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Los forzadores de bloqueos
Editado
© Ariel Pérez
6 de agosto del 2002
Indicador El Delfín
Indicador El aparejo
Indicador En el mar
Indicador Astucias de Crockston
Indicador Las balas del Iroques
Indicador El canal de la isla...
Indicador Un general sudista
Indicador La evasión
Indicador Entre dos fuegos
Indicador San Mungo

Los forzadores de bloqueos: De Glasgow a Charleston
Capítulo VII
Un general sudista

En el muelle de Charleston se reunió una multitud inmensa que acogió al Delfín con hurras y aplausos. Los habitantes, bloqueados por mar, no estaban acostumbrados a recibir visitas de buques europeos, y se preguntaban con estupor qué iba a hacer en sus aguas aquel magnífico barco que ostentaba con orgullo el pabellón inglés; pero, cuando se supo el objeto porque había franqueado los pasos de Sullivan, cuando cundió la voz de que su cargamento era contrabando de guerra, las aclamaciones se redoblaron y el entusiasmo no tuvo límites.

Jacobo Playfair se puso inmediatamente al habla con el general Beauregard, comandante militar de la plaza, el cual recibió muy bien al joven capitán que llegaba en el momento más oportuno para proveer a sus soldados del vestuario y municiones que tanto necesitaban. Se convino en que la descarga se haría sin pérdida de momento, y numerosos brazos acudieron en ayuda de los marineros ingleses.

Antes de saltar a tierra, miss Halliburtt hizo a Jacobo las más apremiantes recomendaciones relativas al prisionero. El capitán se había consagrado por completo al servicio de la joven.

-Miss -le dijo-, puede usted contar conmigo. Haré hasta lo imposible por salvar a su padre, pero confío en que no será preciso vencer grandes dificultades. Hoy sino veré al general Bauregard y sin pedirle bruscamente la libertad de mister Halliburtt, sabré por él en qué situación se encuentra, si está libre bajo su palabra o encarcelado.

-¡Pobre padre mío! - sollozó la joven-. No sabe que su hija está tan cerca de él... ¡Ah! ¡que no pueda arrojarme en sus brazos!

-Un poco de paciencia, miss Jenny pronto le abrazará usted. No dude de que haré cuanto pueda, pero procediendo con circunspección y tino..

Fiel a su promesa, Jacobo, después de haber tratado como negociante los asuntos de su casa, entregado el cargamento del Delfín y ajustada la compra, a vil precio, de una inmensa cantidad de algodón, hizo recaer la conversación sobre los asuntos del día.

-Según eso -dijo al general Bauregard -, ¿cree usted en el triunfo de los esclavistas?

-No dudo ni por un momento de nuestra victoria respecto a Charleston; el ejército de Lee hará cesar muy pronto el cerco. Además, ¿qué se puede esperar de los abolicionistas? Supongamos y es mucho suponer que caigan en su poder las ciudades comerciales de Virginia, de las dos Carolinas, de Georgia, de Alabama, del Mississipí ¿qué sucederá después? ¿Serán dueños de un país que jamás podrán ocupar?

No, por cierto. Por mi parte, creo que su victoria les pondrá en grave apuro.

-¿Está usted seguro de sus soldados? -pregunté el capitán-. ¿No teme que Charleston se canse de un sitio que es su ruina?

-¡No! no temo la traición. Además, los traidores serían sacrificados sin piedad. Yo mismo pasaría la ciudad a sangre y fuego si sorprendiera en ella el menor movimiento unionista. Jefferson Davis me ha confiado Charleston, y Charleston está en manos seguras.

-¿Tiene usted prisioneros nordistas? - dijo Jacobo llegando a lo más interesante para él.

-Sí, capitán. En Charleston empezó el fuego de la escisión. Los abolicionistas que se hallaban aquí, quisieron resistir, pero, después de haber sido batidos, quedaron prisioneros de guerra.

-¿Y son muchos?

-Unos cien.

-¿Que andan libres por la ciudad?

-Anduvieron hasta el día en que descubrí una conjuración formada por ellos. Su jefe había llegado a establecer comunicaciones con los sitiadores que estaban instruidos de la situación de la ciudad. Hice, pues, encerrar a esos huéspedes peligrosos, y muchos de esos federados sólo saldrán de la cárcel para subir al glacis de la ciudadela, donde diez balas confederadas darán al traste con su federalismo.

-¡Cómo! ¿fusilados? -exclamó el joven capitán, sobresaltándose a pesar suyo.

-Sí, y su jefe antes que todos. Es un hombre muy resuelto y peligroso en una ciudad sitiada. He enviado su correspondencia a la presidencia de Richmond y, antes de ocho días, su suerte se habrá fijado irrevocablemente.

-¿Quién es ese hombre?-preguntó Jacobo con la más perfecta indiferencia.

-Un periodista de Boston, un abolicionista rabioso, el alma condenada de Lincoln.

-¿Cómo se llama?

-Jonathan Halliburtt.

-¡Pobre hombre! -dijoJacobo tratando de ocultar su emoción- Cualquiera que sea su delito me da lástima. ¿Y cree usted que será fusilado?

-Estoy seguro - respondió Bauregard-. ¿Qué le vamos a hacer? La guerra es la guerra. Cada cual se defiende como puede.

-En fin, no tengo nada que ver en este asunto; cuando esa ejecución se lleve a cabo, ya estaré muy lejos.

-¡Cómo! ¿piensa ya marchar?

-Sí, general, soy comerciante ante todo. Terminado el cargamento de algodón, saldré al mar. He entrado en Charleston, pero necesito salir. Esa es la cuestión. El Delfín es un buen barco, capaz de desafiar a la carrera a todos los buques federales, pero, por mucho que corra, más corre una bala de a ciento y uno de esos proyectiles en su casco o en su máquina, haría fracasar toda mi combinación comercial.

-Como usted guste, capitán -repuso Beauregard-. Nada puedo aconsejarle. Cumple usted con su deber, y hace bien. Yo haría lo mismo en su lugar. Además, la estancia en Charleston es poco agradable; una bahía en que llueven bombas no es un buen abrigo para un buque. Así, pues, puede zarpar cuando quiera. Pero, dígame, ¿qué fuerza y número tienen los cruceros federales que hay delante de Charleston?

Jacobo Playfair satisfizo lo mejor que pudo la curiosidad del general y se despidió con la mayor cortesía. Después volvió al Delfín, muy preocupado y triste.

-¿Qué diré a miss Jenny? -pensaba-. No puedo decirle la verdad. Mejor es que ignore los peligros que la amenazan. ¡Pobre hija!

Aun no había dado cincuenta pasos fuera de la casa del gobernador, cuando tropezó con Crockston. El digno americano le acechaba desde su salida.

-¿Qué hay, capitán?

Jacobo miró con fijeza a Crockston, y éste comprendió que las noticias no eran buenas.

-¿Ha visto usted a Bauregard? -preguntó.

Sí -respondió Jacobo.

-¿Le ha hablado de mister Halliburtt?

-No. Me ha hablado él.

-¿Y qué?

-Que... ¿se puede decir todo, Crockston?

-Todo, capitán.

-Pues bien, ¡el general Bauregard me ha dicho que tu amo será fusilado antes de ocho días!

En lugar de desesperarse, como hubiera hecho otro cualquiera, el americano sonrió ligeramente y exclamó:

-¡Bah! ¿Qué importa?

-¡Cómo qué importa! -exclamó Playfair- ¿No te he dicho que mister Halliburtt va a ser fusilado?

-Sí, pero antes de seis días estará a bordo del Delfín, y antes de siete, el Delfín estará en medio del océano...

-¡Bien! -dijo el capitán estrechando la mano de Crockston-. Te comprendo, valiente. Eres hombre de resolución, y yo, pese al tío Vicente y al cargamento del Delfín, me dejo hacer pedazos por miss Jenny.

-Nada de hacerse pedazos - respondió el americano -, porque con eso sólo los peces salen ganando. Lo esencial es salvar a mister Halliburtt.

-Será muy difícil, como comprendes.

-No tanto.

-Está estrechamente vigilado.

-Es claro.

-La evasión ha de ser casi milagrosa.

-¡Bah! -dijo Crockston -; un prisionero esta más poseído de la idea de salvarse que sus guardianes de la de conservarle preso. Luego un prisionero debe siempre conseguir libertarse. Todas las probabilidades están en su favor. Mister Halliburtt, gracias a nuestras maniobras, se salvará.

-Tienes razón.

-Siempre.

-Pero, ¿cómo te las compondrás? Se necesita un plan, es preciso tomar precauciones.

-Pensaré.

-Pero miss Jenny, así que sepa, que de un momento a otro puede llegar la sentencia de muerte de su padre...

-Eso se arregla no diciéndole nada.

-Sí, que lo ignore; vale más para ella y para nosotros.

-¿Dónde está encerrado mister Halliburtt? -preguntó Crockston.

-En la ciudadela -respondió Jacobo.

-Perfectamente. Ahora vamos a bordo.

-Vamos a. bordo, Crockston.

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