El señor Re-sostenido y la
señorita Mi-bemol
Capítulo VI
Claramente se comprende que desde aquel día no
se trató de otra cosa que del grave acontecimiento que
preocupaba al pueblo; aquel gran artista, inventor genial a la vez, que
se llamaba Effarane, se ufanaba de enriquecer nuestro órgano con
un registro de voces infantiles. Y entonces, en la próxima
Navidad, tras los pastores, los magos, acompañados por las
trompetas, los bordones y las flautas, se oirían las voces
frescas y cristalinas, los ángeles, mariposeando en torno del
Niño Jesús y su divina Madre la Virgen María.
Los trabajos de reparación habían dado
principio al día siguiente; el maestro Effarane y su ayudante
habían puesto manos a la obra. Durante los recreos, yo y algunos
otros escolares acudíamos a verles. Se nos dejaba subir a la
tribuna a condición de no estorbar ni impedir las operaciones.
Todo el instrumento estaba descompuesto, reducido al estado
rudimentario. Un órgano no es más que una flauta de pan
adaptada a un secreto, con un fuelle y un registro, es decir, una regla
móvil que rige la entrada del viento. El nuestro era un
magnífico modelo que tenía veinticuatro juegos
principales, cuatro teclados de cincuenta y cuatro teclas, y asimismo
un tecla de pedales para bajos fundamentales de dos octavas.
¡Cuán inmenso nos parecía aquel bosque de tubos con
lengüetas o bocas de madera o de estaño! ¡Se
perdería uno en aquel laberinto inextricable! ¡Cuando
pienso que había tubos de dieciséis pies de madera y
tubos de treinta y dos pies de estaño! ¡Con aquellos tubos
habría podido forrar la escuela entera, y al señor
Valrugis mismo tiempo!
Contemplábamos nosotros todo aquello con una
estupefacción muy parecida al espanto.
-Enrique -decía Hoet, arriesgando una miradita
por debajo-, parece una máquina de vapor...
-No, más bien una batería -replicaba
Farina; cañones que van a disparar balas de música...
Por mi parte, yo no encontraba comparaciones, pero
cuando pensaba en las borrascas que el doble fuelle podía enviar
a través de toda aquella enorme tubería, me
acometía un temblor que me duraba horas enteras.
El maestro Effarane trabajaba en medio de aquel
desorden sin verse nunca embarazado. En realidad el órgano de
Kalfermatt se hallaba en bastante buen estado, y no exigía
más que reparaciones poco importantes más que otra cosa
una detenida limpieza del polvo acumulado durante muchos años.
Lo que ofrecería más dificultades sería el ajuste
del registro de voces infantiles. Este aparato se encontraba
allí, en una caja, una serie de flautas de cristal, que
debían producir sonidos deliciosos. El maestro Effarane, tan
hábil organero como maravilloso organista, esperaba triunfar
allí donde tantos otros habían fracasado hasta entonces.
Sin embargo, yo me daba clara cuenta de ello, no dejaba de marchar a
tientas, ensayando ora de un lado, ora de otro, y cuando la cosa no le
resultaba a su gusto, lanzaba gritos como un loro rabioso, apurado por
su dueña.
¡Brrr...! Esos gritos hacían pasar
temblores por todo mi cuerpecillo, y al escucharlos sentía que
mis cabellos se erizaban eléctricamente sobre mi cabeza.
Insisto sobre este punto, que todo lo que yo
veía me impresionaba al extremo. El interior de la vasta caja
del órgano, aquel enorme animal destripado, cuyos órganos
estaban por allí dispersos, me atormentaba hasta la
obsesión. Soñaba con ello por la noche, y de día
mi mente y mi imaginación volvían incesantemente sobre
ello. Principalmente la caja de las voces infantiles, a la que no me
hubiese atrevido a tocar, me hacía el efecto de una jaula llena
de niños, que el maestro Effarane educaba para hacerlos cantar
bajo sus dedos de organista.
-¿Qué tienes, José? -me
preguntaba Betty.
-No lo sé -respondía yo.
-¿Será porque vas con demasiada
frecuencia al órgano?
-Sí..., tal vez.
-No vayas más, José.
-No iré, Betty.
Y volvía aquel mismo día a pesar
mío. Me acometía el deseo de perderme en medio de aquel
bosque de tubos, de deslizarme por los rincones más oscuros, de
seguir tras el maestro Effarane, cuyo martillo yo sentía golpear
en el fondo del órgano. Guardábame, y mucho, de decir
nada de esto en mi casa; mi padre y mi madre me habrían
creído loco.

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