Martín Paz
Capítulo IX El
combate
Y como todo llega al fin en la vida cuando debe
llegar, también llegó el 24 de junio, día de la
gran fiesta de los Amancaes, en el que todos los habitantes de Lima, a
pie, a caballo o en carruaje, se dirigieron a la célebre meseta,
situada a media legua de distancia de la ciudad. Mestizos e indios se
mezclaban en la fiesta común y marchaban alegremente por grupos
de parientes o de amigos. Cada uno de estos grupos llevaba sus
provisiones e iba precedido por un tocador de guitarra que cantaba los
aires más populares. Avanzaban a través de los campos de
maíz, cruzando los bosques de bananeros o por entre las calles
de sauces en busca de los bosques de limoneros y naranjos, cuyos
perfumes se confundían con los aromas suaves de la
montaña. A lo largo del camino, había puestos ambulantes
que ofrecían a los paseantes aguardiente y cerveza, siendo tan
numerosas las libaciones de estos líquidos, que indios y
mestizos reían a carcajadas, medio ebrios. Los que iban a
caballo hacían caracolear sus monturas en medio de la multitud,
compitiendo unos con otros en celeridad, habilidad y destreza.
Reinaban en la fiesta, que toma el nombre de las
florecillas de la montaña, un ardor y una libertad
inconcebibles, a pesar de lo cual jamás se promovía una
disputa que turbara la alegría pública. Algunos lanceros
a caballo, con corazas resplandecientes, mantenían el orden.
Cuando la multitud llegó a la meseta de los
Amancaes, se oyó un inmenso clamor de admiración, que fue
repetido por los ecos de la montaña.
A los pies de los espectadores se extendía la
antigua Ciudad de los Reyes, cuyas torres y campanarios llenos de
sonoras campanas, se elevaban osadamente hacia el cielo. San Pedro, San
Agustín y la catedral atraían las miradas hacia sus
torres, que brillaban heridas por los rayos del sol. Santo Domingo, la
rica iglesia cuya Virgen no lleva jamás dos días seguidos
el mismo manto, levantaba más que sus vecinas la flecha elegante
de su campanario. A la derecha, el océano Pacífico
hacía ondular sus extensas llanuras azules al soplo de la brisa,
y la vista, volviendo del Callao a Lima, se deleitaba en la
contemplación de todos aquellos monumentos funerarios que
contenían los restos de la gran dinastía de los Incas. En
la lejanía, el cabo Morro-Solar encerraba como en un cuadro los
esplendores de aquel espectáculo.
Pero mientras los limeños contemplaban
admirados tan espléndidos panoramas, se preparaba un drama
sangriento en las heladas cumbres de la cordillera.
Efectivamente, al paso que los habitantes de la ciudad
la iban abandonando, penetraban gran número de indios, que
vagaban por sus calles. Los hombres, que, por lo general, tomaban parte
activa en la fiesta de los Amancaes, se paseaban entonces
silenciosamente y con aire singularmente pensativo. De vez en cuando,
algún jefe les daba apresuradamente una orden secreta y
reanudaban su marcha; pero todos se iban reuniendo poco a poco en los
barrios más ricos de la ciudad.
Cuando el sol comenzó a desaparecer en el
horizonte, la aristocracia limeña emprendió el camino de
los Amancaes, luciendo sus trajes más costosos y sus más
valiosas alhajas. Una interminable fila de coches desfiló entre
los árboles, confundida con las gentes que marchaban a caballo o
a pie.
En el reloj de la catedral dieron las cinco.
Un griterío inmenso resonó en la ciudad.
De todas las plazas, de todas las calles, de todas las casas, salieron
indios con las armas en la mano. Los barrios más hermosos fueron
inundados de insurrectos, algunos de los cuales agitaban por encima de
sus cabezas teas encendidas.
- ¡Mueran los españoles! ¡Mueran
nuestros opresores! – se oía gritar con voces
estentóreas.
Casi al mismo tiempo, se cubrieron las cimas de los
cerros también de indios, que se dispusieron a unirse a sus
hermanos de la ciudad.
Lima ofrecía en aquel momento un aspecto
extraño. Los insurrectos se habían esparcido por todos
los barrios y a la cabeza de una de sus columnas iba Martín Paz,
agitando la bandera negra, en dirección a la Plaza Mayor,
mientras los demás indios atacaban las casas previamente
designadas para ser demolidas. Cerca de él, Manangani lanzaba
feroces aullidos.
En la plaza, los soldados del Gobierno, prevenidos
contra la rebelión, se habían formado en orden de batalla
delante del palacio del presidente, y los insurgentes, al entrar en la
plaza, fueron recibidos por una nutrida granizada de balas.
Sorprendidos al principio por aquella descarga, que
estaban muy lejos de esperar, y que arrebató a muchos la vida,
se lanzaron contra la tropa con ímpetu insuperable,
produciéndose una horrible confusión en que los
contendientes llegaron a pelear cuerpo a cuerpo. Martín Paz y
Manangani hicieron prodigios de valor; pero sólo por milagro se
libraron de la muerte.
Necesitaban tomar el palacio y fortificarse en
él a todo trance.
- ¡Adelante! – gritó Martín
Paz.
Y a su voz se precipitaron los indios al asalto.
Aunque de todas partes eran rechazados, lograron los
indios a su vez hacer retroceder a la tropa que rodeaba el palacio, y
ya Manangani se lanzaba a los primeros escalones del pórtico,
cuando se detuvo repentinamente.
Las filas de los soldados se habían abierto y
por el espacio que habían dejado libre asomaban sus bocas dos
piezas de artillería, colocadas allí para ametrallar a
los sitiadores.
No había tiempo que perder. Era absolutamente
preciso saltar sobre la batería y apoderarse de ella, antes que
disparase.
- ¡Vamos los dos! – exclamó
Manangani, dirigiéndose a Martín Paz.
Pero éste acababa de alejarse y no escuchaba ya
nada, porque un negro le había dicho al oído estas
palabras:
“Están saqueando la casa del
marqués de Vegal, y quizás
asesinándolo.”
Al oír esto, Martín Paz
retrocedió; y Manangani quiso arrastrarlo consigo hacia delante;
pero, en aquel momento, los cañones dispararon y la metralla
diezmó las filas de los indios.
- ¡Síganme! – gritó
Martín Paz.
Varios compañeros, que le eran muy adictos, se
unieron a él, y con la ayuda de éstos consiguió el
indio abrirse paso entre los soldados.
Aquella fuga tuvo todas las apariencias y resultado de
una traición, porque, creyéndose los indios abandonados
por su jefe, fue imposible reunirlos de nuevo, a pesar de los esfuerzos
que realizó Manangani para llevarlos al combate. Envueltos en
una nube espesa de tropas que los fusilaban sin piedad, se produjo una
espantosa confusión y su derrota completa. Las llamas, que se
elevaban al cielo en ciertos barrios, atrajeron a algunos fugitivos
sedientos de pillaje; pero los soldados los persiguieron espada en
mano, dando muerte a gran número de ellos.
Entretanto, Martín Paz llegó a casa del
marqués, donde se sostenía una lucha encarnizada,
dirigida por el mismo Zambo. El indio tenía sumo interés
en entrar allí, porque, combatiendo al español, deseaba
al mismo tiempo apoderarse de Sara, prenda de la fidelidad de su
hijo.
Derribadas la puerta y las paredes del patio, se
presentó el marqués con la espada en la mano, rodeado por
sus servidores para rechazar a la turba que invadía su palacio.
La altivez de aquel hombre y su valor tenían algo de sublimes.
No sólo no trataba de evitar el peligro, sino que parecía
buscarlo con tal de sembrar la muerte en su derredor.
Pero, ¿qué podía hacer contra
aquella multitud de indios que, lejos de disminuir, aumentaba por
momentos con la llegada de los vencidos de la Plaza Mayor?
Viendo el marqués disminuir sus fuerzas y sus
defensores, estaba ya decidido a dejarse matar sin oponer resistencia,
en vista de la inutilidad de sus esfuerzos, cuando Martín Paz,
con la rapidez del rayo, acometió a los agresores,
obligándolos a volverse contra él y, consiguiendo llegar
hasta el marqués, en medio de las balas, para servirle de escudo
con su cuerpo.
- ¡Bien, hijo mío, bien! – dijo el
marqués a Martín Paz, estrechándole la mano.
Pero el joven indio estaba triste y no desarrugaba el
ceño.
- ¡Bien, Martín Paz! –
repitió otra voz que le llegó al alma.
Conoció a Sara, y su brazo trazó un
ancho círculo de sangre en torno suyo. La tropa del Zambo
empezaba a ceder. Aquel nuevo Bruto había dirigido por segunda
vez los golpes contra su hijo sin poder alcanzarlo, en tanto que
Martín Paz, cuando en el ardor de la lucha veía que el
enemigo sobre quien iba a descargar el hacha era su padre, desviaba el
arma para no herirlo.
De repente, Manangani, cubierto de sangre, se puso al
lado del Zambo, diciéndole:
- Has jurado vengar la traición de un infame en
sus parientes, en sus amigos y en él mismo, y ha llegado el
momento de que cumplas tu palabra, porque los soldados se acercan y el
mestizo Andrés Certa viene con ellos.
- Ven, pues, Manangani – dijo el Zambo,
riéndose ferozmente -; ven.
Y saliendo ambos de la casa del marqués,
corrieron hacia la tropa que llegaba al paso de carga. Las tropas les
apuntaron; pero el Zambo, sin intimidarse, se fue derecho al
mestizo.
- Si es usted Andrés Certa – le dijo -,
sepa que su novia se encuentra en casa del marqués, y
Martín Paz va a llevársela a las montañas.
Y, dicho esto, los indios desaparecieron.
El Zambo había puesto frente a frente a los dos
enemigos mortales, y los soldados, engañados por la presencia de
Martín Paz, se precipitaron contra la casa del
marqués.
Andrés Certa, loco de furor y de celos, se
arrojó contra Martín Paz, tan pronto como lo vio.
- Ahora nos las entenderemos nosotros dos –
gritó el joven indio, y abandonando la escalera de piedra, que
tan valientemente había defendido, corrió hacia donde se
encontraba el mestizo.
Allí se encontraron pecho contra pecho,
tocándose las caras y confundiéndose las miradas en un
relámpago de odio. Ni amigos ni enemigos podían acercarse
a ellos, que, estrechamente abrazados, ni respiraban siquiera.
Andrés Certa se irguió contra
Martín Paz, a quien se le había caído el
puñal; pero, al levantar el brazo el mestizo, logró el
indio asirlo antes de que le hiriese. Andrés Certa
intentó inútilmente desprenderse de su enemigo, quien,
volviendo su puñal contra aquél, se lo clavó hasta
el puño en el corazón.
Después, se arrojó en brazos del
marqués de Vegal.
- ¡A las montañas, hijo mío!
– exclamó el marqués -. Huye a las montañas,
te lo ordeno.
En aquel momento, se presentó el judío
Samuel y se precipitó sobre el cadáver de Andrés
Certa, arrancándole la cartera que llevaba en el bolsillo; pero
Martín Paz, que lo había visto, se apresuró a
apoderarse de ella, la abrió, la hojeó, exhaló un
grito de alegría y, avanzando hacia el marqués, le puso
en la mano un papel que decía lo siguiente:
“He recibido del señor Andrés
Certa cien mil duros, cantidad que me comprometo a devolverle si Sara,
a quien salvé del naufragio del San José, no es
hija y única heredera del marqués de Vegal.”
“Samuel.”
- ¡Mi hija! – exclamó el
español, y se precipitó en el aposento de Sara; pero
ésta no estaba allí. El padre Joaquín, que,
bañado en su propia sangre, se encontraba en aquella estancia,
no pudo articular más que estas palabras:
- El Zambo…, robada…, río de
Madera.

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