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La familia Ratón

Editado
© Juan Suárez
11 de marzo del 2003
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La familia Ratón
Capítulo XI

El padre Ratón avanzaba a buen paso, a pesar de la gota. La paloma, describiendo grandes círculos en el espacio, iba de vez en cuando a posarse sobre los hombros de Ratín. La cotorra, volando de árbol en árbol, se elevaba tratando de descubrir la prometida muchedumbre. El pavo real tenía la cola cuidadosamente replegada, para que no se desgarrara con las zarzas del camino, en tanto que Ratana se balanceaba sobre sus anchas patas. Tras ellos, la garza, alicaída, batía rabiosamente el aire con su cola de ratón; había intentado metérsela en el bolsillo, quiero decir debajo del ala, pero había tenido que renunciar a ello, porque el ala era demasiado corta.

Llegaron, por fin, los viajeros al pie de la esfinge; jamás habían visto nada tan hermoso ni tan grandioso.

-¿Dónde está ese gran concurso de gente del que nos habló?

-Tan pronto como hayan llegado ustedes a la cabeza del monstruo -respondió el trapacero encantador-, dominarán a la muchedumbre y serán vistos de muchas leguas a la redonda.

-¡Pues bien, entremos!

-Entremos.

Penetraron todos en el interior sin abrigar la menor desconfianza; ni siquiera advirtieron que el guía se había quedado fuera, después de haber cerrado tras ellos la puerta abierta entre las patas del gigantesco animal.

En el interior había alguna claridad, que se filtraba por las aberturas del rostro, a lo largo de las escaleras interiores. Pasados algunos instantes, pudo verse a Ratón paseándose por los labios de la esfinge, a la señora Ratona revoloteando sobre la punta de la nariz, y don Rata en la extremidad del cráneo.

Ratina y el joven Ratín estaban colocados en el pabellón de la oreja derecha, diciéndose mil ternezas.

En el ojo derecho se mantenía Ratana, cuyo modesto plumaje no podía verse; y en el ojo izquierdo, el primo Raté disimulaba lo mejor que podía su lamentable cola.

Desde todos aquellos puntos de la cara, la familia Ratón se encontraba admirablemente dispuesta para contemplar el espléndido panorama que se desarrollaba hasta los límites extremos del horizonte.

El tiempo era magnífico; ni una sola nube en el cielo, ni el más leve vapor sobre la superficie del suelo.

De pronto, una masa animada se dibuja hacia el bosque... Se adelanta... Se acerca... ¿Es acaso la muchedumbre de adoradores de la esfinge de Romiradur?

¡No! Son gentes armadas de picas, de sables, de arcos, de ballestas, avanzando en pelotón cerrado; no pueden abrigar sino perversos designios.

En efecto, el príncipe Kissador va a la cabeza, seguido del encantador, que ha dejado sus vestidos de guía; la familia Ratón se considera perdida, a menos que aquellos de sus miembros que poseen alas no vuelen a través del espacio.

-¡Huye, mi querida Ratina! -le dice su novio- ¡Huye!... ¡Déjame a mí en las manos de estos miserables!

-¡Abandonarte...! ¡Jamás! -responde Ratina.

Esto, por lo demás, habría sido muy imprudente; una flecha hubiera podido herir a la paloma, así como a la cotorra, al pavo real, al ganso y a la garza. Era preferible ocultarse en las profundidades de la esfinge. Tal vez consiguiesen escapar al llegar la noche, salvándose por alguna salida secreta, y sin nada que temer de las armas del príncipe.

¡Ah, cuán deplorable era que el hada Firmenta no hubiera acompañado a sus protegidos en el curso de aquel viaje!

El joven, sin embargo, había tenido una idea, y muy sencilla, como todas las ideas buenas: atrancar la puerta y acumular obstáculos en el interior, y esto fue lo que se hizo sin perder tiempo.

El príncipe Kissador, Gardafur y los guardias se habían detenido a algunos pasos de la esfinge, intimando la rendición a los prisioneros.

Un «no» bien acentuado, que salió de los labios del monstruo, fue la única respuesta que obtuvieron.

Entonces, los guardias se precipitaron contra la puerta, acometiéndola con enormes cantos de roca, siendo evidente que no tardaría en ceder.

Mas he aquí que un leve vapor envuelve el cabello de la esfinge, y, destacándose de sus últimas volutas, el hada Firmenta aparece en pie sobre la cabeza de la esfinge de Romiradur.

Ante aquella milagrosa aparición, los guardias retroceden, pero Gardafur consigue volverlos a poner al asalto, y los goznes de la puerta comienzan a ceder ante sus golpes.

En aquel momento, el hada inclina hacia el suelo la varita, que tiembla en su mano.

¡Qué inesperada irrupción se produjo a través de la deshecha puerta!

Un tigre hembra, una pantera y un oso se precipitan sobre los guardias. El tigre es Ratona, con su leonada piel; el oso es Rata, con el pelo erizado y las fauces abiertas; la pantera es Ratana, que da unos saltos terribles. Esta última metamorfosis ha cambiado a los tres volátiles en bestias feroces.

Al mismo tiempo, Ratina se ha transformado en una cierva elegante, y el primo Raté ha tomado la forma de un asno, que rebuzna con una voz tremenda. Pero -¡lo que es la mala suerte!- ha conservado su cola de garza, y una cola de pájaro es lo que cuelga a la extremidad de su grupa. Decididamente, es imposible evitar su destino.

A la vista de aquellas tres formidables fieras, los guardias no vacilaron un instante, se desbandaron como si tuvieran fuego bajo sus talones. Nada habría podido detenerlos, tanto más cuanto que el príncipe Kissador y Gardafur les dieron el ejemplo; no les convenía, al parecer, ser devorados vivos.

Pero si bien el príncipe y el encantador pudieron ganar el bosque, algunos de sus guardias fueron menos afortunados. El tigre, el oso y la pantera habían llegado a cortarles la retirada, y aquellos pobres diablos no pensaron más que en buscar refugio dentro de la esfinge, y pronto pudo vérseles ir y venir por su ancha boca.

Fue aquélla una mala idea, sí, una mala idea, y cuando ellos lo reconocieron era ya demasiado tarde.

En efecto, el hada Firmenta extiende de nuevo su varita y rugidos espantosos se propagan, como los truenos, a través del espacio.

La esfinge acaba de convertirse en león.

¡Y qué león! Su melena se eriza, sus ojos lanzan rayos, sus mandíbulas se abren, se cierran y comienzan su obra de masticación... Un instante después, los guardias del príncipe Kissador han sido triturados por los dientes del formidable animal.

Entonces el hada Firmenta salta ligeramente sobre el suelo. A sus pies van a tenderse el tigre, el oso y la pantera, como lo hacen los animales feroces con sus domadores.

De esta época data la conversión de la esfinge de Romiradur en león.

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