El destino de Juan Morenas
Capítulo V
Juan Morenas siguió con los ojos al
señor Bernardón. Costábale trabajo el comprender y
darse cuenta de lo que le acontecía. ¿Cómo se
explicaba que aquel hombre conociera tan bien las diversas
circunstancias de su vida?
Era ése un problema insoluble. Sin embargo,
comprendiera o no, era menester en todo caso aceptar la oferta que se
le hacía, y resolvió, por consiguiente, prepararse para
la fuga.
Ante todo, se veía en la precisión de
informar a su compañero del golpe que meditaba. No había
medio alguno de dispensarse de ello, ya que el lazo que los encadenaba
no podía romperse por el uno sin que el otro lo advirtiera. Tal
vez Romano quisiera aprovecharse de la ocasión, lo cual
disminuiría las probabilidades de éxito.
No quedándole al viejo forzado más que
dieciocho meses de cadena, Juan se esforzó por demostrarle que,
para tan poco como le quedaba, no debía exponerse a un aumento
de pena. Pero Romano, que olía dinero en todo aquel negocio, no
quería escuchar razones, y se resistía obstinadamente a
prestarse a las combinaciones de su camarada. Cuando éste, sin
embargo, le habló de un millar de francos, pagaderos en el acto,
y de una suma igual que podría recibir el viejo a la salida del
presidio, Romano comenzó a estar convencido, accediendo a los
deseos de su camarada.
Arreglado este punto, quedaba por decidir la manera de
realizar la evasión. Lo esencial era salir del puerto sin ser
visto y escapar, por consiguiente, a las miradas de los centinelas y
celadores. Una vez en el campo, antes de que las brigadas de gendarmes
fuesen avisadas, sería fácil imponerse a los campesinos,
y por lo que hacía a aquellos a quienes podría alentar la
esperanza de la prima que se concede a quienes apresan a un evadido, no
resistirían seguramente a la tentación de embolsarse una
suma superior.
Juan Morenas resolvió evadirse durante la
noche. A pesar de no hallarse condenado a perpetuidad, no estaba
alojado en uno de los viejos buques transformados en presidios
flotantes. Por excepción, habitaba en una de las prisiones
situadas en tierra firme. Salir de ella habría sido sumamente
difícil. Siendo, por tanto, preciso no entrar en ella por la
noche. Hallándose, como se hallaba, la rada casi desierta a
aquella hora, no le sería, indudablemente, imposible el
atravesarla a nado, pues no podía, en efecto, pensar en salir
del Arsenal a no ser por mar. Una vez que llegase a tierra,
correspondía a su protector acudir en su ayuda.
Llevándole sus reflexiones a contar con el
incógnito, resolvió aguardar los consejos de éste
y saber en seguidas si serían ratificadas las promesas hechas a
su compañero. El tiempo transcurrió lentamente para lo
que hubiera querido su impaciencia.
Tan sólo a los dos días fue cuando vio
reaparecer a su amigo misterioso.
-¿Y bien? -preguntó el señor
Bernardón.
-Todo está convenido, caballero, y ya que usted
desea serme útil, puedo asegurarle que todo marchará
bien.
-¿Qué necesita usted?
-He prometido dos mil francos a mi compañero,
mil a su salida de presidio...
-Los tendrá, ¿qué más?
-Y mil francos en el acto.
-Ahí van -dijo el señor Bernardón
entregando la suma pedida, que el viejo forzado hizo desaparecer
instantáneamente-. He aquí dinero y una lima de las mejor
templadas. ¿Le bastará esto para librarse de sus
hierros?
-Sí, señor. ¿Dónde
volveré a verle?
-En el cabo Negro. Me hallará usted en la
playa, en el fondo de la ensenada llamada Port Mejean. ¿La
conoce usted?
-Sí; cuente conmigo.
-¿Cuándo escapará usted?
-Esta noche, a nado.
-¿Es usted buen nadador?
-De primera categoría.
-Mejor que mejor. Hasta la noche, pues.
-Hasta la noche.
El señor Bernardón se separó de
los dos forzados, que volvieron al trabajo. Sin ocuparse más de
ellos, el marsellés continuó durante largo tiempo su
paseo, interrogando a unos y otros, y salió, por fin, del
Arsenal sin haberse hecho notar de modo alguno.
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