Martín Paz
Capítulo X El rapto y sus
consecuencias
- ¡En marcha! – dijo Martín
Paz.
Y el marqués siguió en silencio al
indio. Le habían robado a su hija y necesitaba encontrarla.
Se pusieron ambos calzones con correas en las
rodillas, se cubrieron con grandes sombreros de paja, montó cada
uno en una mula, después de haber puesto en las pistoleras
buenas pistolas, y emprendieron la marcha, llevando, además, al
costado una carabina. Martín Paz llevaba también un lazo,
cuyo extremo iba sujeto al arzón de la silla.
Martín Paz conocía las llanuras y las
montañas que iban a atravesar y sabía a qué
país perdido llevaba el Zambo a su novia. ¡Su
novia…! ¿Se atrevería a dar este nombre a la hija
del marqués?
El español y el indio, sin más que una
sola idea y con un solo propósito, penetraron en las gargantas
de la cordillera, donde crecían los cocoteros y los pinos. Los
cedros, los algodoneros, los áloes quedaban tras ellos en las
llanuras cubiertas de maíz. Algunos cactos espinosos picaban a
veces a sus cabalgaduras, haciéndolas vacilar sobre la pendiente
de los precipicios.
A la sazón era empresa dificilísima
atravesar las montañas, porque las nieves se derretían a
los rayos del sol de junio. El agua formaba cataratas espumeantes y
estruendosas que se desprendían de las cumbres de los montes y
rodaban hasta insondables abismos.
Esto no obstante, el marqués y Martín
Paz corrían día y noche sin descanso un solo instante,
hasta que llegaron a la cumbre de los Andes, a catorce mil pies sobre
el nivel del mar. Allí no había ya árboles ni
vegetación, y con frecuencia se veían envueltos en las
terribles tempestades de la cordillera que levantaban torbellinos de
nieve sobre los picos más elevados. El marqués se
detenía a veces a su pesar, pero Martín Paz lo
sostenía y lo abrigaba contra las inmensas ventiscas de
nieve.
En aquel punto, el más elevado de los Andes,
sometidos a un estado enfermizo, que hace temblar al hombre más
intrépido, necesitaron hacer grandísimos esfuerzos de
voluntad para resistir a la fatiga.
En la vertiente oriental de la cordillera encontraron,
al fin, las huellas de los indios, y bajaron de las
montañas.
Al llegar a las inmensas selvas vírgenes que
tanto abundan en las llanuras situadas entre el Perú y el
Brasil, Martín Paz tuvo necesidad de hacer uso de su
extraordinaria sagacidad india para caminar a través de aquellos
bosques inextricables.
Un fuego medio apagado, señales de pasos, la
rotura de algunas ramas, la naturaleza de los vestigios, todo era para
él objeto de un detenido examen.
El marqués temía que a su desgraciada
hija la hubieran obligado a caminar a pie por las piedras y las arenas;
pero el indio le mostró algunos guijarros incrustados en tierra
que revelaban la presión de la pata de un animal; por encima de
sus cabezas vieron ramas que habían sido desviadas en la misma
dirección, y que no podían ser alcanzadas sino por una
persona a caballo. El marqués cobraba esperanzas, y
Martín Paz iba tan confiado y era tan hábil, que no
había para él ni obstáculos insuperables ni
peligros invencibles.
Una noche, Martín Paz y el marqués se
vieron obligados a detenerse a causa del cansancio.
Habían llegado a las orillas de un río:
eran las primeras corrientes del Madera, que el indio reconoció
al punto. Inmensos manglares se inclinaban por encima de las aguas,
uniéndose a los árboles de la otra orilla por medio de
bejucos entrelazados de modo caprichoso.
¿Habían subido los raptores por la
orilla? ¿Habían bajado la corriente del río o la
habían atravesado en línea recta? Éstas eran las
preguntas que se hacía Martín Paz. Siguiendo con pena
infinita algunas huellas que había encontrado, llegó,
costeando la orilla, hasta una explanada, algo menos oscura que el
resto del bosque, donde encontraron huellas que revelaban que una
partida de hombres había atravesado el río en aquel
paraje.
Cuando Martín Paz trataba de orientarse, vio
que se movía detrás de un matorral una especie de masa
negra; preparó su lazo y se dispuso al ataque; pero,
adelantándose algunos pasos, encontró una mula tendida en
tierra y presa de las convulsiones de la agonía. El pobre
animal, expirante, debía haber sido herido lejos del sitio
adonde había llegado, como lo revelaba el largo rastro de sangre
que encontró Martín Paz. Este hallazgo le hizo suponer
que los indios, no pudiendo obligarla a atravesar el río,
habían tratado de matarla a puñaladas. Desde aquel
momento, ya no vaciló acerca de la dirección de sus
enemigos y volvió al lado del marqués, a quien dijo:
- Mañana llegaremos.
- Marchemos enseguida – respondió el
español.
- Pero tenemos que atravesar ese río.
- Lo atravesaremos a nado.
Ambos se desnudaron; Martín Paz reunió
en un lío los vestidos, se puso éste sobre su cabeza, y
los dos entraron silenciosamente en el agua para no despertar la
atención de los peligrosos caimanes, que en gran número
frecuentan los río del Brasil y del Perú.
Al llegar a la otra orilla, se apresuró
Martín Paz a buscar las huellas de los indios; pero, por
más que examinó las hojas y las piedras, no
descubrió nada. Como la rapidísima corriente del
río los había llevado bastante abajo, subieron por la
orilla, donde encontraron señales evidentes del paso de los
indios.
El Zambo había atravesado por allí el
Madera con su tropa, que se había acrecentado al paso.
Efectivamente, los indios de las llanuras y de las montañas, que
esperaban impacientemente el triunfo de la rebelión, al conocer
la traición de que habían sido objeto, lanzaron rugidos
de cólera y siguieron a la tropa del viejo indio para sacrificar
la víctima de que se habían apoderado.
La joven, casi sin conciencia de lo que pasaba en
torno suyo, andaba porque las manos de los indios la empujaban hacia
delante; pero, si la hubieran abandonado en aquellas soledades, no
habría avanzado un paso para librarse de la muerte. A veces
recordaba al joven indio, y entonces caía como una masa inerte
sobre el cuello de su mula. Cuando al otro lado del río se vio
precisada a seguir a pie a sus raptores, dos indios la obligaron a
andar rápidamente dejando tras de sí una huella de
sangre.
Al Zambo le importaba poco que aquella sangre revelase
la dirección que había tomado, porque estaba ya cerca del
objeto de su excursión y pronto las cataratas del río
resonaron con fuerza cerca de ellos.
Los indios llegaron a una especie de pueblecillo,
compuesto de un centenar de cabañas de pinos entrelazados y de
tierra.
Al verlos acercarse, salió del pueblo una
multitud de mujeres y de niños, dando grandes gritos de
alegría; pero la alegría se trocó en cólera
cuando se enteraron de la defección de Martín Paz.
Sara, inmóvil ante sus enemigos, miraba, casi
sin verlos, todos aquellos rostros horribles que gesticulaban en torno
suyo, profiriendo en sus oídos las más terribles
amenazas.
- ¿Dónde está mi esposo? –
decía una -. Tú eres quien lo ha matado.
- ¿Qué has hecho de mi hermano, que no
volverá ya a su cabaña?
- ¡Qué muera! ¡Cada uno de nosotros
debe tener un pedazo de su carne! ¡Que muera!
Y aquellas mujeres, blandiendo puñales,
agitando teas encendidas y levantando piedras enormes,
acercábanse terriblemente amenazadoras a la joven.
- ¡Atrás! – gritó el Zambo
-. Que esperen todos la decisión de los jefes.
Las mujeres retrocedieron al oír las palabras
del viejo indio, lanzando terribles miradas a la joven.
Sara, cubierta de sangre, se encontraba tendida sobre
los guijarros de la orilla.
Más abajo de la aldea, se estrechaba el Madera,
en un lecho profundo, precipitando sus masas de agua con rapidez
fulminante desde una altura de más de cien pies. Los jefes
condenaron a Sara a ser arrojada a aquellas cataratas, sentencia que
debía ejecutarse al salir el sol, a cuya hora la víctima
sería atada a una canoa de corteza y abandonada a la corriente
del Madera.
Así lo decidió el consejo, y si
retardó hasta la mañana siguiente el suplicio de la
víctima, fue con el propósito de ocasionarle mayor
sufrimiento, haciéndole pasar una noche de angustias y
terrores.
Cuando se conoció la sentencia, fue acogida con
aullidos de júbilo por todos los indios, de quienes se
apoderó un delirante regocijo.
Fue una noche de orgía. El aguardiente
fermentó en aquellas cabezas exaltadas, y una multitud de indios
danzando y gritando rodearon a la joven, mientras otros corrían
al través de los campos incultos, blandiendo teas de pino
inflamadas.
Cuando el sol, disipando las sombras de la noche,
mostró su disco de oro por Oriente, la mayoría de los
indios se encontraban completamente borrachos.
La joven fue desatada del poste en que había
pasado la noche y cien brazos quisieron a la vez arrastrarla al
suplicio.
Cuando el nombre de Martín Paz se escapaba de
sus labios, le respondían inmediatamente gritos de odio y de
venganza. Fue preciso subir por entre una inmensa aglomeración
de rocas, los senderos abruptos que conducían al nivel superior
del río, adonde llegó la víctima toda
ensangrentada. Una canoa de corteza de árbol la esperaba a cien
pasos de la catarata, y en ella fue puesta y atada con ligaduras que le
penetraban en las carnes.
- ¡Venganza! – exclamó la tribu
entera a una voz.
La canoa fue arrojada a las aguas, y arrastrada
rápidamente por la corriente, giró sobre sí
misma…
Dos hombres aparecieron en aquel momento en la orilla
opuesta. Eran Martín Paz y el marqués.
- ¡Mi hija, mi hija! – exclamó el
marqués, cayendo de rodillas sobre la playa.
La canoa estaba ya a punto de precipitarse en la
catarata, hacia donde corría con extraordinaria rapidez.
Martín Paz, de pie sobre una roca, lanzó
su lazo, que giró en torno de su cabeza en el instante preciso
en que la embarcación iba a ser precipitada; se
desenrrolló la larga correa de cuero y su nudo corredizo
apresó la canoa.
- ¡Muera! – rugió la horda salvaje
de los indios.
Martín Paz se levantó, y la canoa,
suspendida sobre el abismo, no tardó en llegar hasta
él.
Silbó una flecha en los aires y Martín
Paz cayó sobre la barca de la víctima, yendo a sumergirse
con Sara en el torbellino de la catarata.
Casi en el mismo instante cayó el
marqués con el corazón atravesado por otra flecha.
El indio Martín Paz, y Sara, hija del
marqués de Vegal, se habían desposado en el seno de las
espumosas aguas de la catarata, para entrar en la vida eterna.
En su suprema reunión, la joven cristiana
había impreso, con un ademán, en la frente del indio
regenerado, el sello del bautismo, y ambos debieron hallar gracia ante
el Altísimo, a cuya infinita misericordia confiaron sus almas
momentos antes de abandonar la vida.

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