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Martín Paz

Editado
© Javier Palau
20 de mayo del 2003
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Martín Paz
Capítulo IX
El combate

Y como todo llega al fin en la vida cuando debe llegar, también llegó el 24 de junio, día de la gran fiesta de los Amancaes, en el que todos los habitantes de Lima, a pie, a caballo o en carruaje, se dirigieron a la célebre meseta, situada a media legua de distancia de la ciudad. Mestizos e indios se mezclaban en la fiesta común y marchaban alegremente por grupos de parientes o de amigos. Cada uno de estos grupos llevaba sus provisiones e iba precedido por un tocador de guitarra que cantaba los aires más populares. Avanzaban a través de los campos de maíz, cruzando los bosques de bananeros o por entre las calles de sauces en busca de los bosques de limoneros y naranjos, cuyos perfumes se confundían con los aromas suaves de la montaña. A lo largo del camino, había puestos ambulantes que ofrecían a los paseantes aguardiente y cerveza, siendo tan numerosas las libaciones de estos líquidos, que indios y mestizos reían a carcajadas, medio ebrios. Los que iban a caballo hacían caracolear sus monturas en medio de la multitud, compitiendo unos con otros en celeridad, habilidad y destreza.

Reinaban en la fiesta, que toma el nombre de las florecillas de la montaña, un ardor y una libertad inconcebibles, a pesar de lo cual jamás se promovía una disputa que turbara la alegría pública. Algunos lanceros a caballo, con corazas resplandecientes, mantenían el orden.

Cuando la multitud llegó a la meseta de los Amancaes, se oyó un inmenso clamor de admiración, que fue repetido por los ecos de la montaña.

A los pies de los espectadores se extendía la antigua Ciudad de los Reyes, cuyas torres y campanarios llenos de sonoras campanas, se elevaban osadamente hacia el cielo. San Pedro, San Agustín y la catedral atraían las miradas hacia sus torres, que brillaban heridas por los rayos del sol. Santo Domingo, la rica iglesia cuya Virgen no lleva jamás dos días seguidos el mismo manto, levantaba más que sus vecinas la flecha elegante de su campanario. A la derecha, el océano Pacífico hacía ondular sus extensas llanuras azules al soplo de la brisa, y la vista, volviendo del Callao a Lima, se deleitaba en la contemplación de todos aquellos monumentos funerarios que contenían los restos de la gran dinastía de los Incas. En la lejanía, el cabo Morro-Solar encerraba como en un cuadro los esplendores de aquel espectáculo.

Pero mientras los limeños contemplaban admirados tan espléndidos panoramas, se preparaba un drama sangriento en las heladas cumbres de la cordillera.

Efectivamente, al paso que los habitantes de la ciudad la iban abandonando, penetraban gran número de indios, que vagaban por sus calles. Los hombres, que, por lo general, tomaban parte activa en la fiesta de los Amancaes, se paseaban entonces silenciosamente y con aire singularmente pensativo. De vez en cuando, algún jefe les daba apresuradamente una orden secreta y reanudaban su marcha; pero todos se iban reuniendo poco a poco en los barrios más ricos de la ciudad.

Cuando el sol comenzó a desaparecer en el horizonte, la aristocracia limeña emprendió el camino de los Amancaes, luciendo sus trajes más costosos y sus más valiosas alhajas. Una interminable fila de coches desfiló entre los árboles, confundida con las gentes que marchaban a caballo o a pie.

En el reloj de la catedral dieron las cinco.

Un griterío inmenso resonó en la ciudad. De todas las plazas, de todas las calles, de todas las casas, salieron indios con las armas en la mano. Los barrios más hermosos fueron inundados de insurrectos, algunos de los cuales agitaban por encima de sus cabezas teas encendidas.

- ¡Mueran los españoles! ¡Mueran nuestros opresores! – se oía gritar con voces estentóreas.

Casi al mismo tiempo, se cubrieron las cimas de los cerros también de indios, que se dispusieron a unirse a sus hermanos de la ciudad.

Lima ofrecía en aquel momento un aspecto extraño. Los insurrectos se habían esparcido por todos los barrios y a la cabeza de una de sus columnas iba Martín Paz, agitando la bandera negra, en dirección a la Plaza Mayor, mientras los demás indios atacaban las casas previamente designadas para ser demolidas. Cerca de él, Manangani lanzaba feroces aullidos.

En la plaza, los soldados del Gobierno, prevenidos contra la rebelión, se habían formado en orden de batalla delante del palacio del presidente, y los insurgentes, al entrar en la plaza, fueron recibidos por una nutrida granizada de balas.

Sorprendidos al principio por aquella descarga, que estaban muy lejos de esperar, y que arrebató a muchos la vida, se lanzaron contra la tropa con ímpetu insuperable, produciéndose una horrible confusión en que los contendientes llegaron a pelear cuerpo a cuerpo. Martín Paz y Manangani hicieron prodigios de valor; pero sólo por milagro se libraron de la muerte.

Necesitaban tomar el palacio y fortificarse en él a todo trance.

- ¡Adelante! – gritó Martín Paz.

Y a su voz se precipitaron los indios al asalto.

Aunque de todas partes eran rechazados, lograron los indios a su vez hacer retroceder a la tropa que rodeaba el palacio, y ya Manangani se lanzaba a los primeros escalones del pórtico, cuando se detuvo repentinamente.

Las filas de los soldados se habían abierto y por el espacio que habían dejado libre asomaban sus bocas dos piezas de artillería, colocadas allí para ametrallar a los sitiadores.

No había tiempo que perder. Era absolutamente preciso saltar sobre la batería y apoderarse de ella, antes que disparase.

- ¡Vamos los dos! – exclamó Manangani, dirigiéndose a Martín Paz.

Pero éste acababa de alejarse y no escuchaba ya nada, porque un negro le había dicho al oído estas palabras:

“Están saqueando la casa del marqués de Vegal, y quizás asesinándolo.”

Al oír esto, Martín Paz retrocedió; y Manangani quiso arrastrarlo consigo hacia delante; pero, en aquel momento, los cañones dispararon y la metralla diezmó las filas de los indios.

- ¡Síganme! – gritó Martín Paz.

Varios compañeros, que le eran muy adictos, se unieron a él, y con la ayuda de éstos consiguió el indio abrirse paso entre los soldados.

Aquella fuga tuvo todas las apariencias y resultado de una traición, porque, creyéndose los indios abandonados por su jefe, fue imposible reunirlos de nuevo, a pesar de los esfuerzos que realizó Manangani para llevarlos al combate. Envueltos en una nube espesa de tropas que los fusilaban sin piedad, se produjo una espantosa confusión y su derrota completa. Las llamas, que se elevaban al cielo en ciertos barrios, atrajeron a algunos fugitivos sedientos de pillaje; pero los soldados los persiguieron espada en mano, dando muerte a gran número de ellos.

Entretanto, Martín Paz llegó a casa del marqués, donde se sostenía una lucha encarnizada, dirigida por el mismo Zambo. El indio tenía sumo interés en entrar allí, porque, combatiendo al español, deseaba al mismo tiempo apoderarse de Sara, prenda de la fidelidad de su hijo.

Derribadas la puerta y las paredes del patio, se presentó el marqués con la espada en la mano, rodeado por sus servidores para rechazar a la turba que invadía su palacio. La altivez de aquel hombre y su valor tenían algo de sublimes. No sólo no trataba de evitar el peligro, sino que parecía buscarlo con tal de sembrar la muerte en su derredor.

Pero, ¿qué podía hacer contra aquella multitud de indios que, lejos de disminuir, aumentaba por momentos con la llegada de los vencidos de la Plaza Mayor?

Viendo el marqués disminuir sus fuerzas y sus defensores, estaba ya decidido a dejarse matar sin oponer resistencia, en vista de la inutilidad de sus esfuerzos, cuando Martín Paz, con la rapidez del rayo, acometió a los agresores, obligándolos a volverse contra él y, consiguiendo llegar hasta el marqués, en medio de las balas, para servirle de escudo con su cuerpo.

- ¡Bien, hijo mío, bien! – dijo el marqués a Martín Paz, estrechándole la mano.

Pero el joven indio estaba triste y no desarrugaba el ceño.

- ¡Bien, Martín Paz! – repitió otra voz que le llegó al alma.

Conoció a Sara, y su brazo trazó un ancho círculo de sangre en torno suyo. La tropa del Zambo empezaba a ceder. Aquel nuevo Bruto había dirigido por segunda vez los golpes contra su hijo sin poder alcanzarlo, en tanto que Martín Paz, cuando en el ardor de la lucha veía que el enemigo sobre quien iba a descargar el hacha era su padre, desviaba el arma para no herirlo.

De repente, Manangani, cubierto de sangre, se puso al lado del Zambo, diciéndole:

- Has jurado vengar la traición de un infame en sus parientes, en sus amigos y en él mismo, y ha llegado el momento de que cumplas tu palabra, porque los soldados se acercan y el mestizo Andrés Certa viene con ellos.

- Ven, pues, Manangani – dijo el Zambo, riéndose ferozmente -; ven.

Y saliendo ambos de la casa del marqués, corrieron hacia la tropa que llegaba al paso de carga. Las tropas les apuntaron; pero el Zambo, sin intimidarse, se fue derecho al mestizo.

- Si es usted Andrés Certa – le dijo -, sepa que su novia se encuentra en casa del marqués, y Martín Paz va a llevársela a las montañas.

Y, dicho esto, los indios desaparecieron.

El Zambo había puesto frente a frente a los dos enemigos mortales, y los soldados, engañados por la presencia de Martín Paz, se precipitaron contra la casa del marqués.

Andrés Certa, loco de furor y de celos, se arrojó contra Martín Paz, tan pronto como lo vio.

- Ahora nos las entenderemos nosotros dos – gritó el joven indio, y abandonando la escalera de piedra, que tan valientemente había defendido, corrió hacia donde se encontraba el mestizo.

Allí se encontraron pecho contra pecho, tocándose las caras y confundiéndose las miradas en un relámpago de odio. Ni amigos ni enemigos podían acercarse a ellos, que, estrechamente abrazados, ni respiraban siquiera.

Andrés Certa se irguió contra Martín Paz, a quien se le había caído el puñal; pero, al levantar el brazo el mestizo, logró el indio asirlo antes de que le hiriese. Andrés Certa intentó inútilmente desprenderse de su enemigo, quien, volviendo su puñal contra aquél, se lo clavó hasta el puño en el corazón.

Después, se arrojó en brazos del marqués de Vegal.

- ¡A las montañas, hijo mío! – exclamó el marqués -. Huye a las montañas, te lo ordeno.

En aquel momento, se presentó el judío Samuel y se precipitó sobre el cadáver de Andrés Certa, arrancándole la cartera que llevaba en el bolsillo; pero Martín Paz, que lo había visto, se apresuró a apoderarse de ella, la abrió, la hojeó, exhaló un grito de alegría y, avanzando hacia el marqués, le puso en la mano un papel que decía lo siguiente:

“He recibido del señor Andrés Certa cien mil duros, cantidad que me comprometo a devolverle si Sara, a quien salvé del naufragio del San José, no es hija y única heredera del marqués de Vegal.”

“Samuel.”

- ¡Mi hija! – exclamó el español, y se precipitó en el aposento de Sara; pero ésta no estaba allí. El padre Joaquín, que, bañado en su propia sangre, se encontraba en aquella estancia, no pudo articular más que estas palabras:

- El Zambo…, robada…, río de Madera.

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