Los náufragos del
“Jonathan”
Primera parte - Capítulo IV En
la costa
Eran las ocho de la noche. El viento, que desde hacia
algún tiempo ya había empezado a soplar del sudeste,
batía la costa con prodigiosa violencia. Un navío no
habría podido doblar la punta extrema de América sin
riesgo de naufragar.
El buque, cuya presencia había sido revelada
por el estampido, corría aquel peligro. No cabía duda de
que al no poder navegar con el suficiente trapo para mantenerse a la
capa, era irremisiblemente arrastrado contra los arrecifes.
Media hora más tarde, en la cumbre del islote,
el Kaw-djer ya no estaba solo. Al oír el estampido, el indio y
su hijo habían subido a reunirse con él,
agarrándose a las rocas del cabo y a las matas crecidas en las
hendiduras.
Retumbó un segundo cañonazo. En aquellos
parajes desiertos, con aquel temporal, ¿qué auxilio
esperaría el desventurado navío?
-Viene por el oeste -dijo Karroly, al darse cuenta de
que el estampido le llegaba de ese lado.
-Navega amurado a estribor -asintió el
Kaw-djer-, pues desde el primer cañonazo se ha ido acercando al
cabo.
-No podrá evitarlo -afirmó Karroly.
-No -respondió el Kaw-djer-, el mar está
demasiado embravecido... ¿Por qué no da una bordada mar
adentro?
-Quizás no puede.
-Es posible, pero también es posible que no
haya visto la tierra... Hay que señalarla... ¡Un fuego,
encendamos un fuego! -exclamó el Kaw-djer.
Se apresuraron febrilmente a reunir brazadas de ramas
secas arrancadas de los arbustos que erizaban las laderas del cabo,
así como las hierbas largas y los varecs amontonados por el
viento en cavidades, acumulando el combustible en la cima de aquella
enorme grupa.
El Kaw-djer sacó fuego del pedernal. El fuego
se comunicó a la yesca, después a las ramitas, luego,
activado por el viento, no tardó en propagarse a toda la
hoguera. En menos de un minuto, sobre la meseta se alzó una
columna de llamas, se retorció proyectando una luz muy intensa,
a la vez el humo giraba violentamente en espesos torbellinos hacia el
norte. Al rugido de la tempestad se juntaban las crepitaciones de la
madera, cuyos nudos, estallaban como cartuchos.
El Cabo de Hornos está perfectamente adecuado
para que en él levanten un faro, que iluminaría ese
límite común a dos océanos. Lo exige la seguridad
de la navegación y de seguro que disminuiría la cantidad
de siniestros, tan frecuentes en aquellos parajes.
A falta de faro, no cabía duda de que la
hoguera encendida por la mano del Kaw-djer había sido vista.
Así el capitán del navío no podía ignorar,
lo menos, que se encontraba muy cerca del cabo. Informado sobre su
posición exacta por aquel fuego, le sería posible ponerse
a salvo lanzándose por los pasos a sotavento de la isla
Hornos.
¡Pero qué espantosos peligros implicaba
esa maniobra en tan profunda oscuridad! Si no había a bordo
ningún práctico de aquellos parajes, ¡qué
pocas probabilidades tenía de navegar entre los arrecifes!
Sin embargo, el fuego seguía arrojando su luz
en la noche. Halg y Karroly no dejaban de cebar la hoguera. No faltaba
combustible y, si era preciso duraría hasta la
mañana.
El Kaw-djer, de pie delante de la hoguera, intentaba
en vano determinar la posición del navío. De pronto, en
una breve desgarradura de las nubes, la luna iluminó el espacio.
Por un instante, pudo divisar un gran velero de cuatro palos cuyo casco
negro se recortaba sobre la espuma del mar. Efectivamente, el buque
singlaba al este y luchaba con grandes dificultades contra el viento y
contra el mar.
En aquel mismo instante, en medio de uno de esos
silencios que separan las ráfagas, se oyeron unos siniestros
crujidos. Los dos palos posteriores acababan de romperse a ras de sus
fogonaduras.
-¡Está perdido! -gritó
Karroly.
-¡A bordo! -ordenó el Kaw-djer.
Los tres, corriendo cuesta abajo por los taludes del
cabo no sin peligro, llegaron en pocos minutos a la playa. Con el perro
pisándoles los talones, embarcaron en la chalupa, que
salió de la caleta. Manejando Halg el timón y el Kaw-djer
y Karroly los remos, pues no hubiera sido posible izar el más
mínimo pedazo de vela. Aunque los remos eran movidos por brazos
vigorosos, la Wel-Kiej tuvo grandes dificultades para
apartarse de los arrecifes contra los que el oleaje rompía con
furor. El mar estaba embravecido. La chalupa, sacudida hasta casi
descuadernarse, saltaba dando tumbos de un flanco al otro, se
enarbolaba a veces, como dicen los marinos, toda la roda fuera del
agua, y después volvía a caer pesadamente. Grandes golpes
de mar se embarcaban, se estrellaban cayendo como duchas sobre la
cubierta y rodaban hasta la popa. Sobrecargada por el peso del agua
corría peligro de zozobrar. Entonces fue necesario que Halg
abandonase el timón para manejar el achicador.
A pesar de todo, la Wel-Kiej iba
acercándose al navío del que podían divisar ya las
luces de su situación. Percibían su mole cabeceando cual
una boya gigantesca más negra que el mar, más negra que
el cielo. Los dos mástiles rotos flotaban detrás, sujetos
únicamente por los obenques, mientras que, rasgando las brumas,
el trinquete y el palo mayor, describían arcos
semicirculares.
-¿Pero qué hace el capitán
-gritó Kaw-djer - y por qué no se habrá librado
aún de esa arboladura? No será posible arrastrar
semejante cola a través de los canalizos.
Efectivamente, urgía cortar los aparejos que
retenían los palos caídos en el mar. Pero no había
duda de que en el navío reinaba un total desorden. Quizá
ni siquiera tenía ya capitán. Pues cabía pensarlo
al comprobar en circunstancias tan críticas la total ausencia de
maniobras.
Sin embargo, la tripulación no podía ya
ignorar que el navío se aconchaba debajo de la costa con la que
no tardaría en estrellarse. La hoguera encendida en la cumbre
del Cabo de Hornos lanzaba aun, cuando el soplo de la tormenta activaba
el fuego, llamas que se enmarañaban como correas
desmesuradas.
-¡Pero es que ya no hay nadie a bordo! -dijo el
indio, respondiendo a la observación del Kaw-djer.
De hecho, era posible que la tripulación
hubiera abandonado el buque y en aquel momento estuviera
esforzándose en ganar la costa con los botes. A menos que
sólo fuera ya un inmenso ataúd transportando agonizantes
y muertos, cuyos cuerpos pronto serían destrozados por las
aristas de los arrecifes pues durante los recalmones no se oía
ni un grito, ni una llamada.
La Wel-Kiej llegó por fin a
través del navío, en el preciso momento en que daba una
guiñada a babor que estuvo a punto de echarla a pique. Un
afortunado giro dado al timón le permitió rozar el casco
a lo largo del cual pendían los aparejos. Con mucha destreza
pudo el indio atrapar un trozo de guindaleza que, en un
santiamén, fue amarrado a la proa de la chalupa.
Después su hijo y él, y el Kaw-djer
detrás cogiendo en sus brazos al perro Zol, atravesaron la
batayola y cayeron sobre el puente.
No, el navío no había sido abandonado.
Muy al contrario, estaba completamente ocupado por una muchedumbre
trastornada de hombres, mujeres y niños, la mayoría
estaban tendidos contra las camaretas en las crujías y se
hubiera podido contar algunos centenares de desgraciados en el
paroxismo del pánico, que ni siquiera hubiesen podido permanecer
en pie de tan inaguantables que eran los bandazos.
En medio de la oscuridad, nadie había visto a
los hombres y al muchacho que acababan de saltar a bordo.
El Kaw-djer se precipitó hacia popa, esperando
encontrar al timonel en su puesto... El timón estab a
abandonado. El navío, a capa cerrada, iba a donde le llevaban
las olas y el viento.
¿Donde estaban el capitán, los
oficiales? En desprecio del deber, ¿habían acaso
abandonado cobardemente el barco?
El Kaw-djer asió a un marinero por el
brazo.
-¿Y tu comandante? -preguntó en
inglés.
Aquel hombre pareció ni darse cuenta de que era
interpelado por un extraño y se limitó a encogerse de
hombros.
-¿Y tu comandante? -insistió el
Kaw-djer.
-Despedido por la borda con unos cuantos más
-dijo el marinero con un tono de sorprendente indiferencia.
Así pues, el buque ya no tenía
capitán y le faltaba parte de su tripulación.
-¿Y el segundo de a bordo? -preguntó el
Kaw-djer.
Nuevo encogimiento de hombros del marinero,
evidentemente sumido en profundo estupor.
-¿El segundo...? -respondió-. Las dos
piernas rotas, la cabeza aplastada, desplomado en el entrepuente.
-Pero, ¿y el teniente?, ¿y el
maestre...? ¿Dónde están?
Con un gesto, el marinero dio a entender que no
sabía nada.
-Bueno, ¿quién manda a bordo?
-exclamó el Kaw-djer.
-¡Usted! -dijo Karroly.
-A la caña, pues -ordenó el Kaw-djer-,
¡y deja arribar de lleno!
Karroly y él regresaron a toda prisa a popa e
hicieron fuerza sobre la rueda, para abatir el rumbo del buque. Este,
obedeciendo penosamente al timón, viró lentamente hacia
babor.
-¡Braceo en cruz, toda! -ordenó el
Kaw-djer.
Colocado ya en la dirección del viento, el
navío había cogido alguna velocidad. Quizá se
conseguiría pasar al oeste de la isla de Hornos.
¿Hacia dónde se dirigía aquel
navío...? Ya se sabría más tarde. En cuanto a su
nombre y el de su puerto de amarre -Jonathan, San Francisco-
fue posible leerlos en la rueda, a la luz de una linterna.
Las violentas guiñadas dificultaban mucho la
maniobra del timón, cuya acción era, por otra parte, poco
eficaz, por la escasa velocidad propia del buque. Sin embargo, el
Kaw-djer y Karroly intentaban mantenerlo con rumbo al paso,
orientándose gracias a los últimos fulgores que el fuego
encendido en la cima del Cabo de Hornos continuaría lanzando
todavía durante algunos minutos.
Algunos minutos; no necesitaban más para
alcanzar la entrada del canal que se abría a estribor entre las
islas Hermite y Hornos. Si el buque conseguía salvar los
escollos que emergían en la parte media del canal,
ganaría quizá un fondeadero resguardado del viento y del
mar. Allí se podría esperar a salvo hasta el
amanecer.
En primer lugar Karroly, ayudado por algunos marineros
cuya turbación era tan grande que no se dieron siquiera cuenta
de que era un indio quien les daba las órdenes, se
apresuró a cortar los obenques y burdas de babor que
retenían los dos palos a la rastra. Sus violentos choques contra
el casco hubieran acabado por desfondarlo. Cortados a hachazos los
aparejos, la arboladura se fue a la deriva y no hubo que cuidarse
más de ella.
En cuanto a la Wel-Kiej, su boza la
volvió a atraer hacia popa, manteniéndola así a
salvo de cualquier colisión.
El furor de la tempestad iba en aumento. Los enormes
golpes de mar que embarcaban por encima de los empalletados
incrementaban el desquiciamiento de los pasajeros. Mucho mejor hubiera
sido que toda aquella gente estuviese refugiada en las camaretas o en
el entrepuente; pero ¿cómo hacerse oír y entender
por todos aquellos desgraciados? Ni pensarlo.
Por fin, no sin espantosas guiñadas que
exponían una y otra vez sus flancos al asalto de las olas, el
buque dobló el cabo, casi rozando los arrecifes que lo erizaban
al oeste y, con el impulso de un pedazo de vela izado a proa a guisa de
foque, pasó a sotavento de la isla de Hornos, cuyas alturas le
protegieron en parte contra los embates de la borrasca.
Durante esa relativa calma momentánea, un
hombre subió a la toldilla y se acercó a la caña
maniobrada por el Kaw-djer y Karroly.
-¿Quiénes son ustedes?
-preguntó.
-Pilotos -respondió el Kaw-djer-. ¿Y
usted?
-Maestre de tripulación.
-¿Y sus oficiales?
-Muertos.
-¿Todos?
-Todos.
-¿Por qué no ocupaba usted su
puesto?
-La caída de los palos me ha derribado,
dejándome sin sentido. Acabo de recobrar el conocimiento.
-Está bien. Descanse. Mi compañero y yo
somos suficientes para hacer frente a todo. Pero, en cuanto pueda,
reúna a sus hombres. Aquí hay que poner orden.
Sin embargo, no había desaparecido el peligro,
ni mucho menos. Cuando el navío llegase a la punta septentrional
de la isla, sería cogido de través y nuevamente
estaría expuesto a toda la furia de las olas y del viento que se
metían por el brazo de mar entre la isla Hornos y la isla
Herschel. Por otra parte, no había forma de evitar este paso.
Aparte de que la costa del cabo no ofrece ningún refugio en el
que el Jonathan pudiese fondear, el viento que helaba cada vez
mas hacia el sur no tardaría en hacer insoportable
aquélla parte del archipiélago.
Al Kaw-djer no le quedaba más que una
esperanza: ganar el oeste y alcanzar la costa meridional de la isla
Hermite. Esa costa, bastante limpia, de unas dos millas de longitud, no
carece de refugios. No había que descartar la posibilidad de que
el Jonathan encontrase un abrigo doblando alguna de las
puntas. Con el mar de nuevo en calma, Karroly intentaría,
tomando un viento favorable, ganar el canal de Beagle y conseguir que
el navío, aunque estuviese prácticamente desmantelado,
arribase a Punta Arenas por el estrecho de Magallanes.
Pero ¡cuántos peligros ofrecía la
navegación hasta la isla Hermite! ¿Cómo zafarse de
los múltiples arrecifes de los que están plagadas
aquellas aguas? Y con el velamen reducido a un trozo de foque,
¿cómo conservar la ruta en aquellas profundas
tinieblas... ?
Después de una terrible hora, se
consiguió rebasar las últimas rocas de la isla Hornos y
el navío volvió a sufrir los violentos embates del
mar.
El contramaestre, con la ayuda de una docena de
marineros, fijó entonces un contrafoque en el trinquete.
Necesitaron más de medía hora para conseguirlo. A costa
de mil dificultades la vela fue por fin atesada, amurada y cazada por
medio de los aparejos, no sin que los hombres tuviesen que emplear
todas sus energías.
Cierto es que, para un navío de ese tonelaje,
la acción de aquel trozo de tela apenas sería
perceptible. Sin embargo, la acusó y era tal la fuerza del
viento que fueron salvadas en menos de una hora las siete u ocho millas
que separan la isla Hornos de la isla Hermite.
Cuando, poco antes de las once, el Kaw-djer y Karroly
empezaban a creer en el éxito de su tentativa un espantoso
estrépito dominó por un instante los rugidos de la
borrasca.
A unos diez pies por encima del puente, acababa de
romperse el trinquete. Arrastrando en su caída una parte del
palo mayor, cayó rompiendo las batayolas de babor y
desapareció.
Aquel accidente produjo varias víctimas, porque
se oyeron gritos desgarradores. Al mismo tiempo, el Jonathan
embarcó una ola gigantesca y dio tal bandazo que amenazó
con zozobrar.
Se enderezó, sin embargo, pero un torrente
corrió de babor a estribor, de popa a proa, barriendo todo a su
paso. Por fortuna, los aparejos se habían roto y los trozos de
la arboladura, arrastrados por el oleaje, ya no amenazaban el
casco.
Convertido pues en un casco inerte a la deriva, el
Jonathan ya no obedecía al timón.
-¡Estamos perdidos! -gritó una voz.
-¡Y sin lanchas! -gimió otra.
-¡Queda la chalupa del piloto! -aulló una
tercera.
La muchedumbre se precipitó hacia popa, donde
la Wel-Kiej seguía a la rastra.
-¡Alto! -ordenó el Kaw-djer, con una voz
tan imperiosa que fue obedecido en el acto.
En pocos segundos, el contramaestre estableció
un cordón de marineros que cortó el paso a los
enloquecidos pasajeros. Sólo cabía esperar el
desenlace.
Una hora después, hacia el norte, Karroly
entrevió una enorme mole. ¿Por qué milagro el
Jonathan había seguido el canal que separa la isla
Herschel de la isla Hermite sin sufrir ningún desperfecto? Lo
cierto es que lo había franqueado, puesto que ahora se
presentaban frente a él las cumbres de la isla Wollaston. Pero
se sentían entonces los efectos de la marea ascendente y casi
inmediatamente la isla Wollaston quedó a estribor.
¿Cuál de los dos sería más
fuerte, el viento o la corriente? Empujado por el primero,
¿pasaría el Jonathan al este de la isla Hoste, o
bien la contornearía por el sur arrastrado por la segunda? Ni
una cosa ni la otra. Poco antes de la una de la madrugada un formidable
encontronazo hizo estremecer todo su armazón y se
inmovilizó, dando un fuerte bandazo a babor.
El navío americano acababa de encallar en la
costa oriental de ese extremo de la isla Hoste que lleva por nombre
Falso Cabo de Hornos.
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