Martín Paz
Capítulo VI El juego y las
confidencias
Andrés Certa, completamente restablecido y
creyendo que Martín Paz había dejado de existir,
apresuraba su matrimonio, deseando que llegara el día de pasear
por las calles de Lima a la joven judía.
Sara no dejaba de tratarlo con altiva indiferencia,
pero él no hacía caso, porque consideraba a la joven como
un objeto de valor que había comprado por cien mil duros.
Sin embargo, Andrés Certa desconfiaba del
judío, y no le faltaba motivo para ello, porque si el contrato
era poco honrado, los contratantes lo eran menos.
El mestizo, pues, quiso tener con Samuel una
entrevista secreta, a cuyo fin lo llevó un día a
Chorrillos, deseando también probar su suerte en el juego antes
de la boda.
Los juegos habían empezado pocos días
después de la llegada del marqués de Vegal, y desde
entonces se veía constantemente concurrido el camino de Lima.
Algunos, que iban a Chorrillos a pie, volvían en carruaje,
mientras otros dejaban allí los últimos restos de su
fortuna.
El marqués y Martín Paz no tomaban parte
en aquellos placeres; el joven indio estaba profundamente preocupado
por causas más nobles.
Después de pasear con el marqués,
volvía todas las noches a su aposento y se ponía de codos
en la ventana, donde pasaba largas horas meditando.
El marqués no olvidaba a la hija de Samuel, a
quien había visto orar en el templo católico; pero no se
había atrevido a revelar aquel secreto a Martín Paz,
aunque le iba instruyendo poco a poco en las verdades cristianas.
Temía reanimar en su corazón sentimientos que deseaba
extinguir, porque el indio proscrito debía renunciar a toda
esperanza de contraer matrimonio con la hija del judío. Mientras
tanto, la Policía había concluido por abandonar la
persecución de Martín Paz, y, transcurrido algún
tiempo, merced a la influencia de su protección, el indio
quizá lograra ocupar un puesto en la sociedad peruana.
Pero sucedió que, Martín Paz,
desesperado, resolvió averiguar qué había sido de
la joven, y, con este propósito, se introdujo, vestido con un
traje español, en una sala de juego para escuchar las
conversaciones de los concurrentes. Andrés Certa, que era hombre
muy conocido, y su matrimonio, que seguramente estaría ya
próximo, debían ser objeto de alguna
conversación.
Así, pues, una noche, en vez de encaminarse,
como de ordinario, a la orilla del mar, se dirigió a las altas
rocas donde están situadas las principales casas de Chorrillos,
y entró en una de ellas, dotada de una ancha escalera de
piedra.
Aquélla era una casa de juego, donde aquel
día habían perdido grandes cantidades algunos
limeños, y donde otros, fatigados de la tarea de la noche
precedente, descansaban en el suelo, envueltos en sus ponchos.
A la sazón, no faltaban jugadores delante del
tapete verde, dividido en cuatro cuadros por dos líneas, que se
cortaban en el centro en ángulo recto. En cada uno de estos
cuadros se hallaban las primeras letras de las palabras
“azar” y “suerte”: A. S. Los jugadores
apuntaban a una u otra de aquellas letras, y el banquero tenía
las puestas, mientras arrojaba sobre la mesa dos dados, cuyos puntos
combinados hacían ganar a la A o a la S.
La partida estaba muy animada, y un mestizo apuntaba
al azar con ardor febril.
- ¡Dos mil duros! – exclamó.
El banquero agitó los dados y el jugador
estalló en imprecaciones.
- ¡Cuatro mil duros! – dijo de nuevo, y
volvió a perder.
Martín Paz, protegido por la sombra del
salón, pudo ver el rostro del jugador.
Era Andrés Certa.
Al lado de éste se encontraba el judío
Samuel.
- Bastante ha jugado usted, señor – le
dijo Samuel -, y ya ha podido convencerse de que hoy no tiene
suerte.
- ¿A usted qué le importa? –
respondió con acritud el mestizo.
Samuel se inclinó a su oído para
decirle:
- Si a mí no me importa, a usted le interesa
abandonar esas costumbres en los días que preceden a su
matrimonio.
- ¡Ocho mil duros! – gritó
Andrés Certa, apuntando a la S.
Salió la A y el mestizo lanzó una
blasfemia.
- ¡Juego! – volvió a decir el
banquero.
Andrés Certa sacó un puñado de
billetes de su bolsillo para aventurar una suma considerable al juego,
llegando a ponerla en uno de los cuadros. El banquero agitaba ya los
dados, cuando una seña de Samuel lo detuvo. El judío
volvió a inclinarse al oído del mestizo, y le dijo:
- Si no le queda a usted la cantidad necesaria para
llevar a efecto nuestro contrato, esta noche quedará roto.
Andrés Certa se encogió de hombros, hizo
un gesto de rabia y, recobrando su dinero, salió
rápidamente de la estancia.
- Continúe usted ahora – dijo Samuel al
banquero -; ya arruinará a este señor después de
que se haya casado.
El banquero se inclinó con sumisión ante
Samuel, que era fundador y propietario de los juegos de Chorrillos.
Dondequiera que había algo que ganar, se encontraba aquel
hombre.
Samuel siguió al mestizo, y cuando hubieron
llegado a la escalinata, le dijo:
- Tengo cosas muy graves que decirle.
¿Dónde podemos hablar sin que nos oigan?
- Donde usted quiera – respondió
bruscamente Andrés Certa.
- Tenga calma y no pierda el porvenir por un momento
de mal humor. No me inspiran confianza los aposentos mejor cerrados, ni
las llanuras más desiertas, porque lo que tengo que decir a
usted es un secreto que vale la pena que se guarde.
Mientras hablaban, los dos hombres habían
llegado a la playa, frente a las casetas destinadas a los
bañistas; pero ignoraban que tras ellos iba Martín Paz,
deslizándose en la oscuridad como una serpiente.
- Tomemos una canoa y salgamos al mar – dijo
Andrés Certa.
Andrés Certa desató de la orilla una
pequeña embarcación, después de dar algunas
monedas al guarda; Samuel y el mestizo se embarcaron, y el
último empujó la barca mar adentro.
Martín Paz, al verla alejarse, se ocultó
en el hueco de unas peñas, se desnudó apresuradamente, se
arrojó al agua y nadó hacia la canoa, llevando consigo su
cinturón y su puñal.
El sol acababa de sepultar sus últimos rayos en
las olas del Pacífico, y el cielo y el mar estaban envueltos en
las tinieblas.
Martín Paz no había pensado siquiera en
el peligro que corría, a causa de los tiburones que surcaban
aquellos funestos parajes.
Se detuvo, no lejos de la embarcación en que
iban el mestizo y el judío y al alcance de su voz.
- Pero ¿qué prueba de la identidad de la
joven puedo yo dar a su padre? – preguntaba en aquel momento
Andrés Certa al judío.
- Puede usted recordarle las circunstancias en que
perdió a la niña.
- ¿Y cuáles son?
- Voy a decírselo.
Martín Paz, sosteniéndose sobre las
olas, escuchaba, pero sin comprender por completo lo que hablaban.
- El padre de Sara, que es el gran señor que
usted conoce – dijo el judío-, vivía en la
Concepción, comarca de Chile; pero entonces su caudal
corría parejas con su nobleza. Obligado a venir a Lima para
asuntos de interés, salió solo de la Concepción,
dejando allí a su mujer y a su hija; esta última de
quince meses de edad. Como el clima del Perú le convino,
envió a la marquesa orden de que viniera a reunirse con
él. La marquesa se embarcó en el San José,
de Valparaíso, con algunos criados de su confianza, y en el
mismo buque venía yo al Perú. El San José
debía hacer escala en Lima; pero a la altura de la isla de Juan
Fernández, se desató un huracán terrible que lo
desarboló y lo arrojó sobre la costa. Los hombres de la
tripulación y los pasajeros se refugiaron en la chalupa; pero al
ver el mar tan enfurecido, la marquesa se negó a embarcarse en
ella; estrechó a su hija entre sus brazos y se quedó en
el buque; yo me quedé con ella. La chalupa se alejó, y a
cien brazas del San José se sepultó en el mar con
toda la gente que llevaba y nos quedamos solos. La tempestad
rugía cada vez con mayor violencia; pero como mi caudal no iba a
bordo, no perdí la esperanza de salvarme. El San
José, que tenía cinco pies de agua en la cala, fue
arrastrado por la corriente y se estrelló contra las rocas de la
costa. La marquesa fue arrojada al mar con la niña: pero,
afortunadamente, pude apoderarme de ésta, y, mientras la madre
perecía a mi vista, yo, sano y salvo, con la niña, pude
ganar la orilla.
- Todos esos detalles ¿son exactos?
- Completamente exactos, y el padre no lo
desmentirá. Yo realicé aquel día un buen negocio,
porque me va a valer los cien mil duros que usted ha de entregarme.
“¿Qué quiere decir esto?”,
se preguntaba asombrado Martín Paz.
- Aquí tiene mi cartera con los cien mil duros
– respondió Andrés Certa.
- Gracias, señor – dijo Samuel,
apoderándose del tesoro -. Tome usted este recibo, en el que me
comprometo a restituirle doble cantidad de la que me ha entregado si en
virtud de su matrimonio no llega usted a formar parte de una de las
primeras familias de España.
El indio, obligado a sumergirse para evitar el choque
de la embarcación, no había oído esta
última frase; pero al ocultarse bajo las aguas, sus ojos
pudieron ver una masa informe, que se deslizaba rápidamente
hacia donde él estaba.
Era una tintorera, tiburón de la especie
más cruel.
Martín Paz vio que el animal se aproximaba y se
sumergió profundamente, mas pronto se vio obligado a volver a la
superficie del agua para respirar. El tiburón dio entonces un
coletazo a Martín Paz, que sintió que las escamas
viscosas del monstruo le rozaban el pecho. El tiburón se
volvió sobre la espalda, entreabriendo su mandíbula,
armada de una triple fila de dientes, para morder su presa; pero
Martín Paz, al ver brillar el vientre blanco del animal, lo
hirió con su puñal.
La sangre del monstruo marino tiñó de
rojo las aguas, y Martín Paz, al advertirlo, volvió a
sumergirse.
Cuando, algunos instantes después, salió
de nuevo a la superficie, a diez brazas de allí, la
embarcación del mestizo había desaparecido. El indio se
dirigió entonces a la costa, a la que no tardó en llegar,
pero después de haber olvidado que acababa de librarse de una
muerte terrible.
Al amanecer del día siguiente abandonó
Martín Paz la quinta de Chorrillos sin despedirse de su
protector, y el marqués, lleno de inquietud, volvió a
toda prisa a Lima para buscarlo.

Subir
|