El señor Re-sostenido y la
señorita Mi-bemol
Capítulo III
El coro de cantores de nuestro pueblo gozaba de gran
reputación, gracias a su director, el organista Eglisak.
¡Qué maestro de solfeo y qué habilidad ponía
en hacernos vocalizar! ¡De qué modo nos enseñaba el
compás, el valor de las notas, la tonalidad, la modalidad, la
composición de la escala! ¡Muy inteligente, muy
inteligente era el digno Eglisak! Decíase que era un
músico con talento, un contrapuntista sin rival, y que
había hecho una fuga extraordinaria, una fuga en cuatro
partes.
Como nosotros no sabíamos gran cosa acerca del
particular, hubimos de preguntárselo un día.
-¿Una fuga? -respondió alzando la
cabeza.
-¿Es un trozo de música? -dije yo.
-De música trascendente, hijo mío.
-Quisiéramos escucharla -saltó un
italianito llamado Farina; dotado de una hermosa voz de contralto, y
que subía..., subía... hasta el cielo.
-Sí -añadió un alemán,
Alberto Hoct, cuya voz, en cambio, bajaba..., bajaba... hasta el fondo
de la tierra.
-¡Vamos, señor Eglisak! -repitieron los
otros chicos y chicas.
-No, hijos míos. Vosotros no conoceréis
mi fuga hasta que esté terminada...
-¿Y cuándo lo estará?
-pregunté yo.
-Nunca.
Nosotros nos miramos unos a otros y él se
sonrió con su punta de ironía.
-Una fuga jamás se halla acabada -nos dijo-;
pueden siempre añadirse partes nuevas.
Nosotros, pues, no habíamos escuchado la famosa
fuga del profesor Eglisak; pero, en cambio, había puesto para
nosotros música al himno a San Juan Bautista; vosotros ya
sabéis que de este salmo en verso, Guido de Arezzo tomó
las primeras sílabas para designar las notas de la escala:
Ut gueant laxis
Resonare fibris
Mira gestorum
Famuli tuorum
Solve polluti
Labii reatum
Sancte Joannes.
El Si no existía en la época de
Guido de Arezzo; fue en 1026 cuando un tal Guido completó la
gama con la adición de la nota sensible, y, a mi juicio, hizo
bien.
En realidad, cuando nosotros cantábamos ese
salmo, hubiera acudido la gente de lejos sólo para escucharnos.
En cuanto al significado que tenían aquellas extrañas
palabras, nadie lo sabía en la escuela, ni siquiera el
señor Valrugis. Creíase que era latín, pero no
estábamos muy seguros, y, sin embargo, parece que ese salmo
será cantado en el día del Juicio final, y es probable
que el Espíritu Santo, que habla todas las lenguas, lo
traducirá al lenguaje edénico.
No por eso, sin embargo, dejaba de ser cierto que el
señor Eglisak pasaba por ser un gran compositor; por desgracia,
estaba aquejado de una enfermedad muy lamentable, y que tendía a
aumentar progresivamente. Con la edad, su oído iba
haciéndose duro; nosotros lo advertíamos perfectamente,
pero él no quería reconocerlo. Por lo demás, y con
objeto de no apenarle, gritábamos al dirigirle la palabra, y
nuestros falsetes conseguían hacer vibrar su tímpano.
Pero no se hallaba lejana la hora en que había de quedarse
completamente sordo.
Sucedió esto en domingo, a la hora de las
vísperas; acababa de terminarse el último salmo de
Completas, y Eglisak continuaba en el órgano,
abandonándose a los caprichos de su imaginación; tocaba y
tocaba, sin que aquello llevara trazas de terminarse nunca, y nadie
quería marcharse, ante el temor de apenarle. Pero he aquí
que el entonador, cansado ya, se detiene; le falta al órgano la
respiración..., Eglisak no se ha dado cuenta; los acordes, los
arpegios fluyen de sus dedos; ni un solo sonido se escapa y, sin
embargo, él, en su alma de artista, continúa oyendo...
Todo el mundo comprende que acaba de ocurrirle una desgracia y nadie se
atreve a llamarle la atención, a pesar de que el entonador ha
bajado por la estrecha escalera de la tribuna...
Eglisak no cesa de tocar. Y toda la tarde
siguió tocando, y toda la noche también, y todavía
a la mañana siguiente sus dedos paseaban sobre el mudo
teclado... Fue preciso sacarle de allí... El pobre hombre al fin
se dio cuenta de lo que le sucedía: estaba sordo. Pero eso no le
impediría terminar su fuga. No podría oírla, eso
es todo.
Desde aquel día, los grandes órganos ya
no resonaron más en la iglesia de Kalfermatt.

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