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La familia Ratón

Editado
© Juan Suárez
11 de marzo del 2003
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La familia Ratón
Capítulo IV

A la derecha, sin embargo, algunos peñascos han quedado al descubierto. No puede cubrirlos la marea ni aun en los momentos en que la tempestad lanza sus olas contra la costa.

Allí fueron a refugiarse el príncipe y el encantador. Cuando el banco se quedase seco irían a buscar la preciosa ostra que encierra a Ratina y se la llevarían consigo. En el fondo, el príncipe estaba furioso; por poderosos que fueran los príncipes, y aun los mismos reyes, nada podían hacer en aquel tiempo contra las hadas, y todavía sucedería lo mismo si ahora volviésemos a aquella dichosa época.

He aquí, en efecto, lo que Firmenta dijo al joven:

-Ahora que la mar está alta, Ratón y los suyos van a subir un escalón hacia la Humanidad. Voy a hacerlos peces, y bajo esta forma nada tendrán ya que temer de sus enemigos.

-Pero ¿y si los pescan...? -hizo observar Ratín.

-No te preocupes, yo velaré por ellos.

Por desgracia, Gardafur había oído al hada e imaginado en seguida un plan; seguido del príncipe se dirigió hacia tierra firme.

Entonces, el hada extendió su varita hacia el banco de Samobrives, oculto bajo las aguas. Las ostras de la familia Ratón se entreabren y de ellas salen peces bulliciosos, muy alegres por aquella nueva transformación.

Ratón, el padre, un bravo y digno rodaballo, con tubérculos sobre su flanco amarillento, y que si no hubiese tenido semblante humano os habría mirado con sus dos grandes ojos, colocados en el lado izquierdo.

La señora Ratona, una araña con el fuerte aguijón de su opérculo y las espinas punzantes de su primera dorsal, muy bella, por lo demás, con sus colores tornasolados.

La señorita Ratina, una linda y elegante dorada, araña de China, casi diáfana y muy atrayente con su ropaje, mezcla de negro, de rojo y de azul.

Rata, un mal encarado lucio, de cuerpo alargado, boca hendida hasta los ojos, dientes acerados, el semblante furioso como un tiburón en miniatura y de una sorprendente voracidad.

Ratana, una gorda trucha salmonada, con sus manchas rojizas, el semblante furioso como un tiburón en miniatura y que no habría dejado de hacer muy buen papel sobre la mesa de un gastrónomo.

Finalmente, el primo Raté, una pescadilla con el dorso de un gris verdoso. Pero he aquí que, por un extraño capricho de la Naturaleza, ¡no era pez más que a medias! Sí, la extremidad de su cuerpo, en vez de terminar con una cola, ésta estaba encerrada todavía entre dos conchas de ostra. ¿No es esto el colmo de lo ridículo? ¡Pobre primo!

Y entonces, pescadilla, trucha, lucio, dorada y rodaballo, alineados bajo las transparentes y límpidas aguas al pie de la roca en que Firmenta agitaba su varita, parecían decir:

-¡Gracias, hada buena, gracias!

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