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Martín Paz

Editado
© Javier Palau
20 de mayo del 2003
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Martín Paz
Capítulo III
Por seguir a una mujer

Cuando Andrés Certa, que fue conducido a la casa de Samuel y acostado en una cama preparada a toda prisa, recobró los sentidos, estrechó la mano del viejo judío.

El médico, avisado por un criado, no tardó en presentarse.

La herida era leve; el hombro del mestizo había sido atravesado de tal modo por el puñal de su adversario que el acero sólo había penetrado entre la piel y la carne. Andrés Certa no debía tardar muchos días en poder abandonar el lecho.

Cuando Samuel y Andrés Certa se encontraron solos, dijo éste:

- ¿Quiere usted hacerme el favor de cerrar la puerta que conduce a la azotea, maese Samuel?

- ¿Pues qué teme? –preguntó el judío.

- Temo que Sara vuelva a mostrarse a la contemplación de los indios. No es un ladrón el que me ha atacado, sino un rival de quien me he librado milagrosamente.

- ¡Ah! ¡Por las santas tablas de la ley – exclamó el judío – usted se engaña! Sara será una esposa perfecta, que mantendrá incólume su honor.

- Maese Samuel – repuso el herido, incorporándose sobre el lecho -, usted no recuerda que le pago la mano de Sara en cien mil duros.

- Andrés Certa – exclamó el judío con cierta sonrisita de avaro -, lo recuerdo tanto que estoy dispuesto a cambiar este recibo por dinero contante y sonante – y, al decir esto, Samuel sacó de su cartera un papel que Andrés Certa rechazó con la mano.

- No existe trato entre nosotros mientras Sara no sea mi esposa, y no lo será jamás si he de verme obligado a disputársela a semejante rival. Usted sabe, maese Samuel, cuál es mi propósito. Me caso con Sara para igualarme a toda esa nobleza, que no tiene para mí sino miradas de desprecio.

- Y se igualará usted, Andrés Certa, porque, una vez casado, verá a los más orgullosos españoles acudir apresuradamente a sus salones.

- ¿Dónde ha ido Sara esta noche?

- A orar al templo israelita, con la vieja Ammon.

- ¿Por qué la obliga usted a seguir sus ritos religiosos?

- Soy judío – replicó Samuel – y Sara no sería mi hija si no cumpliera los deberes de mi religión.

El judío Samuel era un infame, que traficaba con todo y en todas partes, como descendiente en línea recta de aquel Judas que entregó a su maestro por treinta dineros. Hacía ya diez años que se había instalado en Lima, fijando su morada, por gusto y por cálculo, en el extremo del arrabal de san Lázaro, donde con mayor facilidad podía dedicarse a sus vergonzosas especulaciones. Después, poco a poco, fue ostentando gran lujo, a cuyo efecto había montado su casa suntuosamente, contratado numerosos criados y adquirido brillantes carrozas, que inducían a creer que poseía riquezas inmensas.

Cuando Samuel fue a establecerse a Lima, Sara sólo tenía ocho años de edad. Niña graciosa y bella, agradaba a todos y parecía ser el ídolo del judío. Algunos años después, su hermosura atraía todas las miradas, y el mestizo Andrés Certa se enamoró de ella. Lo que parecía inexplicable era que hubiese ofrecido cien mil duros por la mano de Sara, pero aquel contrato era secreto.

Por lo demás, Samuel traficaba no sólo con los productos indígenas, sino con los sentimientos, y banquero, prestamista, mercader y armador, tenía el talento de hacer negocios con todo el mundo. La goleta Anunciación, que aquella noche debía atracar junto a la embocadura del Rimac, pertenecía al judío Samuel.

Éste, a pesar del mucho tiempo que dedicaba a los negocios, no dejaba de cumplir, por obstinación tradicional, todos los ritos de su religión con superstición religiosa, y su hija había sido cuidadosamente instruida en las prácticas israelitas.

Así, cuando hablando con el mestizo, éste le manifestó su disgusto respecto a este punto, el anciano permaneció mudo y pensativo. Andrés Certa fue quien rompió el silencio, diciendo:

- Olvida que el motivo que me mueve a casarme con Sara, la obligará a convertirse al catolicismo.

- Tiene razón – respondió Samuel, entristecido -; pero juro por la Biblia que Sara será judía mientras sea mi hija.

En aquel momento se abrió la puerta de la habitación dando paso al mayordomo.

- ¿Han capturado al asesino? – preguntó Samuel.

- Todo induce a creer que ha muerto – respondió el interpelado.

- ¡Muerto! – exclamó Andrés Certa, con manifiesta alegría.

- Viéndose entre nosotros, que le íbamos a los alcances, y una partida de soldados que venía de la ciudad, se ha arrojado al Rimac por el parapeto del puente.

- Pero ¿quién te asegura que no ha podido salir a la orilla? – preguntó Samuel.

- La mucha nieve derretida que desciende de las montañas ha aumentado la corriente del río, hasta convertirlo en un torrente en aquel paraje – respondió el mayordomo -. Además, nos hemos apostado en las dos orillas, y el fugitivo no ha vuelto a aparecer, y he puesto centinelas en las orillas del Rimac, con orden de que pasen toda la noche vigilando.

- Bien – dijo el anciano - : se ha hecho justicia a sí mismo. ¿Lo han conocido en su fuga?

- Perfectamente, era Martín Paz, el indio de las montañas.

- ¿Acaso ese hombre seguía a Sara desde hace algún tiempo? – preguntó el judío.

- Lo ignoro – respondió la dueña -; pero cuando los gritos de los criados me han despertado, he corrido a la habitación de la señorita, y la he encontrado casi sin sentido.

- Continúa – dijo Samuel.

- A mis reiteradas preguntas respecto a la causa de su malestar, no ha querido responder, se ha acostado sin aceptar mis servicios y me ha mandado retirar.

- Ese indio, ¿la seguía con frecuencia?

- No puedo asegurarlo, señor. Sin embargo, lo he encontrado muchas veces en las calles del arrabal de San Lázaro, y esta noche ha socorrido a la señorita en la plaza Mayor.

- ¿Que la ha socorrido? ¿Cómo?

La vieja refirió lo ocurrido.

- ¡Ah! ¡Mi hija quería arrodillarse entre los cristianos, y yo ignoraba todo eso! ¿Tú quieres que te despida?

- Señor, perdóneme usted.

- Márchate – repuso con acritud el anciano.

La dueña salió de la estancia.

- Ya ve usted que es necesario casarnos al momento – dijo Andrés Certa; pero necesito descansar, y le ruego que ahora me deje solo.

Al oír esto, el anciano se retiró lentamente; pero antes de volver a su cuarto, quiso cerciorarse del estado de su hija, y entró sin hacer ruido en la habitación de Sara, que dormía con sueño agitado entre las cortinas de seda desplegadas a su alrededor.

Una lámpara de alabastro, suspendida del techo pintado de arabescos, esparcía una suave luz en el aposento, y la ventana, entreabierta, dejaba pasar al través de las persianas corridas la frescura del aire, impregnado de los perfumes penetrantes de los áloes y de las magnolias.

Los mil objetos de arte y de exquisito gusto que había esparcidos sobre los muebles, preciosamente esculpidos, de la habitación, revelaban a los vagos resplandores de la noche el gusto criollo. Parecía que el alma de la joven jugaba con aquellas maravillas.

El anciano se acercó al lecho de Sara y se inclinó sobre ella para contemplar su sueño. La joven judía parecía atormentada por un sentimiento doloroso, que le hizo exhalar un suspiro, después de lo cual murmuraron sus labios el nombre de Martín Paz.

Samuel volvió a su aposento.

Cuando, transcurridas algunas horas, la aurora abrió al sol las puertas del oriente, Sara se levantó a toda prisa, y Liberto, indio negro, su servidor especial, acudió a recibir sus órdenes, e inmediatamente ensilló una mula para su ama y un caballo para él.

Sara acostumbraba pasear por las montañas, seguida de un criado, que le era muy adicto.

Se vistió una saya de color pardo y un manto de cachemira de gruesas bellotas; se puso en la cabeza un sombrero de paja de alas anchas, dejando flotar sobre la espalda sus grandes trenzas negras, y, para mejor disimular su turbación, se colocó un cigarrillo de tabaco perfumado entre los labios.

Jinete ya sobre la mula, Sara salió de la ciudad y echó a correr por el campo con dirección al Callao. El puerto estaba muy animado; los guardacostas habían estado batallando toda la noche con la goleta Anunciación, cuyas maniobras indecisas revelaban el propósito de cometer algún fraude. La Anunciación parecía que había esperado algunas embarcaciones sospechosas hacia la embocadura del Rimac; pero antes de que éstas llegasen a ella, había huido, burlando la persecución de las chalupas del puerto.

Circulaban diversos rumores respecto al destino de aquella goleta, que, según unos, iba cargada de tropas de Colombia, encargadas de apoderarse de los principales buques del Callao, para vengar la afrenta inferida a los soldados de Bolívar, expulsados vergonzosamente del Perú.

Según otros, la goleta se ocupaba únicamente en el contrabando de lanas de Europa.

Sara, sin prestar atención a estas noticias, más o menos ciertas, porque su paseo al puerto no había sido más que un pretexto, regresó a Lima, llegó cerca de las orillas del Rimac y subió costeando el río hasta el puente, donde había numerosos grupos de soldados y mestizos, apostados en diversos puntos.

Liberto había referido a la joven los sucesos ocurridos durante la noche anterior, y por orden suya interrogó a varios soldados que estaban inclinados sobre el parapeto, por quienes supo no solamente que Martín Paz se había ahogado, sino que no se había podido encontrar su cadáver.

Sara, próxima a desmayarse, se vio precisada a hacer un poderoso esfuerzo de voluntad para no abandonarse a su dolor.

Entre las personas que estaban a la orilla del río, vio a un indio de fisonomía feroz, que parecía dominado por la desesperación. Este indio era el Zambo.

Sara, al pasar cerca del viejo montañés, oyó estas palabras:

- ¡Desgracia! ¡Desgracia! ¡Han matado al hijo de Zambo, han matado a mi hijo!

La joven levantó la cabeza, indicó por señas a Liberto que la siguiera, y, sin cuidarse de si la veía o no, se dirigió a la iglesia de Santa Ana, dejó su cabalgadura al indio, entró en el templo cristiano, preguntó por el padre Joaquín, y, arrodillándose sobre las losas de piedra, encomendó a Dios el alma de Martín Paz.

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