Martín Paz
Capítulo III Por seguir a una
mujer
Cuando Andrés Certa, que fue conducido a la
casa de Samuel y acostado en una cama preparada a toda prisa,
recobró los sentidos, estrechó la mano del viejo
judío.
El médico, avisado por un criado, no
tardó en presentarse.
La herida era leve; el hombro del mestizo había
sido atravesado de tal modo por el puñal de su adversario que el
acero sólo había penetrado entre la piel y la carne.
Andrés Certa no debía tardar muchos días en poder
abandonar el lecho.
Cuando Samuel y Andrés Certa se encontraron
solos, dijo éste:
- ¿Quiere usted hacerme el favor de cerrar la
puerta que conduce a la azotea, maese Samuel?
- ¿Pues qué teme? –preguntó
el judío.
- Temo que Sara vuelva a mostrarse a la
contemplación de los indios. No es un ladrón el que me ha
atacado, sino un rival de quien me he librado milagrosamente.
- ¡Ah! ¡Por las santas tablas de la ley
– exclamó el judío – usted se engaña!
Sara será una esposa perfecta, que mantendrá
incólume su honor.
- Maese Samuel – repuso el herido,
incorporándose sobre el lecho -, usted no recuerda que le pago
la mano de Sara en cien mil duros.
- Andrés Certa – exclamó el
judío con cierta sonrisita de avaro -, lo recuerdo tanto que
estoy dispuesto a cambiar este recibo por dinero contante y sonante
– y, al decir esto, Samuel sacó de su cartera un papel que
Andrés Certa rechazó con la mano.
- No existe trato entre nosotros mientras Sara no sea
mi esposa, y no lo será jamás si he de verme obligado a
disputársela a semejante rival. Usted sabe, maese Samuel,
cuál es mi propósito. Me caso con Sara para igualarme a
toda esa nobleza, que no tiene para mí sino miradas de
desprecio.
- Y se igualará usted, Andrés Certa,
porque, una vez casado, verá a los más orgullosos
españoles acudir apresuradamente a sus salones.
- ¿Dónde ha ido Sara esta noche?
- A orar al templo israelita, con la vieja Ammon.
- ¿Por qué la obliga usted a seguir sus
ritos religiosos?
- Soy judío – replicó Samuel
– y Sara no sería mi hija si no cumpliera los deberes de
mi religión.
El judío Samuel era un infame, que traficaba
con todo y en todas partes, como descendiente en línea recta de
aquel Judas que entregó a su maestro por treinta dineros.
Hacía ya diez años que se había instalado en Lima,
fijando su morada, por gusto y por cálculo, en el extremo del
arrabal de san Lázaro, donde con mayor facilidad podía
dedicarse a sus vergonzosas especulaciones. Después, poco a
poco, fue ostentando gran lujo, a cuyo efecto había montado su
casa suntuosamente, contratado numerosos criados y adquirido brillantes
carrozas, que inducían a creer que poseía riquezas
inmensas.
Cuando Samuel fue a establecerse a Lima, Sara
sólo tenía ocho años de edad. Niña graciosa
y bella, agradaba a todos y parecía ser el ídolo del
judío. Algunos años después, su hermosura
atraía todas las miradas, y el mestizo Andrés Certa se
enamoró de ella. Lo que parecía inexplicable era que
hubiese ofrecido cien mil duros por la mano de Sara, pero aquel
contrato era secreto.
Por lo demás, Samuel traficaba no sólo
con los productos indígenas, sino con los sentimientos, y
banquero, prestamista, mercader y armador, tenía el talento de
hacer negocios con todo el mundo. La goleta Anunciación,
que aquella noche debía atracar junto a la embocadura del Rimac,
pertenecía al judío Samuel.
Éste, a pesar del mucho tiempo que dedicaba a
los negocios, no dejaba de cumplir, por obstinación tradicional,
todos los ritos de su religión con superstición
religiosa, y su hija había sido cuidadosamente instruida en las
prácticas israelitas.
Así, cuando hablando con el mestizo,
éste le manifestó su disgusto respecto a este punto, el
anciano permaneció mudo y pensativo. Andrés Certa fue
quien rompió el silencio, diciendo:
- Olvida que el motivo que me mueve a casarme con
Sara, la obligará a convertirse al catolicismo.
- Tiene razón – respondió Samuel,
entristecido -; pero juro por la Biblia que Sara será
judía mientras sea mi hija.
En aquel momento se abrió la puerta de la
habitación dando paso al mayordomo.
- ¿Han capturado al asesino? –
preguntó Samuel.
- Todo induce a creer que ha muerto –
respondió el interpelado.
- ¡Muerto! – exclamó Andrés
Certa, con manifiesta alegría.
- Viéndose entre nosotros, que le íbamos
a los alcances, y una partida de soldados que venía de la
ciudad, se ha arrojado al Rimac por el parapeto del puente.
- Pero ¿quién te asegura que no ha
podido salir a la orilla? – preguntó Samuel.
- La mucha nieve derretida que desciende de las
montañas ha aumentado la corriente del río, hasta
convertirlo en un torrente en aquel paraje – respondió el
mayordomo -. Además, nos hemos apostado en las dos orillas, y el
fugitivo no ha vuelto a aparecer, y he puesto centinelas en las orillas
del Rimac, con orden de que pasen toda la noche vigilando.
- Bien – dijo el anciano - : se ha hecho
justicia a sí mismo. ¿Lo han conocido en su fuga?
- Perfectamente, era Martín Paz, el indio de
las montañas.
- ¿Acaso ese hombre seguía a Sara desde
hace algún tiempo? – preguntó el judío.
- Lo ignoro – respondió la dueña
-; pero cuando los gritos de los criados me han despertado, he corrido
a la habitación de la señorita, y la he encontrado casi
sin sentido.
- Continúa – dijo Samuel.
- A mis reiteradas preguntas respecto a la causa de su
malestar, no ha querido responder, se ha acostado sin aceptar mis
servicios y me ha mandado retirar.
- Ese indio, ¿la seguía con
frecuencia?
- No puedo asegurarlo, señor. Sin embargo, lo
he encontrado muchas veces en las calles del arrabal de San
Lázaro, y esta noche ha socorrido a la señorita en la
plaza Mayor.
- ¿Que la ha socorrido?
¿Cómo?
La vieja refirió lo ocurrido.
- ¡Ah! ¡Mi hija quería arrodillarse
entre los cristianos, y yo ignoraba todo eso! ¿Tú quieres
que te despida?
- Señor, perdóneme usted.
- Márchate – repuso con acritud el
anciano.
La dueña salió de la estancia.
- Ya ve usted que es necesario casarnos al momento
– dijo Andrés Certa; pero necesito descansar, y le ruego
que ahora me deje solo.
Al oír esto, el anciano se retiró
lentamente; pero antes de volver a su cuarto, quiso cerciorarse del
estado de su hija, y entró sin hacer ruido en la
habitación de Sara, que dormía con sueño agitado
entre las cortinas de seda desplegadas a su alrededor.
Una lámpara de alabastro, suspendida del techo
pintado de arabescos, esparcía una suave luz en el aposento, y
la ventana, entreabierta, dejaba pasar al través de las
persianas corridas la frescura del aire, impregnado de los perfumes
penetrantes de los áloes y de las magnolias.
Los mil objetos de arte y de exquisito gusto que
había esparcidos sobre los muebles, preciosamente esculpidos, de
la habitación, revelaban a los vagos resplandores de la noche el
gusto criollo. Parecía que el alma de la joven jugaba con
aquellas maravillas.
El anciano se acercó al lecho de Sara y se
inclinó sobre ella para contemplar su sueño. La joven
judía parecía atormentada por un sentimiento doloroso,
que le hizo exhalar un suspiro, después de lo cual murmuraron
sus labios el nombre de Martín Paz.
Samuel volvió a su aposento.
Cuando, transcurridas algunas horas, la aurora
abrió al sol las puertas del oriente, Sara se levantó a
toda prisa, y Liberto, indio negro, su servidor especial, acudió
a recibir sus órdenes, e inmediatamente ensilló una mula
para su ama y un caballo para él.
Sara acostumbraba pasear por las montañas,
seguida de un criado, que le era muy adicto.
Se vistió una saya de color pardo y un manto de
cachemira de gruesas bellotas; se puso en la cabeza un sombrero de paja
de alas anchas, dejando flotar sobre la espalda sus grandes trenzas
negras, y, para mejor disimular su turbación, se colocó
un cigarrillo de tabaco perfumado entre los labios.
Jinete ya sobre la mula, Sara salió de la
ciudad y echó a correr por el campo con dirección al
Callao. El puerto estaba muy animado; los guardacostas habían
estado batallando toda la noche con la goleta
Anunciación, cuyas maniobras indecisas revelaban el
propósito de cometer algún fraude. La
Anunciación parecía que había esperado
algunas embarcaciones sospechosas hacia la embocadura del Rimac; pero
antes de que éstas llegasen a ella, había huido, burlando
la persecución de las chalupas del puerto.
Circulaban diversos rumores respecto al destino de
aquella goleta, que, según unos, iba cargada de tropas de
Colombia, encargadas de apoderarse de los principales buques del
Callao, para vengar la afrenta inferida a los soldados de
Bolívar, expulsados vergonzosamente del Perú.
Según otros, la goleta se ocupaba
únicamente en el contrabando de lanas de Europa.
Sara, sin prestar atención a estas noticias,
más o menos ciertas, porque su paseo al puerto no había
sido más que un pretexto, regresó a Lima, llegó
cerca de las orillas del Rimac y subió costeando el río
hasta el puente, donde había numerosos grupos de soldados y
mestizos, apostados en diversos puntos.
Liberto había referido a la joven los sucesos
ocurridos durante la noche anterior, y por orden suya interrogó
a varios soldados que estaban inclinados sobre el parapeto, por quienes
supo no solamente que Martín Paz se había ahogado, sino
que no se había podido encontrar su cadáver.
Sara, próxima a desmayarse, se vio precisada a
hacer un poderoso esfuerzo de voluntad para no abandonarse a su
dolor.
Entre las personas que estaban a la orilla del
río, vio a un indio de fisonomía feroz, que
parecía dominado por la desesperación. Este indio era el
Zambo.
Sara, al pasar cerca del viejo montañés,
oyó estas palabras:
- ¡Desgracia! ¡Desgracia! ¡Han
matado al hijo de Zambo, han matado a mi hijo!
La joven levantó la cabeza, indicó por
señas a Liberto que la siguiera, y, sin cuidarse de si la
veía o no, se dirigió a la iglesia de Santa Ana,
dejó su cabalgadura al indio, entró en el templo
cristiano, preguntó por el padre Joaquín, y,
arrodillándose sobre las losas de piedra, encomendó a
Dios el alma de Martín Paz.

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