Los náufragos del
“Jonathan”
Primera parte - Capítulo III El final de un país libre
La Isla Nueva controla al este la entrada del canal de
Beagle. Con ocho kilómetros de longitud y cuatro de anchura,
presenta la forma de un pentágono irregular. No faltan en ella
los árboles, particularmente la haya, el fresno, el canelo y
varios más de la familia de las mirtáceas y algunos
cipreses de mediana altura. En la superficie de las praderas crecen
acebos, berberis y helechos de poco medrar. El suelo fértil, la
tierra vegetal, propia para el cultivo de legumbres, aparece en ciertos
lugares abrigados. En otras partes, donde la capa de humus es
insuficiente y más especialmente en las proximidades de las
playas, la naturaleza ha bordado un tapiz de líquenes, de musgos
y de licopodios.
Hacía diez años que el indio Karroly
vivía en aquella isla, al amparo de un alto acantilado frente al
mar. No hubiera podido escoger un lugar más favorable. Todos los
navíos, al salir del estrecho de Le Maire, pasan a la
vista de la Isla Nueva. Si pretenden ganar el océano
Pacífico doblando el Cabo de Hornos, no necesitan de la ayuda de
nadie. Pero en cambio les resulta indispensable un práctico
cuando desean pasar a través del archipiélago, y seguir
sus diversos canales.
Sin embargo, son relativamente escasos los
navíos que frecuentan los parajes magallánicos, y su
número no hubiera bastado para asegurar la existencia de Karroly
y de su hijo. Se dedicaba, pues, a la pesca y a la caza, a fin de
procurarse objetos de intercambio qué trocaba por todo lo que
les era de primera necesidad.
Ciertamente, aquella isla de dimensiones reducidas
sólo podía albergar en pequeña cantidades a los
guanacos y vicuñas cuya piel es tan buscada, pero en las
proximidades existen otras islas de extensión mucho más
considerable: Navarino, Hoste, Wollaston, Dawson, sin hablar de la
Tierra del Fuego, con sus inmensas llanuras y sus profundas selvas, en
las que no faltan ni rumiantes ni fieras.
Durante mucho tiempo, Karroly no había tenia
por alojamiento más que una gruta natural excavada en el
granito, preferible en cualquier caso a la cabaña de los
yacanas. Desde la llegada del Kaw-djer la gruta había sido
sustituida por una cabaña cuyo maderamen fue proporcionado por
los bosques de la isla, sus piedras por las rocas y su cal por las
miríadas de moluscos esparcidos por las playas:
terebrátulas, mactras, tritones y unicornios.
En el interior de la casa había tres
habitaciones. En el centro, la sala común, con una gran
chimenea. A la derecha, la habitación de Karroly y de su hijo.
La de la izquierda pertenecía al Kaw-djer en la que se
encontraban ordenados en unos estantes sus papeles y sus libros, en su
mayor parte obras de medicina, de economía política y de
sociología En un armario estaban guardados gran variedad de
frascos y de instrumentos de cirugía.
Y fue a aquella casa a donde volvió con sus
compañeros, después de la excursión por la Tierra
del Fuego, cuyo episodio final ha servido de tema a las primeras
líneas de este relato. Sin embargo la Wel-Kiej se
había dirigido previamente al campamento del indio herido. Dicho
campamento estaba situado en el extremo oriental del canal de Beagle.
Alrededor de sus cabañas, agrupadas caprichosamente en la orilla
de un arroyo, brincaban innumerables perros; cuyos ladridos anunciaron
la llegada de la chalupa. En la pradera lindante pastoreaban dos
caballos de aspecto endeble. Del techo de algunas chozas salían
hilillos de humo.
En cuanto la Wel-Kiej fue divisada, unos
sesenta hombres y mujeres aparecieron y descendieron precipitadamente
hacia la orilla. Una multitud de niños desnudos corrían
detrás de ellos.
Cuando el Kaw-djer puso pie en tierra, todos se
apresuraron a ir a su encuentro. Todos querían cogerle las
manos. La acogida de aquellos pobres indios atestiguaba su ardiente
gratitud por todos los favores que de él habían recibido.
Escuchó con paciencia a unos y otros. Algunas madres le
condujeron junto a sus hijos enfermos. Les daban las gracias
efusivamente, ya consoladas por su presencia.
Finalmente entró en una de las cabañas,
de donde no tardó en salir seguido por dos mujeres, una de
cierta edad, la otra muy joven con un niño cogido de la mano.
Eran la madre, la mujer y el hijo del indio herido por el jaguar y que
había muerto durante la travesía, a pesar de los cuidados
de que había sido objeto.
Su cadáver fue depositado en la playa y todos
los indígenas del campamento lo rodearon. El Kaw-djer
relató entonces las circunstancias de la muerte del difunto,
después volvió a hacerse a la vela, dejando generosamente
a la viuda el despojo del jaguar; cuya piel constituía un valor
inmenso para aquellas criaturas desheredadas.
Al aproximarse la estación invernal, la vida
habitual recobró su curso en la casa de la Isla Nueva. se
recibió la visita de algunos barcos de cabotaje falklandeses,
que iban a comprar pieles antes de que las tormentas hicieran
impracticables aquellos parajes. Las pieles fueron ventajosamente
vendidas o trocadas por las provisiones y municiones necesarias durante
el riguroso período que va de junio a septiembre.
Durante la última semana de mayo, uno de
aquellos buques reclamó los servicios de Karroly. Halg y el
Kaw-djer se quedaron solos en la Isla Nueva. El muchacho, que entonces
tenía diecisiete años, sentía un afecto filial por
el Kaw-djer, quien por su parte experimentaba por, él los
sentimientos del mas cariñoso de los padres. Este se
había esforzado por desarrollar la inteligencia de aquel
niño. Lo había sacado del estado salvaje, haciendo de el
un ser muy diferente a sus compatriotas de la Tierra de Magallanes, tan
apartados de toda civilización.
Es superfluo decir que el Kaw-djer nunca
intentó inculcar al joven Halg más que ideas de
independencia, aquellas por las que sentía especial
predilección. Karroly y su hijo no debían ver en el a un
patrón, sino a un igual. No existe, no puede existir
patrón para un hombre que se precie de serlo. No se tiene
más patrón que uno mismo, y además no se necesita
a otro ni en el cielo ni sobre la tierra.
Esa semilla caía en un terreno admirablemente
preparado para recibirla. Los fueguinos sienten, en efecto, la
pasión por la libertad. Lo sacrifican todo a ella y renuncian
por ella a las ventajas que una vida más sedentaria les
aseguraría. Sea cual sea el bienestar relativo con que se les
rodea, la seguridad que se les prometa, nada puede retenerles y no
tardan en huir para recuperar su eterno vagabundeo, hambrientos,
miserables, pero libres.
A principios de junio cayó el invierno sobre
Tierra de Magallanes. Si bien el frío no fue excesivo, toda la
región fue barrida por violentos vendavales. Terribles tormentas
asolaron aquellos parajes y la Isla Nueva desapareció bajo
espesas capas de nieve.
Así transcurrieron junio, julio, agosto. Hacia
mediados de septiembre la temperatura se templó sensiblemente y
los barcos de cabotaje de las Falkland volvieron a aparecer en los
pasos.
El 19 de setiembre, Karroly, dejando a Halg y al
Kaw-djer en la Isla Nueva, partió a bordo de un steamer
americano que había embocado el canal de Beagle enarbolando un
pabellón de práctico en el trinquete. Estuvo ausente unos
ocho días.
Cuando regresó la chalupa con el indio, el
Kaw-djer, según su costumbre, le interrogó acerca de los
diversos incidentes del viaje.
-No ha pasado nada -respondió Karroly-.
Había buena mar y brisa favorable.
-¿Donde has dejado el navío?
-En el Datwin Sound, en la punta de la isla
Stewars, donde nos hemos cruzado con un aviso que llevaba rumbo
contrario.
-¿A donde iba?
-A la Tierra del Fuego. Al volver lo he vuelto a
encontrar, fondeado en una ensenada en la que había desembarcado
a un destacamento de soldados.
-¡Soldados...! -exclamó el Kaw-djer-.
¿De qué nacionalidad.
-Chilenos o argentinos.
-¿Que hacían?
-Por lo que me han dicho, acompañaban a dos
comisarios en reconocimiento por la Tierra del Fuego y las islas
vecinas.
-¿De dónde venían esos
comisarios?
-De Punta Arenas, donde el gobernador había
puesto el aviso a su disposición.
El Kaw-djer no formuló más preguntas. Se
quedó pensativo. ¿Qué significaba la presencia de
aquellos comisarios? ¿A qué operación se
entregaban en esta parte de la Tierra de Magallanes? ¿Se trata
de una exploración geográfica o hidrográfica y
sería su objeto proceder, en interés marítimo, a
una verificación más rigurosa de los trazados?
El Kaw-djer se había sumido en sus reflexiones.
No podía evitar una vaga inquietud. ¿No se
extendería aquel reconocimiento a todo el archipiélago
magallánico y vendría el aviso a fondear incluso a las
propias aguas de la Isla Nueva?
Lo que daba una importancia real a la noticia era que
la expedición había sido enviada por los gobiernos de
Chile y de Argentina. ¿Había, pues, acuerdo entre las dos
repúblicas que, hasta entonces, nunca habían podido
entenderse a propósito de una región sobre la que ambas
pretendían, por lo demás equivocadamente, tener
derechos?
Después de intercambiar esas preguntas y
respuestas, el Kaw-djer se dirigió al extremo del cerro al pie
del cual estaba edificada la casa. Desde allí descubría
una gran extensión de mar y sus miradas se dirigieron
instintivamente hacia el sur, en dirección a las últimas
cumbres de la tierra americana que constituyen el archipiélago
del Cabo de Hornos. ¿Debería ir siempre más
allá para encontrar una tierra libre...? ¿Quizá
más lejos aún. Con él pensamiento franqueaba el
círculo polar, se perdía por aquellas inmensas regiones
del Antártico cuyo impenetrable misterio desafía a los
mas intrépidos descubridores...
¡Cuál no habría sido el dolor del
Kaw-djer si hubiera sabido hasta qué punto sus temores eran
justificados! El Gracias a Dios, aviso de la marina chilena,
transportaba realmente a bordo a dos comisarios: el Sr. Idiaste, por
Chile, y el Sr. Herrera por la República Argentina, que
habían recibido de sus respectivos gobiernos la misión de
preparar el reparto de la Tierra de Magallanes entre los dos Estados
que reclamaban su posesión.
Esta cuestión, que duraba ya muchos
años, había dado lugar a discusiones interminables sin
que hubiera sido posible resolverla a entera satisfaccion de todos. Sin
embargo, había el peligro de que tal situación
engendrara, al prolongarse, algún conflicto grave. Era
importante terminar con aquella situación no sólo desde
el punto de vista comercial, sino también desde el punto de
vista político, en la medida en que la absorbente Inglaterra no
estaba lejos. Desde su archipiélago de las Falkland,
podía fácilmente extender la mano hasta la Tierra de
Magallanes. Sus barcos de cabotaje frecuentaban ya con asiduidad los
pasos y sus misioneros no cesaban de incrementar su influencia sobre la
población fueguina. Un buen día plantaría su
pabellón en alguna parte y nada tan difícil de extirpar
como el pabellón británico. Era hora de actuar.
Concluida su exploración, los Sres. Idiaste y
Herrera regresaron, el uno a Santiago y el otro a Buenos Aires. Un mes
más tarde, el 17 de enero de 1881, un tratado firmado en esta
ciudad entre las dos repúblicas dio fin al irritante problema
magallánico.
Según los términos de este tratado, se
anexionaba la Patagonia a la República Argentina, a
excepción de un territorio limitado por el paralelo 52º de
latitud y por el meridiano 70º al oeste de Greenwich. Chile por su
parte, en compensación por lo que se le atribuía,
renunciaba a la Isla de los Estados y a la parte de la Tierra del Fuego
situada al este del meridiano 68º de longitud. Todas las
demás islas sin excepción pertenecían a Chile.
Con esta convención que fijaba los derechos de
los dos Estados, la Tierra de Magallanes perdía su
independencia. ¿Qué haría el Kaw-djer, cuyo pie
pisaría en lo sucesivo tierra ya chilena?
El 25 de febrero fue conocido el tratado en la Isla
Nueva. Karroly, al regreso de un pilotaje, trajo la noticia.
El Kaw-djer no pudo contener un gesto de colera. No
pronunció ni una palabra, pero sus ojos se cargaron de odio y,
con un terrible gesto de su mano, se tendió hacia el norte.
Incapaz de dominar su agitación dio algunos pasos
descontrolados. Era como si el suelo vacilara bajo sus pies y no le
ofreciera ya un punto de apoyo suficiente.
Por fin consiguió recobrar el dominio de
sí mismo. Su rostro, un instante convulso, recuperó su
frialdad habitual. Fue a reunirse con Karroly y le interrogo con un
tono sereno.
-¿Es cierta la noticia?
-Sí -contestó el indio-. Me
enteré de ella en Punta Arenas. Parece ser que en la Tierra del
Fuego a la entrada del estrecho, ondean dos pabellones, uno chileno en
Cabo Manantiales, otro argentino en Cabo Espíritu Santo.
-¿Y dependen de Chile -preguntó el
Kaw-djer -las islas al sur del canal de Beagle?
-Todas.
-¿Incluso la Isla Nueva?
-Sí.
-Esto tenía que suceder -murmuró el
Kaw-djer, con la voz alterada por una violenta emocion.
Después regresó a la casa y se
encerró en su habitación.
¿Quién era, pues, este hombre?
¿Qué razones habían obligado a dejar uno u otro de
los continentes para enterrarse en la soledad de la Tierra de
Magallanes? ¿Por qué la humanidad parecía
reducida, para él, a las pocas tribus fueguinas a las que
consagraba toda su existencia y su abnegación? Los
acontecimientos de inmediata realización y que
constituirán el tema de este relato se encargarán de
informarnos sobre el primer punto. En cuanto a las otras dos preguntas,
la vida anterior del Kaw-djer permite responder a ellas
sucintamente.
Hombre de gran mérito, que había
ahondado profundamente tanto en las ciencias políticas como en
las ciencias naturales, intrépido y de acción, no era el
Kaw-djer el primer sabio que hubiera caído en el doble error de
considerar como ciertos unos principios que no son, después de
todo, más que hipótesis y de llevar adelante hasta sus
últimas consecuencias dichos principios. En la memoria de todos
está el nombre de algunos de aquellos temibles reformadores.
El socialismo, esa doctrina cuyo designio pretende
nada menos que volver a construir la sociedad desde la base hasta la
cumbre, no tiene el mérito de la novedad. Tras muchos otros que
se pierden en la noche de los tiempos, Saint-Simon, Fourrier, Proudhon
y todos cuantos son los precursores del colectivismo. Ideólogos
más modernos, como los Lassalle, los Karl Marx, los Guesde, no
han hecho sino recoger sus ideas, modificándolas mas o menos y
reforzándolas con la socialización de los medios de
producción, la anulación del capital, la abolición
de la competencia, la sustitución de la propiedad individual por
la propiedad social. Ninguno de ellos quiere tener en cuenta las
contingencias de la vida. Su doctrina pide una aplicación
inmediata y total. Exigen la expropiación en masa, imponen el
comunismo universal.
Se apruebe o se censure tal teoría, lo que
sí se debe reconocer es su audacia. Y sin embargo, existe una
aun mas audaz: la teoría anarquista.
Los anarquistas rechazan la reglamentación
tiránica que necesitaría el funcionamiento de la sociedad
colectivista. Preconizan el individualismo absoluto, íntegro.
Quieren la supresión de toda autoridad, la destrucción de
todo vínculo social.
Entre estos últimos había que situar al
Kaw-djer, alma adusta, indómita, intransigente, incapaz de
obediencia, refractaria a todas las leyes, sin duda imperfectas, con
las que los hombres tratan a tientas de reglamentar sus relaciones
sociales. Cierto es que nunca se había comprometido con las
violencias de los propagandistas de la acción por la
acción. Ni expulsado de Francia, ni de Alemania, ni de
Inglaterra, ni de Estados Unidos, sino hastiado de su pretendida
civilización, sintiendo apremio por librarse del peso de una
autoridad, cualquiera que fuese, había buscado un rincón
de la Tierra donde un hombre pudiera aún vivir en total
independencia.
Creyó haberlo encontrado en medio de aquel
archipiélago, allí en los confines del mundo habitado. Lo
que no hubiera encontrado en parte alguna, la Tierra de Magallanes iba
a ofrecérselo en el extremo de América del Sur.
Pues bien he aquí que el tratado firmado entre
Chile y la República Argentina hacía perder a la
región la independencia de la que hasta entonces había
disfrutado. He aquí que, según ese tratado, toda la
porción de los territorios magallánicos situados al sur
del canal de Beagle caía bajo el poder chileno. En el
archipiélago nada escaparía a la autoridad del gobernador
de Punta Arenas, ni la propia Isla Nueva donde el Kaw-djer había
encontrado asilo.
¡Haber huido tan lejos, haber hecho tantos
esfuerzos, imponerse semejante existencia y llegar a tal resultado!
El Kaw-djer tardó mucho en reponerse del golpe
que le hería como el rayo hiere un árbol en la plenitud
de su vigor y lo conmueve hasta sus raíces. Su pensamiento le
transportaba hacia el futuro, un futuro que ya no le ofrecía
ninguna seguridad. A esa isla donde se sabía que había
fijado su residencia vendrían delegados del Gobierno. No
ignoraba que varias veces habían intentado indagar acerca de la
presencia de un extranjero en la Tierra de Magallanes, de sus
relaciones con los indígenas, de la influencia que
ejercía. El gobernador chileno querría interrogarlo,
saber quién era; hurgarían en su vida, le
obligarían a renunciar a ese incógnito que se obstinaba
en salvaguardar por encima de todo...
Transcurrieron algunos días. El Kaw-djer no
había vuelto a hablar del cambio constituido por el tratado de
división de tierras, pero se le veía mas sombrío
que nunca. ¿Qué meditaba, pues? ¿Estaría
pensando en dejar la Isla Nueva, o en separarse de aquel indio tan fiel
y de ese niño por el que sentía un afecto tan
profundo...?
¿Adónde iría? ¿En
qué otro rincón del mundo volvería a encontrar la
independencia sin la cual parecía no poder vivir? Por más
que se refugiara en las últimas rocas magallánicas,
aunque fuera en el islote de Cabo de Hornos, ¿podría
escapar a la autoridad chilena...?
Ocurría esto a principios de marzo. La
estación del buen tiempo duraría aún cerca de un
mes, estación que el Kaw-djer dedicaba a visitar los campamentos
fueguinos, antes de que el invierno hiciera innavegable el mar. Sin
embargo, no hacía preparativos para embarcarse en la chalupa. La
Wel-Kiej, desaparejada, permanecía en el fondo la
caleta.
Finalmente, el 7 de marzo por la tarde, el Kaw-djer
dijo a Karroly:
-Aparejarás la chalupa para mañana a
primera hora.
-¿Un viaje de varios días?
-preguntó el indio.
-Sí.
-¿Había decidido el Kaw-djer recorrer de
nuevo las tribus fueguinas? ¿Iba a pisar otra vez esa Tierra del
Fuego, que había pasado a ser argentina y chilena...?
-¿Halg tiene que acompañarnos?
-preguntó Karroly.
-Sí.
-¿Y el perro?
-También Zol.
La Wel-Kiej se hizo a la vela al despuntar el
alba. Soplaba viento del este. Una resaca bastante fuerte batía
las rocas al pie del cerro. En dirección norte, en alta mar, el
oleaje se levantaba en largas y amplias ondulaciones.
Si la intención del Kaw-djer hubiera sido ganar
la Tierra del Fuego, la chalupa habría tenido que luchar, porque
la brisa iba en aumento al paso que el sol se elevaba. Pero no fue
así. Bajo sus órdenes después de contornear la
Isla Nueva, se dirigieron hacia la Isla Navarino, cuya doble cima se
difuminaba vagamente en las brumas matinales del oeste.
En la punta sur de esa isla, una de las de menor
extensión del archipiélago magallánico, hizo
escala la Wel-Kiej antes de la puesta del sol, en el fondo de
un ancón de orilla muy escarpada, donde tendría asegurada
la tranquilidad durante la noche.
Al día siguiente, cortando oblicuamente la
bahía de Nassau, la chalupa hizo rumbo a la isla Wollaston,
cerca de la cual fondeó aquella misma noche.
El tiempo empeoraba. Refrescaba el viento saltando al
Nordeste. Espesos nubarrones se acumulaban en el horizonte. Se acercaba
la tempestad. Para atenerse a las instrucciones del Kaw-djer de que la
chalupa continuase dirigiéndose hacia el sur, era necesario
buscar los pasos donde el mar estuviera menos embravecido. Se
llevó esto a cabo, al dejar la isla Wollaston. Karroly la
dobló por la parte occidental, entrando así en el
estrecho que separa la isla Hermite de la isla Herschel.
¿Qué fin perseguía el Kaw-djer?
Cuando alcanzase los últimos límites de la Tierra; cuando
llegase al Cabo de Hornos, cuando ya no viera ante sí más
que el inmenso océano, ¿qué haría...?
En aquel extremo del archipiélago fue donde
fondeó la chalupa, la tarde del 15 de marzo, no sin haber
corrido los mayores peligros en medio de un mar enfurecido. El Kaw-djer
desembarcó al instante. Sin dar ninguna explicación,
haciendo retroceder al perro que pretendía seguirle, dejando a
Karroly y a Halg en la playa, se encaminó hacia el cabo.
La isla de Hornos no es más que una
caótica aglomeración de rocas enormes cuya base
está cubierta por los maderos flotantes, las gigantescas
luminarías acarreadas por las corrientes. Más alla de las
puntas de los escollos salpican con centenares de manchas negras la
blancura nívea de la resaca.
La cara septentrional, en pendientes de larga
extensión en las que se encuentran algunas parcelas de tierra
cultivable, permite un acceso bastante fácil a la cima poco
elevada del cabo.
El Kaw-djer había emprendido esa
ascensión.
¿A qué iba allá arriba?
¿Quería que su mirada alcanzase los límites del
horizonte del sur...? Pero ¿qué esperaba ver allí,
como no fuera la inmensa superficie del mar?
La tempestad había llegado entonces a su
paroxismo. A medida que iba subiendo, el Kaw-djer era acogido con mayor
furia por el viento desencadenado. A veces tenía que inclinarse
hacia adelante para no ser arrastrado. Los rociones, arrojados con
violencia, le cortaban la cara. Desde abajo, Halg y Karroly
veían cómo decrecía gradualmente su silueta.
Veían la lucha que sostenía contra el vendaval.
Tan penosa ascensión requirió cerca de
una hora. Llegado al punto culminante, el Kaw-djer se adelantó
hasta el borde del acantilado y allí, de pie en medio de la
tormenta, permaneció inmóvil, dirigiendo la mirada hacia
el sur.
Hacia el este empezaba a caer la noche, pero el
horizonte opuesto todavía estaba iluminado por los
últimos resplandores del sol. Grandes nubes enmarañadas
por el viento, jirones de vapor que se traban en el oleaje, pasaban con
una velocidad huracanada. Por todas partes, sólo el mar...
Pero ¿qué había ido a hacer
allí aquel hombre de alma tan profundamente turbada?
¿Tenía alguna finalidad, una esperanza...?
¿Sería que, llegado al final de la Tierra, detenido por
lo imposible, ansiaba únicamente el gran reposo de la
muerte...?
Fueron pasando las horas, la oscuridad se hizo total.
Todo desapareció tragado por las tinieblas.
Era la noche...
De pronto, un fulgor resplandeció
débilmente en el espacio, un estampido fue a extinguirse en la
playa.
Era el cañonazo de un navío en
peligro.
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