La vuelta al mundo en ochenta
días
Capítulo XIII Donde Picaporte
demuestra una vez más que la fortuna ayuda siempre a los
audaces
El intento era atrevido, lleno de dificultades, de
imposible realización quizá. Mister Fogg iba a
arriesgar su vida o, al menos, su libertad, y por lo tanto, el
éxito de sus proyectos, pero no vaciló. Tenía
además en sir Francis Cromarty un decidido auxiliar.
En cuanto a Picaporte, estaba preparado y se
podía disponer de él. La idea de su amo le exaltaba. La
sentía con alma y corazón bajo aquella corteza de hielo,
y se iba encariñando con él de veras.
Quedaba el guía. ¿Qué partido
tomaría en el asunto? ¿No se inclinaría en favor
de sus compatriotas?
A falta de concurso, era menester asegurar, cuando
menos, su neutralidad.
Sir Francis le planteó la
cuestión con franqueza.
-Mi oficial -respondió el guía-, soy
parsi, y mi mujer es parsi; dispongan usetdes de mí.
-Bien, guía -dijo mister Fogg.
-Sin embargo, sépanlo ustedes bien -repuso el
parsi-; no tan sólo arriesgamos nuestras vidas, sino que nos
arriesgaremos a sufrir suplicios horribles si nos cogen.
Mirénlo, pues.
-Mirado está -respondió mister
Fogg-. Creo que debemos aguardar la noche para obrar.
-Así opino yo también -respondió
el guía.
El valiente indio expuso entonces algunos pormenores
acerca de la víctima. Era una india de célebre belleza y
de raza parsi, hija de acaudalados comerciantes de Bombay. Había
recibido en esta ciudad una educación completamente inglesa y
por sus modales e instrucción hubiera pasado por europea. Se
llamaba Aouda.
Huérfana, fue casada a pesar suyo con aquel
viejo rajah de Bundelkund. Tres meses después enviudó, y
sabiendo la suerte que le esperaba se escapó, pero fue cogida en
su fuga, y los parientes del rajah, que tenían interés en
su muerte, la condenaron a aquel suplicio, del cual era difícil
que se escapase.
Semejante relación de hechos tenía que
arraigar en mister Fogg y sus compañeros su generosa
resolución. Se decidió que el guía
conduciría el elefante hacia la pagoda de Pillaji, a la cual
debía acercarse todo lo posible.
Media hora después se hizo alto en un bosque a
quinientos pasos de la pagoda, que no podía percibirse, pero los
alaridos de los fanáticos se oían con toda claridad.
Los medios de llegar hasta la víctima fueron
discutidos entonces. El guía apenas conocía aquella
pagoda de Pillaji, en la cual afirmaba que la joven estaba encarcelada.
¿Podía penetrarse por una de las puertas cuando toda la
banda estuviese sumida en el sueño de la embriaguez, o
sería necesario abrir un boquete en la pared? Esto no
podía decidirse sino en el momento y en el mismo lugar de la
acción; pero lo indudable era que el rapto debía llevarse
a cabo aquella misma noche, y no cuando la víctima fuese
conducida al suplicio, porque entonces ninguna intervención
humana podría salvarla.
Mister Fogg y sus compañeros aguardaron
la noche, y tan pronto como llegó la oscuridad, hacia las seis
de la tarde, resolvieron efectuar un reconocimiento alrededor de la
pagoda. Los últimos gritos de los faquires se extinguieron
entonces. Según su costumbe, aquellos indios debían
hallarse entregados a la pesada embriaguez del hang, opio
líquido, mezclado con infusión de cáñamo, y
quizá sería posible deslizarse entre ellos hasta el
templo.
El parsi, guiando a mister Fogg, al brigadier
sir Francis Cromarty y a Picaporte, se deslizó
cautelosamente hacia la pagoda a través del bosque.
Después de arrastrarse en silencio durante diez minutos por las
matas, llegaron al borde de un riachuelo y allí, a la luz de las
antorchas de hierro impregnadas de resina, divisaron un montón
de leña apilada. Era la hoguera formada con sándalo
precioso y bañada ya con aceite perfumado. En su parte posterior
descansaba, embalsamado, el cuerpo del rajah, que debía arder al
mismo tiempo que la viuda. A cien pasos de esta hoguera se elevaba la
pagoda, cuyos alminares se esfumaban en la sombra por encima de los
árboles.
-Vengan ustedes -dijo el guía.
Y redoblando las precauciones, seguido de sus
compañeros, se deslizó en silencioso a través de
las altas hierbas.
El silencio sólo era interrumpido por el
murmullo del viento en las ramas.
Poco después el guía se detuvo en la
extremidad de un claro iluminado por algunas antorchas. El suelo
aparecía cubierto de grupos de durmientes entorpecidos por la
embriaguez. Parecía un campo de batalla sembrado de muertos.
Hombres, mujeres, niños, todos estaban mezclados. Algunos
había acá y acullá que dejaban oír el
ronquido de la embriaguez.
Al fondo, entre la masa de árboles, se alzaba
confusamente el templo de Pillaji; pero, con gran despecho por parte
del guía, los guardias del rajah, alumbrados por antorchas
fuliginosas, vigilaban la puerta paseándose sable en mano.
Había que suponer que en el interior los sacerdotes
estarían velando también.
El parsi no se adelantó más, porque
había reconocido la imposibilidad de forzar la entrada del
templo, e hizo retroceder a sus acompañantes.
Phileas Fogg y sir Francis Cromarty
habían comprendido, como él, que no podían
intentar nada por aquella parte.
Se detuvieron y conferenciaron en voz baja.
-Aguardemos -dijo el brigadier general-; no son mas
que las ocho todavía, y es probable que esos guardias sucumban
también al sueño.
-Probable es, en efecto -admitió el parsi.
Phileas Fogg y sus compañeros se recostaron al
pie de un árbol y esperaron.
El tiempo se les hacía muy largo. De vez en
cuando el guía los dejaba e iba a observar. Los guardias del
rajah seguían vigilando cuidadosamente a la luz de las
antorchas, y una luz vaga se filtraba por las ventanas de la
pagoda.
Esperaron hasta medianoche. La situación no
variaba en nada. Había fuera la misma vigilancia, y era evidente
que no podía contarse con el sueño de los guardias. La
embriaguez del hang les había sido probablemente
dispensada. Era necesario obrar de otro modo y penetrar por una
abertura hecha en la muralla de la pagoda. Restaba la cuestión
de saber si los sacerdotes vigilaban cerca de su víctima con
tanto celo, como los soldados en la puerta del templo.
Después de otra conversación, el
guía estuvo dispuesto a marchar. Mister Fogg, sir
Francis y Picaporte le siguieron. Dieron una vuelta bastante larga con
objeto de alcanzar la pagoda por detrás.
A las doce y media de la noche llegaron al pie de los
muros sin haber encontrado a nadie. Ninguna vigilancia existía
por ese lado, pero tampoco había en él ni puerta ni
ventanas.
La noche era sombría. La luna, entonces en su
último cuarto, aparecía apenas en el horizonte,
encapotado con algunos nubarrones. La altura de los árboles
aumentaba aún más la oscuridad.
Pero no bastaba haber llegado al pie de las murallas;
era preciso abrir un boquete, y para esta operación, Phileas
Fogg y sus compañeros no tenían otra cosa que navajas.
Por fortuna las paredes del templo estaban hecha de una mezcla de
ladrillos y madera, que no era difícil de perforar. Una vez
quitado el primer ladrillo, los otros seguirían
fácilmente.
Comenzaron a trabajar haciendo el menor ruido posible.
El parsi por un lado y Picaporte por otro trabajaban en arrancar los
ladrillos, de manera que pudiera obtenerse un boquete de dos pies de
anchura.
El trabajo adelantaba, cuando se oyó un grito
en el interior, y casi al punto le respondieron desde fuera con otros
gritos.
Picaporte y el guía interrumpieron su trabajo.
¿Los habrían descubierto? ¿Se había dado el
alerta? La prudencia más elemental les recomendaba que se
fueran, lo cual hicieron al propio tiempo que Phileas Fogg y sir
Francis Comarty. Se ocultaron de nuevo bajo la espesura del bosque,
aguardando que la alarma, si la había, se desvaneciese, y
dispuestos a proseguir la operación inmediatamente.
Pero, ¡contratiempo funesto! Unos guardias
aparecieron al otro lado de la pagoda, instalándose allí
para impedir la aproximación.
Difícil sería escribir el despecho de
aquellos cuatro hombres que se veían interrumpidos en su tarea.
Sin poder llegar hasta la víctima, ¿cómo la
salvarían? Sir Francis Cromarty se roía los
puños. Picaporte estaba fuera de sí y apenas podía
contenerle el guía. El impasible Fogg aguardaba, sin expresar
sus sentimientos.
-¿Ya no nos resta más que reanudar
nuestro viaje? -preguntó el briadier general en voz baja.
-No tenemos otro remedio -respondió el
guía.
-Aguarden aún -dijo Fogg-. Me basta llegar a
Allahabad antes del mediodía.
-¿Pero qué espera usted?
-inquirió sir Francis Cromarty-. Dentro de algunas horas
será de día, y...
-La probabilidad, que se nos puede aparecer de nuevo
en el momento supremo.
El brigadier general hubiera querido leer en los ojos
de Phileas Fogg.
¿Con qué pensaba contar aquel
inglés frío y calmoso? ¿Quería precipitarse
sobre la joven en el momento del suplicio y arrebatarla a sus verdugos
abiertamente?
Hubiera sido una locura, y no podía admitirse
que aquel hombre estuviera loco hasta ese punto. No obstante,
sir Francis consintió en esperar hasta el desenlace de
tan terrible escena; pero el guía no dejó a sus
compañeros en el paraje donde se habían refugiado, sino
que los condujo al sitio que precedía a la plazoleta donde
dormían los indios. Abrigados por un grupo de árboles,
nuestros viajeros podrían observar lo que había de pasar
sin ser vistos para proceder en el momento oportuno.
Entretanto, Picaporte, sentado en las primeras ramas
de un árbol, estaba rumiando una idea que primeramente
había cruzado por su mente como un relámpago, y
acabó por incrustarse en su cerebro.
Había comenzado a decir para sí:
¡Qué locura! Y entonces repetía: ¿Y
porqué no? ¡Es una probabilidad, quizá la
única, y con semejantes brutos! ...
En todo caso, Picaporte no formuló de otro modo
su pensamiento; pero no tardó en deslizarse con flexibilidad de
serpiente bajo las ramas inferiores del árbol, cuya extremidad
se inclinaba sobre el suelo.
Las horas pasaban, y bien pronto algunos matices menos
sombríos anunciaron la proximidad del día. Sin embargo la
oscuridad era profunda.
Aquel era el momento preciso. Hubo como una
resurrección en la adormecida multitud. Los grupos se animaron.
Resonaron los golpes de tantán, y estallaron otra vez los gritos
y los cánticos. Para la infortunada víctima había
llegado la hora de la muerte.
En el acto, las puertas de la pagoda se abrieron. Una
luz viva se escapó del interior. Y mister Fogg y
sir Francis Cromarty pudieron percibir a la víctima
vivamente alumbrada, que dos sacerdotes sacaban fuera. Hasta les
pareció que, sacudiendo el entorpecmiento de la embriaguez por
un supremo instinto de conservación, la desgraciada intentaba
huir de entre las manos de sus verdugos. El corazón de
sir Francis Cromarty palpitó, y por un movimiento
convulsivo, asiendo la mano de Phileas Fogg, sintió que esta
mano sostenía una navaja abierta.
En aquel momento, la multitud se puso en movimiento.
La joven había caído en ese entorpecimiento provocado por
el humo del cáñamo. Pasó por entre los faquires
que la escoltaban con sus vociferaciones religiosas.
Phileas Fogg y sus compañeros la siguieron,
mezclándose entre las últimas filas de la multitud.
Dos minutos más tarde llegaban al borde del
río y se detenían a menos de cincuenta pasos de la
hoguera, sobre la cual estaba el cuerpo del rajah. Entre la
semioscuridad vieron a la víctima inerte, tendida junto al
cadáver de su esposo.
Enseguida acercaron una tea, y la leña
impregnada de aceite se inflamó inmediatamente.
Entonces sir Francis y el guía
retuvieron a Phileas Fogg, que en un momento de generosa demencia
intentaba arrojarse sobre la hoguera...
Pero Phileas Fogg los había ya repelido, cuando
la escena cambió de repente. Hubo un grito de terror, y toda
aquella muchedumbre se arrojó a tierra amedrentada.
Supusieron que el viejo rajah no había muerto,
puesto que le vieron de repente levantarse, tomar a la joven mujer en
sus brazos y bajar de la hoguera en medio de torbellinos de humo que le
daban una apariencia de espectro.
Los faquires, los guardias, los sacerdotes, acometidos
de súbito terror, hallábanse tendidos boca abajo sin
atreverse a levantar la vista ni mirar semejante prodigio.
La inanimada víctima pasó a los
vigorosos brazos que la llevaban, sin que les pareciese pesada. Fogg y
Francis habían permanecido de pie; el parsi había
inclinado la cabeza.
El resucitado llegó adonde estaba mister
Fogg y sir Francis Cromarty, y con voz breve, dijo:
-¡Huyamos!
¡Era Picaporte en persona, quien se había
deslizado hasta la hoguera en medio del denso humo! ¡Era
Picaporte, que, aprovechando la oscuridad que reinaba aún,
había libertado de la muerte a la joven! ¡Era Picaporte,
quien haciendo su papel con gran audacia, pasaba por en medio del
espantado público con la mujer en brazos!
Un instante después, los cuatro desaparecieron
por la selva a lomos del elefante, que trotaba rápidamente. Pero
entonces, los gritos, los clamores y una bala que atravesó el
sombrero de Phileas Fogg les anunció que el ardid había
sido descubierto en aquellos momentos.
En efecto, sobre la inflamada hoguera se destacaba
entoces el cuerpo del viejo rajah. Los sacerdotes, repuestos de su
espanto, habían comprendido que acababa de efectuarse un rapto
ante sus mismos ojos.
Al punto se precipitaron al bosque siguiéndoles
los guardias, que hicieron una descarga general; pero los raptores
huían rápidamente, y en pocos momentos se hallaron fuera
del alcance de las balas y de las flechas.

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