Martín Paz
Capítulo II Lima y las
limeñas
La ciudad de Lima está situada en un
rincón del valle del Rimac, y a nueve leguas de su embocadura.
Las primeras ondulaciones del terreno, que forman parte de la gran
cordillera de los Andes, comienzan al Norte y al Este. El valle
está formado por las montañas de San Cristóbal y
de los Amancaes. Estas montañas se levantan detrás de
Lima y terminan en sus arrabales. La ciudad, que se encuentra en un
lado del río, se comunica con el arrabal de San Lorenzo, que
está en la orilla opuesta, por un puente de cinco arcos, cuyos
pilares anteriores oponen a la corriente su arista triangular.
Los posteriores ofrecen bancos a los paseantes en los
que se sientan los desocupados en las tardes de verano, para contemplar
desde allí una hermosa cascada.
La ciudad tiene dos millas de longitud de Este a
Oeste, y milla y cuarto de anchura, desde el puente hasta las murallas.
Éstas, de doce pies de altura y diez de espesor en su base,
están construidas con ladrillos secados al sol, formados de
tierra arcillosa, mezclada con paja machacada, capaces de resistir los
temblores de tierra, bastante frecuentes en aquel país. El
recinto tiene siete puertas y tres postigos y termina en el extremo
sudeste por la pequeña ciudadela de Santa Catalina.
Tal es la antigua Ciudad de los Reyes, que el
conquistador Pizarro fundó el día de la Epifanía
del Señor de 1534. Desde entonces ha sido y continúa
siendo teatro de revoluciones, siempre renacientes. Lima fue en otro
tiempo el principal depósito del comercio de América en
el océano Pacífico, gracias a su puerto del Callao,
construido en 1779 de un modo singular. Se hizo encallar en la playa un
viejo navío de gran tamaño lleno de piedras, de arena y
de restos de toda especie, y en torno de aquel casco se clavaron en la
arena estacadas de manglares enviadas de Guayaquil e inalterables al
agua, formándose así una base indestructible, sobre la
que se levantó el muelle del Callao.
El clima, más templado y suave que el de
Cartagena o Bahía, situadas en la costa opuesta de
América, hace de Lima una de las ciudades más agradables
del Nuevo Mundo. El viento tiene allí dos direcciones
invernales: o sopla del Sudoeste y se refresca al atravesar el
océano Pacífico, o sopla del Sudeste, refrescando el
ambiente con la frescura que ha recogido en los helados picachos de las
cordilleras.
En las latitudes tropicales son puras y hermosas las
noches, durante las cuales desciende el benéfico rocío
que fecunda el suelo, expuesto a los rayos de un cielo sin nubes.
Así, cuando el sol desaparece tras el horizonte, los habitantes
de Lima se congregan en las casas, refrescadas por la oscuridad,
quedando en seguida desiertas las calles, y apenas si algún
café o taberna es visitado por los bebedores de aguardiente o de
cerveza.
La noche en que comienza la acción de este
relato, la joven, seguida por la dueña, llegó sin
dificultad ninguna al puente del Rimac, prestando atención al
menor ruido cuya naturaleza no le permitía distinguir su
emoción, pero sólo oyó las campanillas de una
recua de mulas o el silbido de un indio.
Aquella joven, llamada Sara, volvía a casa de
su padre, el judío Samuel. Vestía falda de color oscuro
con pliegues medio elásticos y muy estrechos por abajo, lo que
la obligaba a dar pasos muy menudos con esa gracia delicada, particular
de las limeñas. Aquella saya, guarnecida de encaje y de flores,
iba en parte cubierta por un manto de seda que subía hasta la
cabeza, cubriéndola con un capuchón. Bajo el gracioso
vestido aparecían medias finísimas y zapatitos de raso;
rodeaban los brazos de la joven brazaletes de gran valor, y toda su
persona tenía ese poderoso atractivo a que en España se
da el nombre de donaire.
Milflores había estado acertado al decir que la
novia de Andrés Certa no debía tener de judía
más que el nombre, porque era el tipo exacto de las admirables
señoras cuya hermosura es superior a toda alabanza.
La dueña, vieja judía en cuyo rostro se
reflejaban la avaricia y la codicia, era una fiel sirvienta de Samuel,
que apreciaba sus servicios en su justo valor y los pagaba con
equidad.
Al llegar las dos mujeres al arrabal de San Lorenzo,
un hombre con hábito de fraile, que llevaba la cabeza cubierta
con la cogulla, pasó al lado de ellas, mirándolas con
atención. Aquel hombre, de gran estatura, tenía uno de
esos semblantes apacibles que respiran calma y bondad. Era el padre
Joaquín de Camarones, y al pasar dirigió una sonrisa de
inteligencia a Sara, que miró a su sirvienta, después de
hacer al fraile una cariñosa señal con la mano.
- Muy bien, señorita – dijo la anciana
con voz áspera -, ¿cómo, después de haber
sido insultada por los hijos de Cristo, se atreve usted a saludar a un
clérigo? ¿Es que hemos de verla a usted algún
día, con el rosario en la mano, practicar las ceremonias de la
Iglesia Católica?
Las ceremonias de la Iglesia eran la ocupación
principal de las limeñas, las cuales las seguían con
ferviente devoción.
- Hace suposiciones extrañas –
respondió la joven, ruborizándose.
- Extrañas como la conducta de usted.
¿Qué diría mi amo Samuel si se enterara de lo que
ha ocurrido esta noche?
- ¿Soy, acaso, culpable de que un arriero
brutal me haya insultado?
- Yo me entiendo, señorita – dijo la
vieja, moviendo la cabeza -, y no hablo del arriero.
- Entonces, ¿aquel joven hizo mal al defenderme
contra las injurias del populacho?
- ¿Es la primera vez que encontramos a ese
indio en nuestro camino? - preguntó la dueña.
Afortunadamente, la joven tenía en aquel
momento el rostro cubierto con la mano, porque, de otro modo, la
oscuridad no habría sido suficiente para ocultar la
turbación de su semblante a la mirada investigadora de la vieja
sirvienta.
- Dejemos al indio donde está – repuso
ésta -. Mi obligación es vigilar la conducta de usted, y
de lo que me quejo es de que, por no molestar a los cristianos, quiso
usted detenerse hasta que ellos hubieran hecho su oración y
hasta ha experimentado usted deseos de arrodillarse como ellos.
¡Ah, señorita! Su padre de usted me despediría tan
pronto como supiera que he permitido semejante apostasía.
Pero la joven no la escuchaba. La observación
de la vieja respecto al joven indio, había traído a su
memoria pensamientos más agradables. Creía que la
intervención del joven había sido providencial y se
había vuelto muchas veces para ver si la seguía. Sara
tenía en el corazón cierta audacia que le sentaba
perfectamente. Orgullosa como española, si se habían
fijado sus ojos en aquel hombre, era porque aquel hombre era altivo y
no había solicitado una mirada como premio de su
protección.
Al suponer que el indio la había seguido con la
vista, Sara no se había equivocado. Martín Paz,
después de haberla socorrido, quiso asegurar la retirada y,
cuando el grupo de gente se dispersó, se puso en seguimientos
sin que ella lo advirtiese.
Martín Paz era un hermoso joven, que
vestía el traje nacional del indio de las montañas; de su
sombrero de paja, de anchas alas, se escapaba una hermosa cabellera
negra, que contrastaba con el tono cobrizo de su rostro. Sus ojos
brillaban con dulzura infinita, y su boca y su nariz eran correctas,
cosa rara en los hombres de su raza. Era uno de los más
valerosos descendientes de Manco Capac, y por sus venas debía
correr sangre ardorosa, que le impulsaba a la realización de
grandes hazañas.
Vestía, con aire marcial, poncho de colores
brillantes y en la cintura llevaba uno de esos puñales aztecas,
terribles en una mano ejercitada, porque parece que forman una sola
pieza con el brazo que los maneja. En el norte de América, a las
orillas del lago Ontario, aquel indio habría sido jefe de una de
las tribus errantes que tan heroicamente lucharon con los ingleses.
Martín Paz sabía que Sara era hija de
Samuel el judío y novia del opulento mestizo Andrés
Certa; pero sabía también que, por su nacimiento,
posición y riquezas, no podían casarse, aunque olvidaba
todos estos imposibles para seguir los impulsos de su corazón
hacia ella.
Abismado en sus reflexiones, apresuraba la marcha,
cuando se acercaron a él dos indios que lo detuvieron.
- Martín Paz – le dijo uno de ellos -,
¿no vas a volver esta noche a las montañas donde
están nuestros hermanos?
- Cierto – respondió fríamente el
indio.
- La goleta Anunciación se ha dejado ver
a la altura del Callao, ha dado algunas bordadas, y después,
protegida por la punta, ha desaparecido. Seguramente se habrá
acercado a tierra, hacia la embocadura del Rimac, y será
conveniente que nuestras canoas vayan a aligerarla de sus
mercancías. Es preciso que estés allí.
- Martín Paz hará lo que deba hacer.
- Te hablamos en nombre del Zambo.
- Y yo respondo en el mío.
- ¿No temes que le parezca inexplicable tu
presencia en el arrabal de San Lázaro a estas horas?
- Estoy donde me place.
- ¿Delante de la casa del judío?
- Los que no crean buena mi conducta, me
hallarán esta noche en la montaña.
Los ojos de aquellos tres hombres lanzaron
chispas.
Los indios enmudecieron y volvieron a la orilla del
Rimac, perdiéndose el ruido de sus pasos en la oscuridad.
Martín Paz se había acercado
apresuradamente a la casa del judío, casa que, como todas las de
Lima, tenía un solo piso, construido de ladrillos y techado con
cañas unidas entre sí y cubiertas de yeso. Todo el
edificio, dispuesto para resistir los temblores de tierra, imitaba por
medio de una hábil pintura los ladrillos de las primeras
hiladas; y el techo, de figura cuadrada, estaba cubierto de flores,
formando una azotea llena de perfumes.
Se llegaba al patio penetrando por una gran puerta
cochera, situada entre dos pabellones, que, como era costumbre, no
tenían ninguna ventana que se abriese a la calle.
Daban las once en la iglesia parroquial, cuando
Martín Paz se detuvo frente a la casa de Sara, en cuyas
inmediaciones reinaba un profundo silencio.
¿Por qué permanecía
inmóvil el indio delante de aquellas paredes? Era que una sombra
blanca había aparecido en la azotea, entre las flores, a las que
la oscuridad de la noche daba una forma vaga sin quitarles su
perfume.
Martín Paz levantó las dos manos
involuntariamente y las cruzó sobre su pecho.
La sombra blanca desapareció como asustada.
Martín Paz se volvió y se
encontró frente a Andrés Certa.
- ¿Desde cuándo pasan la noche los
indios en contemplación? – preguntó iracundo
Andrés Certa.
- Desde que los indios pisan el suelo de sus
antepasados – respondió Martín Paz.
Andrés Certa avanzó hacia su rival, que
permanecía inmóvil.
- ¡Miserable! ¿Me dejarás libre el
sitio?
- No – contestó Martín Paz.
Y, dicho esto, ambos adversarios sacaron a relucir los
puñales.
Los contendientes eran de igual estatura y
parecían de igual fuerza.
Andrés Certa levantó rápidamente
su brazo, dejándolo caer más rápidamente
aún. Su puñal había encontrado el puñal
azteca del indio y rodó en seguida a tierra, herido en el
hombro.
- ¡Socorro, socorro! – gritó.
Se abrió la puerta de la casa del judío
y acudieron varios mestizos de una casa inmediata, algunos de los
cuales persiguieron al indio, que huía rápidamente,
mientras los otros levantaron al herido.
- ¿Quién es este hombre? –
preguntó uno de ellos -. Si es marino, llevémoslo al
hospital del Espíritu Santo; y si es indio, al hospital de Santa
Ana.
En aquel momento se acercó un anciano al
herido, y apenas lo hubo mirado, exclamó:
- ¡Lleven a este joven a mi casa! ¡Vaya
una desgracia extraña!
Aquel anciano no era otro que el judío Samuel,
quien acababa de reconocer en el herido al novio de su hija.
Mientras tanto, Martín Paz corría con
toda la rapidez que sus robustas piernas le permitían, confiando
en poder librarse de sus perseguidores merced a su ligereza y a la
oscuridad de la noche. Le iba en ello la vida. Si hubiera podido llegar
al campo, se habría encontrado seguro; pero las puertas de la
ciudad, que se cerraban a las once, no volvían a abrirse hasta
las cuatro de la mañana siguiente.
Al llegar al puente de piedra, los mestizos y algunos
soldados que iban en su persecución estaban ya a punto de
alcanzarlo, cuando una patrulla desembocó por el extremo
opuesto. Martín Paz, no pudiendo adelantar ni retroceder,
subió al parapeto y se lanzó a la corriente del
río, que se deslizaba sobre un lecho de piedra.
Los perseguidores abandonaron el puente y corrieron
hacia las orillas del río para apoderarse del fugitivo en el
momento en que saliera a tierra; pero fue inútil; Martín
Paz no volvió a aparecer.

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