Martín Paz
Capítulo IV El noble
español
Cualquier otro que no hubiera sido
Martín Paz, habría perecido en las aguas del Rimac; pero
él, que estaba dotado de una insuperable fuerza de voluntad y de
una extraordinaria sangre fría, cualidades propias de todos los
indios libres del Nuevo Mundo, logró salvarse de la muerte,
aunque no sin gran esfuerzo.
Martín Paz sabía que los soldados
agotarían todos sus recursos para prenderle debajo del puente,
donde la corriente era casi inevitable; pero cortándola
vigorosamente por esfuerzos repetidos, llegó a dominarla y,
hallando menos resistencia en las capas inferiores del agua,
logró llegar a la orilla y ocultarse detrás de una
espesura de manglares.
Pero una vez fuera del agua, ¿qué
resolución podría tomar que no lo comprometiera? Si los
soldados que lo perseguían cambiaban de opinión y
subían por la orilla arriba, Martín Paz sería
infaliblemente capturado; pero como él no era hombre que tardara
mucho en adoptar una resolución, decidió en seguida
entrar en la ciudad y ocultarse en ella.
Para evitar que lo viesen los paseantes que
habían demorado el regreso a sus casas, Martín Paz
siguió una de las calles más anchas; pero al entrar en
ella, le pareció que lo espiaban, y no pudiendo detenerse a
reflexionar, miró en torno suyo, buscando un refugio. Sus ojos
se fijaron en una casa todavía brillantemente iluminada, y cuya
puerta cochera estaba abierta para dar paso a los coches que
salían del patio y llevaban a sus diferentes domicilios a las
eminencias de la aristocracia española.
Martín Paz se introdujo sin ser visto en
aquella casa, y apenas hubo entrado se cerraron sus puertas.
Subió apresuradamente una rica escalera de madera de cedro,
adornada con tapices de mucho precio, y llegó a los salones, que
estaban todavía iluminados pero enteramente vacíos; los
atravesó con la celeridad de un relámpago y
ocultóse, en fin, en un oscuro cuarto.
Poco después, se extinguió la luz que
brillaba en aquellos lujosos aposentos y la casa quedó en
silencio.
Martín Paz se ocupó entonces en
reconocer el sitio en que se encontraba, y vio que las ventanas de
aquella habitación daban a un jardín interior.
Ya se disponía a huir por allí,
creyéndolo factible, cuando oyó que le decían:
- Señor ladrón, ¿por qué
no roba usted los diamantes que están sobre esa mesa?
Al oír esto, se volvió Martín Paz
rápidamente y vio a un hombre de altiva fisonomía que le
mostraba con el dedo un estuche lleno de diamantes.
Martín Paz, insultado de aquel modo, se
acercó al español, cuya serenidad parecía
inalterable, sacó su puñal y, volviendo la punta contra
su pecho, dijo sordamente:
- Señor, si repite usted semejante insulto, me
daré muerte a sus pies.
El español, admirado, contempló con
atención al indio, y sintió hacia él una especie
de simpatía, en virtud de lo cual se dirigió a la
ventana, la cerró suavemente y, volviéndose hacia el
indio, cuyo puñal había caído en tierra, le
preguntó:
- ¿Quién es usted?
- El indio Martín Paz. Me persiguen los
soldados porque me he defendido contra un mestizo que me atacaba y lo
he derribado a tierra de una puñalada. Mi adversario es el novio
de una joven a quien amo; y ahora, que sabe ya quién soy, puede
usted entregarme a mis enemigos, si lo cree conveniente.
- Muchacho – replicó simplemente el
español -, mañana salgo para los baños de
Chorrillos. Puedes acompañarme si quieres, y estarás por
el momento al abrigo de toda persecución. Si lo haces, no
tendrás nunca que quejarte de la hospitalidad del marqués
de Vegal.
Martín Paz se limitó a inclinarse con
respeto.
- Puedes acostarte en esa cama y descansar esta noche
– añadió el marqués -, sin que nadie
sospeche que te encuentras aquí.
El español salió de la estancia dejando
al indio conmovido con su generosa confianza. Después,
Martín Paz, abandonándose a la protección del
marqués, se durmió tranquilamente.
Al día siguiente, al salir el sol, el
marqués dio las órdenes necesarias para la partida, y
envió recado al judío Samuel de que fuese a verlo; pero
antes fue a oír la primera misa de la mañana.
Ésta era una piadosa práctica que no
dejaban de observar todos los miembros de la aristocracia peruana,
porque Lima, desde su fundación, había sido siempre muy
católica, y además de sus muchas iglesias, contaba
todavía con veintidós conventos de frailes, diecisiete de
monjas y cuatro casas de retiro para las mujeres que no pronunciaban
votos religiosos. Como cada uno de estos establecimientos tenía
una iglesia particular, existían en Lima más de cien
edificios dedicados al culto, donde ochocientos clérigos
seglares o regulares, trescientas religiosas y hermanos legos,
celebraban las ceremonias del culto católico.
Al entrar en Santa Ana el marqués de Vegal, vio
a una joven arrodillada, que oraba fervorosamente y lloraba con
desconsuelo. Parecía presa de dolor tal, que el marqués
no pudo contemplarla sin cierta emoción, y ya se disponía
a dirigirle algunas palabras de conmiseración, cuando
llegó el padre Joaquín, y le dijo en voz baja:
- Señor marqués, por favor, no se le
acerque usted.
Luego, el fraile hizo una señal a Sara y
ésta lo siguió a una capilla oscura y desierta.
El marqués se dirigió al altar y
oyó la misa, después de lo cual regresó a su casa,
pensando involuntariamente en aquella joven, cuya imagen había
quedado profundamente grabada en su imaginación.
En el salón de su casa encontró al
judío Samuel, que estaba esperándole, y parecía
haber olvidado los sucesos de la noche anterior. Su semblante estaba
iluminado por la esperanza del lucro.
- ¿Qué manda su señoría?
– preguntó al español.
- Necesito treinta mil duros antes de una hora.
- ¡Treinta mil duros! ¿Y quién los
tiene? Por el santo rey David, señor marqués, va a
costarme más trabajo encontrarlos que lo que su
señoría se imagina.
- Aquí tengo joyas de gran valor – repuso
el marqués, sin hacer caso de las palabras del judío -, y
además puedo vender a usted por poco precio un terreno muy
extenso que tengo cerca del Cuzco.
- ¡Ah, señor! – exclamó
Samuel -, las tierras nos arruinan, porque nos faltan brazos para
cultivarlas. Los indios se retiran a las montañas y las cosechas
no producen lo que cuesta la recolección.
- ¿En cuánto valora usted esos
diamantes? – preguntó el marqués.
Samuel sacó del bolsillo una balanza
pequeña de precisión, y se puso a pesar las piedras con
minuciosa detención, pero sin dejar de hablar, despreciando,
como de costumbre, la prenda que se le ofrecía.
- ¡Los diamantes…! ¡Mala
hipoteca…! No producen nada. Es lo mismo que enterrar el
dinero… Observará, su señoría, que el agua
de este diamante no es de una limpieza perfecta… Ya sabe su
señoría que estos adornos tan costosos no son
fáciles de vender, por lo que me vería obligado a
enviarlos a las provincias de la Gran Bretaña. Los
norteamericanos me los comprarán seguramente; pero será
para cederlos a los hijos de Albión. Quieren, por consiguiente,
y es justo, ganar una comisión honrosa, que cae sobre mis
costillas… Supongo que diez mil duros contentará a su
señoría. Es poco, sin duda, pero…
- Ya he dicho – repuso el español
despectivamente – que necesito mucho más de diez mil
duros.
- Señor, no puedo dar un centavo
más.
- Llévese las joyas y envíeme
inmediatamente el dinero. Para completar los treinta mil duros que
necesito, le daré esta casa en hipoteca. ¿No le parece
bastante sólida?
- ¡Ah, señor, en esta ciudad, donde son
tan frecuentes los terremotos, no se sabe quién vive ni
quién muere, ni quién cae, ni quién se mantiene en
pie!
Y mientras decía esto, Samuel se empinaba sobre
la punta de los pies, dejándose luego caer sobre los talones
varias veces, para apreciar la solidez del piso.
- En fin, como tengo verdaderos deseos de servir a su
señoría – dijo -, pasaré por lo que quiera,
aunque en este momento no me conviene desprenderme de metálico,
porque voy a casar a mi hija con el caballero Andrés
Certa… ¿Lo conoce su señoría?
- No lo conozco, y le ordeno a usted de nuevo que me
envíe en seguida la cantidad que le he pedido. Llévese
esas joyas.
- ¿Quiere su señoría un recibo?
– preguntó el judío.
El marqués, sin responderle, pasó a la
habitación inmediata.
- ¡Orgulloso español…! –
murmuró Samuel, entre dientes -. Quiero confundir tu insolencia
del mismo modo que voy a disipar tus riquezas. ¡Por
Salomón, soy hombre hábil, porque mis intereses corren
parejas con mis sentimientos!
El marqués, al separarse del judío,
encontró a Martín Paz profundamente abatido.
- ¿Qué tienes? – le
preguntó cariñosamente.
- Señor, la joven a quien amo es la hija de ese
judío.
- ¡Una judía! – exclamó el
marqués, con sentimiento de repulsión que le fue
imposible dominar.
Pero, al advertir la tristeza del indio,
añadió:
- Marchemos, amigo mío, ya hablaremos de esas
cosas con detenimiento.
Una hora más tarde, Martín Paz,
disfrazado, salía de la ciudad en compañía del
marqués, que no llevaba consigo a ninguno de sus criados.
Los baños de mar de Chorrillos se encuentran a
dos leguas de Lima. Es una parroquia india que posee una bonita
iglesia, y durante la estación del calor es el punto de
reunión de la sociedad elegante limeña. Los juegos
públicos, prohibidos en Lima, están abiertos en
Chorrillos durante el verano, y a ellos concurren las señoras de
dudosa moralidad, que, actuando de diablillos, hacen perder a
más de un rico caballero su caudal en pocas noches.
Como Chorrillos estaba a la sazón poco
frecuentado aún, el marqués y Martín Paz,
retirados en una casita edificada a orillas del mar, pudieron vivir en
paz, contemplando las vastas llanuras del Pacífico.
El marqués, miembro de una de las más
antiguas familias del Perú, era el último descendiente de
la soberbia línea de antepasados, de la que con razón se
mostraba orgulloso; pero en su rostro advertíanse las huellas de
una profunda tristeza. Después de haber intervenido durante
algún tiempo en los asuntos políticos, había
experimentado una repugnancia infinita hacia las revoluciones
incesantes, hechas en beneficio de ambiciones personales, y se
había retirado de la política y apartado de la sociedad,
viviendo casi en retiro, sólo interrumpido a raros intervalos
por deberes de estricta cortesía.
Su inmenso caudal se iba disipando poco a poco. El
abandono en que quedaban sus tierras por la falta de brazos, le
obligaba a hacer empréstitos onerosos; pero la perspectiva de
una ruina próxima no le espantaba. La indolencia natural de la
raza española, unida al aburrimiento de su existencia
inútil, le había hecho insensible a las amenazas del
porvenir. Esposo en otro tiempo de una mujer adorable, y padre de una
niña encantadora, se había encontrado de pronto solo, a
consecuencia de una horrible catástrofe que le arrebató
aquellos dos objetos de su amor… Desde entonces, ningún
afecto le unía al mundo, y dejaba deslizarse su vida al impulso
de los acontecimientos.
Creía que su corazón había muerto
por completo, cuando lo sintió palpitar de nuevo al contacto de
Martín Paz. Aquella naturaleza ardiente despertó el fuego
encubierto bajo la ceniza; la orgullosa presencia de ánimo del
indio repercutía en el noble caballero, que, cansado de los
españoles de su clase, en quienes no tenía ya confianza,
y disgustado de los mestizos egoístas, que querían
equipararse con él, se complacía en aproximarse a aquella
raza primitiva, que tan valientemente había disputado el suelo
americano a los soldados del conquistador Pizarro.
El indio pasaba por muerto en Lima, según las
noticias que el marqués había adquirido; pero
éste, considerando el amor de Martín Paz hacia una
judía como cosa peor que la muerte misma, resolvió
salvarlo de nuevo, dejando casar a la hija de Samuel con Andrés
Certa.
Así, mientras que Martín Paz estaba
profundamente apenado y la tristeza le invadía el
corazón, el marqués evitaba toda alusión a lo
pasado, y hablaba al joven indio de cosas sin importancia.
Un día, sin embargo, agitado por sus tristes
pensamientos, le preguntó:
- ¿Por qué, amigo mío, una
pasión vulgar te ha de hacer renegar de la nobleza de tus
abuelos? ¿No desciendes del valiente Manco Capac, a quien su
patriotismo elevó a la categoría de héroe?
¿Qué papel representaría un hombre que se dejara
abatir por una pasión indigna? ¿Acaso han desistido los
indios de reconquistar algún día su independencia?
- Para eso trabajamos, señor –
contestó Martín Paz -, y no está lejos el
día en que mis hermanos se levantarán en masa.
- Ya te entiendo. Aludes a esa guerra sorda que tus
hermanos están preparando en las montañas. A una
señal bajarán a la ciudad con las armas en la mano; pero
serán vencidos, como lo han sido siempre. Ya ves cómo sus
intereses desaparecen en medio de las revoluciones perpetuas de las que
es teatro el Perú; revoluciones que perderán al mismo
tiempo a los indios y a los españoles, en beneficio de los
mestizos.
- Nosotros salvaremos al país – repuso
Martín Paz.
- Sí, lo salvarán, si comprenden su
misión – dijo el marqués. Óyeme, pues que te
amo como a un hijo. Lo digo con dolor, pero a nosotros, los
españoles, hijos degenerados de una raza poderosa, nos falta la
energía necesaria para levantar un Estado, y, por consiguiente,
a ustedes les toca triunfar de este desdichado americanismo que
tiende a rechazar a los colonos extranjeros. Sí, sábelo;
sólo una inmigración europea puede salvar el antiguo
Imperio peruano, y, en vez de esa guerra intestina que preparan, y que
tiende a excluir todas las castas, a excepción de una sola,
deben tender francamente la mano a los hombres trabajadores del Viejo
Mundo.
- Los indios, señor, considerarán
siempre como enemigos a los extranjeros, cualesquiera que sean, y
jamás han de permitir que respiren impunemente el aire de sus
montañas. El dominio que ejerzo sobre ellos quedaría sin
efecto el día en que no jurase la muerte de sus opresores.
Además, ¿qué soy ahora? –
añadió Martín Paz con gran tristeza. Un fugitivo
que no viviría tres horas si me encontraran en Lima.
- Amigo, es preciso que me prometas que no has de
volver a salir.
- ¡Ah! No puedo prometérselo a usted,
señor marqués, porque si lo prometiese
mentiría.
El marqués enmudeció; la pasión
del joven indio se acrecentaba de día en día, y el noble
caballero temblaba ante la idea de verlo correr a una muerte cierta, si
volvía a presentarse en Lima, por lo que deseaba que se
celebrara cuanto antes el matrimonio de la judía, matrimonio
que, si le hubiera sido posible, habría él apresurado,
según sus deseos.
Para cerciorarse del estado de las cosas, salió
de Chorrillos una mañana y fue a la ciudad, donde supo que
Andrés Certa, restablecido de su herida, salía ya a la
calle, y que su próximo matrimonio era el objeto de todas las
conversaciones.
El marqués quiso conocer a la joven amada por
Martín Paz, y con este objeto se dirigió a la plaza
Mayor, donde a ciertas horas había siempre una gran multitud, y
donde encontró al padre Joaquín, su antiguo amigo. El
venerable fraile se quedó profundamente sorprendido cuando el
marqués le dijo que Martín Paz no había muerto,
apresurándose a prometer que velaría por la vida del
joven indio, y que le daría todas las noticias que le
interesaran.
De improviso, las miradas del caballero se dirigieron
a una joven arrebujada en un manto negro que iba sentada en una
carretela.
- ¿Quién es esa hermosa muchacha?
– preguntó al padre Joaquín.
- La hija del judío Samuel, prometida de
Andrés Certa.
- ¡Ella! ¡La hija de un judío!
El marqués se quedó profundamente
admirado y, estrechando la mano del padre Joaquín, volvió
a tomar el camino de Chorrillos.
Su sorpresa era natural, porque había
reconocido en la pretendida judía a la joven a quien
había visto orar fervorosamente en la iglesia de Santa Ana.

Subir
|