Martín Paz
Capítulo V Preparativos de
insurrección
Cuando las tropas de Colombia, que Bolívar puso
a las órdenes del general Santa Cruz, fueron arrojadas del Bajo
Perú, cesaron las sediciones militares en este país, que
empezó a disfrutar de calma y tranquilidad; las ambiciones
particulares no volvieron a turbar el reposo público, y el
presidente Gambarra se había afianzado en su palacio de la plaza
Mayor. Sin embargo, el peligro verdadero, inminente, no procedía
de las sediciones, que se extinguían tan pronto como estallaban
y que parecían complacer a los americanos por sus ostentaciones
militares.
El peligro no lo veían los españoles,
demasiado altos para poder verlo, ni tampoco los mestizos, que
jamás descendían a mirar lo que se hallaba por debajo de
ellos.
Esto no obstante, se agitaban de un modo
extraordinario los indios de la ciudad, mezclándose con
frecuencia con los habitantes de las montañas, como si hubieran
sacudido su apatía natural. En vez de envolverse en su poncho
con los pies hacia el sol, se extendían por el campo, se
detenían uno a otro, se entendían por señales
particulares y frecuentaban las posadas más desiertas, en las
que podían hablar sin peligro de ser escuchados.
Aquel movimiento era más visible en una de las
plazas apartadas de la ciudad, en donde había una casa que
sólo tenía una habitación baja, y cuya apariencia
miserable llamaba la atención de las gentes.
Era una taberna de ínfima categoría,
propiedad de una vieja india, que servía a sus parroquianos
cerveza de maíz y una bebida hecha con caña de
azúcar.
Los indios no se reunían en esta plaza sino
cuando en el techo de la citada taberna se ponía un palo largo,
que servía de señal. Entonces, los indígenas de
todas profesiones, conductores de carros, arrieros y cocheros entraban
uno a uno y desaparecían inmediatamente en la gran sala. La
tabernera dejaba entonces a su criada el cuidado de la taberna, y
corría a servir personalmente a sus parroquianos.
Pocos días después de la
desaparición de Martín Paz, se celebró una
asamblea numerosa en la sala de la taberna, donde apenas podían
distinguirse los rostros de los concurrentes, a causa de la oscuridad
que en ella reinaba y que el humo del tabaco hacía aumentar. En
torno de una larga mesa, había unos cincuenta individuos,
mascando los unos una especie de hoja de té mezclada con tierra
odorífera, y bebiendo los otros en grandes jarros el licor de
maíz fermentado; pero estas ocupaciones no les distraían
de la principal, que era escuchar atentamente el discurso que les
estaba pronunciando un indio.
El orador era el Zambo, cuyas miradas tenían
una extraña fijeza.
Después de examinar uno por uno a todos sus
oyentes, el Zambo tomó la palabra y dijo:
- Los hijos del Sol pueden hablar de sus asuntos,
porque no hay aquí oídos pérfidos que puedan
escucharnos. En la plaza, algunos de nuestros amigos, disfrazados de
cantores, distraen a los transeúntes para que nos dejen
disfrutar de entera libertad en esta casa.
Y así era, efectivamente, porque fuera de la
taberna resonaban los acordes de una guitarra.
Los indios, satisfechos de encontrarse seguros,
prestaron gran atención a las palabras del Zambo, en quien
ponían toda su confianza.
- ¿Qué noticias puede darnos el Zambo,
de Martín Paz? – preguntó uno.
- Ninguna. Únicamente el Gran Espíritu
puede saber si ha muerto o no; pero estoy esperando a algunos hermanos
que han bajado por el río hasta su embocadura, y quizás
hayan encontrado el cuerpo de Martín Paz.
- Era un buen jefe – dijo Manangani, indio feroz
y muy temido -. Pero ¿por qué no se encontraba en su
puesto el día en que la goleta nos traía las armas?
El Zambo, sin responder, inclinó la cabeza.
- ¿No saben mis hermanos –
continuó diciendo Manangani – que la
Anunciación ha sido atacada por los guardacostas y que la
captura de ese buque habría frustrado todos nuestros
proyectos?
Un murmullo de asentimiento acogió las palabras
del indio.
- Harán bien – dijo entonces el Zambo
– los que esperan para juzgar. ¡Quién sabe si mi
hijo Martín Paz se presentará entre nosotros dentro de
pocos días…! Oigan ahora lo que tengo que decirles: las
armas que nos han enviado de Sechura han llegado a nuestro poder,
están escondidas en las montañas de la cordillera y
dispuestas para desempeñar su oficio cuando ustedes estén
preparados para cumplir su deber.
- ¿Acaso hay algo que nos detenga? –
preguntó un joven indio -. Hemos afilado nuestros puñales
y esperamos.
- Esperen, pues, que llegue la hora –
respondió el Zambo -. ¿Saben mis hermanos cuál es
el enemigo a quien primero deben herir?
- Los mestizos, que nos tratan como esclavos –
repuso uno de los asistentes -. Esos insolentes que nos azotan con la
mano y con el látigo, como a mulas falsas.
- De ningún modo – repuso otro -.
Nuestros mayores enemigos son los que monopolizan todas las riquezas
del suelo.
- Están equivocados. Nuestros primeros golpes
deben herir a otros – dijo el Zambo, animándose -. Esos
hombres no son los que se atrevieron, hace trescientos años, a
poner el pie en la tierra de sus antepasados. Esos ricos no son los que
han hecho sucumbir a los hijos de Manco Capac. Los orgullosos
españoles son los verdaderos vencedores y los que los han
reducido a la esclavitud. Si no tienen ya riquezas, tienen autoridad y,
a pesar de la emancipación peruana, conculcan nuestros derechos
naturales. Olvidemos, pues, lo que somos, para recordar lo que nuestros
padres fueron.
- Sí, sí – prorrumpió la
asamblea, con murmullo de aprobación.
Al asentimiento general de los concurrentes sucedieron
algunos momentos de silencio que interrumpió el Zambo para
preguntar a diversos conjurados si sus amigos de Cuzco y de toda
Bolivia estaban dispuestos a levantarse, como un solo hombre.
Después, prosiguiendo su discurso, dijo:
- Valiente Manangani, si todos nuestros hermanos de la
montaña tienen en el corazón el mismo odio y valor que
tú, ¿no caerán sobre Lima como una tromba desde lo
alto de las cordilleras?
- El Zambo no se quejará de su audacia el
día señalado – respondió Manangani -. Si el
Zambo sale de la ciudad no necesitará ir muy lejos para ver
surgir en torno suyo indios que arden en deseos de venganza. En las
gargantas de San Cristóbal y de los Amancaes, más de uno,
envueltos en su poncho y con el puñal en la cintura,
están esperando que se confíe a sus manos una carabina,
porque tampoco han olvidado ellos que tienen que vengar en los
españoles la derrota de Manco Capac.
- Perfectamente, Manangani – repuso el Zambo -.
El dios de la venganza habla por tu boca. Mis hermanos no
tardarán en saber quién es el elegido de sus jefes, y
como el presidente Gambarra sólo trata de consolidarse en el
poder, Bolívar está lejos y Santa Cruz ha sido derrotado,
podemos obrar sobre seguro. Dentro de pocos días se
entregarán nuestros opresores al placer, con motivo de la fiesta
de los Amancaes, y, por consiguiente, deben disponerse todos nuestros
hermanos a marchar, haciendo antes que la noticia llegue hasta las
aldeas más remotas de nuestra raza.
En aquel momento entraron tres indios en el
salón, e inmediatamente se acercó el Zambo a ellos.
- ¿Qué noticias traen? – les
preguntó.
- El cuerpo de Martín Paz no ha sido hallado
– respondió uno de aquellos indios -. Hemos sondeado el
río en todos los sentidos; nuestros más hábiles
nadadores lo han explorado detenidamente y creemos que el hijo del
Zambo no ha muerto en las aguas del Rimac.
- ¡Lo habrán asesinado!
¿Qué habrá sido de él? ¡Oh,
desdichados los que hayan dado muerte a mi hijo…!
Sepárense mis hermanos en silencio, y vuelva cada cual a su
puesto, mire, vigile y espere.
Los indios salieron y se dispersaron. El Zambo se
quedó con Manangani, que le preguntó:
- ¿Sabe el Zambo por qué había
ido aquella noche su hijo al barrio de San Lázaro?
¿Está el Zambo seguro de su hijo?
Los ojos del indio despidieron tales relámpagos
de cólera que Managani retrocedió asustado.
Pero el Zambo se contuvo, y dijo:
- Si Martín Paz traicionara a sus hermanos, yo
mataría a todos aquellos a quienes ha dado su amistad y a todas
aquellas a quienes hubiese dado su amor; después lo
mataría a él y, por último, me mataría yo,
para no dejar en este suelo un solo miembro de una raza deshonrada.
En aquel momento abrió la tabernera la puerta
de la sala, se acercó al Zambo y le entregó un
billete.
- ¿Quién te ha encargado esto? –
preguntó.
- No lo sé – respondió la
tabernera -. Este papel ha debido quedársele olvidado a
algún bebedor, porque lo he encontrado sobre una mesa.
- ¿No han venido aquí más que
indios?
- Nadie más que indios.
La tabernera salió, y el Zambo desdobló
el billete, que leyó en alta voz:
“Una joven ha orado por Martín Paz,
porque no olvida al indio que ha expuesto su vida por ella. Si el Zambo
tiene noticias de su hijo o esperanza de encontrarlo, átese al
brazo un pañuelo encarnado como señal. Hay ojos que lo
ven pasar todos los días.”
El Zambo estrujó el billete entre sus
manos.
- El desgraciado se ha dejado seducir por una
mujer.
- ¿Y quién es esa mujer? –
preguntó Manangani.
- No es india – respondió el Zambo,
mirando el billete -. Es, sin duda, una mujer elegante…
¡Ah, Martín Paz, estás desconocido!
- ¿Harás lo que esa mujer te pide?
- No – respondió rápidamente el
indio -. Debe perder toda esperanza de volver a ver a mi hijo, para que
muera de dolor.
Y, dicho esto, el Zambo rompió el billete con
rabia.
- Sin duda alguna ha sido un indio quien ha
traído este billete – observó Manangani.
- ¡Oh, no puede ser de los nuestros! Se
habrá sabido que yo venía con frecuencia a esta taberna,
pero no volveré a poner los pies en ella. Regrese mi hermano a
las montañas, mientras yo vigilo en la ciudad. Veremos para
quiénes resultará alegre la fiesta de los Amancaes, si
para los opresores o para los oprimidos.
Los dos indios se separaron.
El plan no podía estar mejor combinado ni la
hora de la ejecución mejor elegida. El Perú, casi
despoblado entonces, sólo contaba con un reducido número
de españoles y de mestizos. La invasión de los indios,
que acudirían desde los bosques del Brasil y desde las
montañas de Chile, como de las llanuras del Río de la
Plata, debía cubrir con un ejército formidable el teatro
de la rebelión. Después que quedaran destruidas las
grandes ciudades, Lima, Cuzco y Puno, no era de temer que las tropas de
Colombia, recientemente vencidas por el Gobierno peruano, acudieran en
socorro de sus enemigos, por grave que fuese el peligro en que
éstos se encontraran.
Aquel trastorno social debía, por consiguiente,
efectuarse sin resistencia, si los indios guardaban fielmente el
secreto, y así debía ocurrir, porque entre ellos no
había traidores.
Sin embargo, ignoraban que un hombre había
obtenido una audiencia particular del presidente Gambarra; ignoraban
que aquel hombre le había notificado que la goleta
Anunciación había desembarcado en la embocadura
del Rimac armas de toda especie en piraguas indias, y que aquel hombre
iba a reclamar una fuerte indemnización por el servicio que
había prestado al Gobierno peruano, denunciando aquellos
hechos.
Indudablemente, aquel hombre jugaba con cartas dobles,
porque después de haber alquilado su buque a los agentes del
Zambo a un precio muy elevado, había vendido al presidente el
secreto de los conjurados.
El hombre que tal infamia había cometido no era
otro que el judío Samuel, a quien suponemos que el lector
habrá reconocido en este rasgo.
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