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Martín Paz

Editado
© Javier Palau
20 de mayo del 2003
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Indicador El juego y las confidencias
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Indicador El rapto y sus..

Martín Paz
Capítulo VIII
La fuga

Mientras tanto, Sara, profundamente angustiada, permanecía sola en su habitación, de donde no se atrevía a salir. Sofocada por la emoción, se apoyó en el balcón que daba a los jardines interiores, y allí estaba abismada en sus pensamientos cuando vio, de pronto, a un hombre que procuraba ocultarse en las calles de magnolias. Aquel hombre era Liberto, su servidor, que parecía espiar a algún enemigo invisible, ya ocultándose detrás de una estatua, ya echándose a tierra.

De repente, Sara palideció. Liberto luchaba con un hombre de alta estatura, que lo había derribado a tierra, y algunos suspiros ahogados, que se escapaban de la boca del negro, revelaban que una mano robusta le apretaba el cuello.

La joven iba a gritar en demanda de socorro, cuando vio levantarse a los dos hombres: el negro miraba a su adversario y le decía:

- ¡Usted, usted! ¿Es usted?

Y siguió a aquel hombre que, antes que Sara pudiera lanzar un solo grito, se presentó ante ella como un fantasma del otro mundo. Así como el negro, derribado bajo las rodillas del indio, no había podido hablar sino lo que hemos anotado arriba, la joven, bajo la mirada de Martín Paz, no pudo a su vez decir sino las mismas palabras:

- ¡Usted, usted! ¿Es usted?

Martín Paz, con los ojos clavados en ella, dijo:

- ¿Oye la novia los ruidos de la fiesta? Los invitados se congregan en los salones para ver irradiar la felicidad en su rostro. ¿Es por ventura una víctima destinada al sacrificio la que va a presentarse a sus ojos? ¿Puede la novia mostrarse a su prometido con ese rostro pálido y fatigado por el dolor?

Sara apenas oía lo que Martín Paz estaba diciéndole.

El joven indio prosiguió:

- Puesto que la joven llora, mire más allá de la casa de su padre, más allá de la ciudad donde padece.

Sara levantó la cabeza, y Martín Paz, adoptando una actitud altiva, con el brazo extendido hacia las cordilleras, le mostraba el camino de la libertad.

Sara se sintió arrastrada por un poder irresistible; las voces de algunas personas que se acercaban a su habitación llegaron hasta ella; su padre iba a entrar sin duda, y tal vez su novio lo acompañaba. Martín Paz apagó de repente la lámpara suspendida sobre su cabeza, y se oyó un silbido, semejante al que se había oído ya en la Plaza Mayor.

De pronto, se abrió la puerta de la estancia y entraron en ésta Samuel y Andrés Certa. La oscuridad era profunda; acudieron algunos servidores con luces y encontraron el aposento vacío.

- ¡Maldición! – exclamó el mestizo.

- ¿Dónde está? – preguntó Samuel.

- Usted me responde de ella – dijo brutalmente Andrés Certa.

Al oír esto, el judío se sintió inundado de un sudor frío que le penetraba hasta los huesos.

- ¡Venga conmigo! – gritó.

Y seguido por sus criados se lanzó corriendo fuera de la casa.

Mientras tanto, Martín Paz huía por las calles de la ciudad con cuanta rapidez era posible. A doscientos pasos de la casa del judío encontró a varios indios, a quienes el silbido lanzado por él había reunido allí.

- ¡A nuestras montañas! – exclamó.

- ¡A casa del marqués de Vegal! – dijo una voz detrás de él.

Se volvió Martín Paz, al oír esto, y vio al español detrás de él.

- ¿No quieres confiarme esa joven? – preguntó el marqués.

El indio inclinó la cabeza y dijo sorprendido:

- ¡A casa del marqués de Vegal!

Martín Paz, cediendo al ascendiente del marqués, le había confiado la joven, seguro de que en casa del español no corría el menor riesgo; pero, comprendiendo lo que el honor exigía, no quiso pernoctar bajo el techo del marqués.

Salió, pues, presa de violenta excitación, que le hacía hervir la sangre en las venas.

Pero no había andado aún cien pasos, cuando cinco o seis hombres se arrojaron sobre él y, a pesar de su tenaz resistencia, lograron atarlo. Martín Paz lanzó un rugido de desesperación; creía haber caído en poder de sus enemigos.

Pocos instantes después, le quitaron la venda con que le habían cubierto los ojos, y se encontró en la sala baja de la taberna en que sus hermanos habían organizado la rebelión.

El Zambo, que había presenciado el rapto de la joven, se encontraba allí, rodeado por Manangani y los demás indios sediciosos. Los ojos de Martín Paz despidieron relámpagos de cólera.

- Mi hijo no se apiada de mis lágrimas – dijo el Zambo -, puesto que durante tanto tiempo me deja en la incertidumbre de si está vivo o muerto.

- ¿Es acaso la víspera de una insurrección cuando Martín Paz, nuestro jefe, debe encontrarse en el campo de nuestros enemigos? – preguntó Manangani.

Martín Paz no respondió a su padre ni al indio.

- Es decir, ¿qué nuestros más graves intereses han sido sacrificados en holocausto de una mujer?

Y, mientras decía esto, Managani se acercó a Martín Paz con el puñal en la mano; pero Martín Paz no lo miró siquiera.

- Hablemos primero – dijo el Zambo -; después de las palabras vendrán los hechos. Si mi hijo ha faltado a sus hermanos, sabré castigar su traición; pero que tenga cuidado, porque la hija del judío Samuel no está tan oculta que se nos pueda escapar. Mi hijo reflexionará: está condenado a muerte, y no hay en la ciudad una piedra donde pueda reclinar su cabeza. Si, por lo contrario, liberta a su país, para él serán el honor y la libertad.

Martín Paz guardó silencio, pero en su corazón se libraba un terrible combate, porque el Zambo había hecho vibrar las cuerdas de su altiva naturaleza.

Los insurgentes tenían necesidad de Martín Paz para llevar a la práctica sus proyectos de rebelión, porque él ejercía la autoridad suprema entre los indios de la ciudad, los manejaba a su capricho, y una sola señal suya podía llevarlos a la muerte.

Se le quitaron las ligaduras por orden del Zambo y Martín Paz se levantó.

- Hijo mío – le dijo el indio, que lo observaba con atención -, mañana, durante la fiesta de los Amancaes, nuestros hermanos caerán como una tromba sobre los limeños desarmados. Éste es el camino de las cordilleras, y este otro el de la ciudad; eres libre, y puedes ir adonde te plazca.

- ¡A las montañas…! – exclamó Martín Paz -. ¡A las montañas, y ay de nuestros enemigos!

Y cuando, aquel amanecer, apareció el sol por el Oriente, iluminó con sus primeros rayos el conciliábulo que los jefes indios celebraban en el seno de la cordillera.

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