Los forzadores de bloqueos: De Glasgow a
Charleston
Capítulo VIII La
evasión
Jenny, sentada en la toldilla del
Delfín, esperaba impaciente y ansiosa la vuelta del
capitán. Así que este regresó, sus labios no
pudieron articular ni una palabra, pero sus ojos interrogaban a Jacobo
Playfair con mayor elocuencia.
Jacobo y Crockston sólo hicieron saber a la
joven los hechos relativos a la prisión de su padre. El
capitán dijo que, habiendo sondeado a Bauregard acerca de los
prisioneros y no habiéndole hallado muy favorable a ellos, se
había mantenido en prudente reserva para proceder según
las circunstancias.
-No estando mister Halliburtt libre por la
ciudad, será más difícil su fuga; pero le juro,
miss Jenny, que el Delfín no dejará la rada
de Charleston sin tener a bordo a su padre de usted.
-Gracias, señor Playfair -dijo Jenny-. Le doy
gracias con toda mi alma.
Al oír estas palabras, Jacobo sintió que
el corazón le daba saltos en el pecho. Se acercó a Jenny
con la mirada húmeda y las palabras temblorosas. Tal vez iba a
hablar, a confesar sus sentimientos, pero Crockston intervino.
-No es éste el momento de enternecerse -dijo -.
Hablemos, y hablemos cuerdamente.
-¿Tienes algún plan, Crockston? -
preguntó la joven.
-Siempre tengo un plan -respondió el
americano-. Esa es mi especialidad.
-Pero, ¿es bueno? -dijo Jacobo.
-Excelente; todos los ministros de Washington juntos
no podrían imaginar otro mejor. Es como si tuviéramos ya
a bordo a mister Halliburtt.
Crockston hablaba con tanta seguridad y manifiesta
adhesión que no había medio de dudar de sus palabras.
-Te escuchamos, Crockston -dijo Playfair.
-Usted, capitán, irá a pedir al general
Beauregard un servicio que no le negara.
-¿Cuál?
-Le dirá que tiene usted un pícaro
perdido que, durante la travesía, ha excitado la
tripulación a la rebeldía; le pedirá que durante
su permanencia en Charleston, lo tenga encerrado en la ciudadela; pero
con la condición de devolverlo al partir, para que pueda usted
entregarlo a la justicia de su país.
-Haré todo eso -dijo Jacobo sonriendo-
¿y el general aceptará gustoso?
-Estoy seguro de ello -repuso Crockston.
-Pero me falta una cosa.
-¿Qué?
-El pícaro.
-Está delante de usted.
-¡Cómo! ese pillastre...
-Soy yo, con su permiso.
-¡Oh corazón noble y valiente!
-exclamóJenny, apretando con sus pequeñas manos las
callosas del americano.
-¡Crockston! ¡amigo mío! -dijo
Playfair -, te comprendo; y sólo siento no poder ocupar tu
puesto.
-Cada uno a su papel.-replicó Crockston. En mi
puesto se vería usted mucho más apurado que yo. Bastante
tendrá que hacer luego para salir de la rada, bajo el
cañón de los federales y el de los confederados; cosa que
yo haría bastante mal.
-Continúa.
-Una vez dentro de la ciudadela, que conozco al
dedillo, veré cómo me las compongo, pero me las
compondré bien. Entretanto, cargará usted su barco.
-¡Oh! los negocios me importan ya muy poco
-exclamó el capitán.
-Nada de eso. ¿Qué diría el
tío Vicente? Hagamos marchar a la par los sentimientos y las
operaciones mercantiles. Así evitaremos sospechas. ¿Pueda
usted estar preparado dentro de seis días?
-Sí.
-Pues haga que el Delfín esté
dispuesto a salir el día 22.
-Lo estará.
El día 22, por la noche -fíjese bien -,
vaya usted en una embarcación con sus mejores hombres a White
Point, al extremo de la ciudad. Espere hasta las nueve y
verá aparecer a mister Halliburtt con este su
servidor.
-Pero, ¿cómo podrán huir los
dos?
-Eso es cuenta mía.
-Querido Crockston -dijo Jenny-, ¡vas a
arriesgar tu vida por mi padre!
-No tema por mí, miss Jenny, no arriesgo
nada.
-¿Cuándo es preciso hacer que te
encierren? -preguntó Jacobo.
-Hoy mismo. Estoy desmoralizando la
tripulación. Cuanto antes mejor.
-¿Quieres dinero? Puede serte útil.
-¿Para comprar un carcelero? Nada de eso. El
procedimiento es demasiado tonto, pues el carcelero suele quedarse con
el dinero y con el preso. Tengo medios más seguros. Es preciso
poder beber en caso de necesidad.
-Y emborrachar al carcelero.
-No; un carcelero borracho lo echa todo a perder.
Tengo mi idea; déjeme hacer.
-Toma diez dólares.
-Es demasiado; pero le daré la vuelta.
-¿Estás dispuesto?
-Completamente dispuesto a ser un pillo redomado.
-Vamos, pues.
-Crockston -dijo la joven con voz conmovida-
¡eres el hombre más honrado que hay bajo la capa del
cielo!
-No me extrañaría -repuso el americano
soltando la carcajada. A propósito, capitán. Una
recomendación importante.
-Veamos.
-Si el general le propone ahorcar al tunante que
quiere usted encerrar, pues ya sabe que los militares todo lo arreglan
así...
-¿Qué?
-Le dirá usted que necesita reflexionar.
-Te lo prometo.
Aquel mismo día, con gran asombro de la
tripulación, que no estaba en el secreto, Crockston, con esposas
en las manos y cadenas en los pies, fue desembarcado entre diez
marineros y media hora después a petición del
capitán Jacobo Playfair, el malvado, atravesaba las calles de la
ciudad y a pesar de su resistencia, era encerrado en la ciudadela de
Charleston.
Durante aquel día, y el siguiente se
descargó con rapidez el Delfín. Las grúas
del vapor elevaban sin descanso el cargamento europeo para hacer sitio
al indígena. La población de Charleston asistía a
aquella interesante operación, ayudando y felicitando a los
marineros.
Los sudistas les daban grandes muestras de afecto,
pero Jacobo Playfair no les dejó tiempo de aceptar las
atenciones de los americanos; no les dejaba a sol ni sombra,
exigiéndoles una actividad de que los marineros del
Delfín no sospechaban la causa.
Tres días después, el 18 de enero,
empezaron a amontonarse en la sentina las primeras balas de
algodón. Aunque Jacobo ya no se ocupaba en ella, la casa de
Playfair y Compañía efectuaba una excelente
operación, pues había comprado a ínfimo precio
todo el algodón que obstruía los almacenes de
Charleston.
Entretanto, no se había recibido ninguna
noticia de Crockston.
Jenny, aunque no decía nada, sufría
crueles angustias. Su rostro, alterado por el temor, hablaba por ella.
Y Jacobo procuraba tranquilizarla.
-Tengo plena confianza en Crockston - le
decía.
-Es un fiel servidor; usted que le conoce mejor que
yo, debe estar tranquila. Dentro de tres días podrá usted
abrazar a su padre.
-¡Señor Playfair! -exclamó la
joven-. ¿Cómo podremos mi padre y yo pagar su
abnegación?
-Se lo diré cuando estemos en aguas inglesas
-respondió el capitán.
Jenny le miró, bajó los ojos, que se
llenaron de lágrimas, y regresó a su camarote.
Jacobo esperaba que hasta el momento en que el padre
se hallara fuera de peligro, la joven ignoraría su terrible
situación; pero en este último día, la
indiscreción de un marinero descubrió la verdad. La
respuesta del gabinete de Richmond había llegado la
víspera, por una estafeta, que había podido forzar la
línea del bloqueo. Contenía la sentencia de muerte de
Jonathan Halliburtt, que debía ser pasado por las armas al
día siguiente por la mañana. La noticia había
cundido por la ciudad, habiéndola llevado a bordo uno de los
marineros del Delfín.
La comunicó a su capitán, sin sospechar
que miss Jenny podía oírla.
La joven lanzó un grito desgarrador y
cayó sin conocimiento sobre cubierta. Jacobo la
transportó a su camarote y fueron necesarios los cuidados
más asiduos para volverla a la vida.
Cuando abrió los ojos, vio al capitán
que con un dedo en los labios le recomendaba silencio. La joven se vio
obligada a callar, conteniendo los arrebatos de su dolor, y el
capitán, inclinándose hacia su oído, le dijo:
-Jenny, antes de dos horas su padre estará a
salvo, a su lado, o yo habré muerto en la empresa.
Después, salió de la toldilla, diciendo
para sí:
-Ahora es preciso apoderarse de él a toda
costa, aun cuando deba pagar su libertad con mi vida y la de mi
tripulación.
Había llegado la hora de obrar. La estiba del
Delfín había terminado aquella mañana; sus
bodegas estaban llenas de carbón. Podía partir dentro de
dos horas. Jacobo le había hecho salir del North Commercial
wharf y colocar en plena rada a fin de aprovechar la pleamar a las
nueve de la noche.
Daban las siete cuando Jacobo se separaba de Jenny. El
capitán hizo empezar los preparativos de marcha. Hasta entonces,
el secreto había permanecido oculto dentro de él,
Crockston y Jenny, pero en aquel momento juzgó oportuno poner a
su segundo al corriente de la situación.
Así lo hizo inmediatamente.
-Estoy a sus órdenes -respondió Mathew,
sin hacer la menor observación-. ¿A las nueve?
-Sí. Haga usted encender los fuegos y que se
activen.
-Perfectamente.
-Mande usted colocar un farol en el tope del palo
mayor. La noche está oscura y se levanta la bruma. No conviene
que podamos extraviarnos al regresar a bordo. Debe tomar también
la precaución de hacer sonar la campana desde las nueve.
-Se cumplirán sus órdenes.
-Y ahora, señor Mathew -añadió
Jacobo-, mande arriar la lancha y que la tripulen los seis marineros
más robustos y mejores remeros. Parto a White Point. Le
recomiendo a miss Jenny durante mi ausencia. Dios nos proteja,
señor Mathew.
-¡Dios nos proteja! -respondió el
segundo.
E inmediatamente mandó encender los fogones y
activar el fuego. En pocos minutos, el Delfín
quedó preparado. Jacobo se despidió de Jenny y
bajó a su lancha, desde la cual pudo ver los torrentes de negro
humo que se perdían en la oscura niebla del cielo.
Profundas eran las tinieblas; había
caído el viento; silencio absoluto reinaba en la inmensa rada,
cuyas aguas parecían dormidas. Algunas luces apenas perceptibles
temblaban en la bruma. Jacobo se había puesto al timón y
con mano segura dirigía su embarcación hacia White
Point. El trayecto era de dos millas. Durante el día, Jacobo
había tomado puntos de orientación, de modo que le fue
fácil llegar en línea recta al cabo de Charleston.
Las ocho daban en San Felipe cuando la proa de la
lancha tocó en White Point.
Faltaba una hora para el momento preciso fijado por
Crockston.
El muelle estaba absolutamente desierto; sólo
el centinela de la batería del sur y del este se paseaban a
veinte pasos. Jacobo devoraba los minutos. El tiempo no corría
como deseaba y lo abrumaba la impaciencia.
A las ocho y media, se oyó ruido de pasos.
Dejó a sus hombres con los remos preparados, y se lanzó
hacia delante. Al cabo de diez minutos se encontró con una ronda
de guardacostas; eran veinte hombres y Jacobo sacó un
revólver de su cinturón, decidido a usarlo en caso de
necesidad. Mas, ¿qué podía hacer contra aquellos
soldados que descendieron hasta el muelle?
Allí, el jefe de la ronda se acercó a
él y, viendo la lancha, preguntó a Jacobo:
-¿Qué embarcación es
ésa?
-La lancha del Delfín -respondió
el joven.
-¿Y usted quién es?
-El capitán Jacobo Playfair.
-Le creía en los pasos de Charleston.
-Voy a zarpar; debía estar ya en camino,
pero...
-¿Pero?... - preguntó con insistencia el
jefe de la ronda.
Una idea repentina, cruzó por la mente del
capitán que respondió:
-Uno de mis marineros está encerrado en la
ciudadela, y a fe mía, lo tenía olvidado.
Afortunadamente, me he acordado cuando aun era tiempo y ha enviado a
algunos de mis marineros a buscarle.
-¡Ah! ¿aquel tunante que quiero usted
llevar a Inglaterra?
-¡Aquí también le hubieran podido
ahorcar! -dijo el soldado riendo.
-Lo creo -repuso Jacobo-, pero vale más hacer
las cosas en debida forma.
-Vaya, buen viaje, capitán, y desconfíe
de las baterías de la isla de Morris.
-No tenga usted cuidado, Creo poder salir como he
entrado.
-Buen viaje.
Y la ronda se alejó, quedando silenciosa la
playa.
En aquel momento, dieron las nueve. Era el momento
señalado.
Jacobo oía los latidos de su corazón...
Resonó un silbido... El capitán del Delfín
respondió con otro, y después prestó atento
oído, recomendando con la mano, el más absoluto silencio
a sus marineros. Apareció un hombre, envuelto en una ancha
manta, mirando a uno y a otro lado. Jacobo corrió hacia
él
-¿Señor Halliburtt?
-Yo soy - respondió el hombre de la manta.
-¡Loado sea Dios! -exclamó Jacobo
Playfair-. Embárquese usted enseguida... ¿Y
Crockston?
-¡Crockston! -repitió mister
Halliburtt-. ¿Qué quiere usted decir?
-Quien le ha salvado y conducido hasta aquí ha
sido su fiel criado Crockston.
-El hombre que me acompañaba es el carcelero de
la ciudadela.
-¡El carcelero! -exclamó Jacobo.
No entendía nada y le asaltaban mil
temores.
-¡Ah sí, el carcelero! -dijo una voz muy
conocida -. ¡El carcelero duerme como una marmota en mi
calabozo!
-¡Crockston! ¡Eres tú!
¡tú! -gritó mister Halliburtt.
-Nada de conversación, mi amo. Todo se lo
explicaremos. Le va la vida. ¡A bordo, a bordo!
Los tres hombres entraron en la lancha.
-¡Boga! -ordenó el capitán.
Los seis remos entraron en sus escálamos.
Y la lancha se deslizó como un pez sobre las
oscuras olas de Charleston Harbour.

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