La vuelta al mundo en ochenta
días
Capítulo XXXVI Donde Phileas
Fogg vuelve a tener valor en el mercado
La distancia entre Suez y Adén es exactamente
de mil trescientas diez millas, y el pliego de condiciones de la
Compañía concede a sus vapores ciento treinta y ocho
horas para cubrirlas. El Mongolia, cuyos fuegos se activaban
considerablemente, marchaba de modo que pudiese adelantar la llegada
reglamentaria.
La mayoría de los viajeros embarcados en
Brindisi iban a la India. Unos se encaminaban a Bombay y otros a
Calcuta, pero por la vía de Bombay, porque desde que el
ferrocarril cruza en toda su anchura la península índica,
ya no es necesario doblar la punta de Ceylán.
Entre los pasajeros del Mongolia había
algunos funcionarios civiles y oficiales de toda graduación. De
éstos unos pertenecían al ejército
británico propiamente dicho, y otros mandaban tropas
indígenas de cipayos, todos con crecidos, a pesar de que el
gobierno se ha resistido a los derechos y cargas de la antigua
Compañía de las Indias. Los subtenientes tenían
nueve mil trescientas pesetas como sueldo, los brigadas ochenta y seis
mil cuatrocientas y los generales, ciento cuarenta y cuatro mil.
Se vivía, por consiguiente, muy bien a bordo
del Mongolia, entre aquella sociedad de funcionarios, con los
cuales alternaban algunos jóvenes ingleses que, con un
millón en el bolsillo iban a fundar a lo lejos establecimientos
comerciales. El purser, hombre de confianza de la
Compañía, igual al capitán a bordo, lo
hacía todo con suntuosidad, en el lunch de las dos, en la
comida de las cinco y media, en la cena de las ocho, las mesas
crujían bajo el peso de la carne fresca y de los entremeses que
suministraban la carniceria y la repostería del vapor. En cuanto
a las pasajeras, había algunas que mudaban de traje dos veces al
día. Había música y hasta baile cuando el mar lo
permitía.
Pero el mar Rojo, como todos los golfos largos y
estrechos, frecuetemente es muy caprichoso y proceloso. Cuando el
viento soplaba de la costa de Asia o de la de África, el
Mongolia, de casco fusiforme, tomado de través,
sufría espantosos vaivenes. Las damas desaparecían
entonces; enmudecían los pianos; los cantos y las danzas cesaban
a un tiempo. Y entretanto, a pesar de la ráfaga y a pesar de las
olas, el vapor, impelido por su poderosa máquina, corría
sin tardanza hacia el estrecho de Bab el-Mandeb.
¿Qué hacía Phileas Fogg
entretanto? ¿Pudiera creerse que, siempre inquieto y ansioso, se
preocupaba de los cambios de viento perjudiciales a la marcha del
buque, de los desordenados movimientos del oleaje que podían
originar una avería en la máquina; en fin, de todas las
incidencias posibles que, obligando al Mongolia a arribar a
algún puerto, hubiesen comprometido el viaje
De ningún modo; si pensaba en estas
eventualidades, cuando menos no lo dejaba traslucir. Era siempre el
hombre impasible, el miembro imperturbable del Reform-Club, a quien
ningún incidente o accidente podía sorprender. No
parecía mucho más conmovido que el cronómetro de a
bordo. Raras veces se le veía sobre cubierta. Poco cuidado le
daba observar aquel mar Rojo, tan fecundo en recuerdos y teatro de las
primeras escenas históricas de la Humanidad. No acudía a
reconocer las curiosas poblaciones diseminadas por sus orillas y cuyos
pintorescos perfiles destacábanse de vez en cuando en el
horizonte. Ni siquiera pensaba en los peligros de aquel golfo, de que
siempre han hablado con espanto los antiguos historiadores,
Estrabón, Arriano, Artemidoro, Edrisi, y en el cual no se
aventuraban los navegantes en épocas remotas sin haber
consagrado su viaje con sacrificios propiciatorios.
¿Qué hacía entonces aquel hombre
original encarcelado en el Mongolia? Primeramente hacía
sus cuatro comidas diarias, sin que jamás el cabeceo ni los
vaivenes pudieran desconcertar máquina organizada tan
maravillosamente. Y después jugaba al whist.
Había encontrado compañeros para el
juego tan rabiosamente aficionados como él; en recaudador de
impuestos que iba a Goa, un ministro, un reverendo, Décimo
Smith, que regresaba a Bombay, y un brigadier general del
ejército inglés, que iba a incorporarse a su cuerpo a
Benarés. Estos tres personajes tenían por el whist
igual pasión que mister Fogg, y durante horas enteras
jugaban con más o menos silencio que él.
En cuanto a Picaporte, no le afectaba el mareo.
Ocupaba un camarote de proa y comía concienzudamente. Debemos
decir que este viaje, hecho en semejantes condiciones, no le
disgustaba, y procuraba sacar partido de él. Bien mantenido,
bien alojado, veía tierras, y además abrigaba la
esperanza de que esta broma acabaría en Bombay.
Al día siguiente de la salida de Suez, 9 de
octubre, no dejó de agradarle el encuentro que hizo en la
cubierta del obsequioso personaje a quien se había dirigido al
desembarcar en Egipto.
-No me engaño -le dijo al acercarse con amable
sonrisa-; es usted el caballero que fue tan complaciente en servirme de
guía por las calles de Suez.
-En efecto -respondió el agente-. ¡Le
reconozco! Es usted el criado de ese inglés tan original...
-Precisamente, señor...
-Fix.
-Señor Fix -replicó Picaporte-. Me
alegro de verle a bordo. ¿Y adónde va usted?
-Al mismo punto que usted, a Bombay.
-Mucho mejor. ¿Ha hecho ya este viaje?
-Bastantes veces -respondió Fix-. Soy agente de
la Compañía Peninsular.
-Entonces, ¿conoce usted la India?
-¡Ya lo creo! -respondió Fix-. Aunque no
querría aventurarme mucho.
-¿Y es interesante ese país?
-Muy interesante. Mezquitas, alminares, templos,
pagodas, tigres, serpientes, bayaderas. Pero debemos esperar, que
tiempo tendrá usted de visitarlo.
Así lo espero, señor Fix. ¡Ya
comprenderá que no es permitido a un hombre de entendimiento
sano pasar la vida saltando de un vapor a un ferrocarril, y de un
ferrocarril a un vapor, con el pretexto de dar la vuelta al mundo en
ochenta días! No. Toda esta gimnasia terminará en Bombay,
no lo dude usted.
-¿Y está bien mister Fogg?
-preguntó Fix con el acento más natural.
-Muy bien, señor Fix. Y yo también, por
cierto. Como lo mismo que un ogro en ayunas. Es el aire del mar.
-Pero nunca veo a su amo sobre cubierta.
-Jamás. No es curioso.
-¿Sabe usted, señor Picaporte, que ese
pretendido viaje en ochenta días pudiera muy bien ocultar alguna
misión secreta..., una misión diplomática por
ejemplo?
-A fe mía, señor Fix, que yo nada
sé, se lo declaro, ni daría media corona por saberlo.
Desde este encuentro, Picaporte y Fix hablaron juntos
más de una vez. El inspector de policía tenía
empeño en trabar intimidad con el criado de mister Fogg.
Esto podía serle útil en caso necesario. Le
ofrecía a menudo en el bar room del Mongolia algunos
vasos de whisky o de pale-pale, que el buen muchacho
aceptaba sin ceremonia, y hacía repetir para no ser menos,
pareciéndole aquel señor Fix un caballero muy
honrado.
Entretanto el vapor marchaba con rapidez. El
día trece dio vista a la ciudad de Moka, que apareció
dentro de su cintura de murallas ruinosas, sobre las cuales se
destacaban algunas verdes palmeras. A lo lejos, en las montañas,
desarrollábanse dilatadas campiñas de cafetales. Fue para
Picaporte un encanto la vista de esa célebre ciudad, y aun le
pareció que con sus murallas circulares y un fuerte
desmantelado, que tenía la configuración de una asa, se
asemejaba a una inmensa taza de café.
Durante la siguiente noche, el Mongolia
cruzó el estrecho de Bab-el-Mandeb, cuyo nombre árabe
significa "Puerta de las lágrimas"; y al día
siguiente, 14, hacía escala en Steamer Point al noreste
de la rada de Adén. Allí era donde debía carbonear
nuevamente.
Grave e importante asunto es esa alimentación
de los hogares de las naves de vapor, a semejante distancia de los
centros de producción. Sólo para la
Compañía Peninsular es un gasto anual de ochocientas mil
libras (cerca de veintinueve millones de pesetas). Ha sido necesario
establecer depósitos en varios puertos, saliendo el costo del
carbón en tan remotos parajes, a setenta y dos pesetas la
tonelada.
El Mongolia tenía que recorrer
aún mil seiscientas cincuenta millas para llegar a Bombay, y
debía estar tres horas en Steamer Point con objeto de
llenar sus bodegas.
Pero esta demora no podía perjudicar en modo
alguno el programa de Phileas Fogg. Estaba prevista. Además, el
Mongolia, en lugar de llegar a Adén el 15 de octubre por
la mañana, entraba el 14 por la tarde. Era un adelanto de quince
horas.
Mister Fogg y su criado bajaron a tierra,
porque aquél deseaba visar el pasaporte. Fix los siguió
procurando pasar inadvertido. Cumplidas las formalidades, Phileas Fogg
regresó a bordo para continuar su interrumpida partida de
whist.
Pero Picaporte estuvo, según su costumbre,
callejeando en medio de aquella población de somalíes,
banianos, parsis, judíos, árabes, europeos, que integran
los veinticinco mil habitantes de Adén. Admiró las
fortificaciones que hacen de esa ciudad el Gibraltar del mar de las
Indias, y unos magníficos aljibes en los cuales trabajaron los
ingenieros del rey Salomón.
-¡Qué curioso es eso, qué curioso!
-exclamaba Picaporte, volviendo a bordo-. Me convenzo de que no es
inútil viajar si se quieren ver cosas nuevas.
A las seis de la tarde, el Mongolia
batió con su hélice las aguas de la rada de Adén
y, poco después, surcaba el océano Índico. Se
concedían ciento sesenta horas para hacer la travesía
entre Adén y Bombay. Por lo demás, el mar fue favorable.
El viento era noroeste y las velas pudieron ayudar al vapor.
El buque, mejor sostenido, cabeceó menos, y las
pasajeras aparecieron de nuevo sobre su cubierta, recién
compuestas, comenzando otra vez los cantos y los bailes.
El viaje se hizo en las mejores condiciones posibles,
y Picaporte estaba muy gozoso de la amable compañía que
la suerte le había deparado en la persona del señor
Fix.
El domingo, 20 de octubre, a mediodía, se
divisó la costa india. Dos horas más tarde, el
práctico subía a bordo del Mongolia. En el
horizonte, un fondo de colinas se perfilaba armoniosamente sobre la
bóveda celeste, y muy pronto se destacaron con viveza las filas
de palmeras que adoman la ciudad. El vapor penetró en la rada
formada por las islas Salcette, Colaba, Elefanta, Butcher, y a las
cuatro y media atracaba junto a los muelles de Bombay.
Phileas Fogg terminaba entonces la trigésima
tercera partida del día, y su compañero y él,
gracias a un manejo audaz, concluyeron aquella breve travesía
haciendo las trece bazas.
El Mongolia no debía llegar a Bombay
hasta el 22 de octubre y arribaba el 20. Era, por lo tanto, una ventaja
de dos días desde la salida de Londres. La cual fue inscrita
metódicamente en la columna de beneficios del itinerario de
Phileas Fogg.

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