El señor Re-sostenido y la
señorita Mi-bemol
Capítulo I
Éramos unos treinta niños en la escuela
de Kalfermatt, unos veinte chicos de entre seis y doce años, y
unas diez niñas de entre cuatro y nueve. Si tenéis el
deseo de averiguar en qué sitio se encuentra exactamente este
pueblo, os diré que, según mi Geografía
(página 47), se halla en uno de los cantones católicos de
Suiza, no lejos del lago de Constanza, al pie de las montañas
del Appenzell.
-¡Eh, eh! ¡El de allá abajo,
José Muller!
-¡Señor Valrugis! -respondí
yo.
-¿Qué es lo que está usted
escribiendo mientras explicamos la lección de Historia?
-Estoy tomando notas, señor.
-Bien.
La verdad es que yo estaba dibujando un hombre,
mientras el maestro nos refería por milésima vez la
historia de Guillermo Tell y del perverso Gessler; nadie la
sabía como él. El único punto que le quedaba por
elucidar era el relativo a la clase, reineta o camuesa, a la que
pertenecía la manzana histórica que el héroe de
Helvecia había colocado sobre la cabeza de su hijo, manzana tan
discutida como la que nuestra madre Eva cogió del árbol
de la ciencia del bien y del mal.
El pueblo de Kalfermatt se halla agradablemente
situado en el fondo de una de esas depresiones que llaman van,
abierta en el lado de la montaña al que no llegan los rayos del
sol en el verano. La escuela, sombreada por espesas frondas, en la
extremidad del pueblo, no tiene el desagradable aspecto de una oficina
de instrucción primaria, sino que es, por el contrario, de
alegre aspecto, bien situada, con un amplio patio, un cobertizo para
los días de lluvia y un pequeño campanario, en el cual
canta la campana como un pájaro en las ramas.
El señor Valrugis es quien se halla al frente
de la escuela, a medias con su hermana Lisbeth, una viejecita
más severa que él. Con los dos hay bastante para la
enseñanza: lectura, escritura, cálculo, geografía,
historia -historia y geografía de Suiza, por supuesto-. Tenemos
clase todos los días, excepto los jueves y los domingos.
Entramos a las ocho, cada uno con su cestito y los libros sujetos con
una correa. En el cestito llevamos la comida del mediodía: pan,
carne, queso, fruta y un pequeño frasquito de vino aguado. En
los libros hay lo bastante para instruirse: cuentas, problemas,
dictados. A las cuatro regresamos a casa, con el cestito vacío
hasta la última miga.
-¡Señorita Betty Clére...!
-¿Señor Valrugis? -respondió la
niña.
-Parece que no presta usted mucha atención a lo
que estamos diciendo; ¿tendrá usted la bondad de decirnos
hasta dónde llegamos?
-Al instante -dijo Betty balbuciente- en que Guillermo
se niega a saludar al gorro...
-¡Error...! ¡Ya no estamos en el gorro,
sino en la manzana, de cualquier clase que sea...!
La señorita Betty Clére, confusa y
avergonzada, bajó los ojos, no sin antes haberme dirigido
aquella tierna mirada que tanto me agradaba.
-Indudablemente -prosiguió, con un poco de
ironía, el señor Valrugis-, si esta historia se cantase
en lugar de ser recitada, experimentaría usted más placer
por ella, dado el gusto que usted siente por las canciones...,
¡pero jamás se atreverá un músico a poner
música a semejante asunto!
¿Tendría tal vez razón nuestro
maestro de escuela? ¿Qué compositor habría de
tener la pretensión de hacer vibrar tales cuerdas...? Y, sin
embargo, ¿quién sabe si algún día, en un
porvenir más o menos remoto...?
Pero el señor Valrugis continuó su
explicación. Grandes y pequeños éramos todo
oídos. Habríase oído silbar la flecha de Guillermo
Tell a través de la clase..., por centésima vez desde las
últimas vacaciones.

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