El destino de Juan Morenas
Capítulo III
El número 2224 era un hombre de treinta y cinco
años, sólidamente constituido. Su rostro era franco y
denotaba a un tiempo inteligencia y resignación; no la
resignación del bruto cuyo cerebro ha sido aniquilado por un
trabajo degradante, sino la aceptación reflexiva de una
desgracia inevitable, en manera alguna incompatible con la
supervivencia de la energía interior, como lo atestiguaba la
firmeza de su mirada.
Estaba acoplado a un viejo forzado, quien, más
endurecido y más bestial, contrastaba singularmente con
él, y cuya frente deprimida no debía abrigar más
que pensamientos abyectos.
Las parejas estaban izando entonces los
mástiles de un navío recientemente botado, y, con objeto
de acompasar sus esfuerzos, cantaban la canción de la Viuda. La
Viuda es la guillotina, viuda de todos aquellos a quienes mata:
«Oh! Oh! Oh! Jean-Pierre,
oh!
Fais toilette!
V'là! v'là 1'barbier! oh!
Oh! Oh! Oh! Jean-Pierre, oh!
V'là la charrette!
Ah! ah! ah!
Faucher Colas!»
El señor Bernardón
aguardó pacientemente a que los trabajos fuesen interrumpidos.
La pareja que le interesaba se aprovechó del respiro para
descansar. El más viejo de los dos forzados se tendió
cuan largo era sobre el suelo, y el más joven, apoyándose
sobre los brazos de un ancla, se quedó en pie.
El marsellés se acercó a este
último.
-Amigo mío -le dijo-, desearía
hablarle.
Para adelantarse hacia su interlocutor, el
número 2224 tuvo que estirar la cadena, cuyo movimiento
sacó al viejo forzado de su somnolencia.
-¡Eh, eh! -dijo-. ¿Vas a quedarte
quieto?
-Cállate, Romano. Quiero hablar a este
señor.
-¡Te digo que no quiero!
-¡Vamos, suelta un poco de tu cadena!
-No, cojo la mitad que me corresponde.
-¡Romano...! ¡Romano! -gritó el
número 2224, que comenzaba a sulfurarse.
-¡Pues bien, juguémosla! -dijo Romano
sacando del bolsillo una baraja grasienta.
-Bueno -dijo el joven forzado.
La cadena de los dos forzados estaba formada por
dieciocho anillos de seis pulgadas. Cada uno poseía, pues,
nueve, y disponía, por tanto, de un radio equivalente de
libertad.
El señor Bernardón se adelantó
hacia Romano.
-Yo le compro su parte de cadena.
-¿Y con qué?
El negociante sacó cinco francos de su
bolsillo.
-¡Un ojo de buey...! -exclamó el
forzado-. ¡No hay más que hablar!
Se apoderó de la moneda, que desapareció
no se sabe dónde, y luego, extendiendo sus anillos, que
había enrollado ante él, recobró su
posición, acostándose en el suelo.
-¿Qué quiere usted de mí?
-preguntó el número 2224 al marsellés.
Éste, mirándole fijamente, dijo:
-Se llama usted Juan Morenas, y fue condenado a veinte
años de galeras por homicidio y robo. En la actualidad, ha
cumplido ya la mitad de su pena.
-Es cierto -dijo Juan Morenas.
-Es usted hijo de Juana Morenas, de la villa de
Sainte Marie des Maures.
-¡Mi pobre querida madre! -dijo el condenado
tristemente-. ¡No me hable usted de ella...!
¡Murió!
-Hace nueve años -dijo el señor
Bernardón.
-También es verdad. ¿Quién, pues,
es usted, caballero, para conocer tan bien mis asuntos?
-¿Qué le importa? -replicó el
señor Bernardón-. Lo esencial es lo que yo deseo hacer en
favor de usted. Escuche y tratemos de no prolongar demasiado nuestra
conversación. De aquí a dos días, prepárese
para huir. Compre el silencio de su compañero,
prometiéndole cuanto sea necesario, que yo cumpliré mi
promesa. Cuando se halle usted dispuesto, recibirá las
instrucciones necesarias. ¡Hasta la vista!
El marsellés prosiguió tranquilamente su
inspección, dejando al forzado estupefacto con lo que acababa de
oír. Dio algunas vueltas por el Arsenal, visitó diversos
talleres y pronto llegó hasta donde se encontraba su carruaje,
cuyos caballos le llevaron al trote largo.
Subir
|