta propia y con sus recursos personales, renuncian
deliberadamente a toda explotación minera. En las proximidades
de las rocas auríferas, buscan terrenos de aluvión,
formados a expensas de esas rocas por la acción secular de las
aguas. Al disgregar la roca, el agua, hielo, lluvia o torrente se ha
llevado necesariamente consigo las partículas de oro, muy
fáciles de aislar. Basta un simple plato para recoger la arena y
un poco de agua para lavarla.
Naturalmente, los hostelianos trabajaban con ese
rudimentario utillaje. Los primeros resultados fueron bastante
alentadores. A las orillas del Golden Creek, en una longitud
de varios kilómetros y en una anchura de doscientos o
trescientos metros, se extendía una capa de lodo de ocho pies de
profundidad. A razón de nueve a diez platos por pie
cúbico, la reserva resultaba abundante, pues era muy raro que un
plato no aportara al menos algunos granos de oro. Es cierto que las
pepitas sólo se encontraban pulverizadas y que aquellos placeres
no iban a producir los centenares de millones que otros similares
habían proporcionado en otras regiones. No obstante, eran lo
suficientemente ricos como para trastornar a aquella pobre gente, que
hasta entonces no había logrado asegurar su existencia
más que a costa de un tenaz trabajo.
No reglamentar la explotación de los placeres
habría significado una mala administración. En resumidas
,cuentas, el yacimiento era una propiedad colectiva y
correspondía a la colectividad apartarla del provecho
individual. Fueran cuales fuesen sus ideas personales, el Kaw-djer
había hecho tabla rasa de ellas y, obligándose a
considerar el problema desde el mismo ángulo que la mayor parte
de los hombres, había buscado la solución más
útil según la opinión generalizada dentro del
grupo social del que él era el jefe. En el curso del invierno,
había mantenido numerosas conversaciones con Dick, pues
había decidido hacerle siempre partícipe de todas sus
decisiones. De aquellos intercambios de opiniones se concluyó la
necesidad de alcanzar un triple fin: limitar tanto como pudieran el
número de hostelianos que partieran a la búsqueda del
oro, hacer beneficiaría de las riquezas arrancadas a la tierra a
toda la colonia, y finalmente, restringir, incluso rechazar si
resultaba posible, la afluencia de extranjeros poco recomendables que
acudirían de todas partes del mundo.
La ley que fue anunciada en carteles al final del
invierno satisfacía los tres deseos. En primer lugar,
subordinaba el derecho de explotación al previo libramiento de
una concesión y, en segundo lugar, fijaba la extensión
máxima de esas concesiones y decretaba, a cargo de los que
tomaban posesión, tanto una indemnización de
adquisición como el pago del cuarto de su extracción de
metal en provecho de la colectividad. Según los términos
de aquella ley, las concesiones se reservaban exclusivamente a los
ciudadanos hostelianos, título que en el futuro sólo
podría ser adquirido después de un año de
residencia efectiva y después de haber sido dada la conformidad
por el gobernador.
Sólo quedaba por aplicar la ley promulgada.
Desde el principio, tropezó con grandes
dificultades. Indiferentes a las disposiciones que contenía en
su favor, los colonos sólo fueron sensibles a las obligaciones
que les imponía. ¿Qué necesidad había de
obtener y pagar una concesión, cuando sólo había
que tomarla? ¿No tiene todo hombre derecho a cavar la tierra y a
lavar el lodo de las orillas? ¿Por qué se les obligaba
por ejercer libremente aquel derecho natural, a pagar la parte que
fuere del producto de su trabajo a quienes no habían participado
en él? En el fondo de su corazón, el Kaw-djer
compartía aquellas ideas. Pero quien ha asumido la temible
misión de gobernar a sus semejantes, debe saber olvidar sus
preferencias personales y sacrificar, cuando hace falta, los principios
que él cree más firmes a las necesidades del momento. Y
saltaba a la vista, que era de primera importancia alentar a los
colonos más prudentes a que tuvieran la energía de
resistir al contagio y permanecer dedicados a su trabajo habitual, y la
mejor forma para alentarlos consistía en asegurarles su parte,
reducida pero segura, aun quedándose en sus casas.
Se tuvo que emplear la coacción, pues la ley no
fue obedecida de buen grado.
El Kaw-djer no disponía en Liberia más
que de unos cincuenta hombres que formaban el cuerpo de la
policía permanente, pero otros novecientos cincuenta hostelianos
figuraban en una lista, de la que los más viejos habían
sido eliminados por turno, a medida que se añadía la
gente joven que ya había alcanzado la mayoría de edad.
Así, rápidamente se podían reunir mil hombres
armados. Se hizo pública una convocación general.
Sólo respondieron setecientos cincuenta
hostelianos. Los doscientos refractarios también habían
partido hacia las minas y recorrían el campo en las proximidades
del Golden Creek.
El Kaw-djer dividió en dos grupos las fuerzas
de las que disponía. Quinientos hombres se repartieron a lo
largo de las costas, con la misión de oponerse a la salida
clandestina del oro. Él se puso a la cabeza de los otros
trescientos, que dividió en veinte escuadras bajo las
órdenes de quienes estaba más seguro, y se dirigió
con ellos a la región de los placeres.
El pequeño ejército represivo fue
dispuesto de modo que atravesara la península al pie de los
Sentry Boxes y desde allí fue ascendiendo hacia el
norte barriendo todo lo que encontraba delante de él. Rechazaron
sin piedad a los lavadores de oro que encontraron a su paso, a menos
que no consintieran en someterse a la ley.
Al principio, aquel método obtuvo cierto
éxito Algunos fueron obligados a pagar en dinero contante el
derecho de explotación y los límites de la
concesión escogida por ellos fueron cuidadosamente
ssñalados. Por el contrario, otros -y ésos eran la mayor
parte- no poseyendo la suma exigida para el libramiento de una
concesión, tuvieron que renunciar a su empresa. Por esta
razón el número de mineros descendió
sensiblemente.
Pero pronto se agravó la situación.
Quienes no habían podido obtener una concesión, sorteaban
por la noche las tropas mandadas por el Kaw-djer y volvían a
establecerse detrás, en la orilla del Golden Creek,
precisamente en el lugar de donde se les acababa de expulsar. Al mismo
tiempo, el mal crecía como una marea. Excitados por los
hallazgos de los primeros prospectores, entraba en escena una segunda
serie de hostelianos. Según las noticias que le llegaban al
Kaw-djer, la isla entera estaba contagiada. El mal ya no estaba
localizado en Golden Creek, e innumerables buscadores de oro
registraban las montañas del centro y del norte.
Pensaron lógicamente que los yacimientos
auríferos no debían encontrarse, con toda probabilidad,
en aquella llanura cenagosa situada a los pies los Sentry
Boxes. Demostrada la presencia del oro en la isla Hoste, todo
conducía a creer que también se encontraría a lo
largo de otros cursos de agua pertenecientes al mismo sistema
orográfico. Así pues, se habían puesto a la caza
por todas partes, desde la punta de la península Hardy y desde
el extremo de la península Pasteur hasta el Darwin
Sound.
Como algunas prospecciones habían conseguido
algunos éxitos, la fiebre general fue en aumento y la
fascinación por el oro se hizo aún más imperiosa.
En pocas semanas una irresistible locura vació Liberia, las
aldeas y las granjas y la mayor parte de sus habitantes. Hombres,
mujeres y niños fueron a trabajar a los placeres. Algunos se
enriquecían al descubrir una de las bolsas donde se
habían acumulado las pepitas bajo la acción de las
lluvias torrenciales. Pero la esperanza no abandonaba a los que,
durante largos días, habían trabajado a costa de mil
fatigas, sin obtener resultado alguno. Todos acudían
allí, desde la capital, desde las aldeas, desde los campos,
desde las explotaciones pesqueras, desde las fábricas y desde
las sucursales del litoral. Aquel oro parecía dotado de un poder
magnético contra el que la razón humana no tenía
fuerza para resistir. Pronto no quedó en Liberia más que
un centenar de colonos, los últimos en permanecer fieles a sus
familias y en continuar sus negocios, muy afectados no obstante por
semejante situación.
Por muy penoso, por muy desolador que resulte
confesarlo, hay que reconocer que de todos los habitantes de la isla
Hoste, sólo los indios que se habían instalado
allí, resistieron a la locura general que todo lo arrastraba.
Sólo ellos no se abandonaron a aquellas furiosas codicias. Si
varias explotaciones pesqueras y establecimientos agrícolas no
fueron completamente abandonados, se debió a los humildes
fueguinos cuya honestidad natural les preservó del contagio.
Además, aquella pobre gente no había dejado de escuchar a
su Bienhechor y no se les ocurría pagar con ingratitud los
innumerables favores que de él habían recibido.
Las cosas fueron aún más lejos.
Llegó el momento en que la tripulación de los
navíos que se encontraban en la ensenada, comenzó a
seguir el funesto ejemplo que se le daba. Hubieron deserciones que se
multiplicaron día a día. Sin el menor aviso, los
marineros abandonaban sus buques y se introducían en el
interior, embriagados por el enloquecedor espejismo del oro. Los
capitanes, asustados por aquel desperdigamiento de sus tripulaciones,
se apresuraron uno tras otro en abandonar el Bourg Neuf sin
siquiera esperar el final de sus operaciones de carga y descarga. No
hay duda de que darían a conocer fuera el peligro que
habían corrido. Todas las marinas de la tierra iban a poner en
cuarentena a la isla Hoste.
El contagio no dispensó siquiera a los que
tenían el deber de combatirlo. Aquel cuerpo organizado por el
Kaw-djer para la vigilancia de las costas, dasapareció tan
pronto como fue formado. De los quinientos vientos hombres que la
componían, no se pudieron reunir ni a veinte para ocupar el
puesto que les estaba asignado. Al mismo tiempo, la tropa que él
mandaba directamente se fundía como un trozo de hielo al sol. No
hubo una sola noche que no fuera aprovechada por los fugitivos. En
quince días se redujo de trescientos hombres a menos de
cincuenta.
A pesar de su indomable energía, el Kaw-djer se
desanimó entonces profundamente. Él, que empujado por una
irresistible pasión por el bien, se había vuelto a unir a
la humanidad después de tan larga ruptura, ¡ahora
éste se descubría cínicamente, mostrando todos sus
defectos al desnudo, todas sus vergüenzas y todos sus vicios! Lo
que había construido con tanto esfuerzo, se desplomaba en un
instante y, porque el azar había hecho saltar algunas
partículas de oro de un trozo de roca, las ruinas iban a
acumularse sobre aquella desgraciada colonia.
Ya no podía ni siquiera luchar. Los más
fieles le abandonaban como los demás. No sería con aquel
puñado de hombres de los que disponía ahora porque
quizás le abandonaran mañana, que haría entrar en
razón a una multitud extraviada.
El Kaw-djer regresó a Liberia. No había
nada que hacer. Como un torrente devastador, la peste se había
expandido por toda la isla y la había asolado por completo.
Había que esperar a que se agotara su violencia.
Por un instante pareció que aquel momento
había llegado. Hacia mediados de diciembre, quince días
después del regreso del Kaw-djer a la Gobernación,
algunos pocos liberianos, comenzaron a volver a la capital. En los
días que siguieron, el movimiento se acentuó. Por un
colono que con retraso se marchaba al campo, entraban dos que
cabizbajos volvían a sus ocupaciones anteriores.
Dos causas motivaban aquel viraje. En primer lugar, el
oficio de prospector era más difícil de ejercer de lo que
habían supuesto. Romper la roca a golpes de pico o lavar las
arenas de la mañana a la noche son penosas tareas que
sólo la esperanza de una ganancia rápida permite
soportar. No había sido suficiente agacharse para recoger las
pepitas tal y como se habían imaginado. Para algunos que su
buena estrella había guiado hasta una bolsa, se podían
contar a centenares a quienes el oficio de prospectores, infinitamente
más duro que su trabajo habitual, había reportado mucho
menos. Por fe en los chismes habían atribuido a los yacimientos
una riqueza incalculable. Ahora había que abrir los ojos. Era
indiscutible que había oro en la isla Hoste, pero no que pudiera
recogerse a espuertas, como al principio habían creído
ingenuamente. De ahí que para ciertos colonos había sido
mayor y más rápido el desánimo que las
ilusiones.
Por otro lado, la disminución de las
transacciones comerciales y el paro casi total de las explotaciones
agrícolas empezaban a producir sus efectos. Ciertamente
aún no había falta de nada. Pero el precio de todos los
objetos de primera necesidad había aumentado enormemente.
Sólo podían reírse aquellos a los que la caza del
oro había resultado provechosa. Por el contrario, aquel
encarecimiento contribuía a aumentar la miseria de los otros
para quienes el hallazgo de algunas pepitas de valor había
compensado la supresión de los salarios habituales.
De ahí aquellas retiradas cuyo número
fue lo demás restringido. Se limitaron a los más
débiles y a los más pobres y, en pocos días, el
movimiento se detuvo.
El Kaw-djer no experimentó ninguna
decepción pues jamás se había ilusionado por su
extensión.
Lejos de considerar la crisis como cerca de apagarse,
su mirada clarividente descubría nuevos peligros en las
tinieblas del futuro. No, la crisis no había terminado. Por el
contrario, sólo acababa de empezar. Hasta ahora sólo
había que contar con los hostelianos, pero no siempre
sería así. De todas las regiones del mundo, la temible
raza de los buscadores de oro se abatiría inevitablemente sobre
la desventurada isla, desde el momento en que conocieran la existencia
del nuevo campo abierto a su saciable rapacidad.
Fue el diecisiete de enero cuando llegó al
Bourg Neuf el primer convoy. Desembarcaron del
steamer cerca de unos doscientos hombres más o menos
harapientos, de fuerte aspecto, aire resuelto, brutal, salvaje. Algunos
llevaban anchos cuchillos en la cintura, pero en todos sin
excepción el pantalón, por lamentable estado en que
estuviera, llevaba un bolsillo especial abultado por la culata de un
revólver. Llevaban al hombro un pico y un saco donde guardaban
sus miserables trapos, y en la cadera izquierda una cantimplora, un
plato y una escudilla que al entrechocar hacía un ruido de
chatarra.
El Kaw-djer los vio desembarcar con tristeza Aquellos
doscientos aventureros era el primer eslabón de la cadena con
que la isla Hoste iba a ser agarrotada.
A partir de aquel día las llegadas se
sucedieron a intervalos seguidos. Tan pronto como desembarcaban los
buscadores de oro, gente acostumbrada a cumplir con los requisitos, se
dirigían directamente a la Gobernación y se informaban
acerca de la prescripciones legales en vigor. Coincidían
unánimemente en encontrarlas exorbitantes. Entonces aplazaban la
regularización de su situación y se diseminaban por la
ciudad. El reducido número de sus habitantes y las informaciones
que hábilmente recogieron les convencieron pronto de la
debilidad de la administración hosteliana. Por ello decidieron
hacer caso omiso a las leyes que los mismos hostelianos desafiaban
impunemente y, después de haber vagado uno o dos días por
las calles desiertas de Liberia, abandonaban la ciudad y se alejaban
sin mayor requisito a la búsqueda de una concesión.
Pero llegó el invierno, y en el mismo momento
en que los trabajos mineros se detuvieron, se agotó la oleada de
los que llegaban. El 24 de marzo, tras haber desembarcado a su
contingente de prospectores, se alejó el último
navío del Bourg Neuf. Más de dos mil aventureros
pisaban en aquel momento el suelo de la isla.
Aquel navío se llevaba consigo un decreto, en
numerosas copias, dirigido por la Gobernación de la isla Hoste a
todos los Estados del globo. El Kawdjer, que había asistido
a la invasión con creciente dolor, hacía saber urbi
et orbi que la isla Hoste, teniendo superabundancia de
población, obstaculizaría el desembarco de todo nuevo
extranjero, aunque tuviera que usar la fuerza para ello.
¿Sería eficaz aquella medida?
Sólo el futuro lo podría decir, pero el Kaw-djer lo
dudaba en su fuero interno. La atracción por el oro es en
ciertas naturalezas demasiado poderosa para que nada pueda
detenerlas.
Además, el mal ya estaba hecho. La revuelta de
los hostelianos que rechazaba toda disciplina, la inevitable miseria a
la que se habían condenado, la invasión de aquella turba
de aventureros, gentes de saco y cuerda que traían consigo todos
los vicios de la tierra, todo aquello conducía al desastre.
¿Qué se podía hacer contra
aquello? Nada. Sólo se podía dejar que pasara el tiempo y
esperar a mejores días, si es que éstos debían
llegar alguna vez. Halg, Karroly, Hartlepool, Harry y Edward Rhodes,
Dick, Germain Riviére y otros treinta más estaban solos
contra todos. Eran los últimos que se habían mantenido
fieles, el batallón sagrado agrupado en torno al Kaw-djer que
asistía impotente a la destrucción de su obra.
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