El señor Re-sostenido y la
señorita Mi-bemol
Capítulo VII
Ocho días antes de Navidad estábamos en
la clase de la mañana, las niñas a un lado y los chicos
al otro. El señor Valrugis se pavoneaba desde su cátedra;
la anciana hermana, en un rincón, hacía labor de aguja; y
ya Guillermo Tell acababa de insultar el sombrero de Gessler, cuando la
puerta se abrió.
Era el señor cura quien entraba.
Todo el mundo se levantó en señal de
respeto, pero tras el señor cura apareció el maestro
Effarane.
Todas las miradas se inclinaron al suelo ante la
mirada penetrante del organero. ¿Qué venía a hacer
a la escuela y por qué le acompañaba el señor
cura?
Creí advertir que se fijaba en mí
más particularmente; sin duda me reconocía, y yo
comencé a encontrarme inquieto.
El señor Valrugis, a todo esto, había
bajado de su cátedra, y, deteniéndose ante el
señor cura, dijo:
-¿A quién debo el honor...?
-Señor maestro, he querido presentarle al
maestro Effarane, que ha deseado visitar a los escolares.
-¿Y por qué...?
-Me ha preguntado si existía una escuela de
música en Kalfermatt, señor Valrugis, y le he contestado
afirmativamente, añadiendo que era excelente en el tiempo en que
la dirigía el pobre Eglisak; entonces, el maestro Effarane ha
manifestado deseos de conocerla, y por eso le he traído esta
mañana a su clase, rogándole que le excuséis.
El señor Valrugis no tenía por
qué recibir ni aceptar excusas; lo que hacía el
señor cura estaba perfectamente hecho. Guillermo Tell
esperaría por aquella vez.
Y entonces, a un gesto del señor Valrugis todo
el mundo tomó asiento; el señor cura en un sillón,
que yo fui a buscar, y el maestro Effarane sobre un ángulo de la
mesa de las niñas, que habían retrocedido vivamente para
dejarle sitio.
La más próxima era Betty, y yo vi
claramente que la pobre niña se asustaba de las largas manos y
de los largos dedos que describían cerca de ella arpegios
aéreos.
El maestro Effarane tomó la palabra y con su
voz penetrante dijo:
-¿Son éstos los niños de la
escuela de música?
-No todos forman parte de ella -contestó el
señor Valrugis
-¿Cuántos?
-Dieciséis.
-¿Niños y niñas?
-Sí -dijo el señor cura-, niños y
niñas, y como a esta edad todos tienen la misma voz...
-Error -replicó vivamente Effarane-, y el
oído de un experto no se equivocaría.
¿Que si quedamos nosotros sorprendidos de esta
respuesta? Precisamente la voz de Betty y la mía tenían
un timbre tan semejante que no era posible distinguir entre ella y yo
cuando hablábamos, aun cuando más adelante hubieran de
diferenciarse, como es natural.
En todo caso, no había que discutir con un
personaje como el maestro Effarane, y todo el mundo se dio por
enterado.
-Haga adelantar a los niños que pertenezcan a
la escuela -dijo alzando el brazo, como la batuta de un director de
orquesta.
Ocho chicos, entre los que me encontraba yo, y ocho
niñas, entre las que se hallaba Betty, fueron a colocarse en dos
filas frente a frente, y entonces el maestro Effarane nos
examinó con más cuidado del que nunca había puesto
en ello el señor Eglisak. Hubo que abrir la boca, sacar la
lengua, aspirar y espirar ampliamente, mostrarle hasta el fondo de la
garganta las cuerdas vocales, que él parecía querer coger
con los dedos. Creí que iba a pulsarlas, como las cuerdas de los
violines o los violoncelos. A fe mía, ni unos ni otros
estábamos tranquilos.
El señor cura, el señor Valrugis y su
hermana estaban allí, asombrados, y sin atreverse a pronunciar
una palabra.
-¡Atención! -dijo el maestro Effarane-,
la clave de do mayor, solfeando. He aquí el
diapasón.
¿El diapasón? Esperaba yo que él
sacase de su bolsillo un instrumentito de dos ramas, semejante al del
bueno de Eglisak, y cuyas vibraciones daban el la oficial de
Kalfermatt lo mismo que el de cualquier otra parte.
Pero tuvimos otra sorpresa.
El maestro Effarane acababa de bajar la cabeza, y con
su pulgar medio cerrado se dio un golpecito sobre la base del
cráneo.
¡Oh, maravilla! Su vértebra superior
produjo un sonido metálico, y ese sonido era precisamente el
la, con sus ochocientas setenta vibraciones normales.
El maestro Effarane tenía en sí mismo el
diapasón natural. Y entonces, dándonos el do,
una tercera menor por encima, mientras que su dedo índice
temblequeaba en el extremo de su brazo,
-¡Atención! -repitió.
Y henos allí solfeando la clave de do,
ascendente primero y descendente después.
-¡Malo...! ¡Malo! -exclamó el
maestro Effarane cuando se hubo extinguido la última nota. Oigo
dieciséis voces diferentes y no debía oír
más que una.
Mi opinión es que él se mostraba
demasiado exigente, porque nosotros teníamos costumbre de cantar
juntos con gran precisión y compás, lo que siempre nos
había valido muchas felicitaciones por parte de todos.
El maestro Effarane sacudía la cabeza y lanzaba
a derecha e izquierda miradas de descontento. Parecíame que sus
orejas, dotadas de cierta movilidad, se tendían como las de los
perros, los gatos y otros cuadrúpedos.
-¡Volvamos a empezar! -dijo-. Uno tras otro
ahora. Cada uno de vosotros debe tener una nota personal, una nota
fisiológica, por decirlo así, y la única que
deberá dar siempre en un coro.
¡Una sola nota... fisiológica!
¿Qué es lo que significaba esa palabreja ...? Pues bien,
yo habría querido saber cuál era la suya, la de aquel
original, y también la del señor cura, que poseía
una linda colección, y todas, no obstante, más falsas las
unas que las otras.
Comenzamos, no sin vivas aprensiones -¿no
llegaría a maltratarnos aquel hombre terrible?- y no sin alguna
curiosidad por saber cuál era nuestra nota personal, aquella que
nosotros tendríamos que cultivar en nuestro gaznate, como una
planta en su tiesto.
Hoct fue quien debutó, y después de
haber ensayado las diversas notas de la escala, el sol le fue
reconocido; vamos, pequeña como fisiológico, por el
maestro Effarane, como su nota más precisa, la más
vibrante de las que su laringe podía emitir.
Después de Hoct le tocó el turno a
Farina, que se vio condenado al la natural a perpetuidad.
Siguieron luego mis otros camaradas,
sujetándose a aquel minucioso examen, y su nota favorita
recibió la estampilla oficial del maestro Effarane.
Me adelanté yo entonces.
-¡Ah, eres tú, pequeño! -dijo el
organista.
Y cogiéndome la cabeza, la volvía y la
revolvía, hasta el punto de hacerme temer que fuera a
separármela del tronco.
-Veamos tu nota -dijo al fin.
Emití las diversas notas de la escala de
do subiendo y bajando. El maestro Effarane no pareció
nada satisfecho, y me mandó volver a empezar... Aquello no iba
bien... No iba bien. Estaba yo sumamente mortificado. Siendo yo uno de
los mejores del coro, ¿estaría desprovisto de una nota
individual?
-¡Vamos! -exclamó el maestro Effarane-.
La escala cromática. Tal vez descubra ahí tu nota.
Y mi voz, procediendo por intervalos de semitonos,
subió la octava.
-¡Bien...! ¡Bien! -hizo el organista-. Ya
tengo tu nota, y tú sosténla durante todo el
compás.
-¿Y cuál es? -pregunté
tembloroso.
-Es el re sostenido.
Y yo solfeaba sobre aquel re sostenido con
todo mi aliento.
El señor cura y el señor Valrugis se
dignaron hacer un signo de satisfacción.
-Las niñas ahora -ordenó el maestro
Effarane.
Y yo pensaba:
¡Si Betty pudiese tener también el
re sostenido! No me extrañaría, ya que nuestras
voces casaban tan bien.
Las muchachas fueron examinadas una tras otra.
Ésta tuvo el si natural y aquélla el mi
natural. Cuando le tocó cantar a Betty Clére fue a
colocarse en pie, muy intimidada, ante el maestro Effarane.
-Vamos, pequeña.
Le ocurrió a Betty lo mismo que le había
acontecido a su amigo José Muller; hubo que recurrir a la escala
cromática para hallar su nota, y, finalmente, acabó por
atribuírsele el mi bemol.
Al principio quedé disgustado, pero
reflexionando sobre ello, hube de aplaudir. Betty tenía el
mi bemol y yo el re sostenido. Ahora bien, ¿no
son ambos idénticos? Me puse, en vista de ello, a batir
palmas.
-¿Qué te ocurre, pequeño? -me
preguntó el organista, que frunció las cejas.
-Que estoy muy contento, señor, porque Betty y
yo tenemos la misma nota... me atreví a contestar.
-¿La misma? -gritó el maestro
Effarane.
Y se enderezó con un movimiento tan brusco, que
su brazo tocó el techo.
-¡La misma nota! -prosiguió-. ¡Ah,
conque tú crees que un re sostenido y un mi
bemol son una misma cosa! ¡Eres un imbécil, y te mereces
unas orejas de asno...! ¿Es que vuestro Eglisak os ha
enseñado semejantes estupideces? ¿Y tolera usted esto,
señor cura...? ¿Y usted también, maestro...?
¿Y hasta usted misma, anciana señorita...?
La hermana del señor Valrugis buscaba un
tintero para tirárselo a la cabeza. Pero él continuaba
abandonándose a todo el estallido de su cólera.
-¿No sabes, pues, tú, desdichado
majadero, lo que es una coma, ese octavo de tono que diferencia el
re sostenido del mi bemol, el la sostenido
del si bemol y otros? ¡Ah, por lo visto es que nadie
aquí es capaz de apreciar octavos de tono! ¿Es que no hay
más que tímpanos estropeados, endurecidos, en las orejas
de Kalfermatt?
Nadie se atrevía ni a respirar. Los cristales
de las ventanas oscilaban bajo la aguda voz del maestro Effarane. Yo
estaba desolado por haber sido quien provocara aquella escena, sin
dejar de experimentar tristeza, porque entre la voz de Betty y la
mía hubiese semejante diferencia, aunque no fuera más que
la de un octavo de tono. El señor cura me miraba con los ojos
irritados... El señor Valrugis me lanzaba unas miradas...
Pero el organista se calmó de pronto, y
dijo:
-¡Atención, y cada uno a su puesto en la
escala!
Nosotros comprendimos lo que aquello significaba, y
cada uno fue a colocarse según su nota personal; Betty en cuarto
lugar en su calidad de mi bemol, y yo tras ella,
inmediatamente detrás de ella, en mi calidad de re
sostenido. Podía decirse que figurábamos una flauta de
pan, o mejor, los tubos de un órgano, con la única nota
que cada uno de ellos pudiera dar.
-¡La escala cromática -exclamó el
maestro Effarane-, y bien, porque si no...!
No se lo hizo decir dos veces. Comenzó nuestro
camarada encargado del do y fue siguiendo; Betty dio su
mi bemol y luego yo mi re sostenido, cuya diferencia
parecían apreciar los oídos del organista. Después
de haber subido, volvimos a bajar durante tres veces seguidas.
El maestro Effarane pareció bastante
satisfecho.
-¡Bien por los niños! -dijo-.
Llegaré a hacer de vosotros un teclado viviente.
Y el señor cura movió la cabeza con aire
de duda.
-¿Por qué no? -respondió el
maestro Effarane-. Se ha fabricado un piano con gatos, con gatos
escogidos según el maullido que daban al pellizcarles el rabo
por medio de un mecanismo. ¡Un piano de gatos! ¡Un piano de
gatos! repetía.
Nosotros nos echamos a reír, sin estar muy
seguros de si el maestro Effarane hablaba en serio o en broma. Pero
más adelante supe que había dicho la verdad al hablar de
aquel piano de gatos que maullaban al ser pellizcados en el rabo por un
mecanismo; ¡Dios mío, qué no serán capaces
de inventar los hombres!
Entonces, cogiendo su gorra, el maestro Effarane
saludó, giró sobre sus talones y salió de la
escuela diciendo:
-No olvidéis vuestra nota, sobre todo,
tú, señor re sostenido, y tú así
mismo, señorita mi bemol.
Y se nos quedó el apodo desde entonces.

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