El destino de Juan Morenas
Capítulo IV
Quince años antes del día en que el
señor Bernardón debía tener, con el forzado
número 2224, este breve diálogo en el presidio de
Tolón, la familia Morenas, compuesta de una viuda y de sus dos
hijos, Pedro, entonces de veinticinco años, y Juan, cinco
años más joven, vivía feliz en el pueblo de
Sainte Marie des Maures.
Los jóvenes ejercían ambos el oficio de
carpintero, y tanto en el lugar como en los pueblos próximos no
les faltaba el trabajo. Ambos, igualmente hábiles, eran
igualmente solicitados.
Desigual era, por el contrario, el lugar que uno y
otro ocupaban en la estimación pública, y hay que
reconocer que semejante diferencia estaba plenamente justificada. En
tanto que el menor, asiduo al trabajo y adorando apasionadamente a su
madre, hubiera podido servir de modelo a todos los hijos, el
primogénito no dejaba de permitirse alguna calaverada de tiempo
en tiempo. Violento e irascible, con frecuencia era, después de
haber, bebido, el héroe de disputas y hasta de riñas, y
su lengua le hacía aún más daño que sus
acciones, por dejar escapar muchas veces frases inconsideradas.
Maldecía de su existencia, encerrada en aquel rincón de
montañas, y manifestaba su deseo de correr a conquistar, bajo
otros climas, una rápida fortuna. Y no era necesario nada
más para inspirar desconfianza a las almas de los campesinos,
apegadas a la tradición. No eran, sin embargo, muy graves las
quejas que de él se tenían. Por eso, sin perjuicio de
conceder más simpatías al hermano, se contentaban de
ordinario con considerarle como un cabeza loca, tan capaz del bien como
del mal, según los azares que le ofreciera la existencia.
La familia Morenas era, pues, feliz, a despecho de
esas ligeras nubecillas, y su felicidad la debía a su perfecta
unión. Como hijos, ninguno de los dos jóvenes
merecía serias críticas, y como hermanos se amaban con
todo su corazón, y el que hubiese atacado a uno de ellos
habría tenido dos adversarios contra quien combatir.
La primera desgracia que fue a herir a la familia
Morenas fue la desaparición del hijo primogénito. El
mismo día en que cumplía los veinticinco años
partió, como de costumbre, a su trabajo, que aquel día le
llamaba a un pueblo próximo. En vano aquella noche aguardaron su
madre y su hermano su regreso; Pedro Morenas no volvió.
¿Qué le había acontecido?
¿Había sucumbido en una de sus habituales reyertas?
¿Había sido víctima de un accidente o de un
crimen? ¿Trataríase pura y simplemente de una fuga? Estas
preguntas jamás tuvieron respuesta alguna.
La desesperación de la madre fue profunda e
intensa.
El tiempo, con todo, hizo su obra, y poco a poco la
existencia fue recobrando su tranquilo curso. Gradualmente, sostenida
por el cariño de su segundogénito, la señora
Morenas conoció esa melancolía resignada, que es el
único goce de los corazones combatidos por el infortunio.
Cinco años transcurrieron así, cinco
años durante los cuales la abnegación filial de Juan
Morenas no se desmintió un solo instante. Al expirar el
último de estos cinco años, y cuando éste
cumplía los veinticinco años de edad, una segunda y
más terrible desgracia hirió a aquella familia, que tan
cruelmente había padecido.
A poca distancia de la casita que habitaba, el propio
hermano de la viuda, Alejandro Tisserand, tenía abierta la
única posada del pueblo. Con el tío Sandro, según
Juan tenía la costumbre de llamarle, vivía su ahijada
María. Mucho tiempo antes habíala él recogido, a
la muerte de sus padres, y una vez que entró en la posada no
volvió ya a salir de ella. Ayudando a su bienhechor y padrino en
la explotación de la modesta hospedería, allí
había vivido, franqueando sucesivamente las etapas de la
infancia y de la adolescencia. En el momento en que Juan Morenas
cumplía los veinticinco años, ella tenía
dieciocho, y la niña de otro tiempo se había convertido
en una joven tan buena y simpática como linda.
Ella y Juan había crecido uno al lado del otro.
Se habían entretenido juntos en los juegos propios de la
infancia, y más de una vez la vieja posada había resonado
con sus gritos. Luego, gradualmente, las distracciones habían
ido cambiando de naturaleza, al mismo tiempo que se modificaba
lentamente en el corazón de Juan, cuando menos, la primitiva
amistad infantil.
Llegó un día en que Juan amó como
a futura esposa a la que hasta entonces sólo había
tratado como a la hermana querida; la amó conforme a su honrada
naturaleza, como amaba a su madre, con igual abnegación, con el
mismo ardor, con análoga abdicación de todo su ser.
Guardó, sin embargo, silencio y nada dijo de
sus proyectos a aquella de quien anhelaba ser esposo. Y es que
había comprendido demasiado bien que la ternura y el afecto de
la muchacha no habían evolucionado como los suyos. Al mismo
tiempo que su amistad fraternal se había transformado
gradualmente en amor, el corazón de María había
continuado siendo el mismo. Con la misma tranquilidad se posaban sus
ojos sobre el compañero de la infancia, sin que ninguna
emoción nueva se mezclase en sus relaciones.
Consciente de este desacuerdo, Juan, por consiguiente,
guardaba silencio y ocultaba sus secretas ansias con gran disgusto del
tío Sandro, que, profesando hacia su sobrino la mayor
estimación, se hubiera considerado dichoso confiándole a
la vez a su ahijada y los escasos ahorros reunidos en cuarenta
años de un trabajo incesante. El tío, sin embargo, no
perdía las esperanzas. Todo podía arreglarse, teniendo en
cuenta que María aún era joven. Con la ayuda del tiempo
llegaría a reconocer los méritos de Juan, y éste
se atrevería entonces a formular su petición, que
sería favorablemente acogida.
Así estaban las cosas, cuando un drama
imprevisto vino a conmover al pueblo. Una mañana, el tío
Sandro fue hallado muerto, estrangulado delante del mostrador, cuya
caja había sido vaciada hasta el último céntimo.
¿Quién era el autor de aquel asesinato...? Tal vez la
justicia hubiese realizado durante mucho tiempo pesquisas
inútiles, si la propia víctima no hubiese tenido cuidado
de designarle. Entre las crispadas manos del cadáver se
encontró, en efecto, un trozo de papel, sobre el que, antes de
expirar, Alejandro Tisserand había trazado estas palabras:
«Mi sobrino es quien...» No había tenido fuerzas
para escribir más y la muerte había llegado a detener su
mano en medio de la frase acusadora.
Ésta, por lo demás, era suficiente para
el caso, ya que Alejandro Tisserand no tenía más que un
sobrino, y no era, por tanto, posible la menor duda.
El crimen fue fácilmente reconstituido. En la
víspera por la noche no había nadie en la posada. El
asesino, por lo tanto, debía haber llegado de fuera, y
tenía que ser muy conocido de la víctima, toda vez que
Tisserand, muy desconfiado por naturaleza, había abierto sin
dificultad. Era igualmente indudable que el crimen debió
cometerse temprano, ya que el posadero se encontraba vestido. A juzgar
por las cuentas sin terminar que habían quedado sobre el
mostrador, se encontraba dispuesto a comprobar su balance en el momento
de llegar el criminal. Al ir a abrir, se había llevado
maquinalmente consigo el lápiz del que se estaba sirviendo, y
del cual debió hacer luego uso para designar a su asesino.
Este último, apenas había entrado,
había cogido a su víctima por el cuello y lo había
derribado por tierra; el drama había debido desarrollarse en muy
pocos minutos. No quedaba, en efecto, ninguna huella de lucha, y
María no había advertido ningún ruido en su
habitación, si bien es verdad que estaba bastante alejada del
teatro del suceso.
Juzgando muerto al posadero, el asesino había
vaciado la caja y husmeado concienzudamente en la alcoba, como lo
demostraba el lecho deshecho y los armarios revueltos. Finalmente, una
vez recogido su botín, habíase apresurado a huir sin
dejar huellas que pudieran comprometerle.
Así lo suponía él, al menos, pero
el miserable había contado sin la justicia inminente. Aquel a
quien creyera muerto vivía aún y había podido
disfrutar algunos minutos de razón. Había tenido fuerzas
para trazar aquellas cuatro palabras que iban a servir para orientar
las pesquisas, y que un último espasmo de la agonía
había interrumpido trágicamente.
En el pueblo se produjo una verdadera
estupefacción. ¡Cómo, Juan Morenas, aquel buen
hijo, aquel excelente obrero, un asesino! No hubo, sin embargo,
más remedio que rendirse a la evidencia, y la acusación
del muerto era demasiado terminante y formal para permitir la menor
duda. Tal vez fue, al menos, la opinión de la justicia, y a
pesar de sus protestas, Juan Morenas fue detenido, juzgado y
sentenciado a veinte años de galeras.
Este drama monstruoso fue el golpe de gracia para su
madre, que a partir de ese día fue declinando
rápidamente; en menos de un año siguió a la tumba
a su hermano asesinado.
La implacable suerte la hizo morir demasiado pronto,
pues desaparecía en el instante en que, tras tantas pruebas,
iba, por fin, a sobrevenirle una alegría; apenas había
caído la tierra sobre su cadáver cuando Pedro, su hijo
primogénito, reaparecía en el país.
¿De dónde llegaba? ¿Qué
había hecho durante los seis años que había durado
su ausencia? ¿Qué sitios había recorrido?
¿En qué situación volvía al pueblo...? No
se explicó él acerca de esos particulares, y cualquiera
que fuese la curiosidad pública, llegó un día en
que sus convecinos dejaron de hacerse esas preguntas.
Por lo demás, si no había hecho fortuna
en el perfecto sentido de la palabra, parecía, al menos, que no
había vuelto completamente desprovisto de ella. Sólo, en
efecto, de una manera intermitente ejercía su antiguo oficio de
carpintero, y durante casi dos años vivió como un
rentista en su pueblo, no ausentándose más que muy rara
vez para ir a Marsella, donde, según decía, le llamaban
sus negocios.
Durante aquellos dos años, lo mejor de su
tiempo lo pasó, no en la casa que había heredado de su
madre, sino en la posada del tío Sandro, que había
llegado a ser propiedad de María, y que ésta, desde la
muerte trágica de su padrino, dirigía con ayuda de un
criado.
Según era de prever, un idilio fue
anudándose poco a poco entre ambos jóvenes. Lo que no
había podido conseguir la tranquila energía de Juan,
consiguiéronlo la facundia y el carácter, un poco brutal,
de Pedro. Al amor de éste, María correspondió con
un amor igual. Dos años después de la muerte de la viuda
Morenas, y tres después del asesinato del tío Sandro y la
condena de su asesino, se celebró la boda de ambos
jóvenes.
Siete años transcurrieron, durante los cuales
tuvieron tres niños, el último de ellos apenas de seis
meses antes del día en que comienza este relato. Esposa feliz y
madre afortunada, María había vivido hasta entonces siete
años de ventura.
Menos dichosa habría sido si hubiera podido
leer en el corazón de su marido, si hubiera conocido la
existencia vagabunda que durante seis años, pasando de la
ociosidad a la rapiña, de la rapiña a la estafa, de la
estafa al robo puro y simple, había llevado aquel a quien estaba
ligada de por vida; y menos dichosa, sobre todo, habría sido si
hubiera sabido la parte que su esposo había tomado en la muerte
de su padrino.
Alejandro Tisserand había dicho la verdad al
denunciar a su sobrino; pero ¡cuán deplorable era que las
angustias y espasmos de la agonía, perturbando su cerebro y su
mano, le impidieran precisar mejor! ¡Su sobrino era, en realidad,
el autor del crimen abominable; ¡pero ese sobrino no era Juan,
sino que era Pedro Morenas! Viéndose sin recursos, reducido al
último extremo de la miseria, Pedro había llegado aquella
noche al pueblo con la intención firme y decidida de echar mano
al peculio de su tío. La resistencia de la víctima
había hecho del ladrón un asesino.
Derribado en tierra su tío, había
procedido a un saqueo en toda regla, y luego había huido en la
oscuridad. De la muerte de su tío, a quien tan sólo
suponía desvanecido, y del arresto y la condena de su hermano,
no había sabido nada. Con toda tranquilidad, pues, y al ver
disminuir su botín, regresó al país un año
después de su crimen, no dudando que, después del tiempo
transcurrido, obtendría fácilmente su perdón. Fue
en tal momento cuando tuvo conocimiento de la muerte de su tío y
de su madre y de la condena de su hermano.
En los primeros momentos se quedó aterrado. La
situación de su hermano menor, a quien durante veinte
años le había unido tan real y profundo afecto, se
convirtió para él en una fuente de crueles y punzantes
remordimientos. ¿Qué podía, sin embargo, hacer
para remediar la situación tristísima de su hermano sino
revelar la verdad, denunciarse a sí mismo y tomar en el presidio
el puesto del inocente condenado?
Bajo la influencia del tiempo, lamentos y
remordimientos se calmaron y atenuaron; el amor hizo lo
demás.
Pero el remordimiento volvió a surgir de nuevo
cuando la vida conyugal tomó su tranquilo curso. De día
en día, el recuerdo del forzado inocente fue imponiéndose
más y más al espíritu del culpable impune.
Evocáronse los años de la infancia con mayor fuerza cada
vez, y llegó el día en que Pedro Morenas comenzó a
pensar en el medio de librar a su hermano de la cadena que él
mismo le había forjado. Después de todo, no era ya el
vagabundo desprovisto de todo, que había abandonado el pueblo
natal para buscar, a través del vasto mundo, una inasequible
fortuna. El indigente de antes era en la actualidad propietario, el
primer propietario de su pueblo, y el dinero no le faltaba. ¿No
podía servir ese dinero para libertarle de sus
remordimientos?
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