La vuelta al mundo en ochenta
días
Capítulo XXXII Donde Phileas
Fogg empeña una lucha directa contra la mala suerte
Al zarpar, el China se llevó, al
parecer, la última esperanza de Phileas Fogg.
En efecto, ninguno de los otros vapores que hacen el
servicio directo entre América y Europa, ni los
transatlánticos franceses, ni los buques de la White Star
Line, ni los de la Compañía Imman, ni los de la
Línea Hamburguesa, ni otros podían responder a los
proyectos del caballero inglés.
El Péreire de la Compañía
Transatlántica Francesa, cuyos admirables buques igualan en
velocidad y sobrepujan en comodidades a los de las demás
líneas sin excepción, no partía hasta tres
días más tarde, el 14 de diciembre, y además no
iba directamente a Liverpool o Londres, sino al Havre, y lo mismo
sucedía con los de la Compañía Hamburguesa;
así es que la travesía suplementaria del Havre a
Southampton hubiera anulado los últimos esfuerzos de Phileas
Fogg.
En cuanto a los vapores Imman, uno de los cuales, el
City of Paris, se daba a la mar al día siguiente, no
debía pensarse en ellos, porque estando dedicados al transporte
de emigrantes, son de máquinas poco potentes, navegan lo mismo a
vela que a vapor y su velocidad es mediana. Invertían en la
travesía de Nueva York a Inglaterra más tiempo del que
necesitaba mister Fogg para ganar su apuesta.
De todo esto se informó el gentleman
consultando su Bradshaw, que le reseñaba, día por
día, los movimientos de la navegación
transoceánica.
Picaporte estaba anonadado. Después de haber
perdido la salida por cuarenta y cinco minutos le abrumaba, porque
tenía la culpa él; que en vez de ayudar a su amo no
había cesado de crearle obstáculos por el camino. Y
cuando repasaba en su mente todos los incidentes del viaje; cuando
calculaba las sumas gastadas en pura pérdida y sólo en
interés suyo; cuando pensaba que aquella apuesta, con los gastos
considerables de tan inútil viaje, arruinaba a mister
Fogg, se llenaba a sí mismo de injurias.
Sin embargo, mister Fogg no le dirigió
reconvención alguna, y al abandonar el muelle de los vapores
transatlánticos, no dijo más que estas palabras:
-Mañana veremos lo que se hace.
Acompañame.
Mister Fogg, mistress Auda, Fix y
Picaporte, atravesaron el Hudson en el ferry boat Jersey City y
subieron a un coche, que los condujo a la fonda de San Nicolás,
en Broadway. Alquilaron unos cuartos, y la noche transcurrió con
profundo sueño para Phileas Fogg, pero muy larga para
mistress Auda y sus compañeros, a quienes la
agitación no permitió descansar.
La fecha del día siguiente era el 12 de
diciembre. Desde el 12, a las siete de la mañana, hasta el 21, a
las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche, quedaban nueve
días, trece horas y cuarenta y cinco minu tos. Si Phileas Fogg
hubiera salido la víspera en el China, uno de los mejores
andadores de la Línea Cunard, habría llegado a Liverpool,
y luego a Londres en el tiempo estipulado.
Mister Fogg abandonó el hotel solo,
después de haber recomendado a su criado que le esperase y de
haber prevenido a mistress Auda que estuviese dispuesta.
Después se dirigió al Hudson, y entre
los buques amarrados al muelle o anclados en el río,
buscó detenidamente los que estaban listos para salir. Muchos
tenían la señal de partida y se disponían a tomar
la mar aprovechando la marea de la mañana, porque en ese inmenso
y admirable puerto de Nueva York no hay dia en que cien embarcaciones
no salgan con rumbo a los distintos puntos del orbe, pero casi todos
eran de vela y no convenían a Phileas Fogg.
Este caballero se estrellaba, al parecer, en su
última tentativa, cuando vio a gran distancia, un buque mercante
de hélice, de formas delgadas, cuya chimenea, dejando escapar
grandes bocanadas de humo, indicaba que se preparaba para aparejar.
Phileas Fogg alquiló un bote, se
embarcó, y a poco se encontraba en la escala del
Enriqueta, vapor de hierro con los altos de madera.
El capitán del Enriqueta estaba a bordo.
Phileas Fogg subió a cubierta y preguntó por él.
El capitán se presentó enseguida.
Era hombre de unos cuarenta años, especie de
lobo de mar, con trazas de regañón y poco sociable.
Tenía ojos grandes, tez de cobre oxidado, pelo rojo, ancho de
cuerpo y nada del aspecto de hombre de mundo.
-¿El capitán? - preguntó
mister Fogg.
-Soy yo.
-Soy Phileas Fogg, de Londres
-Y yo, Andrés Speedy, de Cardiff.
-¿Va usted a zarpar?
-Dentro de una hora.
-¿Para dónde?
-Para Burdeos.
-¿Qué cargamento lleva?
-Piedras en la cala. No hay flete y me voy en
lastre.
-¿Tienes pasajeros?
-No hay pasajeros. Nunca pasajeros. Es una
mercancía voluminosa y razonadora.
-¿Tiene buena marcha su buque?
-Entre once y doce nudos. El Enriqueta es muy
conocido.
-¿Quiere llevarme a Liverpool, a mí y a
tres personas más?
-¡A Liverpool! ¿Y por qué no a
China?
-Digo a Liverpool.
-No.
-¿No?
-No. Estoy en ruta hacia Burdeos, y voy a Burdeos.
-¿No importa a qué precio?
-No importa el precio.
El capitán había hablado en un tono que
no admitía réplica.
-Pero los armadores del Enriqueta... -repuso
Phileas Fogg.
-No hay más armadores que yo -contestó
el capitán-. El buque es mío.
-Lo fleto.
-No.
-Lo compro.
-No.
Phileas Fogg no pestañeó. Sin embargo,
la situación era grave. No sucedía en Nueva York lo que
en Hong-Kong, ni con el capitán del Enriqueta lo que con
el patrón de la Tankadera. Hasta entonces el dinero del
obstinado caballero había vencido todos los obstáculos.
En esta ocasión el dinero no daba resultado.
Era necesario, sin embargo, hallar el medio de
atravesar el Atlántico en barco, o cruzarlo en globo, lo cual
hubiera sido muy aventurado y nada realizable.
A pesar de todo, parece que a Phileas Fogg se le
ocurrió una idea, puesto que dijo al capitán:
-Pues bien; ¿quiere usted llevarme a
Burdeos?
-No, aun cuando me diera doscientos
dólares.
-Le ofrezco dos mil.
-¿Por persona?
-Por persona.
-¿Y son ustedes cuatro?
-Cuatro.
El capitán Speedy comenzó a rascarse la
frente como si hubiera querido arrancarse la epidermis. Ocho mil
dólares que ganar sin modificar el viaje valían bien la
pena de dejar a un lado sus antipatías hacia todo pasajero. Por
otra parte, pasajeros a dos mil dólares no son ya pasajeros,
sino mercancía preciosa.
-Parto a las nueve -dijo tan solo el capitán
Speedy-; ¿y si usted y los suyos no están
aquí?
-¡A las nueve estaremos a bordo!
-respondió con no menos laconismo mister Fogg.
Eran las ocho y media. Desembarcar del
Enriqueta, subir a un coche, dirigirse al hotel de San
Nicolás, traer a Auda, Picaporte y al inseparable Fix a quien
ofreció pasaje gratis,todo lo hizo el caballero inglés
con la calma que no le abandonaba nunca.
En el momento en que el Enriqueta aparejaba,
los cuatro personajes estaban a bordo.
Cuando Picaporte supo lo que costaría aquella
última travesía, lanzó un prolongado ¡oh! de
esos que recorren todas las notas de la escala cromática
descendente.
En cuanto al inspector Fix, pensó que el Banco
de Inglaterra no saldría indemnizado de aquel negocio. En
efecto, al llegar, y admitiendo que mister Fogg no echase
todavía algunos puñados de billetes al mar,
faltarían más de siete mil libras en el saco, donde
según Fix estaba lo robado.

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