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La familia Ratón

Editado
© Juan Suárez
11 de marzo del 2003
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La familia Ratón
Capítulo VIII

Sí, queridos niños, toda Ratópolis está de fiesta, y esa fiesta os hubiera divertido extraordinariamente si vuestros padres hubieran podido conduciros a ella. ¡Juzgad de ello! Por doquier amplias guirnaldas con transparentes de mil colores, arcos de follaje sobre las empavesadas calles, casas con colgaduras y tapices, fuegos artificiales cruzándose por los aires, bandas de música por todas partes y, os suplico que me creáis, los ratones se mostraban como los mejores orfeonistas del mundo. Tienen vocecillas suaves, suaves, voces de flauta de un encanto inexplicable, y ¡qué admirablemente interpretan las obras de sus compositores: los Rassini, los Ragner, los Rassenet y tantos otros maestros!

Pero lo que habría excitado vuestra admiración hubiera sido un cortejo de todas las ratas y ratones del universo y de todos aquellos que, sin ser ratas, han merecido ese nombre significativo.

Allí se ven ratas que semejan a Harpagón, llevando bajo la pata su precioso cofrecito de avaro; ratones peludos, viejos veteranos a quienes la guerra ha hecho héroes, prestos siempre a estrangular al género humano por conquistar un galón más; ratones con trompa, con una verdadera cola sobre la nariz, como la que fabrican los cómicos zuavos africanos; ratones de iglesia, humildes y modestos; ratones de bodega, habituados a meter su hocico en la mercancía por cuenta de los gobiernos; y, sobre todo, cantidades fabulosas de esas gentiles ratitas de la danza, que ejecutan los pasos de un baile de ópera.

En medio de este concurso de gente avanzaba la familia Ratón, conducida por el hada. Pero no veía nada de aquel brillante espectáculo. No pensaba más que en la pobre Ratina, arrebatada del amor de sus padres y del cariño de su novio.

Pronto llegaron a la Plaza Mayor. La ratonera continuaba en el mismo sitio, pero Ratina ya no estaba allí.

-¡Devolvedme a mi hija! -clamaba la señora Ratona, cuya única ambición se reducía entonces a encontrar y recobrar a su hija y daba realmente compasión oírla.

En vano intentaba el hada disimular su cólera contra Gardafur; se transparentaba en sus ojos, que habían perdido su dulzura habitual.

Un gran ruido se alzó entonces al fondo de la plaza. Era un cortejo de Príncipes, de Duques, de Marqueses y, en fin, de los más brillantes señores, con trajes magníficos y precedidos de guardias completamente armados.

A la cabeza del grupo principal se destacaba el príncipe Kissador, distribuyendo sonrisas y saludos protectores a todas aquellas gentecillas que le hacían la corte.

Luego, detrás, en medio de los servidores se arrastraba una pobre y linda rata. Era Ratina, tan vigilada, tan rodeada por todas partes, que no podía pensar en huir. Gardafur marchaba cerca de ella, sin quitarle ojo. ¡Ah, aquella vez la tenía bien segura!

-¡Ratina...! ¡Hija mía...!

-¡Ratina ...! ¡Amor mío! -gritaron a un tiempo Ratona y Ratín, que en vano intentaron llegar hasta ella.

Habría que haberse visto la actitud y las fisgas con que el príncipe Kissador saludaba a la familia Ratón, y qué provocativa mirada lanzó Gardafur al hada Firmenta. Aun cuando privado por entonces de su poder de genio, había triunfado tan sólo empleando una sencilla ratonera, y al propio tiempo los señores cumplimentaban al príncipe por su conquista, ¡con cuánta fatuidad recibía el necio aquellos cumplidos!

De pronto el hada extiende el brazo, agita la varita y en el acto se opera una nueva metamorfosis.

Si bien el padre Ratón continúa siendo ratón, he aquí a la señora Ratona cambiada en cotorra, a Rata en pavo real, a Ratana en oca y al primo Raté en garza; pero continuaba su mala suerte, y en vez de una hermosa cola de pájaro, es una delgada cola de ratón lo que se agita bajo su plumaje.

En el mismo momento, una paloma se alza ligeramente del grupo de los señores: ¡es Ratina!

¡Calcúlese la estupefacción del príncipe Kissador y la cólera de Gardafur! Helos allí a todos, cortesanos y criados, persiguiendo a Ratina, que se alejaba batiendo las alas.

La decoración ha cambiado. Ya no es la Plaza Mayor de Ratópolis, sino un paisaje admirable en medio de grandes árboles. Y de todos los confines del horizonte se acercan mil pájaros que acuden a dar la bienvenida a sus nuevos hermanos aéreos.

Entonces, la señora Ratona, altiva y satisfecha de sus encantos y del brillo de su plumaje, comienza a hacer monerías, en tanto que la pobre Ratana, llena de vergüenza, no sabe dónde y cómo ocultar sus patas de oca.

Por su parte, Rata -don Rata, si gustáis- se pavonea, como si hubiese sido pavo real toda su vida, mientras el primo, el pobre primo, murmura en voz baja:

-¡Raté todavía!... ¡Siempre Raté!

Mas he aquí que una paloma atraviesa el espacio lanzando gritos de júbilo, describe elegantes curvas y viene a posarse levemente sobre los hombros del joven.

Es la encantadora Ratina, y puede oírsela murmurar al oído de su novio:

-¡Te amo, Ratín mío, te amo!

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