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El destino de Juan Morenas
Editado
© Juan Suárez
11 de mayo del 2003
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El destino de Juan Morenas
Capítulo III

El número 2224 era un hombre de treinta y cinco años, sólidamente constituido. Su rostro era franco y denotaba a un tiempo inteligencia y resignación; no la resignación del bruto cuyo cerebro ha sido aniquilado por un trabajo degradante, sino la aceptación reflexiva de una desgracia inevitable, en manera alguna incompatible con la supervivencia de la energía interior, como lo atestiguaba la firmeza de su mirada.

Estaba acoplado a un viejo forzado, quien, más endurecido y más bestial, contrastaba singularmente con él, y cuya frente deprimida no debía abrigar más que pensamientos abyectos.

Las parejas estaban izando entonces los mástiles de un navío recientemente botado, y, con objeto de acompasar sus esfuerzos, cantaban la canción de la Viuda. La Viuda es la guillotina, viuda de todos aquellos a quienes mata:

«Oh! Oh! Oh! Jean-Pierre, oh!
Fais toilette!
V'là! v'là 1'barbier! oh!
Oh! Oh! Oh! Jean-Pierre, oh!
V'là la charrette!
Ah! ah! ah!
Faucher Colas!»

El señor Bernardón aguardó pacientemente a que los trabajos fuesen interrumpidos. La pareja que le interesaba se aprovechó del respiro para descansar. El más viejo de los dos forzados se tendió cuan largo era sobre el suelo, y el más joven, apoyándose sobre los brazos de un ancla, se quedó en pie.

El marsellés se acercó a este último.

-Amigo mío -le dijo-, desearía hablarle.

Para adelantarse hacia su interlocutor, el número 2224 tuvo que estirar la cadena, cuyo movimiento sacó al viejo forzado de su somnolencia.

-¡Eh, eh! -dijo-. ¿Vas a quedarte quieto?

-Cállate, Romano. Quiero hablar a este señor.

-¡Te digo que no quiero!

-¡Vamos, suelta un poco de tu cadena!

-No, cojo la mitad que me corresponde.

-¡Romano...! ¡Romano! -gritó el número 2224, que comenzaba a sulfurarse.

-¡Pues bien, juguémosla! -dijo Romano sacando del bolsillo una baraja grasienta.

-Bueno -dijo el joven forzado.

La cadena de los dos forzados estaba formada por dieciocho anillos de seis pulgadas. Cada uno poseía, pues, nueve, y disponía, por tanto, de un radio equivalente de libertad.

El señor Bernardón se adelantó hacia Romano.

-Yo le compro su parte de cadena.

-¿Y con qué?

El negociante sacó cinco francos de su bolsillo.

-¡Un ojo de buey...! -exclamó el forzado-. ¡No hay más que hablar!

Se apoderó de la moneda, que desapareció no se sabe dónde, y luego, extendiendo sus anillos, que había enrollado ante él, recobró su posición, acostándose en el suelo.

-¿Qué quiere usted de mí? -preguntó el número 2224 al marsellés.

Éste, mirándole fijamente, dijo:

-Se llama usted Juan Morenas, y fue condenado a veinte años de galeras por homicidio y robo. En la actualidad, ha cumplido ya la mitad de su pena.

-Es cierto -dijo Juan Morenas.

-Es usted hijo de Juana Morenas, de la villa de Sainte Marie des Maures.

-¡Mi pobre querida madre! -dijo el condenado tristemente-. ¡No me hable usted de ella...! ¡Murió!

-Hace nueve años -dijo el señor Bernardón.

-También es verdad. ¿Quién, pues, es usted, caballero, para conocer tan bien mis asuntos?

-¿Qué le importa? -replicó el señor Bernardón-. Lo esencial es lo que yo deseo hacer en favor de usted. Escuche y tratemos de no prolongar demasiado nuestra conversación. De aquí a dos días, prepárese para huir. Compre el silencio de su compañero, prometiéndole cuanto sea necesario, que yo cumpliré mi promesa. Cuando se halle usted dispuesto, recibirá las instrucciones necesarias. ¡Hasta la vista!

El marsellés prosiguió tranquilamente su inspección, dejando al forzado estupefacto con lo que acababa de oír. Dio algunas vueltas por el Arsenal, visitó diversos talleres y pronto llegó hasta donde se encontraba su carruaje, cuyos caballos le llevaron al trote largo.

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