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Martín Paz

Editado
© Javier Palau
20 de mayo del 2003
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Indicador Españoles y mestizos
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Martín Paz
Capítulo V
Preparativos de insurrección

Cuando las tropas de Colombia, que Bolívar puso a las órdenes del general Santa Cruz, fueron arrojadas del Bajo Perú, cesaron las sediciones militares en este país, que empezó a disfrutar de calma y tranquilidad; las ambiciones particulares no volvieron a turbar el reposo público, y el presidente Gambarra se había afianzado en su palacio de la plaza Mayor. Sin embargo, el peligro verdadero, inminente, no procedía de las sediciones, que se extinguían tan pronto como estallaban y que parecían complacer a los americanos por sus ostentaciones militares.

El peligro no lo veían los españoles, demasiado altos para poder verlo, ni tampoco los mestizos, que jamás descendían a mirar lo que se hallaba por debajo de ellos.

Esto no obstante, se agitaban de un modo extraordinario los indios de la ciudad, mezclándose con frecuencia con los habitantes de las montañas, como si hubieran sacudido su apatía natural. En vez de envolverse en su poncho con los pies hacia el sol, se extendían por el campo, se detenían uno a otro, se entendían por señales particulares y frecuentaban las posadas más desiertas, en las que podían hablar sin peligro de ser escuchados.

Aquel movimiento era más visible en una de las plazas apartadas de la ciudad, en donde había una casa que sólo tenía una habitación baja, y cuya apariencia miserable llamaba la atención de las gentes.

Era una taberna de ínfima categoría, propiedad de una vieja india, que servía a sus parroquianos cerveza de maíz y una bebida hecha con caña de azúcar.

Los indios no se reunían en esta plaza sino cuando en el techo de la citada taberna se ponía un palo largo, que servía de señal. Entonces, los indígenas de todas profesiones, conductores de carros, arrieros y cocheros entraban uno a uno y desaparecían inmediatamente en la gran sala. La tabernera dejaba entonces a su criada el cuidado de la taberna, y corría a servir personalmente a sus parroquianos.

Pocos días después de la desaparición de Martín Paz, se celebró una asamblea numerosa en la sala de la taberna, donde apenas podían distinguirse los rostros de los concurrentes, a causa de la oscuridad que en ella reinaba y que el humo del tabaco hacía aumentar. En torno de una larga mesa, había unos cincuenta individuos, mascando los unos una especie de hoja de té mezclada con tierra odorífera, y bebiendo los otros en grandes jarros el licor de maíz fermentado; pero estas ocupaciones no les distraían de la principal, que era escuchar atentamente el discurso que les estaba pronunciando un indio.

El orador era el Zambo, cuyas miradas tenían una extraña fijeza.

Después de examinar uno por uno a todos sus oyentes, el Zambo tomó la palabra y dijo:

- Los hijos del Sol pueden hablar de sus asuntos, porque no hay aquí oídos pérfidos que puedan escucharnos. En la plaza, algunos de nuestros amigos, disfrazados de cantores, distraen a los transeúntes para que nos dejen disfrutar de entera libertad en esta casa.

Y así era, efectivamente, porque fuera de la taberna resonaban los acordes de una guitarra.

Los indios, satisfechos de encontrarse seguros, prestaron gran atención a las palabras del Zambo, en quien ponían toda su confianza.

- ¿Qué noticias puede darnos el Zambo, de Martín Paz? – preguntó uno.

- Ninguna. Únicamente el Gran Espíritu puede saber si ha muerto o no; pero estoy esperando a algunos hermanos que han bajado por el río hasta su embocadura, y quizás hayan encontrado el cuerpo de Martín Paz.

- Era un buen jefe – dijo Manangani, indio feroz y muy temido -. Pero ¿por qué no se encontraba en su puesto el día en que la goleta nos traía las armas?

El Zambo, sin responder, inclinó la cabeza.

- ¿No saben mis hermanos – continuó diciendo Manangani – que la Anunciación ha sido atacada por los guardacostas y que la captura de ese buque habría frustrado todos nuestros proyectos?

Un murmullo de asentimiento acogió las palabras del indio.

- Harán bien – dijo entonces el Zambo – los que esperan para juzgar. ¡Quién sabe si mi hijo Martín Paz se presentará entre nosotros dentro de pocos días…! Oigan ahora lo que tengo que decirles: las armas que nos han enviado de Sechura han llegado a nuestro poder, están escondidas en las montañas de la cordillera y dispuestas para desempeñar su oficio cuando ustedes estén preparados para cumplir su deber.

- ¿Acaso hay algo que nos detenga? – preguntó un joven indio -. Hemos afilado nuestros puñales y esperamos.

- Esperen, pues, que llegue la hora – respondió el Zambo -. ¿Saben mis hermanos cuál es el enemigo a quien primero deben herir?

- Los mestizos, que nos tratan como esclavos – repuso uno de los asistentes -. Esos insolentes que nos azotan con la mano y con el látigo, como a mulas falsas.

- De ningún modo – repuso otro -. Nuestros mayores enemigos son los que monopolizan todas las riquezas del suelo.

- Están equivocados. Nuestros primeros golpes deben herir a otros – dijo el Zambo, animándose -. Esos hombres no son los que se atrevieron, hace trescientos años, a poner el pie en la tierra de sus antepasados. Esos ricos no son los que han hecho sucumbir a los hijos de Manco Capac. Los orgullosos españoles son los verdaderos vencedores y los que los han reducido a la esclavitud. Si no tienen ya riquezas, tienen autoridad y, a pesar de la emancipación peruana, conculcan nuestros derechos naturales. Olvidemos, pues, lo que somos, para recordar lo que nuestros padres fueron.

- Sí, sí – prorrumpió la asamblea, con murmullo de aprobación.

Al asentimiento general de los concurrentes sucedieron algunos momentos de silencio que interrumpió el Zambo para preguntar a diversos conjurados si sus amigos de Cuzco y de toda Bolivia estaban dispuestos a levantarse, como un solo hombre.

Después, prosiguiendo su discurso, dijo:

- Valiente Manangani, si todos nuestros hermanos de la montaña tienen en el corazón el mismo odio y valor que tú, ¿no caerán sobre Lima como una tromba desde lo alto de las cordilleras?

- El Zambo no se quejará de su audacia el día señalado – respondió Manangani -. Si el Zambo sale de la ciudad no necesitará ir muy lejos para ver surgir en torno suyo indios que arden en deseos de venganza. En las gargantas de San Cristóbal y de los Amancaes, más de uno, envueltos en su poncho y con el puñal en la cintura, están esperando que se confíe a sus manos una carabina, porque tampoco han olvidado ellos que tienen que vengar en los españoles la derrota de Manco Capac.

- Perfectamente, Manangani – repuso el Zambo -. El dios de la venganza habla por tu boca. Mis hermanos no tardarán en saber quién es el elegido de sus jefes, y como el presidente Gambarra sólo trata de consolidarse en el poder, Bolívar está lejos y Santa Cruz ha sido derrotado, podemos obrar sobre seguro. Dentro de pocos días se entregarán nuestros opresores al placer, con motivo de la fiesta de los Amancaes, y, por consiguiente, deben disponerse todos nuestros hermanos a marchar, haciendo antes que la noticia llegue hasta las aldeas más remotas de nuestra raza.

En aquel momento entraron tres indios en el salón, e inmediatamente se acercó el Zambo a ellos.

- ¿Qué noticias traen? – les preguntó.

- El cuerpo de Martín Paz no ha sido hallado – respondió uno de aquellos indios -. Hemos sondeado el río en todos los sentidos; nuestros más hábiles nadadores lo han explorado detenidamente y creemos que el hijo del Zambo no ha muerto en las aguas del Rimac.

- ¡Lo habrán asesinado! ¿Qué habrá sido de él? ¡Oh, desdichados los que hayan dado muerte a mi hijo…! Sepárense mis hermanos en silencio, y vuelva cada cual a su puesto, mire, vigile y espere.

Los indios salieron y se dispersaron. El Zambo se quedó con Manangani, que le preguntó:

- ¿Sabe el Zambo por qué había ido aquella noche su hijo al barrio de San Lázaro? ¿Está el Zambo seguro de su hijo?

Los ojos del indio despidieron tales relámpagos de cólera que Managani retrocedió asustado.

Pero el Zambo se contuvo, y dijo:

- Si Martín Paz traicionara a sus hermanos, yo mataría a todos aquellos a quienes ha dado su amistad y a todas aquellas a quienes hubiese dado su amor; después lo mataría a él y, por último, me mataría yo, para no dejar en este suelo un solo miembro de una raza deshonrada.

En aquel momento abrió la tabernera la puerta de la sala, se acercó al Zambo y le entregó un billete.

- ¿Quién te ha encargado esto? – preguntó.

- No lo sé – respondió la tabernera -. Este papel ha debido quedársele olvidado a algún bebedor, porque lo he encontrado sobre una mesa.

- ¿No han venido aquí más que indios?

- Nadie más que indios.

La tabernera salió, y el Zambo desdobló el billete, que leyó en alta voz:

“Una joven ha orado por Martín Paz, porque no olvida al indio que ha expuesto su vida por ella. Si el Zambo tiene noticias de su hijo o esperanza de encontrarlo, átese al brazo un pañuelo encarnado como señal. Hay ojos que lo ven pasar todos los días.”

El Zambo estrujó el billete entre sus manos.

- El desgraciado se ha dejado seducir por una mujer.

- ¿Y quién es esa mujer? – preguntó Manangani.

- No es india – respondió el Zambo, mirando el billete -. Es, sin duda, una mujer elegante… ¡Ah, Martín Paz, estás desconocido!

- ¿Harás lo que esa mujer te pide?

- No – respondió rápidamente el indio -. Debe perder toda esperanza de volver a ver a mi hijo, para que muera de dolor.

Y, dicho esto, el Zambo rompió el billete con rabia.

- Sin duda alguna ha sido un indio quien ha traído este billete – observó Manangani.

- ¡Oh, no puede ser de los nuestros! Se habrá sabido que yo venía con frecuencia a esta taberna, pero no volveré a poner los pies en ella. Regrese mi hermano a las montañas, mientras yo vigilo en la ciudad. Veremos para quiénes resultará alegre la fiesta de los Amancaes, si para los opresores o para los oprimidos.

Los dos indios se separaron.

El plan no podía estar mejor combinado ni la hora de la ejecución mejor elegida. El Perú, casi despoblado entonces, sólo contaba con un reducido número de españoles y de mestizos. La invasión de los indios, que acudirían desde los bosques del Brasil y desde las montañas de Chile, como de las llanuras del Río de la Plata, debía cubrir con un ejército formidable el teatro de la rebelión. Después que quedaran destruidas las grandes ciudades, Lima, Cuzco y Puno, no era de temer que las tropas de Colombia, recientemente vencidas por el Gobierno peruano, acudieran en socorro de sus enemigos, por grave que fuese el peligro en que éstos se encontraran.

Aquel trastorno social debía, por consiguiente, efectuarse sin resistencia, si los indios guardaban fielmente el secreto, y así debía ocurrir, porque entre ellos no había traidores.

Sin embargo, ignoraban que un hombre había obtenido una audiencia particular del presidente Gambarra; ignoraban que aquel hombre le había notificado que la goleta Anunciación había desembarcado en la embocadura del Rimac armas de toda especie en piraguas indias, y que aquel hombre iba a reclamar una fuerte indemnización por el servicio que había prestado al Gobierno peruano, denunciando aquellos hechos.

Indudablemente, aquel hombre jugaba con cartas dobles, porque después de haber alquilado su buque a los agentes del Zambo a un precio muy elevado, había vendido al presidente el secreto de los conjurados.

El hombre que tal infamia había cometido no era otro que el judío Samuel, a quien suponemos que el lector habrá reconocido en este rasgo.

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