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Los forzadores de bloqueos
Editado
© Ariel Pérez
6 de agosto del 2002
Indicador El Delfín
Indicador El aparejo
Indicador En el mar
Indicador Astucias de Crockston
Indicador Las balas del Iroques
Indicador El canal de la isla...
Indicador Un general sudista
Indicador La evasión
Indicador Entre dos fuegos
Indicador San Mungo

Los forzadores de bloqueos: De Glasgow a Charleston
Capítulo VIII
La evasión

Jenny, sentada en la toldilla del Delfín, esperaba impaciente y ansiosa la vuelta del capitán. Así que este regresó, sus labios no pudieron articular ni una palabra, pero sus ojos interrogaban a Jacobo Playfair con mayor elocuencia.

Jacobo y Crockston sólo hicieron saber a la joven los hechos relativos a la prisión de su padre. El capitán dijo que, habiendo sondeado a Bauregard acerca de los prisioneros y no habiéndole hallado muy favorable a ellos, se había mantenido en prudente reserva para proceder según las circunstancias.

-No estando mister Halliburtt libre por la ciudad, será más difícil su fuga; pero le juro, miss Jenny, que el Delfín no dejará la rada de Charleston sin tener a bordo a su padre de usted.

-Gracias, señor Playfair -dijo Jenny-. Le doy gracias con toda mi alma.

Al oír estas palabras, Jacobo sintió que el corazón le daba saltos en el pecho. Se acercó a Jenny con la mirada húmeda y las palabras temblorosas. Tal vez iba a hablar, a confesar sus sentimientos, pero Crockston intervino.

-No es éste el momento de enternecerse -dijo -. Hablemos, y hablemos cuerdamente.

-¿Tienes algún plan, Crockston? - preguntó la joven.

-Siempre tengo un plan -respondió el americano-. Esa es mi especialidad.

-Pero, ¿es bueno? -dijo Jacobo.

-Excelente; todos los ministros de Washington juntos no podrían imaginar otro mejor. Es como si tuviéramos ya a bordo a mister Halliburtt.

Crockston hablaba con tanta seguridad y manifiesta adhesión que no había medio de dudar de sus palabras.

-Te escuchamos, Crockston -dijo Playfair.

-Usted, capitán, irá a pedir al general Beauregard un servicio que no le negara.

-¿Cuál?

-Le dirá que tiene usted un pícaro perdido que, durante la travesía, ha excitado la tripulación a la rebeldía; le pedirá que durante su permanencia en Charleston, lo tenga encerrado en la ciudadela; pero con la condición de devolverlo al partir, para que pueda usted entregarlo a la justicia de su país.

-Haré todo eso -dijo Jacobo sonriendo- ¿y el general aceptará gustoso?

-Estoy seguro de ello -repuso Crockston.

-Pero me falta una cosa.

-¿Qué?

-El pícaro.

-Está delante de usted.

-¡Cómo! ese pillastre...

-Soy yo, con su permiso.

-¡Oh corazón noble y valiente! -exclamóJenny, apretando con sus pequeñas manos las callosas del americano.

-¡Crockston! ¡amigo mío! -dijo Playfair -, te comprendo; y sólo siento no poder ocupar tu puesto.

-Cada uno a su papel.-replicó Crockston. En mi puesto se vería usted mucho más apurado que yo. Bastante tendrá que hacer luego para salir de la rada, bajo el cañón de los federales y el de los confederados; cosa que yo haría bastante mal.

-Continúa.

-Una vez dentro de la ciudadela, que conozco al dedillo, veré cómo me las compongo, pero me las compondré bien. Entretanto, cargará usted su barco.

-¡Oh! los negocios me importan ya muy poco -exclamó el capitán.

-Nada de eso. ¿Qué diría el tío Vicente? Hagamos marchar a la par los sentimientos y las operaciones mercantiles. Así evitaremos sospechas. ¿Pueda usted estar preparado dentro de seis días?

-Sí.

-Pues haga que el Delfín esté dispuesto a salir el día 22.

-Lo estará.

El día 22, por la noche -fíjese bien -, vaya usted en una embarcación con sus mejores hombres a White Point, al extremo de la ciudad. Espere hasta las nueve y verá aparecer a mister Halliburtt con este su servidor.

-Pero, ¿cómo podrán huir los dos?

-Eso es cuenta mía.

-Querido Crockston -dijo Jenny-, ¡vas a arriesgar tu vida por mi padre!

-No tema por mí, miss Jenny, no arriesgo nada.

-¿Cuándo es preciso hacer que te encierren? -preguntó Jacobo.

-Hoy mismo. Estoy desmoralizando la tripulación. Cuanto antes mejor.

-¿Quieres dinero? Puede serte útil.

-¿Para comprar un carcelero? Nada de eso. El procedimiento es demasiado tonto, pues el carcelero suele quedarse con el dinero y con el preso. Tengo medios más seguros. Es preciso poder beber en caso de necesidad.

-Y emborrachar al carcelero.

-No; un carcelero borracho lo echa todo a perder. Tengo mi idea; déjeme hacer.

-Toma diez dólares.

-Es demasiado; pero le daré la vuelta.

-¿Estás dispuesto?

-Completamente dispuesto a ser un pillo redomado.

-Vamos, pues.

-Crockston -dijo la joven con voz conmovida- ¡eres el hombre más honrado que hay bajo la capa del cielo!

-No me extrañaría -repuso el americano soltando la carcajada. A propósito, capitán. Una recomendación importante.

-Veamos.

-Si el general le propone ahorcar al tunante que quiere usted encerrar, pues ya sabe que los militares todo lo arreglan así...

-¿Qué?

-Le dirá usted que necesita reflexionar.

-Te lo prometo.

Aquel mismo día, con gran asombro de la tripulación, que no estaba en el secreto, Crockston, con esposas en las manos y cadenas en los pies, fue desembarcado entre diez marineros y media hora después a petición del capitán Jacobo Playfair, el malvado, atravesaba las calles de la ciudad y a pesar de su resistencia, era encerrado en la ciudadela de Charleston.

Durante aquel día, y el siguiente se descargó con rapidez el Delfín. Las grúas del vapor elevaban sin descanso el cargamento europeo para hacer sitio al indígena. La población de Charleston asistía a aquella interesante operación, ayudando y felicitando a los marineros.

Los sudistas les daban grandes muestras de afecto, pero Jacobo Playfair no les dejó tiempo de aceptar las atenciones de los americanos; no les dejaba a sol ni sombra, exigiéndoles una actividad de que los marineros del Delfín no sospechaban la causa.

Tres días después, el 18 de enero, empezaron a amontonarse en la sentina las primeras balas de algodón. Aunque Jacobo ya no se ocupaba en ella, la casa de Playfair y Compañía efectuaba una excelente operación, pues había comprado a ínfimo precio todo el algodón que obstruía los almacenes de Charleston.

Entretanto, no se había recibido ninguna noticia de Crockston.

Jenny, aunque no decía nada, sufría crueles angustias. Su rostro, alterado por el temor, hablaba por ella. Y Jacobo procuraba tranquilizarla.

-Tengo plena confianza en Crockston - le decía.

-Es un fiel servidor; usted que le conoce mejor que yo, debe estar tranquila. Dentro de tres días podrá usted abrazar a su padre.

-¡Señor Playfair! -exclamó la joven-. ¿Cómo podremos mi padre y yo pagar su abnegación?

-Se lo diré cuando estemos en aguas inglesas -respondió el capitán.

Jenny le miró, bajó los ojos, que se llenaron de lágrimas, y regresó a su camarote.

Jacobo esperaba que hasta el momento en que el padre se hallara fuera de peligro, la joven ignoraría su terrible situación; pero en este último día, la indiscreción de un marinero descubrió la verdad. La respuesta del gabinete de Richmond había llegado la víspera, por una estafeta, que había podido forzar la línea del bloqueo. Contenía la sentencia de muerte de Jonathan Halliburtt, que debía ser pasado por las armas al día siguiente por la mañana. La noticia había cundido por la ciudad, habiéndola llevado a bordo uno de los marineros del Delfín.

La comunicó a su capitán, sin sospechar que miss Jenny podía oírla.

La joven lanzó un grito desgarrador y cayó sin conocimiento sobre cubierta. Jacobo la transportó a su camarote y fueron necesarios los cuidados más asiduos para volverla a la vida.

Cuando abrió los ojos, vio al capitán que con un dedo en los labios le recomendaba silencio. La joven se vio obligada a callar, conteniendo los arrebatos de su dolor, y el capitán, inclinándose hacia su oído, le dijo:

-Jenny, antes de dos horas su padre estará a salvo, a su lado, o yo habré muerto en la empresa.

Después, salió de la toldilla, diciendo para sí:

-Ahora es preciso apoderarse de él a toda costa, aun cuando deba pagar su libertad con mi vida y la de mi tripulación.

Había llegado la hora de obrar. La estiba del Delfín había terminado aquella mañana; sus bodegas estaban llenas de carbón. Podía partir dentro de dos horas. Jacobo le había hecho salir del North Commercial wharf y colocar en plena rada a fin de aprovechar la pleamar a las nueve de la noche.

Daban las siete cuando Jacobo se separaba de Jenny. El capitán hizo empezar los preparativos de marcha. Hasta entonces, el secreto había permanecido oculto dentro de él, Crockston y Jenny, pero en aquel momento juzgó oportuno poner a su segundo al corriente de la situación.

Así lo hizo inmediatamente.

-Estoy a sus órdenes -respondió Mathew, sin hacer la menor observación-. ¿A las nueve?

-Sí. Haga usted encender los fuegos y que se activen.

-Perfectamente.

-Mande usted colocar un farol en el tope del palo mayor. La noche está oscura y se levanta la bruma. No conviene que podamos extraviarnos al regresar a bordo. Debe tomar también la precaución de hacer sonar la campana desde las nueve.

-Se cumplirán sus órdenes.

-Y ahora, señor Mathew -añadió Jacobo-, mande arriar la lancha y que la tripulen los seis marineros más robustos y mejores remeros. Parto a White Point. Le recomiendo a miss Jenny durante mi ausencia. Dios nos proteja, señor Mathew.

-¡Dios nos proteja! -respondió el segundo.

E inmediatamente mandó encender los fogones y activar el fuego. En pocos minutos, el Delfín quedó preparado. Jacobo se despidió de Jenny y bajó a su lancha, desde la cual pudo ver los torrentes de negro humo que se perdían en la oscura niebla del cielo.

Profundas eran las tinieblas; había caído el viento; silencio absoluto reinaba en la inmensa rada, cuyas aguas parecían dormidas. Algunas luces apenas perceptibles temblaban en la bruma. Jacobo se había puesto al timón y con mano segura dirigía su embarcación hacia White Point. El trayecto era de dos millas. Durante el día, Jacobo había tomado puntos de orientación, de modo que le fue fácil llegar en línea recta al cabo de Charleston.

Las ocho daban en San Felipe cuando la proa de la lancha tocó en White Point.

Faltaba una hora para el momento preciso fijado por Crockston.

El muelle estaba absolutamente desierto; sólo el centinela de la batería del sur y del este se paseaban a veinte pasos. Jacobo devoraba los minutos. El tiempo no corría como deseaba y lo abrumaba la impaciencia.

A las ocho y media, se oyó ruido de pasos. Dejó a sus hombres con los remos preparados, y se lanzó hacia delante. Al cabo de diez minutos se encontró con una ronda de guardacostas; eran veinte hombres y Jacobo sacó un revólver de su cinturón, decidido a usarlo en caso de necesidad. Mas, ¿qué podía hacer contra aquellos soldados que descendieron hasta el muelle?

Allí, el jefe de la ronda se acercó a él y, viendo la lancha, preguntó a Jacobo:

-¿Qué embarcación es ésa?

-La lancha del Delfín -respondió el joven.

-¿Y usted quién es?

-El capitán Jacobo Playfair.

-Le creía en los pasos de Charleston.

-Voy a zarpar; debía estar ya en camino, pero...

-¿Pero?... - preguntó con insistencia el jefe de la ronda.

Una idea repentina, cruzó por la mente del capitán que respondió:

-Uno de mis marineros está encerrado en la ciudadela, y a fe mía, lo tenía olvidado. Afortunadamente, me he acordado cuando aun era tiempo y ha enviado a algunos de mis marineros a buscarle.

-¡Ah! ¿aquel tunante que quiero usted llevar a Inglaterra?

-¡Aquí también le hubieran podido ahorcar! -dijo el soldado riendo.

-Lo creo -repuso Jacobo-, pero vale más hacer las cosas en debida forma.

-Vaya, buen viaje, capitán, y desconfíe de las baterías de la isla de Morris.

-No tenga usted cuidado, Creo poder salir como he entrado.

-Buen viaje.

Y la ronda se alejó, quedando silenciosa la playa.

En aquel momento, dieron las nueve. Era el momento señalado.

Jacobo oía los latidos de su corazón... Resonó un silbido... El capitán del Delfín respondió con otro, y después prestó atento oído, recomendando con la mano, el más absoluto silencio a sus marineros. Apareció un hombre, envuelto en una ancha manta, mirando a uno y a otro lado. Jacobo corrió hacia él

-¿Señor Halliburtt?

-Yo soy - respondió el hombre de la manta.

-¡Loado sea Dios! -exclamó Jacobo Playfair-. Embárquese usted enseguida... ¿Y Crockston?

-¡Crockston! -repitió mister Halliburtt-. ¿Qué quiere usted decir?

-Quien le ha salvado y conducido hasta aquí ha sido su fiel criado Crockston.

-El hombre que me acompañaba es el carcelero de la ciudadela.

-¡El carcelero! -exclamó Jacobo.

No entendía nada y le asaltaban mil temores.

-¡Ah sí, el carcelero! -dijo una voz muy conocida -. ¡El carcelero duerme como una marmota en mi calabozo!

-¡Crockston! ¡Eres tú! ¡tú! -gritó mister Halliburtt.

-Nada de conversación, mi amo. Todo se lo explicaremos. Le va la vida. ¡A bordo, a bordo!

Los tres hombres entraron en la lancha.

-¡Boga! -ordenó el capitán.

Los seis remos entraron en sus escálamos.

Y la lancha se deslizó como un pez sobre las oscuras olas de Charleston Harbour.

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