Martín Paz
Capítulo VIII La
fuga
Mientras tanto, Sara, profundamente angustiada,
permanecía sola en su habitación, de donde no se
atrevía a salir. Sofocada por la emoción, se apoyó
en el balcón que daba a los jardines interiores, y allí
estaba abismada en sus pensamientos cuando vio, de pronto, a un hombre
que procuraba ocultarse en las calles de magnolias. Aquel hombre era
Liberto, su servidor, que parecía espiar a algún enemigo
invisible, ya ocultándose detrás de una estatua, ya
echándose a tierra.
De repente, Sara palideció. Liberto luchaba con
un hombre de alta estatura, que lo había derribado a tierra, y
algunos suspiros ahogados, que se escapaban de la boca del negro,
revelaban que una mano robusta le apretaba el cuello.
La joven iba a gritar en demanda de socorro, cuando
vio levantarse a los dos hombres: el negro miraba a su adversario y le
decía:
- ¡Usted, usted! ¿Es usted?
Y siguió a aquel hombre que, antes que Sara
pudiera lanzar un solo grito, se presentó ante ella como un
fantasma del otro mundo. Así como el negro, derribado bajo las
rodillas del indio, no había podido hablar sino lo que hemos
anotado arriba, la joven, bajo la mirada de Martín Paz, no pudo
a su vez decir sino las mismas palabras:
- ¡Usted, usted! ¿Es usted?
Martín Paz, con los ojos clavados en ella,
dijo:
- ¿Oye la novia los ruidos de la fiesta? Los
invitados se congregan en los salones para ver irradiar la felicidad en
su rostro. ¿Es por ventura una víctima destinada al
sacrificio la que va a presentarse a sus ojos? ¿Puede la novia
mostrarse a su prometido con ese rostro pálido y fatigado por el
dolor?
Sara apenas oía lo que Martín Paz estaba
diciéndole.
El joven indio prosiguió:
- Puesto que la joven llora, mire más
allá de la casa de su padre, más allá de la ciudad
donde padece.
Sara levantó la cabeza, y Martín Paz,
adoptando una actitud altiva, con el brazo extendido hacia las
cordilleras, le mostraba el camino de la libertad.
Sara se sintió arrastrada por un poder
irresistible; las voces de algunas personas que se acercaban a su
habitación llegaron hasta ella; su padre iba a entrar sin duda,
y tal vez su novio lo acompañaba. Martín Paz apagó
de repente la lámpara suspendida sobre su cabeza, y se
oyó un silbido, semejante al que se había oído ya
en la Plaza Mayor.
De pronto, se abrió la puerta de la estancia y
entraron en ésta Samuel y Andrés Certa. La oscuridad era
profunda; acudieron algunos servidores con luces y encontraron el
aposento vacío.
- ¡Maldición! – exclamó el
mestizo.
- ¿Dónde está? –
preguntó Samuel.
- Usted me responde de ella – dijo brutalmente
Andrés Certa.
Al oír esto, el judío se sintió
inundado de un sudor frío que le penetraba hasta los huesos.
- ¡Venga conmigo! – gritó.
Y seguido por sus criados se lanzó corriendo
fuera de la casa.
Mientras tanto, Martín Paz huía por las
calles de la ciudad con cuanta rapidez era posible. A doscientos pasos
de la casa del judío encontró a varios indios, a quienes
el silbido lanzado por él había reunido allí.
- ¡A nuestras montañas! –
exclamó.
- ¡A casa del marqués de Vegal! –
dijo una voz detrás de él.
Se volvió Martín Paz, al oír
esto, y vio al español detrás de él.
- ¿No quieres confiarme esa joven? –
preguntó el marqués.
El indio inclinó la cabeza y dijo
sorprendido:
- ¡A casa del marqués de Vegal!
Martín Paz, cediendo al ascendiente del
marqués, le había confiado la joven, seguro de que en
casa del español no corría el menor riesgo; pero,
comprendiendo lo que el honor exigía, no quiso pernoctar bajo el
techo del marqués.
Salió, pues, presa de violenta
excitación, que le hacía hervir la sangre en las
venas.
Pero no había andado aún cien pasos,
cuando cinco o seis hombres se arrojaron sobre él y, a pesar de
su tenaz resistencia, lograron atarlo. Martín Paz lanzó
un rugido de desesperación; creía haber caído en
poder de sus enemigos.
Pocos instantes después, le quitaron la venda
con que le habían cubierto los ojos, y se encontró en la
sala baja de la taberna en que sus hermanos habían organizado la
rebelión.
El Zambo, que había presenciado el rapto de la
joven, se encontraba allí, rodeado por Manangani y los
demás indios sediciosos. Los ojos de Martín Paz
despidieron relámpagos de cólera.
- Mi hijo no se apiada de mis lágrimas –
dijo el Zambo -, puesto que durante tanto tiempo me deja en la
incertidumbre de si está vivo o muerto.
- ¿Es acaso la víspera de una
insurrección cuando Martín Paz, nuestro jefe, debe
encontrarse en el campo de nuestros enemigos? – preguntó
Manangani.
Martín Paz no respondió a su padre ni al
indio.
- Es decir, ¿qué nuestros más
graves intereses han sido sacrificados en holocausto de una mujer?
Y, mientras decía esto, Managani se
acercó a Martín Paz con el puñal en la mano; pero
Martín Paz no lo miró siquiera.
- Hablemos primero – dijo el Zambo -;
después de las palabras vendrán los hechos. Si mi hijo ha
faltado a sus hermanos, sabré castigar su traición; pero
que tenga cuidado, porque la hija del judío Samuel no
está tan oculta que se nos pueda escapar. Mi hijo
reflexionará: está condenado a muerte, y no hay en la
ciudad una piedra donde pueda reclinar su cabeza. Si, por lo contrario,
liberta a su país, para él serán el honor y la
libertad.
Martín Paz guardó silencio, pero en su
corazón se libraba un terrible combate, porque el Zambo
había hecho vibrar las cuerdas de su altiva naturaleza.
Los insurgentes tenían necesidad de
Martín Paz para llevar a la práctica sus proyectos de
rebelión, porque él ejercía la autoridad suprema
entre los indios de la ciudad, los manejaba a su capricho, y una sola
señal suya podía llevarlos a la muerte.
Se le quitaron las ligaduras por orden del Zambo y
Martín Paz se levantó.
- Hijo mío – le dijo el indio, que lo
observaba con atención -, mañana, durante la fiesta de
los Amancaes, nuestros hermanos caerán como una tromba sobre los
limeños desarmados. Éste es el camino de las cordilleras,
y este otro el de la ciudad; eres libre, y puedes ir adonde te
plazca.
- ¡A las montañas…! –
exclamó Martín Paz -. ¡A las montañas, y ay
de nuestros enemigos!
Y cuando, aquel amanecer, apareció el sol por
el Oriente, iluminó con sus primeros rayos el
conciliábulo que los jefes indios celebraban en el seno de la
cordillera.

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