El señor Re-sostenido y la
señorita Mi-bemol
Capítulo II
Es cierto que el señor Valrugis no asigna al
arte de la música más que un rango muy inferior.
¿Tiene razón...? Éramos nosotros demasiado
jóvenes entonces para poder tener una opinión a este
respecto. Figuraos, yo estoy entre los mayores y todavía no he
llegado a los diez años. Muchos de nosotros, sin embargo,
gustábamos de las canciones del país, de los viejos Heder
de las veladas, y también de los himnos de las grandes fiestas y
los salmos del antifonario cuando les acompaña el órgano
de la iglesia de Kalfermatt. Entonces las vidrieras vibran, los
niños lanzan sus voces de falsete, los incensarios se balancean,
y parece como que los versículos, los motetes y los reponsos se
alzan y vuelan en medio de vapores perfumados...
Yo no quiero alabarme, porque eso no está bien,
y aun cuando yo hubiese sido uno de los primeros de la clase, no me
toca a mí el decirlo. Ahora, si me preguntáis por
qué yo, José Muller hijo de Guillermo Muller y de
Margarita Has, y en la actualidad, después de haber sucedido a
mi padre, maestro de postas en Kalfermatt, se me había apodado
re sostenido, y por qué Betty Clére, hija de
Juan Clére y de Jenny Rose, tabernero en dicho pueblo, llevaba
el sobrenombre de mi bemol, os contestaré: paciencia,
muy pronto lo sabréis. No queráis andar más de
prisa de lo que conviene, queridos niños. Lo que es cierto es
que nuestras dos voces casaban admirablemente, en espera, sin duda, de
que nosotros mismos nos hubiéramos casado el uno con la otra. Y
ahora tengo ya una respetable edad, y al escribir esta historia
sé, hijos míos, muchas más cosas de las que
entonces sabía, hasta de música.
¡Sí! ¡El señor re
sostenido se casó con la señorita mi bemol, y
somos muy felices, y nuestros negocios han prosperado mucho, gracias a
nuestro trabajo y a nuestra conducta...! Si un maestro de postas no
sabe conducirse, ¿quién lo sabría...?
Hace, pues, cuarenta años nosotros
cantábamos en la iglesia, porque debo deciros que las
niñas cantaban, lo mismo que los niños, en la iglesia de
Kalfermatt, sin que semejante costumbre llamase en manera alguna la
atención. ¿Quién se ha inquietado nunca por
averiguar el sexo al que pertenecen los serafines que han bajado del
cielo?

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