El destino de Juan Morenas
Capítulo I
Aquel día -a fines del mes de septiembre,
hace ya mucho tiempo- un rico carruaje se detuvo ante el hotel del
Vicealmirante comandante de la plaza de Tolón. Un hombre de
cuarenta años, poco más o menos, de constitución
robusta, pero de aspecto y modales bastante vulgares, bajó de
él e hizo pasar al Vicealmirante, además de su tarjeta,
algunas cartas suscritas por tales personajes que la audiencia que
solicitaba hubo de serle inmediatamente concedida.
-¿Es al señor Bernardón, el
armador tan conocido en Marsella, a quien tengo el honor de hablar?
-preguntó el Vicealmirante tan pronto como se encontró en
presencia de aquel personaje.
-Al mismo -respondió éste.
-Tenga la bondad de sentarse -prosiguió el
Vicealmirante-, y de decirme en qué puedo servirle.
-Gracias, Almirante; creo que la petición que
tengo que dirigirle no es de las difíciles de ser acogidas
favorablemente.
-¿De qué se trata?
-Sencillamente de obtener una autorización para
visitar el presidio.
-Nada más sencillo, en efecto, y eran del todo
superfluas las cartas de recomendación que usted me ha
transmitido. Un hombre que lleva el nombre de usted no necesitaba de
ello.
El señor Bernardón se inclinó
levemente, y después, habiendo manifestado de nuevo su gratitud,
quiso enterarse de las formalidades que habían de llenarse.
-Ninguna -se le contestó-; vaya usted a ver al
Mayor General con esta carta mía, y en el acto se verá
complacido.
Despidióse el señor Bernardón,
haciéndose conducir delante del Mayor General, y obtuvo en
seguida el permiso de visitar el Arsenal; un ordenanza le condujo a la
casa del Comisario del presidio, que se ofreció a
acompañarle.
Sin dejar de dar las gracias más expresivas, el
marsellés declinó la oferta que se le hiciera y
manifestó deseos de estar solo.
-Como usted guste, caballero -dijo el Comisario.
-¿No hay, pues, ninguna dificultad en que
circule yo libremente por el interior del presidio?
-Ninguna.
-¿Ni en que me comunique con los presos?
-Tampoco. Prevendré a los ayudantes y no le
pondrán dificultades.
-Gracias.
-Me permitirá usted, sin embargo, que le
pregunte ¿cuál es su propósito al hacer esta
visita, tan poco grata?, indudablemente.
-¿Mi propósito...?
-Sí; ¿sería por mera curiosidad o
persigue usted otro objetivo...? Un objetivo filantrópico, por
ejemplo.
-Filantrópico precisamente -repuso vivamente el
señor Bernardón.
-¡Perfectamente! -dijo el Comisario-. Estamos
acostumbrados a semejantes visitas, que no se ven con malos ojos en las
altas esferas. El Gobierno trata incesantemente de introducir todas las
mejoras posibles en el régimen de los presidios; muchas ya se
han realizadas.
El señor Bernardón aprobó con un
gesto, sin responder de otro modo, como un hombre a quien esas cosas no
interesan en alto grado; pero el Comisario, que sólo pensaba en
este asunto y hallándose en una ocasión propicia para
formular una declaración de principios, no noto aquel palmario
desacuerdo entre la indiferencia de su visitante y el fin confesado de
sus gestiones, y prosiguió imperturbablemente:
-Es sumamente difícil guardar un justo
término en semejante materia. Si bien no deben extremarse los
rigores de la ley, es preciso, no obstante, mantenerse en guardia
contra los críticos sentimentales que se olvidan del crimen para
no ver sino el castigo. Nosotros, sin embargo, aquí no perdemos
nunca de vista que la justicia debe moderarse.
-Semejantes sentimientos honran a usted
-respondió el señor Bernardón-, y si mis
observaciones particulares pueden interesarle, tendré mucho
gusto en comunicarle las que mi visita al presidio me sugiera.
Los dos interlocutores se separaron, y el
marsellés, provisto de un pase en toda regla, se dirigió
hacia el presidio.
El puerto militar de Tolón se compone,
principalmente, de dos inmensos polígonos que se apoyan sobre el
muelle por su lado septentrional. El uno, designado con el nombre de
Dársena Nueva, se halla situado al Oeste del otro, llamado
Dársena Vieja. La periferia de esas murallas, verdaderos
prolongamientos de las fortificaciones de la ciudad, estaba
señalada por diques bastante amplios para soportar varias
construcciones, talleres de máquinas, cuarteles, almacenes de la
Marina, etc. Cada una de esas dársenas, que existen
todavía hoy, tiene en la parte Sur una abertura suficiente para
dar paso a los buques de alto bordo. Fácilmente hubiesen
constituido diques flotantes si la constancia del nivel del
Mediterráneo, que no se halla sujeto a mareas apreciables, no
los hicieran inútiles.
En la época de los acontecimientos que van a
ser referidos, la Dársena Nueva estaba limitada al Oeste por los
Almacenes y el Parque de Artillería, y al Sur, a la derecha de
la entrada queda a la pequeña rada, por los presidios
actualmente suprimidos. Estos comprendían dos edificios unidos
entre sí y formando ángulo recto. El primero, ante el
taller de máquinas, se hallaba expuesto al mediodía; el
segundo miraba a la Dársena Vieja y continuaba por los cuarteles
y el hospital. Independientemente de estas construcciones,
existían dos presidios flotantes, en los que se alojaban los
condenados por un tiempo mayor o menor, mientras que los condenados a
perpetuidad estaban alojados en tierra firme.
Si hay un sitio en el mundo donde no debe reinar la
igualdad, es, seguramente, en presidio. En relación con la
cantidad y la calidad de los crímenes y el grado de perversidad
de los espíritus, la escala de las penas y castigos
debería implicar distinciones de castas y de rangos. Ahora bien,
está muy lejos de suceder así. Los condenados de toda
edad y de todo género están completamente mezclados. De
esta deplorable promiscuidad no puede menos de resultar una
corrupción vergonzosa, y el contagio del mal ejerce sus estragos
entre aquellas masas gangrenadas.
En el momento de dar comienzo este relato, el presidio
de Tolón contenía cerca de cuatro mil forzados. Las
direcciones del Puerto, de las Construcciones Navales, de la
Artillería, del Almacén General, de las Construcciones
Hidráulicas y de los Edificios Civiles empleaban tres mil, a los
cuales estaban reservados los trabajos más penosos. Los que no
podían encontrar sitio en esas cinco grandes divisiones eran
empleados en el puerto, en la carga, descarga y remolque de los buques,
en el transporte de los residuos, en el embarque y desembarque de
municiones y víveres. Otros eran enfermeros, empleados
especiales, o se hallaban condenados a la doble cadena, a causa de
tentativa de evasión.
Hacía mucho tiempo, antes de la visita del
señor Bernardón, que no se había registrado
ningún incidente de esta naturaleza, y durante muchos meses el
cañón de alarma no había resonado en el puerto de
Tolón.
No era que el amor a la libertad se hubiera debilitado
en el corazón de los forzados, sino que el desaliento les
había invadido. Habiendo sido despedidos algunos guardianes
convictos de incuria o de traición, una especie de
cuestión de honor hacía más severa y meticulosa la
vigilancia de los demás. El Comisario del presidio se felicitaba
mucho por este resultado, sin que por eso se tranquilizase totalmente,
reposando en una engañosa seguridad, porque en Tolón las
evasiones eran más frecuentes y más fáciles que en
cualquier otro puerto de represión.
Las doce y media daban en el reloj del Arsenal, cuando
el señor Benardón llegaba a la extremidad de la
Dársena Nueva. El muelle estaba desierto; media hora antes, la
campana había llamado a sus prisiones respectivas a los
forzados, que estaban trabajando desde la madrugada, recibiendo
entonces cada uno de ellos su correspondiente ración. Los
condenados a perpetuidad habían subido sobre su banco, donde un
vigilante los había encadenado en seguida, en tanto que los
demás forzados podían pasear libremente en toda la
longitud de la habitación. Al toque del silbato del ayudante se
habían acurrucado en torno de las cazuelas, que contenían
una sopa hecha, todo el año, de habas secas.
Los trabajos se reanudarían a la una para no
abandonarlos hasta las ocho de la noche. Entonces se les
volvería a llevar a sus cárceles, donde, durante algunas
horas de sueño, les sería posible olvidar su triste
destino.
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