La vuelta al mundo en ochenta
días
Capítulo XXVI Donde se toma
tren expreso del ferrocarril del Pacífico
Ocean to ocean1, así dicen los americanos, y esas tres
palabras debían ser la denominación general de la gran
línea que atraviesa los Estados Unidos de América en su
mayor anchura. Pero, en realidad, Pacific Railway se divide en
dos secciones distintas: Central Pacific, entre San Francisco y
Odgen, y Union Pacific, entre Odgen y Omaha. Allí enlazan
cinco líneas diferentes que ponen a Omaha en comunicación
frecuente con Nueva York.
Nueva York y San Francisco están, por lo tanto,
unidas por una cinta ininterrumpida de metal que no mide menos de tres
mil setecientas ochenta y seis millas. Entre Omaha y el
Pacífico, el ferrocarril cruza una región frecuentada
todavía por los indios y las fieras, dilatada extensión
de territorio que los mormones comenzaron a colonizar en 1845,
después de haber sido expulsados de Ilinois.
Anteriormente, empleábanse, en las
circunstancias más favorables, seis meses para ir de Nueva York
a San Francisco. Ahora se hace el viaje en siete días.
En 1862 fue cuando, a pesar de la oposición de
los diputados del Sur, que querían una línea más
meridional, se fijó el trazado del ferrocarril entre los 41 y 42
grados de latitud. El presidente Lincoln, de tan sentida memoria,
fijó, por sí mismo en el estado de Nebraska la ciudad de
Omaha como cabeza de línea del nuevo camino. Los trabajos
comenzaron en seguida, y se prosiguieron con esa actividad americana
que no es papeletera ni burócrata. La rapidez de la mano de obra
no debía, en modo alguno, perjudicar la buena ejecución
del camino. En el llano se avanzaba a razón de milla y media por
día. Una locomotora, rodando sobre los raíles de la
víspera, traía los del día siguiente y
corría sobre ellos a medida que se iban colocando.
El Pacific Railway tiene numerosas
ramificaciones en su trayecto por los estados de Iowa, Kansas, Colorado
y Oregón. Al salir de Omaha, marcha por la orilla izquierda de
Platte river hasta la embocadura de la derivación del
norte, y luego sigue la derivación del sur; atraviesa los
terrenos de Laramie y las montañas Wahsatch, da vuelta al lago
Salado, llega a Salt Lake City, capital de los mormones, penetra en el
valle de la Tuilla, recorre el desierto americano, los montes de Cedar
y Humboldt, Humboldt river, Sierra Nevada, y baja por Sacramento
hasta el Pacífico, sin que este trazado tenga pendientes mayores
de doce pies por mil, aun en el trayecto de las Montañas
Rocosas.
Tal era esa larga arteria que los trenes recorren en
siete días, y que iba a permitir al honorable Phileas Fogg,
así al menos lo esperaba, tomar el 11, en Nueva York, el vapor
de Liverpool.
El vagón ocupado por Phileas Fogg era una
especie de ómnibus largo, que descansaba sobre dos juegos de
cuatro ruedas cada uno, cuya movilidad permitía salvar las
curvas de pequeño radio. En el interior no había
compartimentos, sino dos filas de asientos dispuestos a cada lado,
perpendicularmente al eje, y entre los cuales estaba reservado un paso
que conducía a los gabinetes de tocador y otros, con que cada
vagón va provisto. En toda la longitud del tren, los coches
comunican entre sí por unos puentecillos, y los viajeros
podían circular de uno a otro extremo del convoy, que
ponía a su disposición vagones-salones, vagones-terrazas,
vagones-restaurantes, vagones-cafés. No faltaban mas que
vagones-teatros, pero algún los habrá, sin duda.
Por los puentecillos circulaban sin cesar vendedores
de libros y periódicos ofreciendo su mercancía, y
vendedores de licores, comestibles y cigarros, que no carecían
de compradores.
Los viajeros habían salido de la
estación de Oakland a las seis de la tarde. Ya era de noche,
noche fría, sombría, con el cielo encapotado, cuyas nubes
amenazaban convertirse en nieve. El tren no avanzaba con mucha rapidez.
Teniendo en cuenta las paradas, no recorría más de veinte
millas por hora, velocidad que, sin embargo, le permitía
atravesar los Estados Unidos en el tiempo reglamentario.
Se conversaba poco en el vagón, y por otra
parte el sueño iba a apoderarse pronto de los viajeros.
Picaporte se encontraba colocado cerca del inspector de policía,
pero no le hablaba. Desde los últimos acontecimientos, sus
relaciones se habían enfriado notablemente. Ya no había
simpatía ni intimidad. Fix no había cambiado nada de su
modo de ser; pero Picaporte, por el contrario, estaba muy reservado y
dispuesto a estrangular a su antiguo amigo a la menor sospecha.
Una hora después de la salida del tren
comenzó a caer una nieve que no podía entorpecer,
afortunadamente, la marcha del tren. Por las ventanillas ya no se
veía más que una inmensa alfombra blanca, sobre la cual,
desarrollando sus espirales, se destacaba, ceniciento, el vapor de la
locomotora.
A las ocho, un camarero entró en el
vagón y anunció a los pasajeros que había llegado
la hora de acostarse. Ese vagón era un sleeping-car, que
en algunos minutos queda transformado en dormitorio. Los respaldos de
los bancos se doblaron; unos colchoncitos, curiosamente empaquetados,
se desarrollaron por un sistema ingenioso; quedaron improvisados en
pocos instantes unos camarotes y cada viajero pudo tener a su
disposición una cama confortable defendida por recias cortinas
contra toda mirada indiscreta. Las sábanas eran blancas, las
almohadas blandas, y no había más que acostarse y dormir,
lo que cada cual hizo como si se hubiera encontrado en el cómodo
camarote de un barco, mientras el tren corría a todo vapor por
el estado de California.
En esa porción del territorio que se extiende
entre San Francisco y Sacramento, el suelo es poco accidentado. Esa
parte del ferrocarril, llamada Central Pacific Road, tomaba a
Sacramento como punto de partida y avanzaba al Este, al encuentro del
que partía de Omaha. De San Francisco, la capital de California,
la línea corría directamente al nordeste, siguiendo el
American river, que desagua en la bahía de San Pablo. Las
ciento veinte millas comprendidas entre estas dos importantes ciudades
fueron recorridas en seis horas, y hacia la medianoche, mientras los
viajeros se hallaban entregados a su primer sueño, pasaron por
Sacramento, no pudiendo, por lo tanto, ver nada de esa considerable
ciudad, residencia de la legislatura del estado de California, ni sus
bellos muelles, ni sus anchas calles, ni sus espléndidos
palacios, ni sus plazas, ni sus templos.
Más allá de Sacramento, el tren,
después de pasar las estaciones de Junction, Roclin, Auburn y
Colfax, penetró en el macizo de Sierra Nevada. Eran las siete de
la mañana cuando pasó por la estación de Cisco.
Una hora después, el dormitorio era de nuevo un vagón
ordinario, y los viajeros podían ver por los cristales los
pintorescos paisajes de aquel montañoso país. El trazado
del ferrocarril obedecía los caprichos de la sierra, yendo unas
veces adherido a las faldas de la montaña, otras suspendido
sobre los precipicios, evitando los ángulos bruscos por medio de
curvas atrevidas, penetrando en gargantas estrechas que parecían
sin salida. La locomotora, brillante como unas andas, con su gran
chimenea, que despedía fulgores rojizos y su plateada campana,
mezclaba sus silbidos y bramidos con los de los torrentes y cascadas,
retorciendo su humo por las ennegrecidas ramas de los pinos.
Había pocos túneles o ninguno, y no
existían puentes. El ferrocarril seguía los contornos de
las montañas no buscando en la línea recta el camino
más corto de uno a otro punto y no violentando a la
naturaleza.
Hacia las nueve, por el valle de Corson, el tren
penetraba en el estado de Nevada, siguiendo siempre la dirección
nordeste. A las doce pasaba por Reno, donde los viajeros tuvieron
veinte minutos para almorzar.
Desde este punto, la vía férrea,
costeando el Humboldt river, se elevó durante algunas
millas hacia el norte, siguiendo su curso; después torció
al este, no debiendo ya separarse de ese río hasta llegara a los
Humboldt ranges, donde nace, casi a la extremidad oriental del
estado de Nevada.
Después de haber almorzado, mister Fogg,
mistress Auda y sus compañeros volvieron a sus asientos.
Phileas Fogg, la joven Auda y sus compañeros, confortablemente
colocados, contemplaban el variado paisaje que se presentaba a su
vista; dilatadas praderas, montañas que se perfilaban en el
horizonte y creeks de espumosas aguas. De vez en cuando
aparecía, en masa dilatada, un gran rebaño de bisontes
cual dique movedizo. Esos innumerables ejércitos de rumiantes
oponen a veces un obstáculo insuperable al paso de los trenes.
Se han visto millares de ellos desfilar, durante horas y horas en
apiñadas hileras a través de los raíles. La
locomotora tiene entoces que detenerse y aguardar a que la vía
esté libre.
Y eso fue lo que aconteció en aquella
ocasión. A las tres de la tarde, la vía quedó
interrumpida por un rebaño de diez o doce mil cabezas. La
máquina, después de haber amortiguado su velocidad,
intentó introducir su espolón en tan inmensa columna;
pero, al fin, hubo de detenerse ante la impenetrable masa.
Aquellos rumiantes, búfalos, como impropiamente
los llaman los americanos, marchaban con tranquilo paso, dando a veces
formidables mugidos. Tenían una estatura superior a los de
Europa; piernas y cola cortas; con una joroba muscular; las astas
separadas en la base; la cabeza, cuello y espalda cubiertos con una
melena de largo pelo. No podía pensarse en detener aquella
emigración. Cuando los bisontes adoptan una marcha, nada hay que
pueda modificarla; es un torrente de carne viva que no puede ser
contenido por dique alguno.
Los viajeros, diseminados sobre los pasadizos,
contemplaban el curioso espectáculo; pero el que debía
tener más prisa que todos, Phileas Fogg, había
permanecido en su puesto, esperando filosóficamente a que los
búfalos quisieran dejarle paso. Picaporte estaba enfurecido por
la tardanza que ocasionaba aquella aglomeración de animales. De
buena gana hubiera descargado sobre ellos su arsenal de
revólveres.
-¡Qué país! -exclamó-.
¡Unos simples bueyes que detienen los trenes y que van así
en procesión sin prisa ninguna, como si no estorbasen la
circulación! ¡Caracoles! ¡Quisiera yo saber si
mister Fogg había previsto este contratiempo en su
programa! ¡Y ese maquinista no se atreve a lanzar su
máquina a través de ese ganado!
El maquinista no había intentado forzar el
obstáculo, obrando con sana prudencia, porque hubiera aplastado,
sin duda alguna, a los primeros búfalos atacados por el
espolón de la locomotora; pero, por poderosa que fuera la
máquina, habría hecho alto en seguida, dando lugar a un
descarrilamiento y a una detención indefinida del tren.
Lo mejor era, pues, esperar con paciencia, y ganar
después el tiempo perdido acelerando la marcha del tren. El
desfile de los bisontes duró tres horas largas, y la vía
no estuvo expedita sino al caer la noche. En este momento, las
últimas filas del rebaño atravesaban el ferrocarril,
mientras las primeras filas desaparecían por el horizonte
meridional.
Eran, pues, las ocho cuando el tren cruzó
los desfiladeros de los Humboldt ranges, y las nueve y media
cuando penetró en el territorio de Utah, la región del
Gran Lago Salado, el curioso país de los mormones.

1. De océano a
océano.
Subir
|