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El destino de Juan Morenas
Editado
© Juan Suárez
11 de mayo del 2003
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El destino de Juan Morenas
Capítulo I

Aquel día  -a fines del mes de septiembre, hace ya mucho tiempo- un rico carruaje se detuvo ante el hotel del Vicealmirante comandante de la plaza de Tolón. Un hombre de cuarenta años, poco más o menos, de constitución robusta, pero de aspecto y modales bastante vulgares, bajó de él e hizo pasar al Vicealmirante, además de su tarjeta, algunas cartas suscritas por tales personajes que la audiencia que solicitaba hubo de serle inmediatamente concedida.

-¿Es al señor Bernardón, el armador tan conocido en Marsella, a quien tengo el honor de hablar? -preguntó el Vicealmirante tan pronto como se encontró en presencia de aquel personaje.

-Al mismo  -respondió éste.

-Tenga la bondad de sentarse -prosiguió el Vicealmirante-, y de decirme en qué puedo servirle.

-Gracias, Almirante; creo que la petición que tengo que dirigirle no es de las difíciles de ser acogidas favorablemente.

-¿De qué se trata?

-Sencillamente de obtener una autorización para visitar el presidio.

-Nada más sencillo, en efecto, y eran del todo superfluas las cartas de recomendación que usted me ha transmitido. Un hombre que lleva el nombre de usted no necesitaba de ello.

El señor Bernardón se inclinó levemente, y después, habiendo manifestado de nuevo su gratitud, quiso enterarse de las formalidades que habían de llenarse.  

-Ninguna -se le contestó-; vaya usted a ver al Mayor General con esta carta mía, y en el acto se verá complacido.

Despidióse el señor Bernardón, haciéndose conducir delante del Mayor General, y obtuvo en seguida el permiso de visitar el Arsenal; un ordenanza le condujo a la casa del Comisario del presidio, que se ofreció a acompañarle.

Sin dejar de dar las gracias más expresivas, el marsellés declinó la oferta que se le hiciera y manifestó deseos de estar solo.

-Como usted guste, caballero -dijo el Comisario.

-¿No hay, pues, ninguna dificultad en que circule yo libremente por el interior del presidio?

-Ninguna.

-¿Ni en que me comunique con los presos?

-Tampoco. Prevendré a los ayudantes y no le pondrán dificultades.

-Gracias.

-Me permitirá usted, sin embargo, que le pregunte ¿cuál es su propósito al hacer esta visita, tan poco grata?, indudablemente.

-¿Mi propósito...?

-Sí; ¿sería por mera curiosidad o persigue usted otro objetivo...? Un objetivo filantrópico, por ejemplo.

-Filantrópico precisamente -repuso vivamente el señor Bernardón.

-¡Perfectamente! -dijo el Comisario-. Estamos acostumbrados a semejantes visitas, que no se ven con malos ojos en las altas esferas. El Gobierno trata incesantemente de introducir todas las mejoras posibles en el régimen de los presidios; muchas ya se han realizadas.

El señor Bernardón aprobó con un gesto, sin responder de otro modo, como un hombre a quien esas cosas no interesan en alto grado; pero el Comisario, que sólo pensaba en este asunto y hallándose en una ocasión propicia para formular una declaración de principios, no noto aquel palmario desacuerdo entre la indiferencia de su visitante y el fin confesado de sus gestiones, y prosiguió imperturbablemente:

-Es sumamente difícil guardar un justo término en semejante materia. Si bien no deben extremarse los rigores de la ley, es preciso, no obstante, mantenerse en guardia contra los críticos sentimentales que se olvidan del crimen para no ver sino el castigo. Nosotros, sin embargo, aquí no perdemos nunca de vista que la justicia debe moderarse.

-Semejantes sentimientos honran a usted -respondió el señor Bernardón-, y si mis observaciones particulares pueden interesarle, tendré mucho gusto en comunicarle las que mi visita al presidio me sugiera.

Los dos interlocutores se separaron, y el marsellés, provisto de un pase en toda regla, se dirigió hacia el presidio.

El puerto militar de Tolón se compone, principalmente, de dos inmensos polígonos que se apoyan sobre el muelle por su lado septentrional. El uno, designado con el nombre de Dársena Nueva, se halla situado al Oeste del otro, llamado Dársena Vieja. La periferia de esas murallas, verdaderos prolongamientos de las fortificaciones de la ciudad, estaba señalada por diques bastante amplios para soportar varias construcciones, talleres de máquinas, cuarteles, almacenes de la Marina, etc. Cada una de esas dársenas, que existen todavía hoy, tiene en la parte Sur una abertura suficiente para dar paso a los buques de alto bordo. Fácilmente hubiesen constituido diques flotantes si la constancia del nivel del Mediterráneo, que no se halla sujeto a mareas apreciables, no los hicieran inútiles.

En la época de los acontecimientos que van a ser referidos, la Dársena Nueva estaba limitada al Oeste por los Almacenes y el Parque de Artillería, y al Sur, a la derecha de la entrada queda a la pequeña rada, por los presidios actualmente suprimidos. Estos comprendían dos edificios unidos entre sí y formando ángulo recto. El primero, ante el taller de máquinas, se hallaba expuesto al mediodía; el segundo miraba a la Dársena Vieja y continuaba por los cuarteles y el hospital. Independientemente de estas construcciones, existían dos presidios flotantes, en los que se alojaban los condenados por un tiempo mayor o menor, mientras que los condenados a perpetuidad estaban alojados en tierra firme.

Si hay un sitio en el mundo donde no debe reinar la igualdad, es, seguramente, en presidio. En relación con la cantidad y la calidad de los crímenes y el grado de perversidad de los espíritus, la escala de las penas y castigos debería implicar distinciones de castas y de rangos. Ahora bien, está muy lejos de suceder así. Los condenados de toda edad y de todo género están completamente mezclados. De esta deplorable promiscuidad no puede menos de resultar una corrupción vergonzosa, y el contagio del mal ejerce sus estragos entre aquellas masas gangrenadas.

En el momento de dar comienzo este relato, el presidio de Tolón contenía cerca de cuatro mil forzados. Las direcciones del Puerto, de las Construcciones Navales, de la Artillería, del Almacén General, de las Construcciones Hidráulicas y de los Edificios Civiles empleaban tres mil, a los cuales estaban reservados los trabajos más penosos. Los que no podían encontrar sitio en esas cinco grandes divisiones eran empleados en el puerto, en la carga, descarga y remolque de los buques, en el transporte de los residuos, en el embarque y desembarque de municiones y víveres. Otros eran enfermeros, empleados especiales, o se hallaban condenados a la doble cadena, a causa de tentativa de evasión.

Hacía mucho tiempo, antes de la visita del señor Bernardón, que no se había registrado ningún incidente de esta naturaleza, y durante muchos meses el cañón de alarma no había resonado en el puerto de Tolón.

No era que el amor a la libertad se hubiera debilitado en el corazón de los forzados, sino que el desaliento les había invadido. Habiendo sido despedidos algunos guardianes convictos de incuria o de traición, una especie de cuestión de honor hacía más severa y meticulosa la vigilancia de los demás. El Comisario del presidio se felicitaba mucho por este resultado, sin que por eso se tranquilizase totalmente, reposando en una engañosa seguridad, porque en Tolón las evasiones eran más frecuentes y más fáciles que en cualquier otro puerto de represión.

Las doce y media daban en el reloj del Arsenal, cuando el señor Benardón llegaba a la extremidad de la Dársena Nueva. El muelle estaba desierto; media hora antes, la campana había llamado a sus prisiones respectivas a los forzados, que estaban trabajando desde la madrugada, recibiendo entonces cada uno de ellos su correspondiente ración. Los condenados a perpetuidad habían subido sobre su banco, donde un vigilante los había encadenado en seguida, en tanto que los demás forzados podían pasear libremente en toda la longitud de la habitación. Al toque del silbato del ayudante se habían acurrucado en torno de las cazuelas, que contenían una sopa hecha, todo el año, de habas secas.

Los trabajos se reanudarían a la una para no abandonarlos hasta las ocho de la noche. Entonces se les volvería a llevar a sus cárceles, donde, durante algunas horas de sueño, les sería posible olvidar su triste destino.

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