La vuelta al mundo en ochenta
días
Capítulo XXII Donde Picaporte
se da perfecta cuenta de que aun en las
antípodas es prudente llevar algún dinero en el
bolsillo
El Carnatic, salido de Hong-Kong el 7 de
noviembre, a las seis y media de la tarde, se dirigía a todo
vapor hacia las tierras del Japón. Llevaba cargamento completo
de mercancias y pasajeros. Dos cámaras de popa estaban
desocupadas; eran las que se habían tomado para Phileas
Fogg.
Al día siguiente por la mañana, los
hombres de proa pudieron ver, no sin sorpresa, a un pasajero que, con
la vista medio desvaída, el andar vacilante, la cabeza
inclinada, salía de la carroza de segunda y venía a
sentarse, vacilante, sobre una pieza de repuesto.
Ese pasajero era Picaporte en persona. He aquí
lo acontecido:
Algunos instantes después que Fix salió
del fumadero, dos mozos habían recogido a Picaporte,
profundamente dormido, y lo habían trasladado a la tarima
reservada a los fumadores. Bo mucho más tarde, Picaporte,
perseguido hasta en sus pesadillas por una idea fija, se despertaba y
luchaba contra la enervante acción del narcótico. El
pensamiento de su deber no cumplido sacudía su entorpecimiento.
Bajaba de aquella tarima de ebrios, y apoyándose vacilante en
las paredes, cayendo y levantándose, pero siempre impelido por
una especie de instinto, salía del fumadero gritando como en
sueños: ¡el Carnatic, el Carnatic!
El vapor estaba ya humeando y dispuesto a marchar.
Picaporte no tenía más que dar algunos pasos. Se
lanzó sobre el puente volante, salvó el espacio y
cayó sin aliento a proa, en el momento en que el Carnatic
soltaba sus amarras.
Algunos marineros, como gente acostumbrada a esta
clase de escenas, descendieron al pobre mozo a una cámara de
segunda, y Picaporte no despertó hasta la mañana
siguiente, a ciento cincuenta millas de las tierras de China.
Por eso Picaporte se hallaba aquel día sobre la
cubierta del Carnatic, viniendo a aspirar, a pleno pulmón
las frescas brisas del mar. Este aire puro lo serenó.
Comenzó a reunir sus ideas y no lo consiguió sin
esfuerzos. Pero, al fin, recordó las escenas de la
víspera, las confidencias de Fix, el fumadero, etc.
-¡Es increible -decía para sí-,
que haya estado tan ebrio! ¿Qué diría
mister Fogg? En todo caso, no he faltado a la salida del buque,
que es lo importante.
Y después, acordándose del inspector
Fix, añadía:
-En cuanto a ése, espero que ya nos habremos
desembarazado de él, y que después de lo que me ha
propuesto, no se atreverá a seguirnos sobre el Carnatic.
¡Un inspector de policía, un detective en
persecución de mi amo, acusado del robo cometido en el Banco de
Inglaterra! ¡Quita allá! ¡Mister Fogg es tan
ladrón como yo asesino!
¿Picaporte debería referir todo eso a su
amo? ¿Convendría enterarle del papel que
desempeñaba Fix en todo aquel asunto? ¿No sería
mejor aguardar su llegada a Londres para decirle que un agente de
policía metropolitana le había seguido alrededor del
mundo, y reírse juntos de él? Indudablemente que
sí, y en todo caso, había tiempo de resolver esta
cuestión. Lo mas urgente era presentarse a mister Fogg, y
darle excusas por lo sucedido.
Sobre cubierta no vio a nadie que se pareciese a
mister Fogg, ni a mistress Auda.
-Bueno -se dijo-, mistress Auda estará
acostada todavía, y en cuanto a mister Fogg, habrá
tropezado con algún jugador de whist, y, según su
costumbre...
Diciendo esto, Picaporte bajó al salón.
Allí no estaba su amo. Picaporte preguntó al sobrecargo
cuál era el camarote que ocupaba mister Fogg. Él
le contestó que no conocía a ningún pasajero de
este nombre.
-Dispense -dijo Picaporte, insistiendo-. Se trata de
un caballero alto, frío, poco comunicativo, acompañado de
una joven señora...
-No tenemos señoras jóvenes a bordo
-respondió el sobrecargo-. Por lo demás, he aquí
la lista de los pasajeros, y puede usted consultarla.
Picaporte la leyó, y allí no figuraba el
nombre de su amo.
Tuvo una especie de desvanecimiento. Ni una sola idea
cruzó por su cerebro.
-Pero, ¿estoy en el Carnatic?
-preguntó.
-Sí.
-¿En rumbo para Yokohama?
-Exactamente.
¡Picaporte había tenido de pronto el
temor de haberse equivocado de buque! Pero, si él estaba en el
Carnatic, era bien seguro que su amo se había
embarcado.
Picaporte se dejó caer sobre un sillón
como herido por un rayo. Acababa de ocurrírsele,
súbitamente, una idea clara. Recordó que la hora de
salida del Carnatic había sido adelantada y que no se lo
había avisado a su amo. ¡Culpa suya era, por consiguiente,
que mister Fogg y mistress Auda hubiesen perdido el
viaje!
¡Culpa suya, sí, pero más
aún del traidor que para separarlo de su amo y detener a
éste en Hong-Kong, lo había embriagado a él!
Porque, al fin, comprendió el ardid del inspector de
policía. ¡Y en aquel momento mister Fogg,
seguramente arruinado, ya perdida la apuesta, estaría detenido,
preso tal vez! Picaporte se mesaba los cabellos. ¡Ah! ¡Si
Fix cayese alguna vez entre sus manos, como le ajustaría las
cuentas!
En fin, después de los primeros momentos de
postración, Picaporte recobró su sangre fría, y
estudió la situación, que era poco envidiable. El
francés viajaba con rumbo al Japón. Estaba seguro de
llegar a este país, pero ¿cómo se marcharía
de él? Tenía los bolsillos vacíos. ¡Ni un
chelín, ni un penique! Sin embargo, su pasaje y
manutención estaban pagados de antemano. Contaba, pues, con
cinco o seis días para pensar la solución que
había de tomar. Comió y bebió durante la
travesía cual no puede describirse. Comió por su amo, por
mistress Auda y por sí mismo. Comió como si el
Japón, adonde iba a desembarcar, hubiera sido país
desierto, desprovisto de toda sustancia comestible.
El 13, a la primera marea, el Carnatic entraba
en el puerto de Yokohama.
Este punto es una importante escala del
Pacífico, donde se detienen todos los vapores empleados en el
servicio de correos y viajeros entre América del Norte, China,
Japón y las islas de Malasia. Yokohama está situado en la
misma bahía de Yedo1, a corta distancia de esta inmensa ciudad, segunda
capital del imperio japonés, antigua residencia del
takun, cuando existía este emperador civil y rival de
Miako2, la gran ciudad
habitada por el mikado, emperador eclesiástico, descendiente,
según leyenda, de todos los remotísimos dioses.
El Carnatic atracó al muelle de
Yokohama, cerca de las escolleras y de la Aduana, en medio de numerosos
buques de todas las naciones.
Picaporte puso el pie, sin entusiasmo ninguno en
aquella tierra tan curiosa de los Hijos del Sol. No tuvo mejor cosa que
hacer que tomar el azar por guía y andar errante por las calles
de la población.
Picaporte se vio al pronto en una ciudad absolutamente
europea, con casas de fachadas bajas, adornadas de cancelas, bajo las
cuales se desarrollaban elegantes peristilos, y que cubría con
sus calles, sus plazas, sus docks y sus depósitos, todo
el espacio comprendido desde el promontorio del Tratado hasta el
río. Allí, como en Hong-Kong y como en Calcuta,
hormigueaba una mezcla de gentes de toda casta, americanos, ingleses,
chinos, holandeses, mercaderes dispuestos a comprarlo y a venderlo
todo, y entre los cuales el francés era tan extranjero como si
hubiese nacido en el país de los hotentotes.
Picaporte tenía un recurso, que era el de
recomendarse cerca de los agentes consulares franceses o ingleses,
establecidos en Yokohama; pero le repugnaba relatar su historia, tan
íntimamente relacionada con la de su amo, y antes de esto
quería apurar todos los demás medios.
Después de haber recorrido la parte europea de
la ciudad sin que el azar le hubiese servido, entró en la parte
japonesa, decidido, si era necesario, a llegar hasta Yedo.
Esta porción indígena de Yokohama se
llama Benten, nombre de una diosa del mar, adorada en las islas
vecinas. Allí se veían magníficas alamedas de
pinos y cedros; puertas sagradas de extraña arquitectura;
puentes envueltos entre cañas y bambúes; templos
abrigados por una muralla inmensa y melancólica de seculares
cedros; conventos de bonzos, donde vegetaban los sacerdotes del budismo
y los sectarios de la religión de Confucio; calles
interminables, donde había abundante cosecha de chiquillos de
tez sonrosada y coloradas mejillas, figuritas que parecían
recortadas de algún biombo indígena, y que jugaban en
medio de unos perrillos de piernas cortas y de unos gatos amarillentos,
sin rabo, muy perezosos y muy cariñosos.
En las calles, todo era movimiento y agitación
incesante; bonzos que pasaban en procesión, tocando sus
monótonos tamboriles; yakuninos, oficiales de la Aduana o de
policía; con sombreros puntiagudos incrustados de laca y dos
sables al cinto; soldados vestidos de percalina azul con rayas blancas
y armados con fusiles de percusión, hombres de armas del mikado,
metidos en su justillo de seda, con loriga y cota de malla, y otros
muchos militares de diversas condiciones, porque en el Japón, la
profesión de soldado es tan distinguida como despreciada en
China. Y asimismo hermanos postulantes, peregrinos de larga vestidura,
simples paisanos de cabellera suelta, negra como el ébano,
cabeza abultada, busto largo, piernas delgadas, estatura baja, tez
teñida desde los sombríos matices cobrizos hasta el
blanco mate, pero nunca amarillo como los chinos, de quienes se
diferencian los japoneses esencialmente. Y, por último, entre
carruajes y palanquines, mozos de cuerda, carretillas de velamen,
norimones con caja laqueada, congos3 suaves, verdaderas literas de bambú, se
veía circular a cortos pasos y con pie chiquito calzado con
zapatos de lienzo, sandalias de paja o zuecos de madera labrada,
algunas mujeres poco bonitas, de ojos encogidos, deprimido pecho,
dientes ennegrecidos a usanza del día, pero que llevaban con
elegancia el traje nacional llamado kirimon, especie de bata
cruzada con una banda de seda, cuya ancha cintura formaba atrás
un extravagante lazo, que las modernas parisienses han copiado.
Picaporte se entretuvo paseando durante algunas horas
entre aquella abigarrada muchedumbre, mirando también las
curiosas y opulentas tiendas, los bazares en que se aglomeraba todo el
oropel de la bisutería japonesa, los restaurantes adornados con
banderolas y banderas, en los cuales le estaba vedado entrar; y las
casas de té, en las cuales se bebe a tazas llenas el agua
odorífera con el saki, licor sacado del arroz fermentado;
y los confortables fumaderos donde se aspira un tabaco muy fino, y no
el opio, cuyo uso es apenas conocido en Japón.
Despues Picaporte se encontró en la
campiña, en medio de inmensos arrozales. Allí ostentaban
sus últimos colores y sus últimos perfumes las brillantes
camelias, nacidas, no ya en arbustos, sino en árboles y dentro
de las cercas de bambúes se veían cerezos, ciruelos,
manzanos, que los indígenas cultivan más bien por sus
flores que por sus frutos, y que están defendidos contra los
pájaros, palomas, cuervos, y otras aves voraces por medio de
maniquíes haciendo muecas o con torniquetes chillones. No
había cedro majestuoso que no abrigase algún
águila ni sauce bajo el cual no se encontrase alguna garza
melancólicamente posada sobre un pie; finalmente, por todas
partes había cornejas, patos, gavilanes, gansos silvestres y
muchas de esas grullas a las cuales tratan los japoneses de
señorís, porque simbolizan, para ellos, la
longevidad y la dicha.
Al andar así vagando, Picaporte
descubrió algunas violetas entre las hierbas cortas.
-¡Bueno -dijo-, ya tengo cena!
Pero las olió y no tenían perfume
alguno.
-¡No tengo suerte! -pensó.
Cierto es que el buen muchacho había almorzado,
por previsión, todo lo copiosamente que pudo antes de salir del
Carnatic, pero después de un día de paseo se
sintió muy vacío el estómago. Bien había
observado que en la muestra de los camiceros faltaba el camero, la
cabra o el cerdo, y como sabía que es un sacrilegio matar
bueyes, únicamente reservados a las necesidades de la
agricultura, había deducido que la carne escaseaba en
Japón. No se engañaba; pero a falta de todo eso, su
estómago se hubiera arreglado con jabalí, gamo, perdices
o codornices, aves o pescado con que se alimentan exclusivamente los
japoneses, a la par que el producto de suss arrozales. Pero
debió hacer de tripas corazón y dejar para el día
siguiente el cuidado de proveer a su manutención.
Llegó la noche, y Picaporte regresó a la
ciudad indígena, vagando por las calles en medio de faroles
multicolores, viendo a los farsantes ejecutar sus maravillosos
ejercicios y a los astrólogos que, al aire libre, reunían
la gente alrededor de su telescopio. Después volvió al
puerto, esmaltado con las luces de los pescadores, que atraían
los peces por medio de poderosas antorchas encendidas.
Finalmente, las calles se despoblaron. A la multitud
sucedieron las rondas de yakuninos, oficiales que con sus
magníficos trajes y en medio de un séquito
parecían embajadores, y Picaporte repetía alegremente
cada vez que encontraba alguna vistosa patrulla:
-¡Bueno va! ¡Otra embajada japonesa que se
dirige a Europa!

1. Hoy
Tokio.
2. Hoy Kioto.
3. Los norimones y congos
son unas sillas de mano que se distinguen en particular por el mayor
lujo de aquéllos.
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