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El destino de Juan Morenas
Editado
© Juan Suárez
11 de mayo del 2003
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El destino de Juan Morenas
Capítulo VI

Juan Morenas se esforzó por aparecer como el más tranquilo de los presos. Pero, a pesar de sus esfuerzos, un observador atento hubiera quedado sorprendido ante su desacostumbrada agitación. El ansia de la libertad hacía latir apresuradamente su corazón, y toda su voluntad era impotente para dominar su febril impaciencia. ¡Cuán lejos se hallaba entonces aquella resignación superficial, con la que durante diez años había tratado de acorazarse contra la desesperación!

Para ocultar por algunos instantes su ausencia en la entrada de la noche, pensó hacerse reemplazar por un camarada cerca de su compañero de cadena. Un forzado, Calcetín, así llamado por un ligero anillo que los condenados de esta categoría llevan en la pierna, a quien sólo pocos días quedaban de permanecer en presidio, y que, como tal, estaba desaparejado, entró, por tres monedas de oro, en los proyectos de Juan, y consintió en sujetar a su pie, por espacio de algunos minutos, la cadena de éste cuando estuviese rota.

Un poco después de las siete de la tarde, aprovechóse Juan de un descanso para aserrar la cadena. Merced a la perfección de su lima, y a pesar de que la anilla era de un temple especial, pronto pudo ver terminado este trabajo. Habiendo ocupado su puesto el forzado Calcetín en el momento del reingreso en las habitaciones, él se escondió tras una pila de maderos.

No lejos de él, se hallaba una inmensa caldera destinada a un buque en construcción, la cual ofrecía al fugitivo un asilo impenetrable. Aprovechándose éste de un instante propicio, deslizóse en ella sin ruido, llevándose consigo un trozo de madero, que ahuecó precipitadamente en forma de gorro, abriendo en él algunos agujeros. Después aguardó, con la vista y el oído atentos, y los nervios en tensión.

Algunos ayudantes erraban aún acá y allá...

Cayó la noche por completo. El cielo, cargado de nubes, aumentaba la oscuridad, favoreciendo a Juan Morenas. Al otro lado de la rada, la península de Saint Madrier desaparecía en las tinieblas.

Cuando el Arsenal quedó desierto, Juan salió de su escondite, y arrastrándose con extrema prudencia, se dirigió hacia los estanques del carenero. Algunos ayudantes erraban aún acá y allá. Juan hacía alto con frecuencia y se aplastaba contra el suelo. Afortunadamente, había podido romper sus cadenas, lo que le permitía moverse sin ruido.

Llegó, por fin, a orillas del agua, sobre un muelle de la Dársena Nueva, no lejos de la abertura que da acceso a la rada. Con la especie de gorro de madera en la mano, se deslizó a lo largo de una cuerda, y se hundió bajo las olas.

Cuando volvió a la superficie se cubrió prontamente la cabeza con aquel extraño sombrero, desapareciendo así a todas las miradas. Los agujeros en él practicados de antemano le permitían guiarse. Se le habría tomado por una boya a la deriva.

De pronto, resonó un cañonazo.

Es el cierre del puerto, pensó Juan Morenas.

Un segundo cañonazo y un tercero después siguieron al primero.

No había posibilidad de equivocarse; era el cañón de alarma, y Juan comprendió que su fuga estaba descubierta.

Evitando, con cuidado, las proximidades de los buques y las cadenas de las anclas, se adelantó por la pequeña rada del lado del polvorín de Millau. La mar estaba un poco dura, pero el vigoroso nadador se sentía con bastantes fuerzas para vencerla. Sus vestidos, que le estorbaban para la marcha, los abandonó a la deriva, y sólo conservó la bolsa del dinero atada contra el pecho.

Llegó sin haber encontrado obstáculo hasta el centro de la rada, y allí, apoyándose sobre una de esas boyas de hierro llamadas cuerpos muertos, se quitó, con precaución, el gorro que le protegía y tomó aliento.

-¡Uf! -se dijo-. Este paseo no es más que una partida de placer al lado de lo que me espera y de lo que tengo aún que hacer. En altamar ya no hay encuentros que temer, pero hay que pasar la bocana, y por allí cruzan muchas embarcaciones que van hacia la Torre Mayor del Fuerte del Águila. Difícil será que pueda librarme de ellas... En espera de ello, orientémonos, no vaya a ser que me meta tontamente en la boca del lobo.

Habiéndose dado cuenta de su posición exacta, Juan volvió a nadar.

Hacíalo con suma prudencia y muy lentamente, a fin de no dotar a la falsa boya de una inverosímil velocidad.

Transcurrió una media hora. A su juicio, debía hallarse ya cerca del paso, cuando hacia la izquierda creyó percibir ruido de remos; se detuvo prestando atención.

-¡Eh! -gritaron desde un bote-. ¿Hay noticias?

-Nada nuevo -respondieron desde otra embarcación, a la derecha del fugitivo.

-¡No conseguiremos encontrarle!

-¿Pero es seguro que se haya evadido por mar?

-¡Sin ninguna duda! Se ha pescado su traje.

-Hay bastante oscuridad para que pueda llevarnos hasta las Grandes Indias.

-¡Ánimo! ¡Boguemos de firme!

Separáronse las embarcaciones. Tan pronto como se encontraron suficientemente alejadas, Juan aventuró algunas brazadas vigorosas y enfiló rápidamente hacia la bocana.

A medida que iba acercándose, multiplicábanse los gritos en torno suyo, pues las embarcaciones que surcaban la rada habían de concentrar necesariamente su vigilancia sobre aquel punto. Sin dejarse intimidar por el número de sus enemigos, Juan continuaba nadando con todas sus fuerzas. Estaba resuelto a dejarse ahogar antes que consentir volver a ser apresado y que los cazadores no se apoderasen de él vivo.

Pronto la Torre Mayor y el Fuerte del Águila se dibujaron ante sus ojos.

Varias antorchas corrían sobre el dique y sobre la playa; las brigadas de gendarmería estaban ya preparadas. El fugitivo disminuyó su marcha, dejándose llevar por las olas y el viento del Oeste, que le impulsaban hacia el mar.

El resplandor de una antorcha iluminó de repente las olas, y Juan pudo ver cuatro embarcaciones que le rodeaban. No se movió, pues el menor movimiento podía perderle.

- ¡Ah... del bote! -gritaron de una de las embarcaciones.

-¡Nada!

-¡En marcha!

Juan respiró; las embarcaciones iban a alejarse. ¡Ya era hora! No estaban a diez brazas de él, y su proximidad le obligaba a nadar perpendicularmente.

-¡Mire! ¿Qué hay allí abajo? -gritó un marinero.

-¿Dónde?

-Aquel punto negro que nada.

-No es nada. Una boya a la deriva.

-¡Pues bien, atrapémosla!

Juan se dispuso a sumergirse; pero dejóse oír el silbato de un contramaestre.

-¡Boguemos, boguemos! Tenemos que hacer algo más que pescar un trozo de madera... ¡Adelante siempre...!

Los remos golpearon el agua con gran ruido. El desgraciado recobró el valor. Su astucia no había sido descubierta. Con la esperanza le volvieron las fuerzas y se puso en ruta hacia el Fuerte del Águila, cuya masa sombría se alzaba ante él.

De repente, se vio sumido en profundas tinieblas. Un cuerpo opaco interceptaba a sus ojos la vista del Fuerte. Era una de las embarcaciones, que, lanzada a toda velocidad, chocó contra él. Al choque, uno de los marineros se inclinó sobre la borda.

-Es una boya -dijo a su vez.

El bote emprendió de nuevo la marcha. Por desdicha, uno de los remos tropezó con la falsa boya y le dio la vuelta. Antes de que el evadido hubiese podido pensar en ocultarse y desaparecer, su cabeza rapada se había mostrado por encima del agua.

-¡Ya le tenemos!  -gritaron los marineros.

Juan se dejó sumergir y mientras los silbatos llamaban por todas partes a las dispersas embarcaciones, nadó entre dos aguas por el lado de la playa del Lazaret. Alejábase de este modo del lugar de la cita, pues esta playa se hallaba situada a la derecha, entrando en la gran rada, en tanto que el cabo Negro avanzaba por su izquierda. Pero esperaba engañar a sus perseguidores, dirigiéndose del lado menos propicio para su evasión.

Esto no obstante, debía llegar al sitio designado por el marsellés. Juan Morenas, en efecto, no tardó en volver sobre sus pasos. Las embarcaciones se cruzaban en torno de él, siéndole preciso a cada instante bucear para no ser visto. Por fin, sus hábiles maniobras lograron despistar a sus enemigos, y consiguió alejarse en buena dirección.

¿No sería ya demasiado tarde? Cansado por aquella larga lucha contra los hombres y contra los elementos, Juan se sentía desfallecer e iba perdiendo sus fuerzas. Muchas veces se cerraron sus ojos y su cabeza daba vueltas, como suele decirse; muchas veces sus manos se extendieron sin fuerzas y sus pies, pesados, se iban hacia el abismo...

¿Por qué milagro consiguió llegar a tierra? Ni él mismo hubiera podido decirlo. Lo cierto es que llegó. De pronto, sintió el suelo firme. Se enderezó, dio algunos pasos inciertos, giró sobre sí mismo y volvió a caer desvanecido, pero fuera del alcance de las olas.

Cuando recobró los sentidos, un hombre estaba inclinado sobre él y aplicaba a sus labios el gollete de una cantimplora que contenía aguardiente.

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