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Martín Paz

Editado
© Javier Palau
20 de mayo del 2003
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Martín Paz
Capítulo X
El rapto y sus consecuencias

- ¡En marcha! – dijo Martín Paz.

Y el marqués siguió en silencio al indio. Le habían robado a su hija y necesitaba encontrarla.

Se pusieron ambos calzones con correas en las rodillas, se cubrieron con grandes sombreros de paja, montó cada uno en una mula, después de haber puesto en las pistoleras buenas pistolas, y emprendieron la marcha, llevando, además, al costado una carabina. Martín Paz llevaba también un lazo, cuyo extremo iba sujeto al arzón de la silla.

Martín Paz conocía las llanuras y las montañas que iban a atravesar y sabía a qué país perdido llevaba el Zambo a su novia. ¡Su novia…! ¿Se atrevería a dar este nombre a la hija del marqués?

El español y el indio, sin más que una sola idea y con un solo propósito, penetraron en las gargantas de la cordillera, donde crecían los cocoteros y los pinos. Los cedros, los algodoneros, los áloes quedaban tras ellos en las llanuras cubiertas de maíz. Algunos cactos espinosos picaban a veces a sus cabalgaduras, haciéndolas vacilar sobre la pendiente de los precipicios.

A la sazón era empresa dificilísima atravesar las montañas, porque las nieves se derretían a los rayos del sol de junio. El agua formaba cataratas espumeantes y estruendosas que se desprendían de las cumbres de los montes y rodaban hasta insondables abismos.

Esto no obstante, el marqués y Martín Paz corrían día y noche sin descanso un solo instante, hasta que llegaron a la cumbre de los Andes, a catorce mil pies sobre el nivel del mar. Allí no había ya árboles ni vegetación, y con frecuencia se veían envueltos en las terribles tempestades de la cordillera que levantaban torbellinos de nieve sobre los picos más elevados. El marqués se detenía a veces a su pesar, pero Martín Paz lo sostenía y lo abrigaba contra las inmensas ventiscas de nieve.

En aquel punto, el más elevado de los Andes, sometidos a un estado enfermizo, que hace temblar al hombre más intrépido, necesitaron hacer grandísimos esfuerzos de voluntad para resistir a la fatiga.

En la vertiente oriental de la cordillera encontraron, al fin, las huellas de los indios, y bajaron de las montañas.

Al llegar a las inmensas selvas vírgenes que tanto abundan en las llanuras situadas entre el Perú y el Brasil, Martín Paz tuvo necesidad de hacer uso de su extraordinaria sagacidad india para caminar a través de aquellos bosques inextricables.

Un fuego medio apagado, señales de pasos, la rotura de algunas ramas, la naturaleza de los vestigios, todo era para él objeto de un detenido examen.

El marqués temía que a su desgraciada hija la hubieran obligado a caminar a pie por las piedras y las arenas; pero el indio le mostró algunos guijarros incrustados en tierra que revelaban la presión de la pata de un animal; por encima de sus cabezas vieron ramas que habían sido desviadas en la misma dirección, y que no podían ser alcanzadas sino por una persona a caballo. El marqués cobraba esperanzas, y Martín Paz iba tan confiado y era tan hábil, que no había para él ni obstáculos insuperables ni peligros invencibles.

Una noche, Martín Paz y el marqués se vieron obligados a detenerse a causa del cansancio.

Habían llegado a las orillas de un río: eran las primeras corrientes del Madera, que el indio reconoció al punto. Inmensos manglares se inclinaban por encima de las aguas, uniéndose a los árboles de la otra orilla por medio de bejucos entrelazados de modo caprichoso.

¿Habían subido los raptores por la orilla? ¿Habían bajado la corriente del río o la habían atravesado en línea recta? Éstas eran las preguntas que se hacía Martín Paz. Siguiendo con pena infinita algunas huellas que había encontrado, llegó, costeando la orilla, hasta una explanada, algo menos oscura que el resto del bosque, donde encontraron huellas que revelaban que una partida de hombres había atravesado el río en aquel paraje.

Cuando Martín Paz trataba de orientarse, vio que se movía detrás de un matorral una especie de masa negra; preparó su lazo y se dispuso al ataque; pero, adelantándose algunos pasos, encontró una mula tendida en tierra y presa de las convulsiones de la agonía. El pobre animal, expirante, debía haber sido herido lejos del sitio adonde había llegado, como lo revelaba el largo rastro de sangre que encontró Martín Paz. Este hallazgo le hizo suponer que los indios, no pudiendo obligarla a atravesar el río, habían tratado de matarla a puñaladas. Desde aquel momento, ya no vaciló acerca de la dirección de sus enemigos y volvió al lado del marqués, a quien dijo:

- Mañana llegaremos.

- Marchemos enseguida – respondió el español.

- Pero tenemos que atravesar ese río.

- Lo atravesaremos a nado.

Ambos se desnudaron; Martín Paz reunió en un lío los vestidos, se puso éste sobre su cabeza, y los dos entraron silenciosamente en el agua para no despertar la atención de los peligrosos caimanes, que en gran número frecuentan los río del Brasil y del Perú.

Al llegar a la otra orilla, se apresuró Martín Paz a buscar las huellas de los indios; pero, por más que examinó las hojas y las piedras, no descubrió nada. Como la rapidísima corriente del río los había llevado bastante abajo, subieron por la orilla, donde encontraron señales evidentes del paso de los indios.

El Zambo había atravesado por allí el Madera con su tropa, que se había acrecentado al paso. Efectivamente, los indios de las llanuras y de las montañas, que esperaban impacientemente el triunfo de la rebelión, al conocer la traición de que habían sido objeto, lanzaron rugidos de cólera y siguieron a la tropa del viejo indio para sacrificar la víctima de que se habían apoderado.

La joven, casi sin conciencia de lo que pasaba en torno suyo, andaba porque las manos de los indios la empujaban hacia delante; pero, si la hubieran abandonado en aquellas soledades, no habría avanzado un paso para librarse de la muerte. A veces recordaba al joven indio, y entonces caía como una masa inerte sobre el cuello de su mula. Cuando al otro lado del río se vio precisada a seguir a pie a sus raptores, dos indios la obligaron a andar rápidamente dejando tras de sí una huella de sangre.

Al Zambo le importaba poco que aquella sangre revelase la dirección que había tomado, porque estaba ya cerca del objeto de su excursión y pronto las cataratas del río resonaron con fuerza cerca de ellos.

Los indios llegaron a una especie de pueblecillo, compuesto de un centenar de cabañas de pinos entrelazados y de tierra.

Al verlos acercarse, salió del pueblo una multitud de mujeres y de niños, dando grandes gritos de alegría; pero la alegría se trocó en cólera cuando se enteraron de la defección de Martín Paz.

Sara, inmóvil ante sus enemigos, miraba, casi sin verlos, todos aquellos rostros horribles que gesticulaban en torno suyo, profiriendo en sus oídos las más terribles amenazas.

- ¿Dónde está mi esposo? – decía una -. Tú eres quien lo ha matado.

- ¿Qué has hecho de mi hermano, que no volverá ya a su cabaña?

- ¡Qué muera! ¡Cada uno de nosotros debe tener un pedazo de su carne! ¡Que muera!

Y aquellas mujeres, blandiendo puñales, agitando teas encendidas y levantando piedras enormes, acercábanse terriblemente amenazadoras a la joven.

- ¡Atrás! – gritó el Zambo -. Que esperen todos la decisión de los jefes.

Las mujeres retrocedieron al oír las palabras del viejo indio, lanzando terribles miradas a la joven.

Sara, cubierta de sangre, se encontraba tendida sobre los guijarros de la orilla.

Más abajo de la aldea, se estrechaba el Madera, en un lecho profundo, precipitando sus masas de agua con rapidez fulminante desde una altura de más de cien pies. Los jefes condenaron a Sara a ser arrojada a aquellas cataratas, sentencia que debía ejecutarse al salir el sol, a cuya hora la víctima sería atada a una canoa de corteza y abandonada a la corriente del Madera.

Así lo decidió el consejo, y si retardó hasta la mañana siguiente el suplicio de la víctima, fue con el propósito de ocasionarle mayor sufrimiento, haciéndole pasar una noche de angustias y terrores.

Cuando se conoció la sentencia, fue acogida con aullidos de júbilo por todos los indios, de quienes se apoderó un delirante regocijo.

Fue una noche de orgía. El aguardiente fermentó en aquellas cabezas exaltadas, y una multitud de indios danzando y gritando rodearon a la joven, mientras otros corrían al través de los campos incultos, blandiendo teas de pino inflamadas.

Cuando el sol, disipando las sombras de la noche, mostró su disco de oro por Oriente, la mayoría de los indios se encontraban completamente borrachos.

La joven fue desatada del poste en que había pasado la noche y cien brazos quisieron a la vez arrastrarla al suplicio.

Cuando el nombre de Martín Paz se escapaba de sus labios, le respondían inmediatamente gritos de odio y de venganza. Fue preciso subir por entre una inmensa aglomeración de rocas, los senderos abruptos que conducían al nivel superior del río, adonde llegó la víctima toda ensangrentada. Una canoa de corteza de árbol la esperaba a cien pasos de la catarata, y en ella fue puesta y atada con ligaduras que le penetraban en las carnes.

- ¡Venganza! – exclamó la tribu entera a una voz.

La canoa fue arrojada a las aguas, y arrastrada rápidamente por la corriente, giró sobre sí misma…

Dos hombres aparecieron en aquel momento en la orilla opuesta. Eran Martín Paz y el marqués.

- ¡Mi hija, mi hija! – exclamó el marqués, cayendo de rodillas sobre la playa.

La canoa estaba ya a punto de precipitarse en la catarata, hacia donde corría con extraordinaria rapidez.

Martín Paz, de pie sobre una roca, lanzó su lazo, que giró en torno de su cabeza en el instante preciso en que la embarcación iba a ser precipitada; se desenrrolló la larga correa de cuero y su nudo corredizo apresó la canoa.

- ¡Muera! – rugió la horda salvaje de los indios.

Martín Paz se levantó, y la canoa, suspendida sobre el abismo, no tardó en llegar hasta él.

Silbó una flecha en los aires y Martín Paz cayó sobre la barca de la víctima, yendo a sumergirse con Sara en el torbellino de la catarata.

Casi en el mismo instante cayó el marqués con el corazón atravesado por otra flecha.

El indio Martín Paz, y Sara, hija del marqués de Vegal, se habían desposado en el seno de las espumosas aguas de la catarata, para entrar en la vida eterna.

En su suprema reunión, la joven cristiana había impreso, con un ademán, en la frente del indio regenerado, el sello del bautismo, y ambos debieron hallar gracia ante el Altísimo, a cuya infinita misericordia confiaron sus almas momentos antes de abandonar la vida.

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