La vuelta al mundo en ochenta
días
Capítulo XXVIII Donde
Picaporte no pudo llegar a hacer entender el lenguaje de la
razón
El tren, al salir de Great Salt-Lake y de la
estación de Odgen, se elevó durante una hora hacia el
norte hasta Weber River, después de recorrer unas
novecientas millas desde San Francisco. En esa parte de territorio,
comprendida entre aquellos montes y las Montañas Rocosas
propiamente dichas, los ingenieros americanos han tenido que vencer las
más serias dificultades. Así, pues, en ese trayecto, la
subvención del gobierno de la Unión ha ascendido a
cuarenta y ocho mil dólares por milla, al paso que no fue
más que dieciséis mil en la llanura; pero los ingenieros,
como hemos dicho, no violentaron a la naturaleza, sino que emplearon
con ella la astucia, sesgando las dificultades, no habiendo tenido
necesidad de perforar más que un túnel de catorce mil
pies para llegar a la gran cuenca.
En el lago Salado era donde el trazado llegaba a la
máxima altura. Desde allí su perfil describía una
curva muy prolongada, que bajaba hacia el valle de Bitter-Creek,
para remontarse hasta la línea divisoria de las aguas entre las
montañas y el Pacífico. Los ríos eran numerosos en
esa region montuosa. Hubo que pasar sobre los puentes el Muddy, el
Green y otros. Picaporte se había tornado más impaciente
a medida que se acercaba el término del viaje, y Fix, a su vez,
hubiera querido hallarse ya fuera de aquella región
extraña. Temía las tardanzas, recelaba los accidentes, y
aún tenía más prisa que el propio Phileas Fogg en
poner el pie sobre tierra inglesa.
A las diez de la noche, el tren se detenía en
la estación de Fort Bridger, de la cual se separó
al punto, y veinte millas más allá entró en el
estado de Wyoming, el antiguo Dakota, siguiendo todo el valle de
Bitter Creek, de donde surgen parte de las aguas que forman el
sistema hidrográfico del Colorado.
Al día diguiente, 7 de diciembre, hubo un
cuarto de hora de parada en la estación de Green River.
La nieve había caído durante la noche con bastante
abundancia; pero, mezclada con lluvia y medio derretida, no
podía estorbar la marcha del tren. Sin embargo, ese mal tiempo
no dejó de inquietar a Picaporte, porque la acumulación
de nieve, entorpeciendo las ruedas de los vagones, hubiera comprometido
el viaje seguramente.
-¿Pero qué idea -se decía-
habrá tenido mi amo de viajar durante el invierno? ¿No
podía aguardar la buena estación para tener mayores
probabilidades de éxito?
En aquel momento en que el honrado mozo no se
preocupaba más que del estado del cielo y del descenso de la
temperatura, mistress Auda experimentaba recelos más
vivos, que procedían de otra causa muy diferente.
En efecto, algunos viajeros se habían apeado y
se paseaban por el muelle de la estación de Green River,
esperando la salida del tren. Ahora bien; a través del cristal
reconoció entre ellos al coronel Stamp Proctor, aquel americano
que tan groseramente se condujera con Phileas Fogg durante el mitin de
San Francisco. Mistress Auda, no queriendo ser visible, se
echó para atrás.
Tal circunstancia impresionó vivamente a la
joven. Ésta había cobrado afecto al hombre que, por
frío que fuera, le daba diariamente muestras de la
adhesión más absoluta. No comprendía, sin duda,
toda la profundidad del sentimiento que le inspiraba su salvador, y
aunque no daba a este sentimiento otro nombre que el de agradecimiento,
había más que esto sin sospecharlo ella misma. Por eso su
corazón se contrajo cuando reconoció al grosero personaje
a quien tarde o temprano mister Fogg quería pedir cuenta
de su conducta. Evidentemente, la casualidad había llevado
ahí al coronel Proctor; pero, en fin, estaba allí, y era
necesario impedir a toda costa que Phileas Fogg se percatase de la
presencia de su adversario.
Mistress Auda, cuando el tren echó de
nuevo a andar, aprovechó un momento en que mister Fogg
dormitaba para poner a Fix y a Picaporte al corriente de lo que
ocurría.
-¡Ese Proctor está en el tren!
-exclamó Fix-. Pues bien, tranquilícese, señora;
antes de entenderse con el llamado... con mister Fogg,
ajustará cuentas conmigo. Me parece que en todo caso yo soy
quien ha recibido los insultos más graves.
-Y además -añadió Picaporte-, yo
me encargo de él por más coronel que sea.
-Señor Fix -repuso mistress Auda-:
Mister Fogg no dejará a nadie el cuidado de vengarle. Es
hombre, lo ha dicho, capaz de volver a América para buscar a ese
insolente. Si ve, por lo tanto, al coronel Proctor, no podremos evitar
un encuentro que pudiera tener resultados muy lamentables. Es
necesario, pues, que no lo vea.
-Dice usted verdad, señora -respondió
Fix-; un encuentro podría perderlo todo. Vencedor o vencido,
mister Fogg se vería atrasado, y...
-Y -añadió Picaporte- eso haría
ganar a los señores esos del Reform Club. ¡Dentro de
cuatro días estaremos en Nueva York! Pues bien; si durante
cuatro días mi amo no sale de su vagón, puede esperarse
que la casualidad no lo pondrá enfrente de ese maldito
americano. Y ya sabremos impedirlo.
La conversacion fue suspendida. Mister Fogg se
había despertado y miraba el campo por entre el vidrio manchado
de nieve. Pero más tarde, y sin ser oído de su amo ni por
mistress Auda, Picaporte dijo al inspector de
policía:
-¿De veras se batirá usted con el?
-Todos los medios emplearé para que llegue vivo
a Europa -contestó sencillamente Fix con tono que denotaba
implacable voluntad.
Picaporte sintió cierto estremecimiento; pero
sus convicciones respecto de la no culpabilidad de su amo, siguieron
totalmente inalterables.
¿Y podía hallarse algún medio de
detener a mister Fogg en el compartimento, evitando todo
encuentro con el coronel? No podía ser esto difícil
contando con el genio calmoso del gentleman. En todo caso, el
inspector de policía creyó haber dado con el medio,
porque a los pocos instantes decía a Phileas Fogg:
-Largas y lentas son estas horas que se pasan
así en ferrocarril.
-En efecto -contestó Phileas Fogg-; pero van
pasando.
-A bordo de los buques -repuso el inspector-
acostumbraba usted a jugar su partida de whist
-Sí, pero aquí sería
difícil. No hay naipes ni jugadores.
-¡Oh! En cuanto a los naipes, ya los
encontraremos, porque se venden en todos los vagones americanos. En
cuanto a compañeros de juego, si por casualidad la
señora...
-Ciertamente, caballero -respondió con viveza
Auda-, sé jugar al whist. Eso forma parte de la
educación inglesa.
-Y yo -repuso Fix-, tengo alguna pretensión de
jugarlo bien. Por tanto, haremos la partida a tres.
-Como gustée -repuso Fogg, gozoso de dedicarse
a su juego favorito aun en ferrocarril.
Picaporte fue en busca del camarero y volvió
luego con una tabla forrada de paño. No faltaba nada. El juego
comenzó. Mistress Auda conocía bastante bien el
whist, y aun recibió algunos cumplidos del severo Phileas
Fogg. En cuanto al inspector, era de primera fuerza y capaz de luchar
con el gentleman.
-Ahora -dijo para sí Picaporte-, ya es nuestro
y no se moverá.
A las once de la mañana, el tren llegó a
la línea divisoria de las aguas de ambos océanos. Aquel
paraje, llamado Passe Bridger, se hallaba a siete mil quinientos
veinticuatro pies ingleses sobre el nivel del mar, y era uno de los
puntos más altos del trazado férreo, a través de
las Montañas Rocosas. Después de haber recorrido unas
doscientas millas, los viajeros se hallaron por fin en una de esas
dilatadas llanuras que llegan hasta el Atlántico, y que tan
propicias son para el establecimiento de líneas
férreas.
Sobre la vertiente de la cuenca atlántica se
desarrollaban ya los primeros ríos, afluentes o subafluentes del
North Platte River. Todo el horizonte del norte y del este
estaba cubierto por una inmensa cortina semicircular que forma la
porción septentrional de las Montañas Rocosas, dominada
por el pico de Laramie. Entre esa curvatura y la línea
férrea se extendían vastas llanuras, abundantemente
regadas. A la derecha de la vía aparecían las primeras
rampas de la masa montañosa que se redondea al Sur hasta el
nacimiento del Arkansas, uno de los grandes tributarios del caudaloso
Missouri.
A las doce y media, los viajeros divisaron el fuerte
Halleck, que domina aquella comarca. Con algunas horas más, el
trayecto de las Montañas Rocosas quedaría hecho, y por lo
tanto, podía esperarse que ningún incidente
perturbaría el paso del tren por tan áspera
región. Ya no nevaba y el frío era seco. A lo lejos unas
grandes aves espantadas por la locomotora. Ninguna fiera, ni oso, ni
lobo, aparecía en la llanura. Era el desierto con su inmensa
desnudez.
Después de un almuerzo bastante confortable,
servido en el mismo vagón, mister Fogg y sus
compañeros acababan de tomar los naipes nuevamente, cuando se
oyeron violentos silbidos. El tren se detuvo.
Picaporte se asomó a la portezuela y no vio
nada, ni había estación alguna.
Mistress Auda y Fix pudieron temer por un
momento que mister Fogg bajase a la vía, pero se
contentó con decir a su criado:
-Vaya a ver que sucede.
Picaporte salió, y unos cuarenta viajeros
habían dejado ya sus puestos, entre ellos el coronel Stamp
Proctor.
El tren se había detenido ante una señal
roja, y el maquinista, así como el conductor, discutían
vivamente con un guardavía que había sido enviado al
encuentro del tren por el jefe de Medicine Bow, la
estación inmediata. Tomaban parte en la discusión algunos
viajeros que se habían acercado, y entre otros, se oía el
referido coronel Proctor con altaneras palabras e imperiosos
ademanes.
Picaporte oyó decir al guardavía:
-¡No! ¡No hay medio de pasar! El puente de
Medicine Bow está resentido y no aguantaría el
peso del tren.
El puente de que se trataba era colgante, y cruzaba
sobre un torrente a una milla del sitio donde se había detenido
el tren. Según el guardavía, muchos tirantes estaban
rotos, y el puente amenazaba ruina, y era imposible arriesgarse y
pasarlo. El guadavía no exageraba al decirlo así, y debe
tenerse en cuenta que con los hábitos de los americanos, cuando
ellos son prudentes, sería locura no serlo.
Picaporte, que no se atrevía a
contárselo a su amo, oía el relato, quieto como una
estatua y apretando los dientes.
-¡Me parece -exclamó el coronel Proctor-
que no iremos a quedarnos aquí criando raíces en la
nieve!
-Coronel -exclamó el conductor-, hemos
telegrafiado a la estación de Omaha para pedir un tren, pero es
probable que no llegue a Medicine Bow antes de seis horas.
-¡Seis horas! -dijo Picaporte.
-Sin duda. Además, bien necesitaremos ese
tiempo para llegar a pie a la estación.
-¡Pero si no está más que a una
milla de aquí! -dijo un viajero.
-En efecto; pero cae al otro lado del río.
-Y no puede pasarse con barca?
-Imposible. El torrente viene crecido por las lluvias.
Es un rápido y nos veremos obligados a dar un rodeo de diez
millas al norte para hallar un vado.
El coronel soltó una serie de tacos, contra la
Compañía y el conductor, mientras Picaporte, furioso, no
andaba muy lejos de hacer coro con él. Había un
obstáculo material, contra el cual habían de estrellarse
esta vez todos los billetes de Banco de su amo.
Además, el descontento era general entre los
viajeros, quienes, sin contar con el retraso, se veían obligados
a andar unas quince millas por la nevada llanura. Hubo, pues, alboroto,
vociferaciones, gritería, lo que hubiera debido llamar la
atención de Phileas Fogg a no estar absorto en el juego.
Sin embargo, Picaporte tenía que darle parte de
lo que pasaba, y se dirigía al vagón con la cabeza baja,
cuando el maquinista, verdadero yankee llamado Foster, dijo,
levantando la voz:
-Señores, quizá haya medio de pasar.
-¿Por el puente? -preguntó un
viajero.
-Por el puente.
-¿Con nuestro tren? -inquirió el
coronel.
-Con nuestro tren.
Picaporte se detuvo y devoraba las palabras del
maquinista.
-¡Pero el puente amenaza ruina! -dijo el
conductor.
-No importa -repuso Foster-. Creo que lanzando el tren
a toda velocidad, hay probabilidad de cruzarlo.
-¡Caracoles! -exclamó Picaporte.
Pero cierto número de viajeros fueron
inmediatamente seducidos por la proposición, que gustaba en
especial al coronel Proctor. Aquel cerebro descompuesto consideraba la
cosa comoo muy practicable. Recordó de que unos ingenieros
habían concebido la idea de pasar los ríos sin puentes
con trenes rígidos lanzados a toda velocidad. Y en fin de
cuentas todos los interesados en la cuestión se pusieron de
parte del maquinista.
-Tenemos cincuenta probabilidades de pasar
-decía uno.
-Sesenta -decía otro.
-Ochenta... ¡Noventa por ciento!
Picaporte estaba asustado, si bien se hallaba
dispuesto a intentarlo todo para cruzar el Medicine Creek; pero
la tentativa le parecía demasiado americana.
-Por otra parte -pensó-, hay otra cosa
más sencilla que ni siquiera se le ocurre a esa gente. Caballero
-dijo a uno de los viajeros-, el medio propuesto por el maquinista me
parece algo aventurado, pero...
-¡Ochenta probabilidades! -contestó el
viajero, que le volvió la espalda.
-Bien lo sé -respondió Picaporte,
dirigiéndose a otro-; pero permítame una simple
reflexión.
-No hay reflexión, es inútil
-respondió el americano encogiéndose de hombros-, puesto
que el maquinista asegura que pasaremos.
-Sin duda pasaremos, pero sería tal
vezmás prudente...
-¡Cómo prudente! -exclamó el
coronel Proctor, a quien hizo dar un salto esa palabra-. ¡Le
dicen que a toda velocidad! ¿Comprende? ¡A toda
velocidad!
-Ya sé, ya comprendo -repetía Picaporte,
a quien nadie dejaba acabar-. Pero sería, si no más
prudente, puesto que la palabra le choca, al menos más
natural...
-¿Quién? ¿Cómo?
¿Qué? ¿Qué tiene que decir ése con
su natural?... -gritaron todos.
El pobre mozo ya no sabía de quién
hacerse oír.
-¿Acaso tiene usted miedo? -le preguntó
el coronel Proctor.
¡Yo miedo! -exclamó Picaporte-. Pues
bien, sea. ¡Les enseñaré que un francés
puede ser tan americano como ellos!
-¡Al tren, al tren! -gritaba el conductor.
-¡Sí, al tren! -repetía
Picaporte-. ¡Al tren! ¡Y al instante! Pero nadie me
impedirá pensar que hubiera sido más natural pasar
primero el puente a pie, y luego el tren.
Nadie oyó tan cuerda reflexión, ni nadie
hubiera querido reconocer su conveniencia.
Los viajeros regresaron a los coches: Picaporte
ocupó su asiento sin decir nada de lo ocurrido. Los jugadores
estaban absortos en su partida de whist.
La locomotora silbó vigorosamente. El
maquinista, invirtiendo el vapor, hizo retoroceder el tren cerca de una
milla, como un acrobata que va a coger impulso.
Después de otro silbido, comenzó la
marcha hacia delante; se fue acelerando, y en pocos instantes la
velocidad fue espantosa. No se oía ya la repercusión de
los jadeos de la locomotora, sino una aspiración seguida; los
pistones daban veinte golpes por segundo; los ejes humeaban entre las
cajas de grasa. Se sentía, por decirlo así, que el tren
entero, marchando con una rapidez de cien millas por hora, no gravitaba
ya sobre los raíles. La velocidad anulaba el peso.
Y pasaron como un relámpago. Nadie vio el
puente. El tren saltó, por decirlo así, de una orilla a
otra, y el conductor no pudo detener su máquina desbocada sino a
cinco millas más allá de la estación.
Pero apenas había pasado el convoy, cuando el
puente, definitivamente arruinado, se desplomó con
estrépito sobre el torrente de Medicine Bow.

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