El destino de Juan Morenas
Capítulo VI
Juan Morenas se esforzó por aparecer como el
más tranquilo de los presos. Pero, a pesar de sus esfuerzos, un
observador atento hubiera quedado sorprendido ante su desacostumbrada
agitación. El ansia de la libertad hacía latir
apresuradamente su corazón, y toda su voluntad era impotente
para dominar su febril impaciencia. ¡Cuán lejos se hallaba
entonces aquella resignación superficial, con la que durante
diez años había tratado de acorazarse contra la
desesperación!
Para ocultar por algunos instantes su ausencia en la
entrada de la noche, pensó hacerse reemplazar por un camarada
cerca de su compañero de cadena. Un forzado,
Calcetín, así llamado por un ligero anillo que los
condenados de esta categoría llevan en la pierna, a quien
sólo pocos días quedaban de permanecer en presidio, y
que, como tal, estaba desaparejado, entró, por tres monedas de
oro, en los proyectos de Juan, y consintió en sujetar a su pie,
por espacio de algunos minutos, la cadena de éste cuando
estuviese rota.
Un poco después de las siete de la tarde,
aprovechóse Juan de un descanso para aserrar la cadena. Merced a
la perfección de su lima, y a pesar de que la anilla era de un
temple especial, pronto pudo ver terminado este trabajo. Habiendo
ocupado su puesto el forzado Calcetín en el momento del
reingreso en las habitaciones, él se escondió tras una
pila de maderos.
No lejos de él, se hallaba una inmensa caldera
destinada a un buque en construcción, la cual ofrecía al
fugitivo un asilo impenetrable. Aprovechándose éste de un
instante propicio, deslizóse en ella sin ruido,
llevándose consigo un trozo de madero, que ahuecó
precipitadamente en forma de gorro, abriendo en él algunos
agujeros. Después aguardó, con la vista y el oído
atentos, y los nervios en tensión.
Algunos ayudantes erraban aún acá y
allá...
Cayó la noche por completo. El cielo, cargado
de nubes, aumentaba la oscuridad, favoreciendo a Juan Morenas. Al otro
lado de la rada, la península de Saint Madrier
desaparecía en las tinieblas.
Cuando el Arsenal quedó desierto, Juan
salió de su escondite, y arrastrándose con extrema
prudencia, se dirigió hacia los estanques del carenero. Algunos
ayudantes erraban aún acá y allá. Juan
hacía alto con frecuencia y se aplastaba contra el suelo.
Afortunadamente, había podido romper sus cadenas, lo que le
permitía moverse sin ruido.
Llegó, por fin, a orillas del agua, sobre un
muelle de la Dársena Nueva, no lejos de la abertura que da
acceso a la rada. Con la especie de gorro de madera en la mano, se
deslizó a lo largo de una cuerda, y se hundió bajo las
olas.
Cuando volvió a la superficie se cubrió
prontamente la cabeza con aquel extraño sombrero, desapareciendo
así a todas las miradas. Los agujeros en él practicados
de antemano le permitían guiarse. Se le habría tomado por
una boya a la deriva.
De pronto, resonó un cañonazo.
Es el cierre del puerto, pensó Juan
Morenas.
Un segundo cañonazo y un tercero después
siguieron al primero.
No había posibilidad de equivocarse; era el
cañón de alarma, y Juan comprendió que su fuga
estaba descubierta.
Evitando, con cuidado, las proximidades de los buques
y las cadenas de las anclas, se adelantó por la pequeña
rada del lado del polvorín de Millau. La mar estaba un poco
dura, pero el vigoroso nadador se sentía con bastantes fuerzas
para vencerla. Sus vestidos, que le estorbaban para la marcha, los
abandonó a la deriva, y sólo conservó la bolsa del
dinero atada contra el pecho.
Llegó sin haber encontrado obstáculo
hasta el centro de la rada, y allí, apoyándose sobre una
de esas boyas de hierro llamadas cuerpos muertos, se quitó, con
precaución, el gorro que le protegía y tomó
aliento.
-¡Uf! -se dijo-. Este paseo no es más que
una partida de placer al lado de lo que me espera y de lo que tengo
aún que hacer. En altamar ya no hay encuentros que temer, pero
hay que pasar la bocana, y por allí cruzan muchas embarcaciones
que van hacia la Torre Mayor del Fuerte del Águila.
Difícil será que pueda librarme de ellas... En espera de
ello, orientémonos, no vaya a ser que me meta tontamente en la
boca del lobo.
Habiéndose dado cuenta de su posición
exacta, Juan volvió a nadar.
Hacíalo con suma prudencia y muy lentamente, a
fin de no dotar a la falsa boya de una inverosímil
velocidad.
Transcurrió una media hora. A su juicio,
debía hallarse ya cerca del paso, cuando hacia la izquierda
creyó percibir ruido de remos; se detuvo prestando
atención.
-¡Eh! -gritaron desde un bote-. ¿Hay
noticias?
-Nada nuevo -respondieron desde otra
embarcación, a la derecha del fugitivo.
-¡No conseguiremos encontrarle!
-¿Pero es seguro que se haya evadido por
mar?
-¡Sin ninguna duda! Se ha pescado su traje.
-Hay bastante oscuridad para que pueda llevarnos hasta
las Grandes Indias.
-¡Ánimo! ¡Boguemos de firme!
Separáronse las embarcaciones. Tan pronto como
se encontraron suficientemente alejadas, Juan aventuró algunas
brazadas vigorosas y enfiló rápidamente hacia la
bocana.
A medida que iba acercándose,
multiplicábanse los gritos en torno suyo, pues las embarcaciones
que surcaban la rada habían de concentrar necesariamente su
vigilancia sobre aquel punto. Sin dejarse intimidar por el
número de sus enemigos, Juan continuaba nadando con todas sus
fuerzas. Estaba resuelto a dejarse ahogar antes que consentir volver a
ser apresado y que los cazadores no se apoderasen de él
vivo.
Pronto la Torre Mayor y el Fuerte del Águila se
dibujaron ante sus ojos.
Varias antorchas corrían sobre el dique y sobre
la playa; las brigadas de gendarmería estaban ya preparadas. El
fugitivo disminuyó su marcha, dejándose llevar por las
olas y el viento del Oeste, que le impulsaban hacia el mar.
El resplandor de una antorcha iluminó de
repente las olas, y Juan pudo ver cuatro embarcaciones que le rodeaban.
No se movió, pues el menor movimiento podía perderle.
- ¡Ah... del bote! -gritaron de una de las
embarcaciones.
-¡Nada!
-¡En marcha!
Juan respiró; las embarcaciones iban a
alejarse. ¡Ya era hora! No estaban a diez brazas de él, y
su proximidad le obligaba a nadar perpendicularmente.
-¡Mire! ¿Qué hay allí
abajo? -gritó un marinero.
-¿Dónde?
-Aquel punto negro que nada.
-No es nada. Una boya a la deriva.
-¡Pues bien, atrapémosla!
Juan se dispuso a sumergirse; pero dejóse
oír el silbato de un contramaestre.
-¡Boguemos, boguemos! Tenemos que hacer algo
más que pescar un trozo de madera... ¡Adelante
siempre...!
Los remos golpearon el agua con gran ruido. El
desgraciado recobró el valor. Su astucia no había sido
descubierta. Con la esperanza le volvieron las fuerzas y se puso en
ruta hacia el Fuerte del Águila, cuya masa sombría se
alzaba ante él.
De repente, se vio sumido en profundas tinieblas. Un
cuerpo opaco interceptaba a sus ojos la vista del Fuerte. Era una de
las embarcaciones, que, lanzada a toda velocidad, chocó contra
él. Al choque, uno de los marineros se inclinó sobre la
borda.
-Es una boya -dijo a su vez.
El bote emprendió de nuevo la marcha. Por
desdicha, uno de los remos tropezó con la falsa boya y le dio la
vuelta. Antes de que el evadido hubiese podido pensar en ocultarse y
desaparecer, su cabeza rapada se había mostrado por encima del
agua.
-¡Ya le tenemos! -gritaron los
marineros.
Juan se dejó sumergir y mientras los silbatos
llamaban por todas partes a las dispersas embarcaciones, nadó
entre dos aguas por el lado de la playa del Lazaret. Alejábase
de este modo del lugar de la cita, pues esta playa se hallaba situada a
la derecha, entrando en la gran rada, en tanto que el cabo Negro
avanzaba por su izquierda. Pero esperaba engañar a sus
perseguidores, dirigiéndose del lado menos propicio para su
evasión.
Esto no obstante, debía llegar al sitio
designado por el marsellés. Juan Morenas, en efecto, no
tardó en volver sobre sus pasos. Las embarcaciones se cruzaban
en torno de él, siéndole preciso a cada instante bucear
para no ser visto. Por fin, sus hábiles maniobras lograron
despistar a sus enemigos, y consiguió alejarse en buena
dirección.
¿No sería ya demasiado tarde? Cansado
por aquella larga lucha contra los hombres y contra los elementos, Juan
se sentía desfallecer e iba perdiendo sus fuerzas. Muchas veces
se cerraron sus ojos y su cabeza daba vueltas, como suele decirse;
muchas veces sus manos se extendieron sin fuerzas y sus pies, pesados,
se iban hacia el abismo...
¿Por qué milagro consiguió llegar
a tierra? Ni él mismo hubiera podido decirlo. Lo cierto es que
llegó. De pronto, sintió el suelo firme. Se
enderezó, dio algunos pasos inciertos, giró sobre
sí mismo y volvió a caer desvanecido, pero fuera del
alcance de las olas.
Cuando recobró los sentidos, un hombre estaba
inclinado sobre él y aplicaba a sus labios el gollete de una
cantimplora que contenía aguardiente.
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