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La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo XVIII
Donde Phileas Fogg, Picaporte y Fix, cada cual por su lado, van a su negocio

Durante los primeros días de la travesía, el tiempo fue bastante malo. El viento arreció mucho. Entáblandose en el noroeste, contrarió la marcha del vapor, y el Rangoon, demasiado inestable, cabeceó considerablemente, adquiriendo los pasajeros el derecho de guardar rencor a las anchurosas oleadas que el viento levantaba sobre la superficie del mar.

Durante los días 3 y 4 de noviembre aquello fue una especie de tempestad. La borrasca batió el mar incesantemente. El Rangoon debió estarse a la capa durante media jornada, manteniéndose con diez vueltas de hélice nada más, y tomando el sesgo a las olas. Todas las velas fueron arriadas, y aun sobraban todos los aparejos, que silbaban en medio de las ráfagas.

La velocidad del vapor, como es fácil de suponer, quedó considerablemente rebajada, y se pudo calcular que la arribada a Hong-Kong tendría efecto veinte horas después de la normal y quizá más, si la tempestad no cesaba.

Phileas Fogg asistía a ese espectáculo de un mar furioso que parecía luchar directamente contra él, sin perder su habitual impasibilidad. Su frente no se nubló ni un instante, y a pesar de ello, una tardanza de veinte horas podía comprometer su viaje, haciéndole perder la salida del vapor de Yokohama. Pero aquel hombre sin nervios no experimentaba ni impaciencia ni aburrimiento. Hasta parecía que la tempestad estaba en su programa y prevista de antemano. Mistress Auda que habló de este contratiempo con su compañero, lo encontró tan sereno como antes.

Fix no veía las cosas del mismo modo. Por el contrario, la tempestad le agradaba. Su satisfacción no hubiera tenido límites si el Rangoon se hubiera visto obligado a huir ante la tormenta. Semejantes tardanzas le cuadraban bien, porque pondrían a mister Fogg en la precisión de permanecer algunos días en Hong-Kong. Al cabo, el cielo, con sus ráfagas y borrascas, se inclinaba a su favor. Se encontraba algo indispuesto; ¡pero qué importa! No hacía caso de sus náuseas, y cuando su cuerpo se retorcía por el mareo, su ánimo se ensanchaba con satisfacción inmensa.

En cuanto a Picaporte, bien puede presumirse a que cólera se entregaría durante ese tiempo de prueba. ¡Hasta entonces todo había marchado bien! La tierra y el agua parecían haber estado a disposición de su amo. Vapores y ferrocarriles, todo le obedecía. El viento y el vapor se habían concertado para favorecer su viaje. ¿Había llegado la hora de las decepciones? Picaporte, como si las veinte mil libras de la apuesta debieran salir de su bolsillo, no vivía ya. Aquella tempestad le exasperaba, la ráfaga le enfurecía, y gustosamente hubiera azotado a aquel mar tan desobediente. ¡Pobre mozo! Fix le ocultó con cuidado su satisfacción personal, e hizo bien, porque, si Picaporte hubiera adivinado la secreta alegría de Fix, éste lo hubiera pasado mal.

Picaporte, durante toda la borrasca, permaneció sobre el puente del Rangoon. No hubiera podido estarse abajo. Se encaramaba a la arboladura y ayudaba a las maniobras con la ligereza de un mono, asombrando a todos. Dirigía preguntas al capitán, a los oficiales, a los marineros, que no podían menos de reirse al verle tan desconcertado. Picaporte quería a toda costa saber cuánto duraría la tempestad, y le enseñaban el barómetro, que no se decidía a subir. Picaporte sacudía el barómetro, pero nada conseguía, ni aun con las injurias que prodigaba al irresponsable instrumento.

Por fin la tempestad se apaciguó; el estado del mar cambió en la jornada del 4 de noviembre. El viento volvió dos cuartos al sur y se tomó favorable.

Picaporte se serenó juntamente con el tiempo. Las gavias y los foques pudieron desplegarse, y el Rangoon prosiguió su rumbo con asombrosa velocidad.

Pero no era posible recobrar todo el tiempo perdido. Había que resignarse, y la tierra no se divisó hasta el día 6 a las cinco de la mañana. El itinerario de Phileas Fogg señalaba la llegada para el 5. Había, pues, una pérdida de veinticuatro horas y necesariamente se perdía la salida para Yokohama.

A las seis, el piloto subió a bordo del Rangoon y se colocó en el puente que cubría la escotilla de la máquina para dirigir el buque por los pasos hasta el puerto de Hong-Kong.

Picaporte ardía en deseos de preguntar a aquel hombre si el vapor de Yokohama había partido, pero no se atrevió, por no perder la esperanza hasta el último momento. Había confiado sus inquietudes a Fix, quien trataba, el muy zorro, de consolarlo, diciéndole que mister Fogg lo arreglaría tomando un vapor próximo, lo cual animaba mucho a Picaporte.

Pero si Picaporte no se aventuraba a hacer preguntas al piloto, mister Fogg, después de haber consultado su Bradshaw, le preguntó con calma si sabía cuándo saldría un buque de Hong-Kong para Yokohama.

-Mañana, a primera marea -contestóel piloto.

-¡Ah! -exclamó mister Fogg sin manifestar ningún asombro.

Picaporte, que estaba presente, hubiera abrazado de buen grado al piloto, por el contrario, Fix le hubiera retorcido con gusto el cuello.

-¿Cuál es el nombre de ese vapor? -preguntó mister Fogg.

-El Carnatic -contestó el piloto.

-¿No debía de marchar ayer?

-Sí, señor; pero tenía que hacer reparaciones en su caldera y aplazó la salida para mañana.

-Le doy las gracias -respondió mister Fogg, que con paso automático bajó al salón del Rangoon.

En cuanto a Picaporte, tomó la mano del piloto y la estrechó vigorosamente diciendo:

-¡Usted, joven piloto, es un hombre digno!

El piloto nunca habrá llegado a saber probablemente por qué sus respuestas le valieron tan amistosa expresión. Después de un silbido de la máquina, dirigió el vapor por entre aquella flotilla de juncos, tankas, barcos de pesca y buques de todo género, que obstruían los pasos de Hong-Kong.

A la una, el Rangoon estaba en el muelle y los pasajeros desembarcaban.

Debemos convenir que en esta ocasión el azar había favorecido singularmente a Phileas Fogg. Sin la necesidad de reparar las calderas el Camatic habría levado anclas el 5 de noviembre, y los viajeros para el Japón hubieran tenido que aguardar durante ocho días la salida del vapor siguiente. Es cierto que mister Fogg estaba retrasado en veinticuatro horas, pero este atraso no podía tener para él consecuencias sensibles.

En efecto, el vapor que hace la travesía del Pacífico desde Yokohama a San Francisco, estaba en correspondencia directa con el de Hong-Kong y no podía salir antes de la llegada de éste. Habría en efecto las tales veinticuatro horas de retraso en Yokohama, pero en los veintidós días que dura la travesía del Pacífico sería fácil recuperarlas. Phileas Fogg se hallaba, pues, con veinticuatro horas de diferencia en las condiciones de su programa, treinta y cinco días después de su salida de Londres.

El Carnatic no debía salir hasta el día siguiente, a las cinco, y por lo tanto, mister Fogg podía disponer de dieciséis horas para sus asuntos, es decir, para los de mistress Auda. Al desembarcar, ofreció su brazo a la joven y la condujo a una litera, pidiendo a los portadores que le indicasen una fonda. indicaron el Hotel Club, adonde llegó el palanquín veinte minutos después, seguido de Picaporte.

Fue alquilado un cuarto para la joven, y Phileas Fogg cuidó que nada le faltase. Después le dijo que iba inmediatamente a ponerse en busca de los parientes, en poder de quienes debía dejarla. Al mismo tiempo dio a Picaporte la orden de permanecer en la fonda hasta su regreso, para que la joven no estuviese sola.

El caballero se hizo conducir a la Bolsa. Allí conocerían probablemente a un personaje tal como el honorable Jejeeh, que era uno de los más ricos comerciantes de la ciudad.

El corredor a quien se dirigió mister Fogg conocía, en efecto, al negociante parsi; pero hacía dos años que éste, después de haber hecho fortuna, había ido a establecerse a Europa, en Holanda, según se creía, lo cual se explicaba por las numerosas relaciones que había tenido con este país durante su vida comercial.

Phileas Fogg regresó al Hotel Club y al punto se presentó ante mistress Auda, a quien, sin más preámbulo, manifestó que el honorable Jejeeh no residía ya en Hong-Kong, habitando, con toda seguridad en Holanda.

Mistress Auda no replicó nada de pronto. Se pasó la mano por la frente y estuvo meditando algunos instantes. Después, dijo con suave voz:

-¿Qué debo hacer, mister Fogg?

-Muy sencillo -contestó el impasible caballero-. Venir a Europa.

-Pero yo no puedo abusar...

-No abusa usted, y su presencia no entorpece mi programa - y dirigiéndose a su criado, llamó -: Picaporte.

-Señor -respondió el criado.

-Al Carnatic y toma tres camarotes.

Picaporte, gozoso de seguir el viaje en compañía de la joven, que le trataba con mucho amabilidad, dejó al punto el Hotel Club.

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