El señor Re-sostenido y la
señorita Mi-bemol
Capítulo IV
Transcurrieron seis meses. Llegó noviembre,
sumamente frío. Un manto blanco cubrió la montaña
e invadió las calles. Llegábamos a la escuela con la
nariz encarnada y las mejillas amoratadas. Yo aguardaba a Betty al
volver de la plaza. ¡Qué graciosa estaba con la
capellina!
-¿Eres tú, José?
-decía.
-Soy yo, Betty; el frío corta esta
mañana; arrópate bien; abróchate la pelliza
-Sí, José. ¿Y si diéramos
una carrerita?
-Bueno. Dame tus libros, yo te los llevaré. Ten
cuidado no te constipes; sería una lástima que fueras a
perder tu hermosa voz.
-¡Y tú la tuya, José!
Sí que habría sido una lástima,
en efecto. Y después de habernos soplado los dedos,
marchábamos a todo correr para entrar en calor. Por fortuna, la
escuela estaba calentita. La estufa daba lumbre; no se escatimaba la
leña, de la que había bastante abundancia en el monte y
el viento se encargaba de derribarla, no quedando más que el
trabajo de recogerla. El señor Valrugis permanecía en su
silla con el gorro encasquetado hasta los ojos, y nos contaba la
historia de Guillermo Tell. Pensaba yo entonces que si Gesller no
poseía más que un gorro, debía haberse acatarrado,
ya que su gorro figuraba en la punta del palo, si es que aquellas cosas
habían ocurrido en el invierno.
Y entonces se trabajaba bien: la lectura, la
escritura, el cálculo, la recitación, el dictado, y el
maestro estaba satisfecho. La música, no obstante, holgaba; no
se había encontrado ninguna persona capaz de reemplazar al viejo
Eglisak. Seguramente, olvidaríamos todo lo que habíamos
aprendido. ¿Qué probabilidades había de que
viniese un nuevo director a Kalfermatt? El órgano también
comenzaba a necesitar reparaciones.
El señor cura no ocultaba su disgusto.
¡Cómo desentonaba el pobre señor, ahora que no le
acompañaba el órgano, sobre todo en el prefacio de la
misa! El tono iba bajando gradualmente, y cuando llegaba a supplici
confessione dicentes, nadie podía discernir las notas.
Algunos se sonreían, pero a mí me daba mucha pena y a
Betty también.
El día de Todos Santos no había habido
ninguna música bonita, ¡y la Navidad que se aproximaba con
sus Gloria, sus Adeste fideles y sus
Exultet...!
El señor cura había tratado de ensayar
un medio; el de reemplazar el órgano por un serpentón.
Con el serpentón, por lo menos, no desentonaría. La
dificultad no estaba en procurarse aquel instrumento antediluviano.
Había uno colgado en la pared de la sacristía, y que
estaba durmiendo allí desde hacía muchos años. Mas
¿dónde encontrar el serpentista? En realidad, tal vez
podría utilizarse el entonador del órgano, entonces sin
ocupación.
-¿Tú sabes entonar? -le dijo un
día el señor cura.
-Sí -respondió aquel valiente-, con el
fuelle, pero no con mi boca.
-¿Qué importa? Haz un ensayo para
ver...
-Ensayaré.
Y ensayó, sopló en el serpentón,
pero el sonido que de él salió fue verdaderamente
abominable. ¿Procedía aquello de él o
procedía de la bestia de madera? Cuestión insoluble.
Hubo, por consiguiente, que renunciar a ello, y lo probable era que la
próxima Navidad fuera tan triste como había sido la
fiesta de Todos Santos. Porque si faltaba el órgano, por faltar
Eglisak, tampoco funcionarían los cantores, pues no
teníamos quien nos diera lecciones, ni quien llevara el
compás; por esto los kalfermattianos estaban verdaderamente
desolados, cuando una tarde el pueblo se alzó en
revolución.
Estábamos a 15 de diciembre. Hacía un
frío seco, uno de esos fríos que las brisas llevan a lo
lejos. Una voz en la cumbre de la montaña habría llegado
hasta el pueblo, y un pistoletazo disparado en Kalfermatt se hubiera
oído en Reischarden, y entre ambos hay una legua larga.
Era un sábado, y yo había ido a cenar a
casa del señor Clére. Al día siguiente no
había escuela. Cuando se ha trabajado durante toda la semana,
¿no es perfectamente lícito descansar el domingo? El
propio Guillermo Tell tiene el derecho de reposar, porque debe hallarse
fatigado tras ocho días pasados sobre el banquillo del
señor Valrugis.
La casa del posadero estaba situada en la plazuela, en
el rincón de la izquierda, casi enfrente de la iglesia, cuya
veleta se oía girar al extremo de su puntiagudo campanario.
Había una media docena de clientes en casa de los Clére,
y se había convenido que Betty y yo cantásemos aquella
tarde un lindo nocturno de Salviati.
Se había terminado la cena y retirado el
servicio, se alinearon las sillas e íbamos a comenzar, cuando un
sonido lejano llegó a nuestros oídos.
-¿Qué es eso? -dijo uno.
-Diríase que viene de la iglesia
-respondió otro.
-¡Pero si es el órgano...!
-¡Cómo! ¿Iba a tocar solo el
órgano?
Los sonidos, sin embargo, continuaban
propagándose con toda claridad; tan pronto crescendo
como diminuendo se hinchaban de vez en cuando como si hubiesen
salido de la gran bombarda del instrumento.
Abrióse la puerta de la posada, a pesar del
frío. La vieja iglesia estaba sombría, sin que
ningún resplandor pasase a través de las vidrieras de la
nave. Era el viento, indudablemente, el que se deslizaba por
algún agujero del techo o de las paredes. Nos habíamos
equivocado, e íbamos a reanudar nuestra velada cuando el
fenómeno se reprodujo, con tal intensidad que no era posible el
error.
-¡Pero estan tocando en la iglesia!
-exclamó Juan Clére.
-Es el diablo, seguramente -dijo Jenny.
-¿Acaso el diablo sabe tocar el órgano?
-replicó el posadero.
-¿Y por qué no? -pensaba yo.
Betty me cogió de la mano.
¿El diablo? -dijo.
A todo esto, las puertas que daban a la plaza fueron
abriéndose poco a poco, y algunas personas se asomaban a las
ventanas preguntando lo que ocurría. Alguien que estaba en la
posada dijo:
-Habrá encontrado el señor cura un
organista y le habrá mandado venir.
¿Cómo era que no se nos había
ocurrido esta explicación tan sencilla...?
Precisamente, en este momento apareció el
propio señor cura en el umbral de la casa rectoral.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Están tocando el órgano, señor
cura -le dijo el posadero.
-¡Bueno! Será Eglisak que habrá
vuelto a ponerse al teclado.
El ser sordo no impide, en efecto, el dejar correr los
dedos sobre las teclas, y era posible que el anciano maestro hubiese
tenido el capricho de subir a la tribuna con el entonador. Era menester
verlo; pero el pórtico estaba cerrado.
-José -me dijo el señor cura , ve a ver
a casa de Eglisak.
Eché a correr hacia allí llevando de la
mano a Betty, que no había querido separarse de mí.
Cinco minutos después estábamos de
regreso.
-¿Y bien? -me preguntó el señor
cura.
El maestro está en su casa contesté,
falto de aliento.
Era, efectivamente, cierto; su sirvienta me
había asegurado que estaba durmiendo en su cama, como un
lirón, y que toda la trompetería del órgano no
hubiera podido despertarle.
-Entonces, ¿quién es el que está
allí? -murmuró la señora Clére, algo
intranquila.
-Ahora lo veremos -dijo el señor cura
abrochándose el abrigo.
El órgano continuaba dejándose
oír. Era como una tempestad de sonidos lo que de él
brotaba. La plaza estaba como barrida por un huracán de
música. Hubiérase dicho que la iglesia no era más
que un inmenso tubo de órgano.
Ya dije que el pórtico estaba cerrado, pero al
dar la vuelta se vio que la puertecilla situada enfrente precisamente
de la taberna Clére estaba entreabierta. Por allí era por
donde había debido penetrar el intruso. El señor cura
primero y tras él el sacristán, que acababa de
unírsele, entraron en la iglesia. Al pasar mojaron sus dedos en
la pila del agua bendita y se santiguaron; todos los que seguían
hicieron lo mismo.
De pronto, el órgano se calló; el trozo
ejecutado por el misterioso organista se detuvo sobre un acorde de
cuarta y sexta, que se perdió bajo la oscura bóveda.
¿Era la entrada de toda aquella gente lo que
había cortado la inspiración del artista desconocido...?
Eso era lo único que podía pensarse. En aquel momento, la
nave, poco antes rebosante de armonías, había vuelto a
caer en el silencio; y digo el silencio porque todos nosotros
estábamos mudos entre los pilares, con una sensación
análoga a la que se experimenta cuando tras un vivo
relámpago se espera el estallido del trueno.
Aquello duró un instante; era preciso saber a
qué atenerse. El sacristán y dos o tres individuos de los
más valientes se dirigieron hacia la escalera de caracol que
sube hasta la tribuna en el fondo de la nave. Subieron los
peldaños, pero una vez llegados a la tribuna, no encontraron a
nadie. La tapa del teclado estaba echada; el fuelle, medio hinchado
aún a causa del aire que no podía tener salida,
permanecía inmóvil, con su palanca alzada.
Probablemente, aprovechándose del tumulto y de
la oscuridad, el intruso había podido bajar la escalera,
desaparecer por la puertecilla y escapar a través del
pueblo.
¡No importaba! El sacristán creyó
que tal vez, por prudencia, sería conveniente exorcizar, mas el
señor cura se opuso a ello, y con razón, porque no la
había para proceder a tales exorcismos.

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