El señor Re-sostenido y la
señorita Mi-bemol
Capítulo VIII
Tal fue la visita del maestro Effarane a la escuela de
Kalfermatt, y que hubo de dejarme a mí vivamente impresionado.
Se me antojaba que un re sostenido vibraba incesantemente en
el fondo de mi garganta.
Los trabajos de reparación del órgano
iban avanzando. Dentro de ocho días nos encontraríamos en
la Navidad. Todo el tiempo que yo tenía libre lo pasaba en la
tribuna; aquello era más fuerte que yo. Hasta ayudaba lo mejor
que podía al organero y a su entonador, de quien no era posible
sacar una sola palabra. Actualmente, los registros se hallaban en buen
estado, los fuelles prestos a funcionar, y la caja, casi nueva,
reluciendo sus cobres en la penumbra de la nave. Sí,
estaría dispuesto para el día de la fiesta, excepto, tal
vez, en lo que concernía al famoso aparato de las voces
infantiles.
Por esta parte, en efecto, el trabajo flaqueaba, con
gran despecho del maestro Effarane. Ensayaba y volvía a ensayar,
pero las cosas no resultaban a su gusto. De ahí un disgusto que
se traducía en violentos estallidos de cólera.
Tomábala él con el órgano, con los fuelles, con el
entonador y con aquel pobre re sostenido, que ya no
podía más. A veces yo creía que iba a romperlo y
destrozarlo todo, y escapaba de allí... ¿Qué
diría la población kalfermattiana si veía
defraudadas sus esperanzas, si no se celebraba aquel año la Gran
Fiesta con toda la pompa y todo el esplendor debidos?
No debe olvidarse que el coro de niños no
debía cantar aquella Navidad, por encontrarse desorganizado, y
que habría de contentarse con el órgano.
En resumen, llegó el día solemne.
Durante las últimas veinticuatro horas, el maestro Effarane,
cada vez más y más disgustado, se había entregado
a tales furores que era cosa de temer por su razón.
¿Habría de verse precisado a renunciar a aquellas voces
infantiles? Yo lo ignoraba, porque era tal el espanto que me
infundía, que no me atrevía a poner los pies en la
tribuna, ni aun en la misma iglesia.
En la noche de Navidad se tenía la costumbre de
que los niños se acostasen al crepúsculo, con objeto de
que durmieran hasta el momento del Oficio, y de este modo pudieran
estar despiertos durante la Misa del Gallo. Así pues, aquella
tarde, después de la escuela, conduje hasta su puerta a la
pequeña mi bemol; ya me había acostumbrado a
llamarla así.
-No faltarás a la Misa -le dije.
-No, José, y no te olvides de mí.
-¡No te preocupes!
Me dirigí a mi casa, donde ya me esperaban.
-Vas a acostarte -me dijo mi madre.
-Sí -dije-, pero no tengo ganas de dormir.
-¡No importa!
-Sin embargo...
-Haz lo que te dice tu madre -replicó mi
padre-, y ya te despertaremos cuando sea hora de levantarte.
Obedecí, abracé a mis padres y
subí a mi alcobita. Mis vestidos nuevos estaban allí,
colocados sobre el respaldo de una silla, y mis zapatos limpios cerca
de las puerta. No tendría, pues, que hacer otra cosa que
ponérmelos de prisa después de haberme lavado la cara y
manos.
En un instante me deslicé entre las
sábanas y apague la luz, pero quedó en la
habitación una semiclaridad causa de la nieve que cubría
los tejados próximos.
Inútil decir que no estaba ya en edad de dejar
el zapatito en el balcón, con la esperanza de hallar en
él un regalo de Navidad. Y entonces me asaltó el recuerdo
de que aquél era el buen tiempo, y que ya no volvería.
Las última vez, haría tres o cuatro años, mi
querida mi bemol había encontrado una crucecita de
plata en su zapatilla... ¡No lo digáis a nadie, pero fui
yo quien la puso!
Después, todas esas cosas se borraron de mi
espíritu pensaba en el maestro Effarane ya medio en
sueños; le veía sentado cerca de mí, con su larga
levita, sus larga, manos, su alargada figura... En vano me tapaba la
cabeza con la ropa y cerraba los ojos; yo continuaba viéndolo y
sentía sus dedos correr a lo largo de mi camita...
Por fin, después de haber estado dando vueltas
y más vueltas, acabé por dormirme.
¿Cuánto tiempo duró mi
sueño? Lo ignoro. Pero de repente me vi despertado bruscamente,
sintiendo que una mano se había posado sobre mis espaldas.
-¡Vamos, re sostenido! -me dijo una voz
que reconocí en el acto.
Era la voz del maestro Effarane.
-¡Vamos, hombre, vamos..., que ya es hora...!
¿Quieres llegar tarde a la Misa?
Yo oía sin comprender.
-¿Será menester que te saque de la cama,
como se saca el pan del horno?
Las ropas fueron retiradas vivamente y abrí los
que quedaron deslumbrados por el resplandor de un farol, colgado al
extremo de una mano...
¡Qué espanto tan tremendo me
acometió...! ¡Era realmente el maestro Effarane quien me
estaba hablando!
-Vamos, re sostenido, vístete.
-¿Vestirme?
-A menos que quieras ir a la iglesia en camisa.
¿Es que no has oído la campana?
La campana, en efecto, tocaba a vuelo.
-¿Vamos, quieres vestirte o no?
Inconscientemente, pero en un minuto, me
encontré vestido. Es verdad que el maestro Effarane me
había ayudado, y lo que él hacía lo hacía
de prisa.
-Ven -dijo recogiendo su linterna.
-Pero mi padre..., mi madre...
-Ya están en la iglesia -observé yo.
Mucho me sorprendió que no me hubiesen
aguardado; al fin bajamos. Se abre la puerta de casa, se cierra de
nuevo y henos aquí en la calle.
¡Qué frío tan seco! La plaza
está completamente blanca y el cielo salpicado de estrellas; en
el fondo se destaca la iglesia con su campanario, cuyo remate parece
iluminado por una estrella.
Seguí en pos del maestro Effarane. Pero en
lugar de dirigirse hacia la iglesia, empieza a andar por las calles de
acá para allá. Se detiene ante las casas, cuyas puertas
se abren sin que tenga necesidad de llamar. Mis camaradas salen de
ellas vestidos con sus trajecitos nuevos; Hoct, Farina, todos los que
formaban parte del coro. Luego les toca a las muchachas, y en primer
lugar a mi, pequeña mi bemol; la cojo de la mano.
-Tengo miedo -me dice.
Yo no me atreví a contestarle,
«¡También yo!», por temor de espantarla
más. Al fin, estábamos todos completos, todos los que
tenían su nota personal, la escala cromática entera.
¿Pero cuál es el proyecto del
organista...? ¿Será que; a falta de su aparato de voces
infantiles, querrá forma un registro con los niños de la
escuela de música?
Quiérase o no, es forzoso obedecer a aquel
fantástico personaje, como los músicos obedecen a su
director de orquesta, cuando empuña la batuta. La puerta lateral
de la iglesia está allí, y nosotros la franqueamos de dos
en dos. No hay nadie todavía en el templo, que está
frío y oscuro, silencioso. ¡Y él que me
había dicho que mi padre y mi madre me aguardaban...! Yo le
pregunté, sí, me atreví a interrogarle.
-Cállate, re sostenido -me
respondió-, y ayuda a subir a la pequeña mi
bemol.
Esto fue lo que hice. Henos aquí a todos
metidos en la escalera de caracol y llegados a la tribuna. De pronto,
ésta se ilumina; el teclado del órgano está
abierto, el entonador en su puesto. ¡Diríase que era
él quien se había tragado todo el viento de los fuelles,
parecía tan enorme!
A un signo del maestro Effarane, nos colocamos en
orden. Tiende el brazo, la caja del órgano se abre y se vuelve
luego a cerrar tras nosotros...
Los dieciséis nos hallamos encerrados en los
tubos del registro mayor, cada uno separadamente, pero cerca unos de
otros. Betty se halla en el cuarto, en su calidad de mi bemol,
y yo en el quinto, como re sostenido. Había, por
consiguiente adivinado el pensamiento del maestro Effarane. No
había posibilidad de abrigar dudas. No habiendo podido ajustar
su aparato, ha compuesto el registro de voces infantiles con los
propios niños de la escuela, y cuando el viento llegue a
nosotros por la boca de los tubos, cada uno dará su nota.
¡No son gatos, soy yo, es Betty, son todos mis camaradas los que
vamos a ser accionados por las teclas del órgano!
-Betty, ¿estás ahí? -dije yo.
-Sí, José.
-No tengas miedo, estoy a tu lado.
-¡Silencio! gritó la voz del maestro
Effarane.
Y todo el mundo se calló.

Subir
|