La vuelta al mundo en ochenta
días
Capítulo XXIX Donde se
refieren varios incidentes que sólo acontecen en los
ferrocarriles estadounidenses
Aquella tarde el tren proseguía su marcha sin
obstáculos, pasaba el fuerte Sanders, trasponía el paso
de Cheyenne y llegaba al de Evans. En este lugar el ferrocarril
alcanzaba el punto más elevado del trayecto, o sea ocho mil
noventa y un pies sobre el nivel del océano. Los viajeros ya no
tenían más que bajar hasta el Atlántico por
aquellas llanuras sin límites niveladas por la naturaleza.
Allí empalmaba el ramal de Denver City,
ciudad principal de Colorado. Este territorio es rico en minas de oro y
de plata, y más de cincuenta mil habitantes han fijado
allí su residencia.
Se habían recorrido mil trescientas ochenta y
dos millas desde San Francisco, en tres dias y tres noches. Cuatro
noches y cuatro días debían bastar, según todos
los cálculos, para llegar a Nueva York. Phileas Fogg se
mantenía, por lo tanto, dentro del plazo reglamentario.
Durante la noche quedo a la izquierda el campamento de
Walbah. El Lodge Pole Creek discurría paralelo a la
vía, siguiendo sus aguas la frontera rectilínea
común a los Estados de Wyoming y de Colorado. A las once se
entraba en el de Nebraska, se pasaba cerca de Sedgwick, y se tocaba en
Julesburg, situado en el brazo meridional de Plate River.
Allí fue donde se inauguró el Union
Pacific Road, el 23 de octubre de 1867, cuyo ingeniero jefe fue el
general J. M. Dodge, y donde hicieron alto las dos poderosas
locomotoras que remolcaban los nueve vagones de convidados, entre los
cuales figuraba el vicepresidente mister Tomás C. Durant.
Allí fue donde los sioux y los pawnies hicieron el simulacro de
un combate indio; allí brillaron los fuegos artificiales, en
medio de ruidosas aclamaciones: allí, por último, se
publicó, por medio de una imprenta portátil, el primer
número del periódico Railway Pioneer. Así
fue celebrada la inauguración de ese gran ferrocarril,
instrumento de progreso y de civilización; trazado a
través del desierto y destinado a enlazar entre sí
ciudades que no existían todavía. El silbato de la
locomotora, más poderoso que la lira de Anfión, iba a
hacerles surgir en breve del suelo americano.
A las ocho de la mañana, el fuerte Mac Pherson
quedaba atrás. Este punto dista trescientas cincuenta y siete
millas de Omaha. La vía férrea seguía por la
izquierda las caprichosas sinuosidades del brazo meridional de Plate
River. A las nueve, se llegaba a la importante ciudad de North
Platte, contruida entre los dos brazos de ese gran río, que
se reúnen de nuevo alrededor de ella para no formar en adelante
ya más que una sola arteria, afluyente considerable cuyas aguas
se confunden con las del Missouri, un poco más allá de
Omaha.
Mister Fogg y sus compañeros
proseguían su juego, sin que ninguno de ellos se quejase de la
longitud del camino. Fix había empezado por ganar algunas
guineas que estaba perdiendo, no siendo menos apasionado para el juego
que mister Fogg. Durante aquella mañana, la suerte
favoreció a éste de modo singular. Los triunfos
llovían, por decirlo así, en sus manos. En cierto
momento, después de haber combinado un golpe atrevido, se
disponía a jugar espadas, cuando detrás de la banqueta
salió una voz diciendo:
-Yo jugaría oro...
Mister Fogg, mistress Auda y Fix
levantaron la cabeza. El coronel Proctor estaba junto a ellos.
Stamp Proctor y Phileas Fogg se reconocieron
enseguida.
-¡Ah!, es usted, señor inglés
-exclamó el coronel-. ¡Es usted quien quiere jugar
espadas!
-Y que las juega -respondió con frialdad
Phileas Fogg, echando un diez de ese palo.
-Pues bien, me acomoda que sea oro -replicó el
coronel Proctor, con irritada voz, haciendo un ademán para coger
la carta jugada, y añadiendo:
-No conoce usted ese juego.
-Tal vez sea más diestro en otro -dijo Phileas
Fogg, levantándose.
-¡Sólo de usted depende ensayarlo, hijo
de John Bull! -replicó el grosero personaje.
Mistress Auda palideció al afluir toda
su sangre al corazón. Se asió del brazo de Phileas Fogg,
quien la repelió suavemente. Picaporte iba a echarse sobre el
americano, el cual miraba a su adversario con aire más
insultante; pero Fix se levantó, y yendo hacia el coronel
Proctor, le dijo:
-Olvida usted que es conmigo con quien debe
entenderse, porque no sólo me injurió usted de palabras,
sino de obra también.
-Señor Fix -dijo Phileas Fogg-, perdone usted,
pero esto me concierne a mí solo. Al pretender que yo
hacía mal en jugar espadas, el coronel me ha injuriado de nuevo,
y me dará una satisfacción.
-Cuando quiera usted y donde quiera -respondió
el americano-, y con el arma que sea más de su agrado.
Mistress Auda intentó en vano detener a
mister Fogg. El inspector hizo inútiles esfuerzos para
hacer suya la cuestión. Picaporte quería echar al coronel
por la portezuela, pero una señal de su amo lo contuvo. Phileas
Fogg salió del vagón, y el americano lo
acompañó al pasillo.
-Caballero -dijo mister Fogg a su adversario-,
tengo mucha prisa en llegar a Europa, y una demora cualquiera
perjudicaría mucho mis intereses.
-¿Y qué importa? -replicó el
coronel Proctor.
-Caballero -dijo cortésmente mister
Fogg-, después de nuestro encuentro en San Francisco,
había formado el proyecto de regresar a América para
buscarle, tan pronto como hubiese terminado los negocios que me llaman
al antiguo continente.
-¡De veras!
-¿Queréis señalarme sitio para
dentro de seis meses?
-¿Por qué no seis años?
-Digo seis meses, y seré exacto.
-Ésas no son más que pamplinas. O al
instante o nunca.
-Acepto. ¿Va usted a Nueva York?
-No.
-¿A Chicago?
-No.
-¿A Omaha?
-No le importa a uste. ¿Conoce Plum
Creek?
-No.
-Es la estación inmediata, y allí
llegará el tren dentro de una hora; se detendrá diez
minutos, durante los cuales se pueden disparar muy bien algunos
tiros.
-Conforme; bajaré en la estación de
Plum Creek.
-Y creo que allí se quedará usted
-añadió el americano, con insolencia sin igual.
-¿Quién sabe, caballero?
-respondió mister Fogg, y entró en su vagón
tan impasible como de costumbre.
Allí el caballero comenzó por
tranquilizar a mistress Auda, diciéndole que los
fanfarrones nunca eran de temer. Después rogó a Fix que
le sirviera de testigo en el encuentro que iba a celebrarse. Fix no
podía rehusarlo, y Phileas Fogg prosiguió tranquilo su
interrumpido juego, echando espadas con perfecta calma.
A las once, el silbato de la locomotora anunció
la proximidad de la estación de Plum Creek. Mister
Fogg se levantó, y, seguido de Fix, salió a la
plataforma. Picaporte le acompañaba llevando un par de
revólveres. Mistress Auda se quedó en el
vagón, pálida como una muerta.
En aquel momento se abrió la puerta del otro
vagón, y el coronel Proctor apareció también en la
galería, seguido de su testigo, un yanquee de su temple.
Pero cuando los dos adversarios iban a bajar a la vía, el
conductor acudió gritando:
-No se puede bajar, señores.
-¿Y por qué? -preguntó el
coronel.
-Llevamos veinte minutos de retraso, y el tren no se
para.
-Pero he de batirme con el señor.
-Lo siento -repuso el empleado-, pero marchamos al
punto. ¡Ya suena la campana!
La campana sonaba, en efecto, y el tren
prosiguió su camino.
-Lo lamento muchísimo, señores -dijo
entonces el conductor-. En cualquier otra circunstancia hubiera podido
servirles. Pero, en definitiva, puesto que no han podido batirse en esa
estación, ¿quién les impide batirse
aquí?
-Eso no convendrá tal vez al señor -dijo
el coronel Proctor burlónamente.
-Eso me conviene muy bien -respondió Phileas
Fogg.
-Decididamente estamos en América -pensó
Picaporte-, y el conductor del tren es un caballero.
Y pensando esto, siguió a su amo.
Los dos adversarios y sus testigos, precedidos del
conductor, se fueron al último vagón del tren, ocupado
tan sólo por unos diez viajeros. El conductor les
preguntó si querían dejar un momento libre el sitio a dos
caballeros que tenían que arreglar una cuestión de
honor.
¡Cómo no! Muy gozosos los viajeros
accedieron a complacer a los contendientes, y se retiraron a la
pltaforma.
El vagón, que tenía unos cincuenta pies
de largo, se prestaba muy bien para el caso. Los adversarios
podían marchar uno contra otro por entre las banquetas y
fusilarse a su gusto. Nunca hubo duelo más fácil de
arreglar. Mister Fogg y el coronel Proctor, provistos cada uno
de dos revólveres, entraron en el vagón. Sus testigos los
encerraron. Al primer silbido de la locomotora debían comenzar
el fuego. Y luego, después de un transcurso de dos minutos, se
sacaría del coche el que quedase de ambos caballeros terminado
el duelo.
Nada más sencillo era en verdad; y tan
sencillo, por cierto, que Fix y Picaporte sentían latir su
corazón hasta romperse.
Se esperaba el silbido convenido cuando resonaron, de
repente, unos gritos salvajes, acompañados de tiros que no
procedían del vagón ocupado por los duelistas. Los
disparos se escuchaban, al contrario, por la parte delantera y sobre
toda la línea del tren; en el interior de éste se
oían gritos de furor.
El coronel Proctor y mister Fogg,
revólveres en mano, salieron al instante del vagón, y se
corrieron hacia delante, donde eran más ruidosos los gritos y
los disparos.
Habían comprendido que el tren era atacado por
una banda de sioux.
No era la primera vez que esos atrevidos indios
habían detenido los trenes. Según su costumbre, sin
aguardar la parada del tren, se habían arrojado sobre el estribo
un centenar de ellos, escalando los vagones como lo hace un
clown al saltar sobre un caballo al galope.
Estos sioux estaban armados de fusiles. De aqui las
detonaciones, que eran correspondidas por los viajeros, casi todos
armados. Los indios habían comenzado por arrojarse sobre la
máquina. El maquinista y el fogonero habían sido ya casi
magullados. Un jefe sioux, queriendo detener el tren, pero no sabiendo
manejar el regulador, había abierto la introducción del
vapor en lugar de cerrarla, y la locomotora, ahora, corría con
una velocidad espantosa.
Al mismo tiempo los sioux habían invadido los
vagones. Corrían como monos enfurecidos sobre las cubiertas,
echaban abajo las portezuelas y luchaban cuerpo a cuerpo con los
viajeros. El furgón de equipajes había sido saqueado,
arrojando los bultos a la via. La gritería y los tiros no
cesaban.
No obstante, los viajeros se defendían con
valor. Algunos vagones, por medio de barricadas, sostenían un
sitio, como verdaderos fuertes ambulantes llevados a una velocidad de
cien millas por hora. Desde el principio del ataque, mistress
Auda se había conducido valerosamente. Revólver en mano
se defendía heroicamente disparando por entre los cristales
rotos cuando asomaba algún salvaje. Unos veinte sioux, heridos
de muerte, habían caído a la vía, y las ruedas de
los vagones aplastaban a los que caían sobre los raíles
desde las plataformas.
Varios viajeros, gravemente heridos de bala o de
tomahawk, yacían sobre las banquetas.
Era necesario acabar. La lucha llevaba diez minutos de
duración, y tenía que terminar con ventaja para los sioux
si el tren no se paraba. En efecto, la estación del fuerte
Kearney no estaba sino a dos millas de distancia, y una vez pasado el
fuerte y la estación siguiente, los sioux serían
dueños del tren.
El conductor se batía junto a mister
Fogg cuando una bala le alcanzó. Al caer exclamó:
-¡Estamos perdidos si el tren tarda cinco
minutos en detenerse!
-¡Se detendrrá! -dijo Phileas Fogg, que
quiso echarse fuera del vagón.
-Estése quieto, señor -le gritó
Picaporte . Yo me encargo de ello.
Phileas Fogg no tuvo tiempo de detener al animoso
muchacho, quien, abriendo una portezuela, consiguió deslizarse
debajo del vagón. Y entonces, mientras la lucha continuaba y las
balas cruzaban por encima de su cabeza, recobrando su agilidad y
flexibilidad de clown, arrastrándose colgado por debajo
de los coches, y agarrándose a las cadenas, y a las palancas de
freno, arrastrándose de uno a otro con maravillosa destreza,
llegó a la parte delantera del tren sin haber sido visto de
nadie.
Allí, colgado por una mano entre el
furgón y el ténder, desenganchó con la otra las
cadenas de seguridad; pero a consecuencia de la tracción, no
hubiera logrado desenroscar la barra de enganche si un sacudimiento que
la máquina experimentó no la hubiera hecho saltar de modo
que el tren, desprendido, se fue quedando atrás, mientras la
locomotora huía con mayor velocidad.
Llevado por la fuerza adquirida, el tren corrió
aún durante algunos minutos; pero los frenos se manejaron bien,
y se detuvo al fin a menos de cien pasos de distancia de la
estación de Kearney.
Allí, los soldados del fuerte, atraídos
por los disparos, acudieron apresuradamente. Los sioux no quisieron
esperarlos y antes de pararse el tren completamente, toda la banda
había desaparecido.
Pero cuando los viajeros se contaron en el
andén de la estación, advirtieron que fantaban algunos, y
entre otros el valiente francés cuyo denuedo acababa de
salvarlos.

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