El señor Re-sostenido y la
señorita Mi-bemol
Capítulo V
Al día siguiente, el pueblo de Kalfermatt
contaba con un habitante más, y hasta con dos; pudo
vérseles paseándose por la plaza, ir y venir a lo largo
de la Calle Mayor y llegar hasta la escuela, y, finalmente, volverse a
la posada de Clére, donde tomaron una habitación con dos
camas, para un tiempo cuya duración no indicaron.
-Puede ser para un día, para una semana, para
un mes, para un año -había dicho el más importante
de aquellos dos personajes, según me contó Betty cuando
se unió conmigo en la plaza, como todos los días.
-¿Sería ése el organista de ayer?
-pregunté yo.
-¡Caramba! Bien pudiera ser eso,
José.
-¿Con su entonador...?
-El más gordo, sin duda -respondió
Betty.
-¿Y cómo son?
-Como todo el mundo.
Como todo el mundo, es evidente, toda vez que
tenían una cabeza sobre los hombros, brazos adheridos al torso y
pies al extremo de las piernas. Pero puede poseerse todo eso, y, sin
embargo, no parecerse a nadie. Y esto, efectivamente, fue lo que yo
hube de reconocer cuando, hacia las once de la mañana, vi, por
fin, a aquellos dos extranjeros tan extraños.
Marchaban uno tras otro.
Uno de ellos, de treinta y cinco a cuarenta
años, delgado, pálido, enjuto, largo, vestido con una
gran levita amarillenta, las piernas dobladas, que terminaban en dos
pies estrechos, puntiagudos, tocado con una ancha gorra con pluma.
¡Vaya una figura la que tenía aquel individuo! Ojos
plegados, pequeños, pero penetrantes, con una brasa en el fondo
de sus pupilas, dientes blancos y agudos, nariz afilada, boca cerrada y
barbilla prominente. ¡Y qué manos! ¡Dedos largos,
largos... de esos dedos que sobre un teclado pueden abarcar una octava
y media!
El otro era su antítesis: grueso, ancho de
espaldas y sobre sus robustos hombros una cabezota de toro, semblante
congestionado, barriga en clave de fa, y representando unos
treinta años.
Nadie conocía a aquellos individuos. Era la
primera vez que venían al país. Seguramente no eran
suizos, sino más bien gentes del Este, de más allá
de las montañas, del lado de Hungría. Y así era,
en realidad, según supimos más tarde.
Después de haber pagado una suma adelantada en
la posada Clére, habían almorzado con gran apetito, sin
escatimar las cosas buenas. Luego se pusieron a pasear uno tras otro;
el flaco mirando a un lado y a otro, canturreando, los dedos en
incesante movimiento y, con un gesto singular, iba golpeándose
la nuca con la mano y repitiendo:
-¡La natural...! ¡La
natural...! ¡Bien!
El gordo se balanceaba sobre sus piernas, fumando una
pipa en forma de saxofón, de donde se escapaban torrentes de
humo blanquecino.
Yo les contemplaba con los ojos muy abiertos, cuando
el más alto me llamó, haciéndome señas para
que me acercara.
La verdad sea dicha, yo tenía un poco de miedo,
pero, al fin, me arriesgué y él me dijo con una voz como
la de falsete de un niño de coro:
-¿La casa del cura, pequeño?
-¿La casa del... el presbiterio?
-Sí. ¿Quieres llevarme?
Pensaba yo que el señor cura me
regañaría por haberle llevado aquellas personas: sobre
todo el alto, cuya mirada me fascinaba. Habría querido negarme,
pero me fue imposible, y heme aquí encaminándome hacia la
casa rectoral.
Nos separarían unos cincuenta pasos de ella,
cuando yo le enseñé la puerta y huí a todo correr,
en tanto que la aldaba marcaba tres corcheas, seguidas de una
negra.
Varios camaradas me aguardaban en la plaza y el
señor Valrugis con ellos, quien me interrogó. Yo
referí todo lo que había pasado; los compañeros me
miraban...; ¡Ya veis, él me había hablado!
Pero cuanto yo pude decir no nos hizo adelantar un
paso en la averiguación de lo que aquellos dos individuos
vendrían a hacer en Kalfermatt. ¿Por qué
habían querido hablar con el señor cura?
¿Qué habría ocurrido entre ellos?
Todo quedó explicado aquella tarde.
Aquel tipo extraño -el más alto- se
llamaba Effarane; era húngaro, y a la vez artista afinador y
constructor de órganos, organero, como suele decirse, y que se
encargaba de hacer reparaciones, yendo de ciudad en ciudad y de pueblo
en pueblo ganándose de ese modo la vida.
Él, según fácilmente se adivina,
fue quien, la víspera, habiendo penetrado por la puertecilla
lateral con el otro, su ayudante y entonador, había despertado
los ecos de la vieja iglesia, desencadenando tempestades de
armonía. Pero, según él, el instrumento,
defectuoso en algunas partes, exigía ciertas reparaciones, y
él se ofrecía a hacerlas a muy bajo precio. Varios
certificados daban fe de sus aptitudes para este género de
trabajos.
-¡Hágalo, hágalo! -había
respondido el señor cura, que se había apresurado a
aceptar la oferta que el personaje hiciera. Y había
añadido:
-¡Bendito sea Dios, que nos envía un
organero de vuestro saber y valer, y mil veces bendito si,
además, nos enviase un organista...!
-¿De modo que el pobre Eglisak...?
-preguntó el maestro Effarane.
-Sordo como una tapia. ¿Le conoce usted?
-¿Quién no conoce al hombre de la
fuga?
-Pues hace ya seis meses que ni toca en la iglesia, ni
enseña en la escuela. Así es que tuvimos que tener misa
sin música el día de Todos Santos, y me temo que algo
análogo va a ocurrirnos para el de Navidad.
-Tranquilícese, señor cura
-respondió el maestro Effarane-; en unos quince días
pueden terminarse las reparaciones, y si usted quiere, el día de
Navidad yo tocaré el órgano...
Y al decir esto agitaba sus dedos interminables.
El cura agradeció sus ofrecimientos al artista,
y le preguntó lo que pensaba acerca del órgano de
Kalfermatt.
-Es bueno -respondió el maestro Effarane-, pero
incompleto.
-¿Pues qué le falta? ¿No tiene,
por ventura, veinticuatro registros, sin olvidar el registro de la voz
humana?
-¡Oh, lo que le falta, señor cura, es,
precisamente, un registro que yo he inventado, y con el que trato de
dotar a estos instrumentos!
-¿Cuál?
-El registro de las voces infantiles -repuso el
singular personaje, enderezando su alta figura-. Sí, yo he
imaginado este perfeccionamiento. Será el ideal, y entonces mi
nombre sobrepujará los nombres de los Fabri, de los Kleng, de
los Erhart Smid, de los André, y de los Castendrofer, de los
Krebs, de los Müller, de los Agrícola, de los Kranz, de los
Antegnati, de los Costanzo, de los Graziadei, de los Serassi, de los
Tronci, de los Nanchinini, de los Callido, de los Sébastien
Érard, de los Abbey, de los Cavaillé Coll...
Citaba tantos nombres que el buen cura debió
creer que no habría terminado hasta la hora de
vísperas.
Y el organero añadió sacudiendo su
cabellera:
-Si yo consigo esto para el órgano de
Kalfermatt, ningún otro podrá compararse con él,
ni el de San Alejandro en Bérgamo, ni el de San Pablo en
Londres, ni el de Friburgo, ni el de Amsterdam, ni el de Frankfurt, ni
el de Nuestra Señora de París, ni el de la Magdalena, ni
el de San Dionisio, ni el de Beauvais...
Y decía todas esas cosas con aire inspirado,
con movimientos que describían curvas caprichosas.
Seguramente hubiera inspirado miedo a cualquiera que
no fuese un cura, quien, con unas cuantas palabras en latín,
podía reducir el diablo a la nada.
Por fortuna, se dejó oír entonces la
campana que tocaba a vísperas, y cogiendo su gorra, cuya pluma
alisó con la mano, el maestro Effarane saludó con una
profunda reverencia y fue a unirse con su entonador en medio de la
plaza. Esto no fue obstáculo para que la anciana ama del cura
creyese sentir, cuando se marchó, cierto olorcillo a azufre.
Pero la verdad es que la estufa estaba encendida.

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