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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
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Segunda parte
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Tercera parte
Indicador Primeras medidas
Indicador La ciudad naciente
Indicador El atentado
Indicador En las cuevas
Indicador Un héroe
Indicador Durante dieciocho meses
Indicador La invasión
Indicador Un traidor
Indicador La Patria Hosteliana
Indicador Cinco años después
Indicador La fiebre del oro
Indicador El saqueo de la isla
Indicador Una jornada triste
Indicador La abdicación
Indicador ¡Solo!

Los náufragos del “Jonathan”
Tercera parte - Capítulo XI
La fiebre del oro

El descubrimiento tuvo lugar la mañana del 6 de marzo.

Algunas personas, entre las que se encontraba Edward Rhodes, habían proyectado una partida de caza y, habiendo abandonado Liberia de buena mañana en coches de caballos, se habían dirigido a unos veinte kilómetros hacia el sudoeste, hacia la faz occidental de la península Hardy, al pie de los montes Sentry Boxes, que la limitan. Allí se extendía un profundo bosque, todavía sin explotar, donde por lo general se refugiaba la caza mayor de la isla Hoste, los pumas y los jaguares que tenían que ser destruidos sin que quedara ninguno, pues muchas ovejas habían sido sus víctimas.

Los cazadores ojearon el bosque; después de haber matado a dos pumas por el camino, alcanzaron un torrencial arroyo que delimitaba el lindero opuesto, cuando apareció un jaguar de gran tamaño.

Edward Rhodes, creyéndole a tiro, le disparó y alcanzó en el flanco izquierdo. Pero el animal no había sido herido mortalmente. Después de un rugido de cólera más que de dolor, dio un salto en la dirección del torrente, entró en el bosque y desapareció.

Pero no tan rápido como para que Edward Rhodes no tuviera tiempo de dispararle un segundo tiro.

La bala, fallando el objetivo, fue a dar en un ángulo de una roca. La piedra estalló en trozos.

Posiblemente los cazadores hubieran abandonado entonces el lugar, si uno de los trozos que habían saltado no hubiera ido a caer a los pies de Edward Rhodes que, intrigado por el particular aspecto de aquel fragmento de roca, lo recogió y lo examinó.

Era un pequeño trozo de cuarzo, estriado con las venas características en las que resultó fácil discernir unas partículas de oro.

El descubrimiento emocionó grandemente a Edward Rhodes. ¡Oro...!

¡Había oro en la isla Hoste! Aquel trozo de roca lo probaba.

Pero ¿había motivo en realidad para sorprenderse? ¿No se habían encontrado filones de aquel metal precioso en los alrededores de Punta Arenas o en la Tierra del Fuego, en la Patagonia o en la Tierra de Magallanes? ¿No era una cadena de oro, aquella gigantesca espina dorsal de las dos Américas que bajo el nombre de Montañas Rocosas y Cordillera de los Andes va de Alaska al cabo de Hornos y de las que, desde hace cuatro siglos, se le ha extraído el metal por valor de cuarenta y cinco millones de francos?

Edward Rhodes había comprendido la importancia de su descubrimiento. Habría querido mantenerlo en secreto y no habérselo dicho más que a su padre, quien habría puesto al Kaw-djer al corriente. Pero no era el único en saberlo. Sus compañeros de caza habían examinado el trozo de roca y habían recogido otros trozos que también contenían oro.

No había pues que esperar mantenerlo en secreto y el mismo día, en efecto, toda la isla sabía que no tenía nada que envidiar a los Klondike, Transvaal o El Dorado. Fue como un reguero de pólvora, cuya llama corrió en un instante de Liberia a otras aldeas.

En todo caso, en aquella estación no era posible sacar ningún partido del descubrimiento. En pocos días llegaría el equinoccio de otoño y a la entrada del invierno era imposible emprender la explotación al aire libre en el paralelo de la isla Hoste. El hallazgo de Edward Rhodes no tuvo ni podía tener ninguna consecuencia inmediata.

El verano terminó en unas condiciones climáticas bastante favorables. Aquel año, el décimo desde la fundación de la colonia, se había beneficiado con una recolección excepcional. Por otro lado, se habían establecido en el interior de la isla nuevas serrerías, unas movidas por el vapor, otras, empleando la electricidad creada por las caídas de los cursos de agua. La explotación de la pesca y las fábricas de conserva habían dado lugar a un comercio considerable, y el cargamento de navíos a la entrada y salida del puerto se cifraba en treinta y dos mil setecientas setenta y cinco toneladas.

Con la llegada del invierno se tuvieron que interrumpir las obras emprendidas en el cabo de Hornos para la edificación del faro y la construcción de las salas donde debían instalarse las máquinas motrices y las dinamos. Las obras se habían desarrollado hasta el momento de un modo muy satisfactorio, a pesar del alejamiento de la isla Hornos, situada a unos setenta y cinco kilómetros de distancia de la península Hardy, y de la obligación de transportar el material a través de un mar sembrado de arrecifes que las tempestades de invierno iban a hacer impracticable.

Si el mal tiempo trajo como de costumbre numerosos vendavales y tormentas muy fuertes, no provocó fríos excesivos e, incluso en julio, la temperatura no descendió de los diez grados bajo cero.

Los habitantes de Liberia ya no temían ni el frío ni la intemperie, pues el bienestar general había permitido a todas las familias instalarse confortablemente. En la isla Hoste no había miseria y los crímenes contra las personas o las propiedades no habían turbado jamás el orden público. Se conocían muy pocos casos de conflictos civiles, a los que por lo general se había transigido antes incluso de llegar a los Tribunales.

Parecía que ningún disturbio habría amenazado a la colonia si no hubiera sido por aquel descubrimiento del yacimiento aurífero, cuyas consecuencias teniendo en cuenta la codicia humana, podían ser, extremadamente graves.

El Kaw-djer no se había equivocado. La noticia le había hecho concebir los más sombríos pronósticos y la reflexión aún los ensombrecía más. No escondió sus temores en la primera reunión del Consejo.

-Así -dijo-, es en el momento en que nuestra obra está terminada, cuando no tenemos más que recoger el fruto de nuestros esfuerzos, que el azar, un maldito azar, lanza entre nosotros este fermento de disturbios y de ruinas

-Nuestro amigo va demasiado lejos –intervino Harry Rhodes, que consideraba el suceso de un modo menos pesimista-. Que el descubrimiento del oro sea una causa de disturbios, es posible, ¡pero de ruinas...!

-Sí, de ruinas -afirmó con energía el Kaw­djer-. ¡El descubrimiento del oro sólo ha dejado ruinas detrás de él!

-No obstante -objetó Harry Rhodes-, el oro es una mercancía como otra cualquiera...

-La más inútil.

-En absoluto. La más útil, puesto que puede cambiarse por todas las demás.

-¡Y qué importa -replicó acaloradamente el Kaw-djer-, si para obtenerla, hay que sacrificarlo todo! La inmensa mayoría de los buscadores de oro muere en la miseria. En cuanto a los que lo logran, la facilidad do su éxito destruye para siempre su juicio. Toman gusto por los placeres fácilmente obtenidos. Lo superfluo se convierte para ellos en lo necesario y cuando los goces materiales los han ablandado, son incapaces del menor esfuerzo. Quizás se enriquezcan en el sentido social de la palabra. Se empobrecen según el sentido hallado, el auténtico. Dejan de ser hombres.

-Soy de la opinión del Kaw-djer -dijo entonces Germain Riviére-. Sin contar que si se abandonan los campos, las recolecciones perdidas no se podrán reemplazar. Es poca cosa ser rico cuando se muere uno de hambre. Y temo mucho que nuestra población no resista a esta funesta influencia. ¿Quién sabe si los cultivadores no abandonarán los campos y los obreros su trabajo, para correr a los yacimientos?

-¡Oro...! ¡oro...! ¡La sed del oro! -repetía el Kaw-djer-. Ninguna peste más terrible podía haberse abatido sobre nuestro país.

Harry Rhodes estaba indeciso.

-Admitiendo que tengan ustedes razón -dijo-, no está en nuestro poder conjurar esta peste.

-¡No!, mi querido Rhodes -respondió el Kaw­djer-. Es posible luchar contra una epidemia, erradicarla. Pero no hay remedio para la fiebre del oro. El dinero es lo más destructivo de toda organización. ¿Cabe alguna duda después de lo que ha pasado en los distritos auríferos del Viejo o del Nuevo Continente, en Australia, California o el Sur de África? De la noche a la mañana se abandonaron las obras útiles, los colonos convirtieron en desiertos los campos y las ciudades, las familias se dispersaron en los yacimientos. En cuanto al oro extraído con tanta avidez se gastó estúpidamente, como toda ganancia demasiado fácil, en abominables locuras, y no les quedó nada a aquellos desgraciados insensatos.

El Kaw djer hablaba con una animación que mostraba la fuerza de su convicción y la vivacidad de sus inquietudes.

-Y no solamente está el peligro de dentro -añadió-, sino el peligro de fuer. Todos esos aventureros, todos esos desclasados que invaden los países auríferos, que traen disturbios y trastornos al arrancar de sus entrañas el maldito metal. Llegan de todos los puntos del mundo. Es una avalancha que a su paso sólo deja la nada. ¡Ay! ¡Por qué estará nuestra isla amenazada con semejantes desastres!

-¿No podemos tener ninguna esperanza? -preguntó Harry Rhodes muy conmovido-. Si la noticia no se expande, estaremos preservados de esta invasión.

-No -respondió el Kaw-djer-. Ya es demasiado tarde para impedir el mal. Uno no se figura con qué rapidez el mundo entero sabe que acaban de ser descubiertos yacimientos auríferos, en la región que sea, y por muy lejos que se encuentre. Verdaderamente uno creería que se transmite por el aire, que el viento lleva esa peste tan contagiosa que ataca a los mejores y más sabios y los hace sucumbir.

El Consejo se levantó sin que se hubiera llegado a ninguna decisión. Y es que en realidad no había ninguna que tomar. Como había dicho el Kaw-djer con razón, no se puede luchar contra la fiebre del oro.

Pero por lo demás, aún no se había perdido nada. En efecto, podría ocurrir que el yacimiento careciera de la riqueza que se le atribuía sin motivo y que las partículas de oro estuvieran diseminadas, en tal estado de dispersión que su explotación fuera imposible. Para saberlo con seguridad, había que esperar a la desaparición de la nieve, que durante el invierno cubría la isla con su manto de hielo.

Con el primer soplo primaveral, los temores del Kaw-djer empezaron a ser realidad. Desde que el deshielo hizo su aparición, los colonos más emprendedores y aventureros se transformaron en prospectores, abandonaron Liberia y partieron a la caza del oro. Puesto que había sido encontrado en Golden Creek -así se llamó al pequeño arroyo cuya orilla había rozado la desventurada bala de Edward Rhodes- allí fue hacia donde se dirigieron los más impacientes. A pesar de todos los esfuerzos del Kaw­djer y de sus amigos, fue seguido aquel ejemplo y rápidamente las partidas se multiplicaron. A partir del cinco de noviembre, muchos centenares de hostelianos, víctimas de la idea fija del oro, se precipitaron a los yacimientos y erraron por las montañas en búsqueda de un filón o de una bolsa rica en pepitas.

En principio, la explotación de placeres no comporta grandes dificultades. Si se trata de un filón, basta con seguirlo acometiendo la roca con un pico, después de machacar los trozos obtenidos para extraer las partículas de metal que en ellos se encuentran. Es así como lo hacen en las minas del Transvaal. De todos modos, seguir un filón, está dicho pronto. En la práctica no resulta tan fácil. A veces los filones se interfieren y desaparecen, y para volverlos a encontrar se necesita de la ciencia de técnicos experimentados. Como mínimo, se hunden muy profundamente en las entrañas de la tierra. Y seguirlos, significa, por consiguiente, abrir una mina con todas las sorpresas y todos los peligros inherentes a este tipo de empresa. Por otro lado, el cuarzo es una roca de extrema dureza y para machacarlo hacen falta costosas máquinas. De ahí que la explotación de una mina de oro no pueda ser un trabajo individual y que sólo poderosas sociedades que dispongan de una abundante mano de obra y de capitales considerables, puedan sacar provecho de ello.

De ahí también que los buscadores de oro, los prospectores, para darles el nombre con el que habitualmente se les designa, cuando han tenido la suerte de descubrir un yacimiento se contenten con asegurarse la concesión y cedan sus derechos lo más rápidamente posible a los banqueros y a los promotores de negocios.

Quienes, por el contrario, prefieren sacarle partido por cuenta propia y con sus recursos personales, renuncian deliberadamente a toda explotación minera. En las proximidades de las rocas auríferas, buscan terrenos de aluvión, formados a expensas de esas rocas por la acción secular de las aguas. Al disgregar la roca, el agua, hielo, lluvia o torrente se ha llevado necesariamente consigo las partículas de oro, muy fáciles de aislar. Basta un simple plato para recoger la arena y un poco de agua para lavarla.

Naturalmente, los hostelianos trabajaban con ese rudimentario utillaje. Los primeros resultados fueron bastante alentadores. A las orillas del Golden Creek, en una longitud de varios kilómetros y en una anchura de doscientos o trescientos metros, se extendía una capa de lodo de ocho pies de profundidad. A razón de nueve a diez platos por pie cúbico, la reserva resultaba abundante, pues era muy raro que un plato no aportara al menos algunos granos de oro. Es cierto que las pepitas sólo se encontraban pulverizadas y que aquellos placeres no iban a producir los centenares de millones que otros similares habían proporcionado en otras regiones. No obstante, eran lo suficientemente ricos como para trastornar a aquella pobre gente, que hasta entonces no había logrado asegurar su existencia más que a costa de un tenaz trabajo.

No reglamentar la explotación de los placeres habría significado una mala administración. En resumidas ,cuentas, el yacimiento era una propiedad colectiva y correspondía a la colectividad apartarla del provecho individual. Fueran cuales fuesen sus ideas personales, el Kaw-djer había hecho tabla rasa de ellas y, obligándose a considerar el problema desde el mismo ángulo que la mayor parte de los hombres, había buscado la solución más útil según la opinión generalizada dentro del grupo social del que él era el jefe. En el curso del invierno, había mantenido numerosas conversaciones con Dick, pues había decidido hacerle siempre partícipe de todas sus decisiones. De aquellos intercambios de opiniones se concluyó la necesidad de alcanzar un triple fin: limitar tanto como pudieran el número de hostelianos que partieran a la búsqueda del oro, hacer beneficiaría de las riquezas arrancadas a la tierra a toda la colonia, y finalmente, restringir, incluso rechazar si resultaba posible, la afluencia de extranjeros poco recomendables que acudirían de todas partes del mundo.

La ley que fue anunciada en carteles al final del invierno satisfacía los tres deseos. En primer lugar, subordinaba el derecho de explotación al previo libramiento de una concesión y, en segundo lugar, fijaba la extensión máxima de esas concesiones y decretaba, a cargo de los que tomaban posesión, tanto una indemnización de adquisición como el pago del cuarto de su extracción de metal en provecho de la colectividad. Según los términos de aquella ley, las concesiones se reservaban exclusivamente a los ciudadanos hostelianos, título que en el futuro sólo podría ser adquirido después de un año de residencia efectiva y después de haber sido dada la conformidad por el gobernador.

Sólo quedaba por aplicar la ley promulgada.

Desde el principio, tropezó con grandes dificultades. Indiferentes a las disposiciones que contenía en su favor, los colonos sólo fueron sensibles a las obligaciones que les imponía. ¿Qué necesidad había de obtener y pagar una concesión, cuando sólo había que tomarla? ¿No tiene todo hombre derecho a cavar la tierra y a lavar el lodo de las orillas? ¿Por qué se les obligaba por ejercer libremente aquel derecho natural, a pagar la parte que fuere del producto de su trabajo a quienes no habían participado en él? En el fondo de su corazón, el Kaw-djer compartía aquellas ideas. Pero quien ha asumido la temible misión de gobernar a sus semejantes, debe saber olvidar sus preferencias personales y sacrificar, cuando hace falta, los principios que él cree más firmes a las necesidades del momento. Y saltaba a la vista, que era de primera importancia alentar a los colonos más prudentes a que tuvieran la energía de resistir al contagio y permanecer dedicados a su trabajo habitual, y la mejor forma para alentarlos consistía en asegurarles su parte, reducida pero segura, aun quedándose en sus casas.

Se tuvo que emplear la coacción, pues la ley no fue obedecida de buen grado.

El Kaw-djer no disponía en Liberia más que de unos cincuenta hombres que formaban el cuerpo de la policía permanente, pero otros novecientos cincuenta hostelianos figuraban en una lista, de la que los más viejos habían sido eliminados por turno, a medida que se añadía la gente joven que ya había alcanzado la mayoría de edad. Así, rápidamente se podían reunir mil hombres armados. Se hizo pública una convocación general.

Sólo respondieron setecientos cincuenta hostelianos. Los doscientos refractarios también habían partido hacia las minas y recorrían el campo en las proximidades del Golden Creek.

El Kaw-djer dividió en dos grupos las fuerzas de las que disponía. Quinientos hombres se repartieron a lo largo de las costas, con la misión de oponerse a la salida clandestina del oro. Él se puso a la cabeza de los otros trescientos, que dividió en veinte escuadras bajo las órdenes de quienes estaba más seguro, y se dirigió con ellos a la región de los placeres.

El pequeño ejército represivo fue dispuesto de modo que atravesara la península al pie de los Sentry Boxes y desde allí fue ascendiendo hacia el norte barriendo todo lo que encontraba delante de él. Rechazaron sin piedad a los lavadores de oro que encontraron a su paso, a menos que no consintieran en someterse a la ley.

Al principio, aquel método obtuvo cierto éxito Algunos fueron obligados a pagar en dinero contante el derecho de explotación y los límites de la concesión escogida por ellos fueron cuidadosamente ssñalados. Por el contrario, otros -y ésos eran la mayor parte- no poseyendo la suma exigida para el libramiento de una concesión, tuvieron que renunciar a su empresa. Por esta razón el número de mineros descendió sensiblemente.

Pero pronto se agravó la situación. Quienes no habían podido obtener una concesión, sorteaban por la noche las tropas mandadas por el Kaw-djer y volvían a establecerse detrás, en la orilla del Golden Creek, precisamente en el lugar de donde se les acababa de expulsar. Al mismo tiempo, el mal crecía como una marea. Excitados por los hallazgos de los primeros prospectores, entraba en escena una segunda serie de hostelianos. Según las noticias que le llegaban al Kaw-djer, la isla entera estaba contagiada. El mal ya no estaba localizado en Golden Creek, e innumerables buscadores de oro registraban las montañas del centro y del norte.

Pensaron lógicamente que los yacimientos auríferos no debían encontrarse, con toda probabilidad, en aquella llanura cenagosa situada a los pies los Sentry Boxes. Demostrada la presencia del oro en la isla Hoste, todo conducía a creer que también se encontraría a lo largo de otros cursos de agua pertenecientes al mismo sistema orográfico. Así pues, se habían puesto a la caza por todas partes, desde la punta de la península Hardy y desde el extremo de la península Pasteur hasta el Darwin Sound.

Como algunas prospecciones habían conseguido algunos éxitos, la fiebre general fue en aumento y la fascinación por el oro se hizo aún más imperiosa. En pocas semanas una irresistible locura vació Liberia, las aldeas y las granjas y la mayor parte de sus habitantes. Hombres, mujeres y niños fueron a trabajar a los placeres. Algunos se enriquecían al descubrir una de las bolsas donde se habían acumulado las pepitas bajo la acción de las lluvias torrenciales. Pero la esperanza no abandonaba a los que, durante largos días, habían trabajado a costa de mil fatigas, sin obtener resultado alguno. Todos acudían allí, desde la capital, desde las aldeas, desde los campos, desde las explotaciones pesqueras, desde las fábricas y desde las sucursales del litoral. Aquel oro parecía dotado de un poder magnético contra el que la razón humana no tenía fuerza para resistir. Pronto no quedó en Liberia más que un centenar de colonos, los últimos en permanecer fieles a sus familias y en continuar sus negocios, muy afectados no obstante por semejante situación.

Por muy penoso, por muy desolador que resulte confesarlo, hay que reconocer que de todos los habitantes de la isla Hoste, sólo los indios que se habían instalado allí, resistieron a la locura general que todo lo arrastraba. Sólo ellos no se abandonaron a aquellas furiosas codicias. Si varias explotaciones pesqueras y establecimientos agrícolas no fueron completamente abandonados, se debió a los humildes fueguinos cuya honestidad natural les preservó del contagio. Además, aquella pobre gente no había dejado de escuchar a su Bienhechor y no se les ocurría pagar con ingratitud los innumerables favores que de él habían recibido.

Las cosas fueron aún más lejos. Llegó el momento en que la tripulación de los navíos que se encontraban en la ensenada, comenzó a seguir el funesto ejemplo que se le daba. Hubieron deserciones que se multiplicaron día a día. Sin el menor aviso, los marineros abandonaban sus buques y se introducían en el interior, embriagados por el enloquecedor espejismo del oro. Los capitanes, asustados por aquel desperdigamiento de sus tripulaciones, se apresuraron uno tras otro en abandonar el Bourg Neuf sin siquiera esperar el final de sus operaciones de carga y descarga. No hay duda de que darían a conocer fuera el peligro que habían corrido. Todas las marinas de la tierra iban a poner en cuarentena a la isla Hoste.

El contagio no dispensó siquiera a los que tenían el deber de combatirlo. Aquel cuerpo organizado por el Kaw-djer para la vigilancia de las costas, dasapareció tan pronto como fue formado. De los quinientos vientos hombres que la componían, no se pudieron reunir ni a veinte para ocupar el puesto que les estaba asignado. Al mismo tiempo, la tropa que él mandaba directamente se fundía como un trozo de hielo al sol. No hubo una sola noche que no fuera aprovechada por los fugitivos. En quince días se redujo de trescientos hombres a menos de cincuenta.

A pesar de su indomable energía, el Kaw-djer se desanimó entonces profundamente. Él, que empujado por una irresistible pasión por el bien, se había vuelto a unir a la humanidad después de tan larga ruptura, ¡ahora éste se descubría cínicamente, mostrando todos sus defectos al desnudo, todas sus vergüenzas y todos sus vicios! Lo que había construido con tanto esfuerzo, se desplomaba en un instante y, porque el azar había hecho saltar algunas partículas de oro de un trozo de roca, las ruinas iban a acumularse sobre aquella desgraciada colonia.

Ya no podía ni siquiera luchar. Los más fieles le abandonaban como los demás. No sería con aquel puñado de hombres de los que disponía ahora porque quizás le abandonaran mañana, que haría entrar en razón a una multitud extraviada.

El Kaw-djer regresó a Liberia. No había nada que hacer. Como un torrente devastador, la peste se había expandido por toda la isla y la había asolado por completo. Había que esperar a que se agotara su violencia.

Por un instante pareció que aquel momento había llegado. Hacia mediados de diciembre, quince días después del regreso del Kaw-djer a la Gobernación, algunos pocos liberianos, comenzaron a volver a la capital. En los días que siguieron, el movimiento se acentuó. Por un colono que con retraso se marchaba al campo, entraban dos que cabizbajos volvían a sus ocupaciones anteriores.

Dos causas motivaban aquel viraje. En primer lugar, el oficio de prospector era más difícil de ejercer de lo que habían supuesto. Romper la roca a golpes de pico o lavar las arenas de la mañana a la noche son penosas tareas que sólo la esperanza de una ganancia rápida permite soportar. No había sido suficiente agacharse para recoger las pepitas tal y como se habían imaginado. Para algunos que su buena estrella había guiado hasta una bolsa, se podían contar a centenares a quienes el oficio de prospectores, infinitamente más duro que su trabajo habitual, había reportado mucho menos. Por fe en los chismes habían atribuido a los yacimientos una riqueza incalculable. Ahora había que abrir los ojos. Era indiscutible que había oro en la isla Hoste, pero no que pudiera recogerse a espuertas, como al principio habían creído ingenuamente. De ahí que para ciertos colonos había sido mayor y más rápido el desánimo que las ilusiones.

Por otro lado, la disminución de las transacciones comerciales y el paro casi total de las explotaciones agrícolas empezaban a producir sus efectos. Ciertamente aún no había falta de nada. Pero el precio de todos los objetos de primera necesidad había aumentado enormemente. Sólo podían reírse aquellos a los que la caza del oro había resultado provechosa. Por el contrario, aquel encarecimiento contribuía a aumentar la miseria de los otros para quienes el hallazgo de algunas pepitas de valor había compensado la supresión de los salarios habituales.

De ahí aquellas retiradas cuyo número fue lo demás restringido. Se limitaron a los más débiles y a los más pobres y, en pocos días, el movimiento se detuvo.

El Kaw-djer no experimentó ninguna decepción pues jamás se había ilusionado por su extensión.

Lejos de considerar la crisis como cerca de apagarse, su mirada clarividente descubría nuevos peligros en las tinieblas del futuro. No, la crisis no había terminado. Por el contrario, sólo acababa de empezar. Hasta ahora sólo había que contar con los hostelianos, pero no siempre sería así. De todas las regiones del mundo, la temible raza de los buscadores de oro se abatiría inevitablemente sobre la desventurada isla, desde el momento en que conocieran la existencia del nuevo campo abierto a su saciable rapacidad.

Fue el diecisiete de enero cuando llegó al Bourg Neuf el primer convoy. Desembarcaron del steamer cerca de unos doscientos hombres más o menos harapientos, de fuerte aspecto, aire resuelto, brutal, salvaje. Algunos llevaban anchos cuchillos en la cintura, pero en todos sin excepción el pantalón, por lamentable estado en que estuviera, llevaba un bolsillo especial abultado por la culata de un revólver. Llevaban al hombro un pico y un saco donde guardaban sus miserables trapos, y en la cadera izquierda una cantimplora, un plato y una escudilla que al entrechocar hacía un ruido de chatarra.

El Kaw-djer los vio desembarcar con tristeza Aquellos doscientos aventureros era el primer eslabón de la cadena con que la isla Hoste iba a ser agarrotada.

A partir de aquel día las llegadas se sucedieron a intervalos seguidos. Tan pronto como desembarcaban los buscadores de oro, gente acostumbrada a cumplir con los requisitos, se dirigían directamente a la Gobernación y se informaban acerca de la prescripciones legales en vigor. Coincidían unánimemente en encontrarlas exorbitantes. Entonces aplazaban la regularización de su situación y se diseminaban por la ciudad. El reducido número de sus habitantes y las informaciones que hábilmente recogieron les convencieron pronto de la debilidad de la administración hosteliana. Por ello decidieron hacer caso omiso a las leyes que los mismos hostelianos desafiaban impunemente y, después de haber vagado uno o dos días por las calles desiertas de Liberia, abandonaban la ciudad y se alejaban sin mayor requisito a la búsqueda de una concesión.

Pero llegó el invierno, y en el mismo momento en que los trabajos mineros se detuvieron, se agotó la oleada de los que llegaban. El 24 de marzo, tras haber desembarcado a su contingente de prospectores, se alejó el último navío del Bourg Neuf. Más de dos mil aventureros pisaban en aquel momento el suelo de la isla.

Aquel navío se llevaba consigo un decreto, en numerosas copias, dirigido por la Gobernación de la isla Hoste a todos los Estados del globo. El Kaw­djer, que había asistido a la invasión con creciente dolor, hacía saber urbi et orbi que la isla Hoste, teniendo superabundancia de población, obstaculizaría el desembarco de todo nuevo extranjero, aunque tuviera que usar la fuerza para ello.

¿Sería eficaz aquella medida? Sólo el futuro lo podría decir, pero el Kaw-djer lo dudaba en su fuero interno. La atracción por el oro es en ciertas naturalezas demasiado poderosa para que nada pueda detenerlas.

Además, el mal ya estaba hecho. La revuelta de los hostelianos que rechazaba toda disciplina, la inevitable miseria a la que se habían condenado, la invasión de aquella turba de aventureros, gentes de saco y cuerda que traían consigo todos los vicios de la tierra, todo aquello conducía al desastre.

¿Qué se podía hacer contra aquello? Nada. Sólo se podía dejar que pasara el tiempo y esperar a mejores días, si es que éstos debían llegar alguna vez. Halg, Karroly, Hartlepool, Harry y Edward Rhodes, Dick, Germain Riviére y otros treinta más estaban solos contra todos. Eran los últimos que se habían mantenido fieles, el batallón sagrado agrupado en torno al Kaw-djer que asistía impotente a la destrucción de su obra.

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