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Martín Paz

Editado
© Javier Palau
20 de mayo del 2003
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Martín Paz
Capítulo VI
El juego y las confidencias

Andrés Certa, completamente restablecido y creyendo que Martín Paz había dejado de existir, apresuraba su matrimonio, deseando que llegara el día de pasear por las calles de Lima a la joven judía.

Sara no dejaba de tratarlo con altiva indiferencia, pero él no hacía caso, porque consideraba a la joven como un objeto de valor que había comprado por cien mil duros.

Sin embargo, Andrés Certa desconfiaba del judío, y no le faltaba motivo para ello, porque si el contrato era poco honrado, los contratantes lo eran menos.

El mestizo, pues, quiso tener con Samuel una entrevista secreta, a cuyo fin lo llevó un día a Chorrillos, deseando también probar su suerte en el juego antes de la boda.

Los juegos habían empezado pocos días después de la llegada del marqués de Vegal, y desde entonces se veía constantemente concurrido el camino de Lima. Algunos, que iban a Chorrillos a pie, volvían en carruaje, mientras otros dejaban allí los últimos restos de su fortuna.

El marqués y Martín Paz no tomaban parte en aquellos placeres; el joven indio estaba profundamente preocupado por causas más nobles.

Después de pasear con el marqués, volvía todas las noches a su aposento y se ponía de codos en la ventana, donde pasaba largas horas meditando.

El marqués no olvidaba a la hija de Samuel, a quien había visto orar en el templo católico; pero no se había atrevido a revelar aquel secreto a Martín Paz, aunque le iba instruyendo poco a poco en las verdades cristianas. Temía reanimar en su corazón sentimientos que deseaba extinguir, porque el indio proscrito debía renunciar a toda esperanza de contraer matrimonio con la hija del judío. Mientras tanto, la Policía había concluido por abandonar la persecución de Martín Paz, y, transcurrido algún tiempo, merced a la influencia de su protección, el indio quizá lograra ocupar un puesto en la sociedad peruana.

Pero sucedió que, Martín Paz, desesperado, resolvió averiguar qué había sido de la joven, y, con este propósito, se introdujo, vestido con un traje español, en una sala de juego para escuchar las conversaciones de los concurrentes. Andrés Certa, que era hombre muy conocido, y su matrimonio, que seguramente estaría ya próximo, debían ser objeto de alguna conversación.

Así, pues, una noche, en vez de encaminarse, como de ordinario, a la orilla del mar, se dirigió a las altas rocas donde están situadas las principales casas de Chorrillos, y entró en una de ellas, dotada de una ancha escalera de piedra.

Aquélla era una casa de juego, donde aquel día habían perdido grandes cantidades algunos limeños, y donde otros, fatigados de la tarea de la noche precedente, descansaban en el suelo, envueltos en sus ponchos.

A la sazón, no faltaban jugadores delante del tapete verde, dividido en cuatro cuadros por dos líneas, que se cortaban en el centro en ángulo recto. En cada uno de estos cuadros se hallaban las primeras letras de las palabras “azar” y “suerte”: A. S. Los jugadores apuntaban a una u otra de aquellas letras, y el banquero tenía las puestas, mientras arrojaba sobre la mesa dos dados, cuyos puntos combinados hacían ganar a la A o a la S.

La partida estaba muy animada, y un mestizo apuntaba al azar con ardor febril.

- ¡Dos mil duros! – exclamó.

El banquero agitó los dados y el jugador estalló en imprecaciones.

- ¡Cuatro mil duros! – dijo de nuevo, y volvió a perder.

Martín Paz, protegido por la sombra del salón, pudo ver el rostro del jugador.

Era Andrés Certa.

Al lado de éste se encontraba el judío Samuel.

- Bastante ha jugado usted, señor – le dijo Samuel -, y ya ha podido convencerse de que hoy no tiene suerte.

- ¿A usted qué le importa? – respondió con acritud el mestizo.

Samuel se inclinó a su oído para decirle:

- Si a mí no me importa, a usted le interesa abandonar esas costumbres en los días que preceden a su matrimonio.

- ¡Ocho mil duros! – gritó Andrés Certa, apuntando a la S.

Salió la A y el mestizo lanzó una blasfemia.

- ¡Juego! – volvió a decir el banquero.

Andrés Certa sacó un puñado de billetes de su bolsillo para aventurar una suma considerable al juego, llegando a ponerla en uno de los cuadros. El banquero agitaba ya los dados, cuando una seña de Samuel lo detuvo. El judío volvió a inclinarse al oído del mestizo, y le dijo:

- Si no le queda a usted la cantidad necesaria para llevar a efecto nuestro contrato, esta noche quedará roto.

Andrés Certa se encogió de hombros, hizo un gesto de rabia y, recobrando su dinero, salió rápidamente de la estancia.

- Continúe usted ahora – dijo Samuel al banquero -; ya arruinará a este señor después de que se haya casado.

El banquero se inclinó con sumisión ante Samuel, que era fundador y propietario de los juegos de Chorrillos. Dondequiera que había algo que ganar, se encontraba aquel hombre.

Samuel siguió al mestizo, y cuando hubieron llegado a la escalinata, le dijo:

- Tengo cosas muy graves que decirle. ¿Dónde podemos hablar sin que nos oigan?

- Donde usted quiera – respondió bruscamente Andrés Certa.

- Tenga calma y no pierda el porvenir por un momento de mal humor. No me inspiran confianza los aposentos mejor cerrados, ni las llanuras más desiertas, porque lo que tengo que decir a usted es un secreto que vale la pena que se guarde.

Mientras hablaban, los dos hombres habían llegado a la playa, frente a las casetas destinadas a los bañistas; pero ignoraban que tras ellos iba Martín Paz, deslizándose en la oscuridad como una serpiente.

- Tomemos una canoa y salgamos al mar – dijo Andrés Certa.

Andrés Certa desató de la orilla una pequeña embarcación, después de dar algunas monedas al guarda; Samuel y el mestizo se embarcaron, y el último empujó la barca mar adentro.

Martín Paz, al verla alejarse, se ocultó en el hueco de unas peñas, se desnudó apresuradamente, se arrojó al agua y nadó hacia la canoa, llevando consigo su cinturón y su puñal.

El sol acababa de sepultar sus últimos rayos en las olas del Pacífico, y el cielo y el mar estaban envueltos en las tinieblas.

Martín Paz no había pensado siquiera en el peligro que corría, a causa de los tiburones que surcaban aquellos funestos parajes.

Se detuvo, no lejos de la embarcación en que iban el mestizo y el judío y al alcance de su voz.

- Pero ¿qué prueba de la identidad de la joven puedo yo dar a su padre? – preguntaba en aquel momento Andrés Certa al judío.

- Puede usted recordarle las circunstancias en que perdió a la niña.

- ¿Y cuáles son?

- Voy a decírselo.

Martín Paz, sosteniéndose sobre las olas, escuchaba, pero sin comprender por completo lo que hablaban.

- El padre de Sara, que es el gran señor que usted conoce – dijo el judío-, vivía en la Concepción, comarca de Chile; pero entonces su caudal corría parejas con su nobleza. Obligado a venir a Lima para asuntos de interés, salió solo de la Concepción, dejando allí a su mujer y a su hija; esta última de quince meses de edad. Como el clima del Perú le convino, envió a la marquesa orden de que viniera a reunirse con él. La marquesa se embarcó en el San José, de Valparaíso, con algunos criados de su confianza, y en el mismo buque venía yo al Perú. El San José debía hacer escala en Lima; pero a la altura de la isla de Juan Fernández, se desató un huracán terrible que lo desarboló y lo arrojó sobre la costa. Los hombres de la tripulación y los pasajeros se refugiaron en la chalupa; pero al ver el mar tan enfurecido, la marquesa se negó a embarcarse en ella; estrechó a su hija entre sus brazos y se quedó en el buque; yo me quedé con ella. La chalupa se alejó, y a cien brazas del San José se sepultó en el mar con toda la gente que llevaba y nos quedamos solos. La tempestad rugía cada vez con mayor violencia; pero como mi caudal no iba a bordo, no perdí la esperanza de salvarme. El San José, que tenía cinco pies de agua en la cala, fue arrastrado por la corriente y se estrelló contra las rocas de la costa. La marquesa fue arrojada al mar con la niña: pero, afortunadamente, pude apoderarme de ésta, y, mientras la madre perecía a mi vista, yo, sano y salvo, con la niña, pude ganar la orilla.

- Todos esos detalles ¿son exactos?

- Completamente exactos, y el padre no lo desmentirá. Yo realicé aquel día un buen negocio, porque me va a valer los cien mil duros que usted ha de entregarme.

“¿Qué quiere decir esto?”, se preguntaba asombrado Martín Paz.

- Aquí tiene mi cartera con los cien mil duros – respondió Andrés Certa.

- Gracias, señor – dijo Samuel, apoderándose del tesoro -. Tome usted este recibo, en el que me comprometo a restituirle doble cantidad de la que me ha entregado si en virtud de su matrimonio no llega usted a formar parte de una de las primeras familias de España.

El indio, obligado a sumergirse para evitar el choque de la embarcación, no había oído esta última frase; pero al ocultarse bajo las aguas, sus ojos pudieron ver una masa informe, que se deslizaba rápidamente hacia donde él estaba.

Era una tintorera, tiburón de la especie más cruel.

Martín Paz vio que el animal se aproximaba y se sumergió profundamente, mas pronto se vio obligado a volver a la superficie del agua para respirar. El tiburón dio entonces un coletazo a Martín Paz, que sintió que las escamas viscosas del monstruo le rozaban el pecho. El tiburón se volvió sobre la espalda, entreabriendo su mandíbula, armada de una triple fila de dientes, para morder su presa; pero Martín Paz, al ver brillar el vientre blanco del animal, lo hirió con su puñal.

La sangre del monstruo marino tiñó de rojo las aguas, y Martín Paz, al advertirlo, volvió a sumergirse.

Cuando, algunos instantes después, salió de nuevo a la superficie, a diez brazas de allí, la embarcación del mestizo había desaparecido. El indio se dirigió entonces a la costa, a la que no tardó en llegar, pero después de haber olvidado que acababa de librarse de una muerte terrible.

Al amanecer del día siguiente abandonó Martín Paz la quinta de Chorrillos sin despedirse de su protector, y el marqués, lleno de inquietud, volvió a toda prisa a Lima para buscarlo.

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