Martín Paz
Capítulo I Españoles y
mestizos
El dorado disco del sol se había ocultado tras
los elevados picos de las cordilleras; pero a través del
transparente velo nocturno en que se envolvía el hermoso cielo
peruano, brillaba cierta luminosidad que permitía distinguir
claramente los objetos.
Era la hora en que el viento bienhechor, que soplaba
fuera de las viviendas, permitía vivir a la europea, y los
habitantes de Lima, envueltos en sus ligeros abrigos y conversando
seriamente de los más fútiles asuntos, recorrían
las calles de la población.
Había, pues, gran movimiento en la plaza Mayor,
ese foro de la antigua Ciudad de los Reyes. Los artesanos disfrutaban
de la frescura de la tarde, descansando de sus trabajos diarios, y los
vendedores circulaban entre la muchedumbre, pregonando a grandes voces
la excelencia de sus mercancías. Las mujeres, con el rostro
cuidadosamente oculto bajo la toca, circulaban alrededor de los grupos
de fumadores. Algunas señoras en traje de baile, y con su
abundante cabello recogido con flores naturales, se paseaban gravemente
en sus carretelas. Los indios pasaban sin levantar los ojos del suelo,
no creyéndose dignos de mirar a las personas, pero conteniendo
en silencio la envidia que los consumía. Los mestizos, relegados
como los indios a las últimas capas sociales, exteriorizaban su
descontento más ruidosamente.
En cuanto a los españoles, orgullosos
descendientes de Pizarro, llevaban la cabeza erguida, como en el tiempo
en que sus antepasados fundaron la Ciudad de los Reyes, envolviendo en
su desprecio a los indios, a quienes habían vencido, y a los
mestizos nacidos de sus relaciones con los indígenas del Nuevo
Mundo. Los indios, como todas las razas reducidas a la servidumbre,
sólo pensaban en romper sus cadenas, confundiendo en su profunda
aversión a los vencedores del antiguo Imperio de los incas y a
los mestizos, especie de clase media orgullosa e insolente.
Los mestizos, que eran españoles por el
desprecio con que miraban a los indios, e indios por el odio que
profesaban a los españoles, se consumían entre estos dos
sentimientos igualmente vivos.
Cerca de la hermosa fuente levantada en medio de la
plaza Mayor, había un grupo de jóvenes, todos mestizos,
que, envueltos en sus ponchos, como manta de algodón de cuadros,
larga y perforada con una abertura que da paso a la cabeza, vestidos
con anchos pantalones rayados de mil colores, y cubiertos con sombreros
de anchas alas hechos de paja de Guayaquil, hablaban, gritaban y
gesticulaban.
- Tienes razón, Andrés –
decía un hombrecillo muy obsequioso, llamado Milflores.
Este Milflores era una especie de parásito que
padecía Andrés Certa, joven mestizo, hijo de un rico
mercader que había caído muerto en uno de los
últimos motines promovidos por el conspirador Lafuente.
Andrés Certa había heredado un gran caudal, que
derrochaba en obsequio de sus amigos, de quienes, a cambio de sus
puñados de oro, sólo exigía complacencias.
- Los cambios de poder, los pronunciamientos eternos,
¿para qué sirven? - preguntó Andrés en alta
voz -. Si aquí no reina la igualdad, poco importa que gobierne
Gambarra o Santa Cruz.
- ¡Bien dicho, bien dicho! –
exclamó el pequeño Milflores, quien con gobierno
igualitario o sin él jamás habría podido ser igual
a un hombre de talento.
- ¡Cómo! – añadió
Andrés Certa -. Yo, hijo de un negociante, ¿no
podré tener carroza sino tirada por mulas? ¿No han
traído mis buques la riqueza y la prosperidad a este
país? ¿Es que la aristocracia del dinero no vale tanto
como la de la sangre que ostenta sus vanos títulos en
España?
- ¡Es una vergüenza! –
respondió un joven mestizo -. Vean ustedes, ahí pasa don
Fernando en su carruaje tirado por dos caballos. ¡Don Fernando de
Aguillo! Apenas tiene con qué mantener a su cochero y se pavonea
orgullosamente por la plaza. Bueno; ¡ahí viene otro, el
marqués de Vegal!
Una magnífica carroza desembocaba en aquel
momento en la plaza Mayor: era la del marqués de Vegal,
caballero de Alcántara, de Malta y de Carlos III, que iba
sólo al paseo por aburrimiento y no por ostentación.
Abismado en profundos pensamientos, ni siquiera oyó las
reflexiones que la envidia sugería a los mestizos, cuando sus
cuatro caballos se abrieron paso a través de la multitud.
- ¡Odio a ese hombre! – dijo Andrés
Certa.
- ¡No será por mucho tiempo! –
respondió uno de los jóvenes.
- No, porque a todos esos nobles va a
concluírseles pronto el lujo, y hasta puedo decir a dónde
van a parar su vajilla y las joyas de la familia.
- Efectivamente, tú debes saber algo, porque
frecuentas la casa del judío Samuel, en cuyos libros de cuentas
se inscriben los créditos aristocráticos, como se
amontonan en sus cofres los restos de esas grandes riquezas; cuando
todos los españoles sean unos mendigos como su César de
Bazán, llegará la nuestra.
- La tuya, sobre todo, Andrés, cuando te
encarames sobre tus millones - respondió Milflores-. Y ahora
estás a punto de duplicar tu capital… A propósito,
¿cuándo te casas con la hija del viejo Samuel, esa
hermosa limeña que no tiene de judía más que su
nombre de Sara?
- Dentro de un mes – respondió
Andrés Certa -, en cuya fecha será mi caudal el mayor de
todo el Perú.
- Pero – preguntó uno de los
jóvenes mestizos -, ¿por qué no has elegido por
esposa a una española de alto rango?
- Porque desprecio tanto como aborrezco esa clase de
gente.
Andrés Certa no quería confesar que
había sido desdeñado por varias familias nobles en las
que había tratado de introducirse.
En aquel momento recibió un fuerte
empujón de un hombre de elevada estatura y algo canoso, cuya
corpulencia hacía suponer que tenía gran fuerza
muscular.
Aquel hombre, que era un indio de las montañas,
vestía chaqueta parda, debajo de la cual se veía una
camisa de gruesa tela y cuello alto que no ocultaba por completo su
pecho velludo; su calzón corto, rayado de listas verdes, se
unía por medio de ligas rojas a unas medias de color de tierra;
calzaba sandalias de piel de vaca e iba tocado con sombrero puntiagudo,
bajo el cual brillaban grandes pendientes.
Después de haber tropezado con Andrés
Certa, lo miró fijamente.
- ¡Miserable indio! – exclamó el
mestizo, alzando el brazo en actitud amenazadora.
Sus compañeros lo detuvieron.
-¡Andrés, Andrés, ten cuidado!-
exclamó Milflores.
- ¡Atreverse a empujarme un vil esclavo!
- Es el Zambo, un loco.
El Zambo continuó mirando al mestizo, a quien
había empujado intencionadamente; pero éste, que no
podía contener su cólera, sacó un puñal que
llevaba en el cinturón, e iba a precipitarse sobre su agresor,
cuando resonó en medio del tumulto un grito gutural y el Zambo
desapareció.
- Brutal y cobarde – murmuró
Andrés Certa.
- No te precipites – aconsejó Milflores
– y salgamos de la plaza. Las limeñas se muestran
aquí muy orgullosas.
Luego, el grupo de jóvenes se dirigió al
centro de la plaza.
El sol había desaparecido ya en el horizonte, y
las limeñas, con el rostro oculto bajo el manto, continuaban
discurriendo por la plaza Mayor, que estaba todavía muy
animada.
Los guardias a caballo, apostados delante del
pórtico central del palacio del virrey, situado al norte de la
plaza, hacían grandes esfuerzos para mantenerse en su puesto en
medio de aquella multitud bulliciosa. Parecía que los
industriales más diversos se habían dado cita en aquella
plaza, convertida en inmenso bazar de objetos de toda especie. El piso
bajo del palacio del virrey y el pórtico de la catedral,
ocupados por un sinnúmero de tiendas, hacían de aquel
conjunto un mercado inmenso, abierto a todos los productos
tropicales.
En medio del ruido de la muchedumbre resonó el
toque de oraciones del campanario de la catedral, e inmediatamente
cesó el bullicio, sucediendo a los grandes clamores el murmullo
de la oración. Las mujeres cesaron de pasear y se pusieron a
desgranar el rosario.
Y, mientras todos los transeúntes acortaban el
paso o se detenían, inclinando la cabeza para orar, una anciana,
que acompañaba a una joven, pugnaba por abrirse paso entre la
multitud, provocando grandes protestas.
La joven, al oír las increpaciones que se les
dirigían por perturbar el rezo de las personas piadosas, quiso
detenerse; pero la dueña la obligó a seguir.
- ¡Hija del demonio! – murmuraron cerca de
ella.
- ¿Quién es esa condenada bailarina?
- Es una pelandusca.
La joven se detuvo confusa.
Un arriero acababa de ponerle de pronto la mano en el
hombro para obligarla a arrodillarse; pero en aquel momento, un brazo
vigoroso lo echó a rodar por tierra. A esta escena,
rápida como un relámpago, siguió un momento de
confusión.
- Huya usted, señorita – le
aconsejó una voz suave y respetuosa a la joven.
Ésta, pálida de terror, se volvió
y vio un joven indio, de elevada estatura, que, con los brazos
cruzados, esperaba a pie firme a su adversario.
- Por mi alma, estamos perdidas – exclamó
la dueña, arrastrando consigo a la joven.
El arriero, maltrecho a consecuencia de la
caída, se levantó; pero no creyendo prudente pedir
cuentas a un adversario tan vigoroso y resuelto como parecía ser
el joven indio, se dirigió a donde estaban sus mulas, murmurando
inútiles amenazas.

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