La familia Ratón
Capítulo X
¡Qué magnífica esfinge,
infinitamente más hermosa que aquellas esfinges de Egipto,
aunque tan célebres! Se llamaba ésta la esfinge de
Romiradur, y constituía la octava maravilla del mundo.
La familia Ratón acababa de llegar al lindero
de una vasta llanura, rodeada de espesos bosques dominados en las
lejanías por una cadena de montañas cubiertas de nieves
perpetuas.
Imaginaos en el centro de aquella llanura un animal
tallado en mármol: está acostado sobre la hierba, la cara
levantada, las patas delanteras cruzadas una sobre otra y el cuerpo
alargado como una colina; mide, por lo menos, quinientos pies de largo
por cien de ancho, y su cabeza se eleva ochenta pies por encima del
suelo.
Aquella esfinge posee el aspecto indescifrable que
distingue y caracteriza a sus congéneres. Jamás ha
revelado el secreto que guarda desde hace miles y miles de siglos, y,
sin embargo, su vasto cerebro se halla abierto para todo el que quiera
visitarlo. Se penetra en él por una puerta que hay entre las
patas; escaleras interiores dan acceso a sus ojos, a sus orejas, a su
nariz, a su boca y hasta a aquel bosque de cabellos que eriza su
cráneo.
Por añadidura, y para que podáis daros
perfecta cuenta de la enormidad de ese monstruo, sabed que diez
personas se encontrarían muy a gusto en la órbita de sus
ojos, treinta en el pabellón de sus orejas, cuarenta entre los
cartílagos de su nariz, sesenta en su boca, donde se
podría dar un baile, y un centenar en su cabellera, espesa e
inextricable como un bosque de América. Así es que de
todas partes se acude, no a consultarla, porque no quiere responder,
sino a visitarla como se hace con la estatua de San Carlos en una de
las islas del lago Mayor.
Habrá de permitírseme, queridos
niños, no insistir más en la descripción de esta
maravilla, que honra al genio del hombre. Ni las pirámides de
Egipto, ni los jardines colgantes de Babilonia, ni el Coloso de Rodas,
ni el faro de Alejandría, ni la torre Eiffel pueden resistir la
comparación con ella. Cuando los geógrafos hayan logrado
ponerse de acuerdo acerca del país en que se encuentra la gran
esfinge de Romiradur, cuento con que iréis a visitarla durante
vuestras vacaciones.
Pero Gardafur la conocía y él era quien
guiaba a la familia Ratón. Al decirles que había gran
concurso de gente, les había engañado de un modo infame.
¡He ahí una cosa que iba a producir honda contrariedad al
pavo y a la cotorra! De la magnífica esfinge no se preocupaban
para nada.
Como sin duda imagináis, habíase
concertado su plan entre el encantador y el príncipe Kissador.
El príncipe se encontraba cerca, en la linde de un bosque
próximo, con un centenar de sus guardias. Tan pronto como la
familia Ratón hubiera penetrado en la esfinge, se la
pescaría como en una ratonera. Si cien hombres no
conseguían apoderarse de cinco aves, de un ratón y de un
joven, enamorado, sería indudable que se encontraban protegidos
por un poder sobrenatural.
Durante la espera, el príncipe iba y
venía dando muestras de la más viva impaciencia.
¡Haber sido vencído en sus tentativas contra la familia y
contra la hermosa Ratina! ¡Ay de la familia si Gardafur recobrase
su poder! Pero el encantador se encontraría reducido aun a la
impotencia durante algunas semanas.
En fin, por aquella vez habían sido
también tomadas todas las medidas, que muy probablemente ni
Ratina ni los suyos podrían escapar a las asechanza y
maquinaciones de su tenaz perseguidor.
En aquel momento apareció Gardafur a la cabeza
de la pequeña caravana, y el príncipe, rodeado de sus
guardias, estaba dispuesto a intervenir.
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