El señor Re-sostenido y la
señorita Mi-bemol
Capítulo IX
La iglesia, sin embargo, está ya casi llena. A
través de la hendidura en forma de silbato de mi tubo, yo puedo
ver a la muchedumbre de fieles extenderse por la nave, ahora
brillantemente iluminada. ¡Y aquellas familias, que no saben que
dieciséis de sus hijos están encerrados en este
órgano! Percibía yo distintamente el ruido de los pasos
sobre el piso de la iglesia, el choque de las sillas, con esa sonoridad
peculiar de las iglesias. Los fieles ocupaban su sitio para la Misa del
Gallo, y la campana continuaba sonando.
-¿Estás ahí? -pregunté de
nuevo a Betty.
-Sí, José -me contestó una
vocecita temblorosa.
-¡No tengas miedo...! ¡No tengas miedo,
Betty...! Estamos aquí sólo mientras dure el Oficio...
Luego se nos dejará en libertad.
En realidad, yo no lo creía así.
Jamás dejaría el maestro Effarane en libertad a aquellos
pájaros enjaulados, y su potencia diabólica se las
arreglaría para tenernos encerrados allí durante mucho
tiempo..., ¡para siempre tal vez!
Por fin suena la campanilla. El señor cura y
sus dos asistentes llegan ante las gradas del altar. La ceremonia va a
dar comienzo.
Pero ¿cómo era que nuestros padres no se
habían inquietado por nosotros? Yo veía a mi padre y a mi
madre en sus respectivos sitios, completamente tranquilos.
Tranquilos así mismo estaban el señor y
la señora Clére, tranquilas, por fin, también las
familias de nuestros camaradas; aquello era inexplicable.
En todas estas cosas me hallaba yo reflexionando,
cuando un torbellino pasó a través de la caja del
órgano.
Todos los tubos se estremecieron como un bosque ante
el huracán. El fuelle funcionaba a plenos pulmones.
El maestro Effarane acababa de debutar en espera del
Introito. Los grandes registros, incluso los pedales producían
ruidos como de tormenta. Aquello terminó con un formidable
acorde final. El señor cura entona el Introito: Dominus
dixit ad me: Filius meus es tu. Y luego el Gloria, que el
maestro Effarane acompaña con el registro estrepitoso de la
trompetería.
Yo estaba pendiente, espantado, del momento en que las
borrascas de los fuelles se introdujeran en nuestros tubos; pero el
organista nos reservaba, sin duda, para la mitad de la Misa.
Después de la Oración, viene la
Epístola, después de la Epístola, el Gradual,
terminado con dos soberbios Aleluyas y el
acompañamiento del registro.
Y entonces, el órgano enmudece durante un
cierto lapso de tiempo, mientras dura el Evangelio y la Plática,
en la que el señor cura felicita al organista por haber devuelto
a la iglesia de Kalfermatt sus voces apagadas...
¡Ah! ¡Si hubiera podido gritar, expedir mi
re sostenido por la abertura del tubo...!
Llegamos al Ofertorio con estas palabras:
Loetentur coeli, et exultet terca ante faciem Domini quoniam
venit, admirable preludio del maestro Effarane con el juego del
flautado, unido a los dobletes. Hay que reconocer que es
magnífico. Bajo esta armonía de un encanto inexpresable,
los cielos están llenos de alegría, y parece que los
coros celestiales cantan la gloria del Niño divino.
Esto dura cinco minutos, que me parecen cinco siglos,
ya que presentía que el turno de las voces infantiles iba a
llegar en el momento de la Elevación, que es aquel para el que
reservan los grandes artistas las más sublimes inspiraciones de
su genio...
Yo estaba, en verdad, más muerto que vivo;
parecíame que jamás podría salir una nota por mi
garganta, desecada con el espanto. Pero no contaba con el soplo
irresistible que me impulsaría cuando la tecla que me
correspondía fuese oprimida por el dedo del organista.
Llegó, por fin, el temido momento de la
Elevación. La campanilla dejó oír su agudo
tintineo. Un silencio de recogimiento general reinó en el
templo; las frentes se humillaron, en tanto que los dos asistentes
alzaban la casulla del celebrante...
Pues bien, aun cuando yo sea un niño piadoso,
en este momento no me encuentro recogido; no pienso más que en
la tempestad que va a desencadenarse bajo mis pies. Y entonces, a media
voz, para no ser oído sino sólo por ella:
-¿Betty? -dije.
-¿Qué quieres, José?
-¡Ten cuidado ahora va a tocarnos a
nosotros!
¡Ah, Jesús, María! -exclamó
la pobrecilla.
No me he equivocado. Se percibe un ruido seco. Es el
ruido de la regla móvil, que distribuye la entrada del viento en
el registro de las voces infantiles. Una melodía suave y
penetrante vuela bajo las bóvedas de la iglesia, en el instante
de realizarse el divino misterio. Oigo el sol de Hoct, el
la de Farina y luego el mi bemol de mi querida
vecinita, y en seguida un soplo hincha mi pecho llevando el re
sostenido a través de mis labios. Aun cuando uno quisiera
callar, no le sería posible. Yo no soy más que un
instrumento en manos del organista; la tecla que el posee en su teclado
es como una válvula de mi corazón que se entreabre...
¡Ah, qué desgarrador es esto...!
¡No, si esto continúa así, lo que saldrá de
nosotros no serán notas, serán gritos, gritos de
dolor...! ¡Y cómo pintar la tortura que experimento cuando
el maestro Effarane pisa con mano terrible un acorde de séptima,
en el que ocupaba yo segundo lugar: do natural, re
sostenido, fa sostenido, natural... !
Y como el implacable artista lo prolonga
interminablemente, me da un síncope, me siento morir y pierdo el
conocimiento...
Lo cual es causa de que aquella famosa séptima,
no teniendo un re sostenido, no pueda resolverse según
las reglas de la armonía...

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